85. ENGULLIDO POR EL CIELO
¿Pero quién es el errante, la pieza salvaje, el que no tiene sentido? Atisbo sus implicaciones, y el mundo se abre ante mí. Retrocedo. Imposible. ¿Verdad?
Del Diagrama, Salmo de las Maravillas de la Pared Oeste, párrafo 8 (Nota de Adrotagia: ¿Podría referirse a Dante?).
—¿Ni dijo siquiera si podía abrir la puerta? —preguntó Bellamy mientras echaba a andar hacia la tienda de mando. La lluvia golpeteaba el suelo a su alrededor, tan densa que ya no era posible distinguir las ráfagas separadas a la luz de los focos fabriales de Echo.
—No, brillante señor —respondió Peet, el hombre del puente—. Pero insistió en que no podíamos enfrentarnos a lo que se nos viene encima. Dos altas tormentas.
—¿Cómo pueden haber dos? —preguntó Echo. Llevaba una recia capa pero estaba igualmente empapada, pues su paraguas había volado hacía tiempo. Jordan caminaba al otro lado de Bellamy, con la barba y el bigote flácidos por el agua.
—No lo sé, brillante —dijo Peet—. Pero eso es lo que dijo. Una alta tormenta y otra cosa. La llamó Tormenta Eterna. Espera que choquen aquí mismo.
Bellamy reflexionó, frunciendo el ceño. La tienda de mando estaba justo delante. Una vez dentro, hablaría con sus comandantes de campo y…
La tienda se estremeció y luego se soltó con una andanada de viento. Arrastrando cuerdas y postes, pasó ante Bellamy, casi lo bastante cerca para poder tocarla. Bellamy maldijo mientras la luz de una docena de linternas, antes dentro de la tienda, se desparramaba por la meseta. Escribas y soldados corrían intentando recoger mapas y hojas de papel mientras el viento se las llevaba.
—¡Tormentas! —dijo Bellamy, dando la espalda al poderoso viento—. ¡Necesito un informe actualizado!
—¡Señor! —El comandante Cael, jefe de la tienda de mando, se acercó corriendo, seguido de su esposa, Apara. Las ropas de Cael estaban casi secas, aunque ese detalle cambiaba rápidamente—. ¡Roan ha ganado su meseta! Apara estaba redactándote un mensaje.
—¿De verdad?
El Todopoderoso bendijo a aquel hombre. Lo había conseguido.
—Sí, señor —dijo Cael. Tenía que gritar para hacerse oír contra el viento y la lluvia—. El alto príncipe Roan dijo que el cántico de los parshendi se silenció, lo que le permitió masacrarlos. Los demás se disolvieron y huyeron. ¡Incluso con la meseta de Jordan perdida, hemos vencido!
—No lo parece —replicó Bellamy. Hacía solo unos minutos la lluvia era leve. La situación se degradaba rápidamente—. Envía inmediatamente órdenes a Roan, a mi hija y al general Khal. Hay una meseta al sureste, perfectamente redonda. Quiero que nuestros cuatro ejércitos se dirijan allí para protegerse de la tormenta que viene.
—¡Sí, señor! —dijo Cael con un saludo, el puño en el pecho. Con la otra mano, sin embargo, señaló por encima del hombro de Bellamy—. Señor, ¿has visto eso?
Bellamy se dio media vuelta para mirar hacia el oeste, donde destellaban luces rojas, relámpagos que caían con insistencia repetida. El cielo mismo parecía estremecerse mientras algo se acumulaba allí, revolviéndose en un enorme ojo del huracán que se expandía velozmente hacia fuera.
—Todopoderoso en las alturas… —susurró Echo.
Otra tienda cercana se estremeció y sus estacas se soltaron.
—Salid de las tiendas, Cael —dijo Bellamy—. Todo el mundo en marcha. Ahora. Echo, ve con la brillante Lexa. Ayúdala si puedes.
