CAPÍTULO DUODÉCIMO

El ritual

Lo primero que oyó al entrar a casa fue la risa de su madre. Se reía a mandíbula batiente. Insólito. Midori Ackerman despreciaba la vulgaridad de las carcajadas. Su sentido del humor era extraño, es decir, japonés: disfrutaba enormemente de los programas de su tierra natal. A Mikasa le resultaban ridículos. «Los jóvenes solo sabéis reíros de los demás», decía su madre. «Qué graciosos son los amarillos», respondía Levi, «ja, ja, ja…», y Kenny estallaba en carcajadas y subía la apuesta: bromeaba acerca de los negros, los judíos, los discapacitados, los pigmeos, las mujeres y los hombres. ¿Qué podía hacer tanta gracia a su madre?

Mikasa empalideció. Ni siquiera supo qué estaba diciendo Eren, pero ahí estaba, doblado de la risa junto a su madre, ambos tomando un aperitivo. Levi estaba en el sillón, leyendo el periódico. Midori le hizo un gesto para que se acercara.

—Hija, Eren y yo nos llevamos fantásticamente. Lo he invitado a comer y ha aceptado.

—¿Cómo decir que no a una mujer como usted? —Eren miró a Mikasa—. ¿Qué tal, cariño?

—Bien.

—Tiene que ir al centro de salud esta tarde —dijo su madre— a que le miren la mano. No ha respetado ni una de las indicaciones del médico: ni cabestrillo, ni nada. Luego, cuando sea médica, se quejará de sus pacientes.

—Yo te acompaño —Eren volvió a sonreír.

—No hace falta —dijo Mikasa—. Voy a tumbarme. Estoy cansada.

—Señora Ackerman, creo que su hija está enfadada conmigo.

—¡Tonterías! ¿Qué discusiones podéis tener? Sois demasiado jóvenes para eso.

Mikasa subió a su habitación y echó el pestillo. Permaneció junto a la puerta y sintió un escalofrío cuando escuchó los pasos. Apretó la mano vendada.

—¿Puedo pasar?

Abrió y estuvo a punto de echarse a llorar. De volverse loca. Era él; eran sus ojos, su boca, sus hombros anchos. Y no lo reconocía, y no estaba hí. Y ese era un extraño que le había robado al ladrón de sus noches. Lo siento, dijo él. Mikasa lo tomó de la mano. También era suya. Seguía buscándolo.

—Mikasa —la llamó de nuevo—, háblame.

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—Estás loco, Armin.

—Posiblemente —asintió—, pero no soy un mentiroso.

Annie calló. Se cubrió con la manta —otra vez ese repeluzno espantoso que la bataneaba— y abrazó a su novio.

—¿Dices que Mikasa se partió los dedos exorcizando a Sasha?

—Aunque no es exactamente un exorcismo, podríamos decir que sí. Eren me lo explicó. No lo entiendo demasiado bien. Mikasa hizo algo muy arriesgado, un sortilegio. Un sello, me parece. Esa fue la palabra que utilizó.

—Mikasa no cree en magias ni en ninguna de esas tonterías.

—Yo tampoco creía.

—¿Y Eren es un…?

—Sí.

—Eso es imposible.

Armin la miró fijamente.

—El asunto es serio. No bromearía. Lo sé desde hace mucho tiempo. Lo supe antes que la propia Mikasa. Prometí a Eren que no diría nada, pero las circunstancias han cambiado.

—Me da igual —respondió Annie taxativa; le dio la espalda—. Vale, pongamos que te creo. Pongamos que Eren es un hombre lobo. Bien. ¿Eso justifica lo que ha intentado hacerle?

—Por supuesto que no, Annie.

—¿Entonces por qué insistís en defenderle? Mikasa debería reaccionar. Un verdadero hombre jamás haría…

—Sé que no conoces mucho a Eren, pero me conoces a mí: sabes que nunca podría ser amigo de alguien así. Lo conozco. Y sé cómo reaccionaría si supiera lo que ha pasado, sé que perdería la cabeza.

Annie se giró de nuevo.

—Si ese no es Eren, ¿entonces quién es?