El oficial se puso en movimiento y empezó a gritar órdenes. Echo fue con él, desapareciendo en la noche, y un escuadrón de oficiales corrió tras ella para proporcionarle protección.
—¿Y yo, Bellamy? —preguntó Jordan.
—Necesitaremos que tomes el mando de tus hombres y los guíes a lugar seguro. Si es que podemos encontrarlo.
La tienda cercana volvió a sacudirse. Bellamy frunció el ceño. No parecía moverse con el viento. ¿Y qué eran esos… gritos?
Clarke atravesó la lona de la tienda y se deslizó de espaldas sobre las piedras; su armadura filtraba luz tormentosa.
—¡Clarke! —gritó Bellamy, corriendo hacia su hija.
A la joven le faltaban varios fragmentos de armadura. Alzó la cabeza, los dientes apretados, la nariz chorreando sangre. Dijo algo, pero se perdió en el viento. No tenía yelmo, ni avambrazo izquierdo, el peto quebrado y a punto de soltarse, la pierna derecha expuesta.
¿Quién podía haberle hecho eso a una portadora de esquirlada?
Bellamy supo inmediatamente la respuesta. Acunó a Clarke, pero miró más allá de la tienda derrumbada, que se agitó en la tormenta y se desgarró cuando un hombre pasó ante ella, brillando con lazos de luz tormentosa. Aquellos rasgos extranjeros, la ropa toda blanca pegada a su cuerpo por la lluvia, la cabeza gacha, los ojos encapotados que brillaban con luz tormentosa.
La asesina de Gavilar. Octavia, la Asesina de Blanco.
Lexa examinaba las inscripciones de la pared de la sala redonda, buscando frenéticamente un modo de hacer que la Puerta Jurada funcionara.
Esto tenía que funcionar. Tenía que hacerlo.
—Todo está en el canto del alba —dijo Inadara—. No puedo entenderlo.
«Los Caballeros Radiantes son la clave».
¿No debería haber sido suficiente la espada de Aden?
—¿Cuál es el patrón? —susurró.
—Mmm… —dijo Patrón—. ¿Tal vez no puedas verla porque estás demasiado cerca? ¿Como las Llanuras Quebradas?
Lexa vaciló, luego se levantó y se dirigió al centro de la sala, donde las imágenes de los Caballeros Radiantes y sus reinos se reunían en un punto central.
—¿Brillante señor Aden? —preguntó Inadara—. ¿Algo va mal?
El joven príncipe había caído de rodillas y se acurrucaba junto a la pared.
—Puedo verlo —respondió Aden, febril, su voz resonando en la cámara. Los fervorosos que habían estado estudiando parte de los murales se volvieron a mirarlo—. Puedo ver el futuro mismo. ¿Por qué? ¿Por qué, Todopoderoso? ¿Por qué me has maldecido así? —Soltó un grito suplicante, luego se levantó y rompió algo contra la pared. ¿Una roca? ¿De dónde la había sacado? La sujetó con una mano enguantada y empezó a escribir.
Sorprendida, Lexa dio un paso hacia él. ¿Una secuencia de números?
Todos ceros.
—Ha venido —susurró Aden—. Ha venido, ha venido, ha venido. Estamos muertos. Estamos muertos. Estamos muertos…
Bellamy permaneció arrodillado bajo un cielo roto, abrazando a su hija. La lluvia limpió la sangre del rostro de Clarke, y la muchacha parpadeó, aturdida por la paliza.
—Padre… —dijo Clarke.
La asesina avanzó tranquila, sin ninguna urgencia aparente. La mujer parecía deslizarse a través de la lluvia.
—Cuando ocupes el principado, hija —dijo Bellamy—, no dejes que te corrompan. No les sigas el juego. Dirige. No sigas.
—¡Padre! —dijo Clarke, enfocando la mirada.
Bellamy se levantó. Clarke se dio media vuelta y trató de incorporarse, pero la asesina le había roto una de las grebas, lo que le impedía levantarse. La muchacha volvió a resbalar en los charcos de agua.
—Te han enseñado bien, Clarke —dijo Bellamy con la mirada fija en la asesina—. Eres mejor que yo. Siempre fui un tirano que tuvo que aprender a ser otra cosa. Pero tú, tú has sido una buena mujer desde el principio. Guíalos, Clarke. Únelos.
—¡Padre!
Bellamy se apartó de su hija. Cerca, los escribas y auxiliares, capitanes y reclutas gritaban y corrían, tratando de encontrar orden en el caos de la tormenta. Seguían la orden de evacuación de Bellamy, y la mayoría no había reparado aún en la figura de blanco. La asesina se detuvo a diez pasos de Bellamy. Jordan, con la cara pálida y titubeando, se apartó de ambos y empezó a gritar:
—¡Asesina! ¡Asesina!
La lluvia remitía un poco. Eso no dio a Bellamy demasiada esperanza: no con aquellos relámpagos rojos en el horizonte. ¿Era una… una muralla de tormenta acumulándose delante de una nueva tormenta? Sus esfuerzos por detener a los parshendi habían fracasado.
La shin no atacó. Se plantó frente a Bellamy, inmóvil, sin expresión, el agua corriéndole por el rostro. Innaturalmente tranquilo. Bellamy era mucho más alto y más ancho. Esta mujercita de blanco, con su piel pálida, casi parecía una jovencita, una muchachita en comparación. Tras él, los gritos de Jordan se perdieron en la confusión. Sin embargo, el Puente Cuatro sí que rodeó a Bellamy, con las lanzas prestas. Bellamy los contuvo.
—No hay nada que podáis hacer aquí, muchachos —dijo Bellamy—. Dejadme enfrentarme a ella.
«Diez latidos».
—¿Por qué? —le preguntó Bellamy a la asesina, que seguía quieta bajo la lluvia—. ¿Por qué matar a mi hermano? ¿Te explicaron el motivo tras tus órdenes?
—Soy Octavia-hija-hija-Vallana —dijo la mujer. Roncamente—. Sinverdad de Shinovar. Hago lo que ordenan mis amos, y no pido explicaciones.
Bellamy revisó su valoración. La mujer no estaba tranquila. Lo parecía, pero cuando habló lo hizo entre dientes apretados, los ojos demasiado abiertos.
«Está loca —pensó Bellamy—. Tormentas».
—No tienes que hacer esto —dijo—. Si es por la paga…
—¡Lo que me deben me será resarcido! —gritó la asesina, la lluvia salpicaba en su cara y la luz tormentosa brotaba de sus labios—. Hasta el último detalle. ¡Me ahogaré en él, Custodio de Piedras!
Octavia movió la mano hacia un lado, y la hoja esquirlada apareció. Entonces, con un movimiento breve y despectivo, como si simplemente fuera a cortar un trozo de cartílago de su carne, avanzó y atacó a Bellamy.
Bellamy detuvo la espada con la suya propia, que apareció en su mano cuando la alzó. La asesina dirigió una mirada al arma de Bellamy, y luego sonrió, con los labios contraídos, mostrando solo un atisbo de dientes. Aquella sonrisa ansiosa, pareja a los ojos enloquecidos, era una de las cosas más malignas que Bellamy había visto jamás.
—Gracias por extender mi agonía al no morir fácilmente —dijo la asesina. Dio un paso atrás y se encendió de luz blanca.
Atacó de nuevo a Bellamy, inhumanamente rápida.
Clarke maldijo, sacudiéndose de su estupor. Tormentas, le dolía la cabeza. Había chocado con algo cuando la asesina la arrojó al suelo. Su padre combatía a Octavia. Bendito fuera por atender a razones y vincularse a la espada de aquel loco. Clarke apretó los dientes y se esforzó por ponerse en pie, algo que resultaba difícil con una greba rota. Aunque la lluvia remitía, el cielo continuaba oscuro. Al oeste, los relámpagos caían como cataratas rojas, casi continuos. Al mismo tiempo, el viento soplaba con fuerza desde el este. Algo se acumulaba allí también, desde el Origen. Esto era muy grave.