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Carta privada de Mercurino Arborio de Gattinara dirigida al príncipe-arzobispo de Salzburgo Matthäus Lang von Wellenburg en el año 1530. Localizado en los fondos del Archivo Diocesano de Salzburgo. Legajo 1789, Caja 3, Número 7.

«El humilde servidor de Don Carlos por la graçia de Dios rey de romanos emperador, rey de Castilla, de León e de Aragón, yo, Mercurino Arborio de Gattinara, escribo esto al Excelentísimo y Reverendísimo Señor de Salzburgo, que es también servidor del emperador, con motivo de la desgraçia sofrida por Don Antonio Fúcar e su familia, que es también desgraçia de Su Majestad Imperial.

Ya sabréis que las caravanas e las mulas que son del dicho Don Antonio Fúcar e que van llenas de riqueças no llegaron a Toledo e solo uno de los omes del dicho Don Antonio aparesció e yo lo fize traer ante mí. Confesó el dicho ome que las caravanas e mulas fueron atacadas en Tirol, cuios condes son también servidores de Su Majestad Imperial, e yo pensé en malos christianos rebeldes de la Fe e las leyes de los omes, mas el dicho ome dixo que non, que aquello no era cosa de omes ca él vio un demonio e, por quanto sé, hay muchos demonios allá. El dicho demonio era grande e lupino, negro y feroz, e asaltó las caravanas en Tirol siendo nocte e non quedó christiano vivo a excepción del dicho ome.

Ca non es la prima vez que sucede e ca non puede volver a suceder, ruego a vos su Excelencia que con absoluta discreçión e con los recursos que estiméis nescesarios encontréis al responsable de tan sentida desgraçia por quanto se trata de un demonio contrario a la Fe, que acabéis con los demonios de Tirol que tantos dannos causan a los Reinos e Imperio de Don Carlos e que respondáis desta misma guisa a servidor.

Fecha a dos de enero del año de mil quinientos trenta de Nuestro Señor Ihesuchristo».

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Extracto de la obra Los hombres bestia, de Y. M. Vegenbund (1946):

«En tiempos del rey Luis XV hubo en Francia una bestia devoradora de hombres en la Occitania, en el condado de Gévaudan. Durante cuatro años, entre 1764 y 1767, se hartó a matar, empero la cantidad de víctimas que se le achacan es indemostrable y elevadísima. No deberíamos hablar de una bestia, sino de muchas bestias de Gévaudan, que, advertidas por la intervención de personajes como Juan Chastel, famoso por abatir a una de ellas, dejaron de operar antes de que doblara la séptima década de la centuria. No pocos hablaban de hombres lobo. A principios de siglo, el profesor Puech atribuyó la oleada de crímenes al sadismo de un homicida no identificado».

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Al igual que los brujos, los nigromantes o los vampiros, los hombres bestia han existido siempre. Las hijas de la Perra Negra, ávidas estudiosas de dicha desviación, dieron en sus tratados antiguos tres orígenes al fenómeno: el bestialismo, la maldición o el pacto con un ente capaz de propiciar dicho estado. Doña Catalina, la madre de Carla, investigó el incidente de Tsavo. En 1898, dos leones devoraron a un centenar de trabajadores del ferrocarril entre Kenia y Uganda. Pese a ser machos, carecían de melena. Este par de devoradores, fieros leones nubios, sentía extraña predilección por las presas humanas. El teniente Patterson se jactó de haberles dado muerte, pero no son los devoradores aquellos animales expuestos en Chicago. Las bestias de Tsavo eran, en realidad, cambiapieles del pueblo luo que empleaban su capacidad para amedrentar a los trabajadores. Doña Catalina tuvo contacto con sus descendientes y supo por estos que la habilidad procedía de un antiguo pacto entre ciertos hombres de la aldea y una deidad inmemorial, Kan Lafaha Ruuga, «el que mastica los huesos».