«Las cosas que me ha dicho mi padre…».
Clarke se tambaleó y estuvo a punto de caer al suelo, pero unas manos parecieron ayudarla. Miró hacia un lado y encontró a aquellos dos hombres del puente de antes, Cikatriz y Drehy, que la ayudaban a ponerse en pie.
—Vosotros dos vais a recibir un aumento de sueldo importante, tormentas —dijo Clarke—. Ayudadme a quitarme esta armadura.
Frenética, empezó a quitarse piezas. Todo el equipo estaba tan maltrecho que era casi inútil. Se oía estrépito de metal mientras Bellamy combatía. Si pudiera aguantar un poco más, Clarke podría ayudarle. No dejaría que esa criatura pudiera de nuevo con ella. ¡Otra vez no!
Dirigió una mirada a lo que estaba haciendo Bellamy, y se detuvo, con las manos en las correas de su peto.
Su padre… su padre se movía maravillosamente.
Bellamy no luchaba por su vida. Su vida no era suya desde hacía años. Luchaba por Gavilar. Luchaba como deseaba haber hecho hacía todos esos años, por la oportunidad que había perdido. En ese momento entre tormentas, cuando la lluvia se apaciguó y los vientos tomaron aliento para soplar, danzaba con la matadora de reyes, y de algún modo aguantaba. La asesina se movía como una sombra. Su paso parecía demasiado rápido para ser humano. Cuando saltaba, volaba por los aires. Blandía su espada esquirlada como si fueran restallidos de relámpagos, y de vez en cuando extendía la otra mano, como para agarrar a Bellamy. Recordando su encuentro anterior, Bellamy reconoció que esa era la más peligrosa de las armas de Octavia. Bellamy conseguía cada vez interponer su espada y forzar a la asesina a retroceder. La mujer atacaba desde distintas direcciones, pero Bellamy no pensaba. Los pensamientos podían confundirse, la mente se desorientaba.
Sus instintos sabían qué hacer.
Se agachaba cuando Octavia saltaba por encima de su cabeza.
Un paso atrás, para evitar un golpe que le habría cortado la espina dorsal. Atacaba, obligando a la asesina a retroceder. Tres rápidos pasos hacia atrás, la espada en alto, golpeando la palma de la asesina cuando intentaba tocarlo. Funcionó. Durante un breve momento, combatió a esta criatura.
El Puente Cuatro permaneció atrás, como había ordenado. Solo habrían interferido.
Sobrevivía.
Pero no venció.
Finalmente, Bellamy esquivó un ataque pero no consiguió moverse lo bastante rápido. La asesina lo rodeó y le lanzó un puñetazo al costado. Las costillas de Bellamy se rompieron. Gruñó, tambaleándose, casi cayendo. Blandió la espada contra Octavia, manteniéndola a raya, pero no importaba. El daño ya estaba hecho. Se hundió de rodillas, apenas capaz de mantenerse erguido por el dolor.
En ese instante supo una verdad que siempre debería haber sabido.
«Si hubiera estado allí, aquella noche, despierto en vez de dormido y borracho… Gavilar habría muerto de todas formas.
»No habría podido derrotar a esta criatura. No puedo hacerlo ahora, y no podría haberlo hecho entonces.
»No podría haberlo salvado».
Esa comprensión lo llenó de paz, y Bellamy finalmente soltó esa carga, la que llevaba desde hacía seis años.
La asesina avanzó hacia él, brillando con la terrible luz tormentosa, pero una figura se abalanzó contra ella desde atrás. Bellamy pensó que sería Clarke, o quizás uno de los hombres del puente.
Pero no: era Jordan.