«El fenómeno de la metamorfosis en animal o la presencia de seres híbridos es constante en todas las culturas humanas», escribió Robert Smith. «Desde el hombre león de Hohlenstein a los individuos hibridados de las pinturas rupestres, desde los dioses que componen el panteón egipcio hasta el mito de Licaón, desde el hombre lobo de Livonia hasta el asesino español Romasanta. La conexión entre los hombres y los animales, con quienes competimos y convivimos desde nuestros primeros pasos como especie, parece remitir a un pasado inmemorial en el que el ser humano se identificaba con un entorno a menudo hostil. El hombre es débil, es una presa fácil: no destaca por su fuerza o su velocidad. No es de extrañar que los antiguos deseasen el control de las fieras, como podría sugerir la representación reiterada de los señores de las bestias en épocas prehistóricas, o la adquisición de las cualidades animales, como podría desprenderse de los híbridos».

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Extracto de la obra El coloquio de las brujas, de A. Wentworth (1987):

«La hechicería en las islas británicas es antiquísima. Resulta imposible señalar un origen concreto, así como la descripción de estas prácticas en tiempos de ocupación romana, pero los documentos en latín elaborados por los monasterios en la posterior Alta Edad Media comentan con absoluto terror las extrañas actividades de grupos femeninos, de mujeres que se reunían en lo profundo de los bosques y desaparecían durante días, semanas o meses. Mucho más adelante, en tiempos de Guillermo el Conquistador, el New Forest cobraría especial relevancia al convertirse en coto privado de los reyes. Nadie podía entrar sin permiso y dicha afrenta se castigaba con pena capital. Si bien pocos hollaron New Forest, los rumores acerca de las brujas saltaron de generación en generación. Los aquelarres se celebraron hasta mediados del siglo XX. Actualmente, los árboles de este singular bosque cuentan con curiosas marcas cuyo significado es desconocido».

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Había pasado tanto tiempo con la mano vendada y convaleciente que, cuando Keith le dijo que sus dedos se habían recuperado por completo, la sintió fría y la escondió en el bolsillo. Le resultaba difícil recordar aquel dolor tan espantoso que no se calmó con las pastillas, sino con la mano de Carla sobre la suya propia.

El doctor Shadis aprovechó su visita para hablar acerca de su asma.

—Apenas uso el inhalador. —Se lo mostró—. Lo llevo conmigo, claro, pero no he notado ningún síntoma desde el último ataque.

—Fuiste a ver a Carla, ¿verdad?

Mikasa asintió.

—Hiciste bien —respondió Keith—. Varios de mis pacientes la frecuentan por consejo mío.

—¿No es extraño que el médico recomiende ir a la bruja del pueblo?

—Lo es, pero yo no puedo quitar el mal de ojo. Un niño de dos años enferma; no para de llorar, aunque no le pasa nada. Nada que yo pueda identificar. Pido a la madre que vaya a ver a Carla y ella solo tiene que ver al niño para saber qué le pasa. Acto seguido, dice a la madre que hable con su vecina, la vieja viuda que se sienta a coser en el portal, la que tiene la «mirada fuerte», y pida a la vieja que pellizque al hijo. A la madre le parece una estupidez, pero lo hace. El niño deja de llorar y recupera la salud. Es uno de los muchos casos que he tenido en esta consulta.

Mikasa lo entendía. Algunas ancianas del pueblo acudían a casa de los Jaeger para que Carla aliviase el mal de sus huesos cuando los medicamentos resultaban inútiles. La había visto trazar un sello en la palma de su mano antes de tocar la frente de un hombre febril que, después de días en cama, salió de la casa por su propio pie. «Todo me lo enseñó mi madre», decía, «y todo eso aprendieron mis hermanas antes que yo».

Mikasa se levantó.

—Créame, doctor, a mí también me sorprende, pero funciona.

Salió del centro de salud. Tenía varios mensajes de Eren; los ignoró. No tenía ganas de hablar con él. No quería verlo. Le repugnaba. Fue a ver a Sasha y la encontró cocinando. Le alegraba estar con ella; se sentaba en la cocina, echaba azúcar a los buñuelos, los sumergía en la taza de chocolate y era feliz. El matrimonio Braus se encontraba en el réquiem de un vecino y Kaya había salido con sus amigas. Sasha confesó que estaba mejor así, sola, que no le gustaba la compasión y la tristeza de su madre y que se moría por volver a la ciudad, a la rutina del estudio, con tal de imponer un poco de distancia.