Clarke arrojó a un lado el último fragmento de armadura y corrió hacia su padre. No llegaba demasiado tarde. Bellamy estaba arrodillado ante la asesina, derrotado, pero no muerto. Clarke gritó, acercándose, y una figura inesperada saltó de entre los restos de una tienda. El alto príncipe Jordan, empuñando incongruentemente una espada normal y guiando a un grupito de soldados, se abalanzó contra la asesina. Las ratas habrían tenido más posibilidades enfrentándose a un abismoide. Clarke apenas tuvo tiempo de gritar mientras la asesina, moviéndose a velocidad cegadora, giró y cortó desde la empuñadura la espada de Jordan. La mano de Octavia salió disparada y golpeó a Jordan en el pecho. Jordan salió disparado por los aires, dejando el rastro de un hilillo de luz tormentosa. Gritó cuando el cielo lo engulló. Duró más que sus hombres. La asesina se internó entre ellos, evitando hábilmente las lanzas, moviéndose con gracia increíble. Una docena de soldados cayó en un instante, con los ojos ardiendo. Clarke saltó sobre uno de los cuerpos cuando se desplomaba.
Tormentas. Todavía podía oír a Jordan gritando en las alturas.
Lanzó una estocada contra la asesina, pero la criatura se retorció y apartó la hoja esquirlada. La asesina sonreía. No habló, aunque la luz tormentosa escapaba entre sus dientes. Clarke probó la pose de humo, atacando con una rápida secuencia de golpes. La asesina los esquivó en silencio, impertérrita. Clarke se concentró, luchando lo mejor que podía, pero era una niña comparado con esta criatura. Jordan, todavía gritando, cayó del cielo y golpeó el suelo cercano con un repugnante sonido húmedo. Una rápida mirada a su cadáver le dijo a Clarke que el alto príncipe no volvería a levantarse. Maldijo y se abalanzó contra la asesina, pero un toldo que revoloteaba, empujado por la asesina al pasar, saltó hacia Clarke.
¡El monstruo podía dominar objetos inanimados! Clarke cortó la tela y luego saltó hacia delante para atacar a la asesina.
No encontró nada contra lo que luchar.
«Agáchate».
Se arrojó al suelo mientras algo pasaba por encima de su cabeza: la asesina revoloteando por el aire. La sibilante espada esquirlada de Octavia no alcanzó por muy poco la cabeza de Clarke. La joven princesa rodó y se puso de rodillas, jadeando.
¿Cómo…? ¿Qué podía hacer…?
«No puedes derrotarlo —pensó Clarke—. Nada puede hacerlo».
La asesina se posó suavemente en el suelo. Clarke volvió a incorporarse, y se encontró rodeada por una docena de hombres del puente. Cikatriz, a la cabeza, la miró y asintió. Buenos hombres. Habían visto caer a Jordan, y la arropaban de todas formas. Clarke sopesó su espada esquirlada y advirtió que su padre, no muy lejos, había conseguido ponerse en pie. Otro grupito de hombres del puente lo rodearon, y él lo permitió. Clarke y su padre habían combatido y perdido. Su única oportunidad ahora era un ataque desesperado. Oyeron gritos cercanos. El general Khal y un gran contingente de soldados, a juzgar por el estandarte que se acercaba. No había tiempo. La asesina se hallaba en la meseta entre la pequeña tropa de Bellamy y la de Clarke, con la cabeza gacha. Las linternas azules caídas lo iluminaban. El cielo se había vuelto negro como la noche, excepto cuando aquellos relámpagos rojos lo rompían. Atacar y acosar a una portadora de esquirlada. Esperar un golpe de suerte. Era el único modo. Clarke le asintió a su padre. Bellamy asintió a su vez, sombrío. Lo sabía. Sabía que no se podía derrotar a esta criatura.
«Guíalos, Clarke.
»Únelos».
Clarke gritó y cargó, la espada en la mano, los hombres tras ella. Bellamy avanzó también, más despacio, con un brazo en el pecho.
Tormentas, apenas podía andar.
Octavia alzó la cabeza, el rostro carente de toda emoción. Cuando sus enemigos llegaron, saltó al aire. Los ojos de Clarke la siguieron. Sin duda no la habían espantado…
La asesina giró en el aire y volvió al suelo, brillando como una cometa. Clarke apenas detuvo un golpe de la espada esquirlada: su fuerza era increíble. La arrojó hacia atrás. La asesina se volvió, y un par de hombres del puente cayeron con los ojos ardiendo. Otros perdieron las puntas de sus lanzas cuando trataron de atravesarla. La asesina se libró de la masa de cuerpos, perdiendo sangre por un par de heridas. Pero aquellas heridas se cerraron mientras Clarke miraba; la hemorragia se había detenido. Era como había dicho Raven. Con una horrible sensación de pérdida, Clarke comprendió las pocas posibilidades que habían tenido jamás. La asesina se abalanzó contra Bellamy, que configuraba la retaguardia del ataque. El viejo soldado alzó su espada, como en gesto de respeto, y lanzó una estocada.
Un ataque. Esa era la forma de despedirse.
—Padre… —susurró Clarke.
La asesina detuvo la estocada, luego colocó la mano contra el pecho de Bellamy. El alto príncipe, brillando de pronto, se alzó al cielo oscuro. No gritó.
La meseta quedó en silencio. Algunos hombres del puente ayudaron a sus amigos caídos. Otros se volvieron hacia la asesina, colocándose en formación de ataque con las lanzas, frenéticos. La asesina bajó la espada y luego se dispuso a marcharse.
—¡Hija de puta! —escupió Clarke, corriendo tras ella—. ¡Hija de puta! —Las lágrimas apenas le permitían ver.
—Se acabó —susurró la asesina—. He terminado.
Se dio media vuelta y continuó su camino.
«¡Por Condenación que no!». Clarke alzó su hoja esquirlada.
La asesina giró sobre sus talones y golpeó el arma con tanta fuerza con su propia espada que Clarke oyó claramente cómo algo se rompía en su muñeca. La espada cayó de sus dedos, desvaneciéndose. La mano de la asesina se movió como un relámpago, los nudillos golpearon a Clarke en el pecho, y la princesa jadeó, súbitamente sin aire en la garganta.
Aturdida, cayó de rodillas.
—Supongo —masculló la asesina— que puedo matar a una más, en mi tiempo libre.
Sonrió: una mueca terrible de dientes apretados y ojos muy abiertos. Como si sufriera un dolor enorme. Jadeando, Clarke esperó el golpe. Miró al cielo. «Padre, lo siento. Yo…
»Yo…».
¿Qué era eso?
Parpadeó al distinguir que algo brillaba en el aire y caía, como una hoja. Una figura. Un hombre.
Bellamy.
El alto príncipe caía lentamente, como si no pesara más que una nube. Luz blanca brotaba de su cuerpo con hilillos brillantes. Los hombres del puente cercano murmuraban, los soldados gritaban, señalando. Clarke parpadeó, segura de que se trataba de una ilusión. Pero no, era Bellamy, en efecto. Como… como uno de los mismísimos Heraldos que bajara de los Salones Tranquilos. La asesina miró también y entonces retrocedió, con la boca abierta de horror.
—No… ¡No!
Y entonces, como una estrella caída, una ardiente bola de luz y movimiento surgió ante Bellamy. Se estrelló contra el suelo, levantando un anillo de luz tormentosa como humo blanco. En el centro apareció una figura de azul, agazapada; una mano sobre las piedras, la otra empuñando una brillante hoja esquirlada. Tenía los ojos encendidos con una luz que hacía que la de la asesina pareciera opaca en comparación, y vestía el uniforme de los hombres de los puentes, y tenía marcados los glifos de la esclavitud en la frente. El anillo de luz humeante se disolvió, a excepción de un gran glifo, en forma de espada, que permaneció durante un breve momento antes de disolverse.
—Lo enviaste a morir al cielo, asesina —dijo Raven, la luz tormentosa brotando de sus labios—, pero el cielo y los vientos son míos. Los reclamo, como reclamo ahora tu vida.