—Ahora es un tabú —continuó Sasha—. Ya no se pueden pronunciar ciertas palabras en esta casa ni en la de mis abuelos: abuso, violación, tío Gerry. Mi madre no quiere hablar más del tema, pero tengo que escuchar su llanto por las noches. Mi padre es distinto, ya le conoces. Se pasa el día pegado a mí. Mi hermana volvió borracha de una fiesta; nunca se había emborrachado. ¿Crees que debería haberme callado?

—No. ¿Lo dices en serio?

Sasha asintió con rotundidad.

—¿De qué ha servido, Mik? He destrozado a mi familia. Eso es lo único que ha cambiado. Mis abuelos no salen de casa y no reciben a nadie.

—Si consideras que has destrozado tu familia por decir la verdad, adelante —Mikasa agarró la mano de su amiga y la miró con gravedad—, pero la foto de tu puto tío ya no está colgada en la pared. Es un principio, Sasha.

Juraría que vio humedecerse los ojos de esta. Sasha no la soltó.

—Gracias por ser mi amiga.

Mikasa le metió un buñuelo en la boca.

—Come y no digas más estupideces.

Sasha le contó que Niccolò había aparecido la noche anterior con pizzas. Le dijo que la echaba de menos, que volviese pronto a comer en el restaurante.

—¿Pizzas gratis?

—Sí.

—A Niccolò le gustas desde hace tiempo.

—¿Tú crees?

—Sí, Sasha. Te mira como un idiota mientras comes. Es increíble.

—¿Por qué?

—Porque pareces un animal salvaje cuando comes.

—Sabes que la comida es mi pasión.

—Y a Niccolò le gusta cocinar. Perfectos complementarios.

—¿Quién está diciendo idioteces ahora?

—No son idioteces. Niccolò siempre pregunta por ti cuando voy al restaurante. Primero pregunta y después saluda.

—Es guapo.

—Es alto.

—Tiene un negocio.

—Y va a cumplir veinticuatro años, así que ya no es un niñato.

—¿De veras crees que Niccolò está interesado?

—Annie también lo piensa.

—Acabo de recordar que las pizzas —añadió Sasha— tenían forma de corazón.

—¿Lo acabas de recordar? Dios mío, Sasha.

—¡No lo tuve en cuenta! Pensaba que era un gesto de cariño. ¿Tú no me harías una pizza con forma de corazón?

—No, y Annie tampoco.

—¿Qué debería hacer?

—Lo que quieras.

—No estoy en mi mejor momento. Además, no sé ligar.

—Yo tampoco.

—Tienes novio. ¿Cómo no vas a saber ligar?

Mikasa se quedó callada. Pensó en los mensajes. Seguro que Eren quería saber qué le había dicho el médico.

—¿Mikasa?

—Eren está raro.

—¿A qué te refieres?

—Me gustaría poder explicarlo, Sasha, pero no puedo.

—Claro que puedes.

—Es muy complicado. Creerías que estoy loca.

—No lo creo. ¿Sabes? Los Jaeger son raros. Carla es una mujer encantadora, pero es bruja, o eso dicen todos. Quizá yo también estoy loca, Mik, porque sé que aquella noche no tuve una crisis nerviosa. Sé que era algo malo. No me preguntes cómo, pero lo sé.

—Ni siquiera yo soy capaz de entender qué sucedió. No sabría por dónde empezar.

—Puedes empezar por tu novio.

—Eren es inabarcable. Creo que está mal, Sasha. Creo que está en apuros.

—¿Por qué?

—Se comporta de un modo extraño. Intentó…

—¿Qué intentó?

—Fue violento. Eren no es así. Es impulsivo, sí, pero jamás se comportaría así conmigo.

—Lo vi hace unos días. Supongo que iba para tu casa. Me alejé enseguida. Tuve miedo de él, de su forma de mirarme.

—¿Cómo te miró?

Sasha se terminó la taza de chocolate.

—Como la bestia que se me aparecía en sueños.

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Carta privada de un vecino de Innsbruck dirigida al príncipe-arzobispo de Salzburgo Matthäus Lang von Wellenburg en el año 1532. Localizado en los fondos del Archivo Diocesano de Salzburgo. Legajo 1789, Caja 7, Número 2.

«Tenga a bien Su Excelencia leer esta carta escrita en nombre de todos los vecinos de Innsbruck e pueblos cercanos a esta dicha ciudad, que es leal a Su Excelencia y al Emperador Carlos, los quales viven con inmenso temor.

Sabe Su Excelencia que Tirol está infectada de Demonios que asaltan y dan muerte a quanto hombre, mujer o niño encuentran en los caminos. Nosotros los vecinos de Innsbruck y alrededores, fieles a Su Excelencia y al Emperador Carlos, tememos a la manada de lobos infernales que se esconde en los valles solitarios, las montañas heladas y los bosques obscuros. Porque sabemos que no son los dichos Demonios simples lobos, sino hombres malévolos que mudan la piel quando es notte de luna llenna y que con grand plaçer atacan la vida de los pobres christianos porque diabólica es su naturaleza, como hicieron dos años fa con los servidores de Antonio Fugger.

Rogamos pues que Su Excelencia como Paladín de Ihesuchristo Nuestro Sennor intervenga en estas tierras que el Maligno ha tomado para sí (…)».

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—¿Eren?

Armin se sobresaltó frente al desorden reinante en la habitación de su amigo. Este, tumbado en la cama, lo miró con profundo desprecio:

—¿Qué quieres?

—Jean, Connie y yo vamos a jugar al billar. No coges el teléfono, así que he venido para preguntártelo.

—No voy a ir a jugar al billar.

—Vale, está bien. —Armin se agachó para coger un libro—. Entonces me quedaré contigo.

—Haz lo que quieras, pero no me molestes.

—Aún no me has dicho qué debo hacer con la carta.

—¿Qué carta?

—La carta que escribiste para Mikasa por si algo te sucedía.

Eren bostezó.

—Rómpela.

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Willy le había pedido que mantuviese el silencio y eso hizo, pese al grito que se agolpaba en su garganta. Carla tembló, se mareó y experimentó una terrible náusea. Se aferró al brazo del vampiro; iba a caerse. El olor resultaba nauseabundo y la respiración era la propia de una criatura enferma.

—Los murciélagos lo encontraron —dijo Willy—. Estaba en la entrada de una cueva, arrastrándose. No puede ponerse en pie.

Tenía los pies amputados. Carla examinó su cara a la luz de las velas. La piel se caía a trozos. Le faltaba media nariz.

—Es un cuerpo corrompido. La magia negra puede alargar la vida.

—Pero es nociva para el cuerpo —Carla conocía bien los grimorios y tratados prohibidos—. Es uno de los misterios del gusano que aprendió el cruzado Prinn.

—Es un cadáver viviente. Necesitaba otro cuerpo.

—Y el de mi hijo es perfecto porque puede resistir el Urushdaur, ¿cierto?

Willy asintió.

—Al ser un licántropo, su resistencia es mayor.

—Mi hijo está ahí dentro.

El vampiro la sujetó antes de que se desmoronase.

—Señora Jaeger —susurró él—. Carla, escúchame.

—Eren.

La cabeza en descomposición se movió y la miró, la reconoció. No había labios, pero Carla entendió la palabra muda: «Mamá». No he podido salvarte, pensó. Hijo mío, te he perdido para siempre.

Necesitaba sentarse. Fueron a la cocina y allí permaneció en silencio hasta que la realidad se impuso.

—Tiene el cuerpo de mi hijo —dijo Carla—. Se apropió de él en los días de luna llena.

—¿Salió sin sortilegios protectores?

—Creyó que así aprendería a dominarlo, a dominarse, pero lo único que hizo fue exponerse. Sé que tiene el cuerpo de mi hijo desde que volvió, pero no puedo encararlo. Podría hacer cualquier cosa.

—Matarse —dijo Willy—. Matar el cuerpo de Eren. Eso supondría el fin. Todavía podemos intervenir.

—El Urushdaur es difícil de deshacer —contestó Carla—. Es un doble ritual. Expulsión y ocupación. El rituante arranca a la persona de su cuerpo y lo invade.

—Se puede revertir porque no es destructivo, las partes continúan ahí. El cuerpo de Eren está a salvo —comentó Willy—, pero el cuerpo del otro no; si muere, Eren también morirá.

—¿Y qué propones? —preguntó Carla.

—Solo podemos expulsarlo del recipiente que pertenece a tu hijo.