88. LA MUJER QUE POSEÍA LOS VIENTOS

1173090605 - 1173090801 - 1173090901 - 1173091001

1173091004 - 1173100105 - 1173100205 - 1173100401

1173100603 - 1173100804

Del Diagrama, Coda de la pared norte, zona del alféizar, párrafo 2 (Esto parece ser una secuencia de fechas pero su relevancia es aún desconocida).

Pronto empezaron a entrar en la torre.

No había otra cosa que pudieran hacer, aunque las exploraciones de Clarke distaban de haber terminado. Aparte de eso, la alta tormenta que había alcanzado las Llanuras Quebradas estaría asolando la tierra y acabaría por llegar a estas montañas. Tardaba más de un día en cruzar el continente entero, y ellos se hallaban probablemente en algún lugar cerca del centro, así que estaría acercándose.

«Una alta tormenta no prevista —pensó Lexa, recorriendo los oscuros pasillos con sus guardias—. Y algo más viene de la otra dirección».

Notaba que esta torre, sus contenidos, cada pasillo, era una maravilla majestuosa. Decía mucho sobre lo cansada que estaba que no quisiera dibujar nada. Solo deseaba dormir. La luz de las esferas reveló algo extraño en la pared que tenían delante. Lexa frunció el ceño, se sacudió la fatiga y se acercó. Un papelito doblado, como una tarjeta. Miró a los guardias, que parecían igualmente confusos. Arrancó la tarjeta de la pared: la habían pegado con un poco de cera de gorgojo en el dorso. Dentro aparecía el triángulo que era símbolo de los Sangre Espectral. Debajo, el nombre de Lexa. No el nombre de Velo.

El de Lexa.

Pánico. Precaución. En un instante, absorbió la luz de su linterna, hundiendo el pasillo en la oscuridad. Sin embargo, entraba luz por una puerta cercana.

La miró. Monty se dispuso a investigar, pero Lexa lo detuvo con un gesto.

¿Huir o luchar?

«¿Huir adónde?»., pensó. Vacilante, dio un paso hacia la puerta, indicando de nuevo a sus guardias que se quedaran atrás.

Dentro estaba Dante, asomado a una gran ventana sin cristales que daba a otra sección del interior de esta torre. Se volvió hacia ella, retorcido y cubierto de cicatrices, y sin embargo con aspecto refinado con sus ropas de caballero.

Bien. La habían descubierto.

«Ya no soy una niña que se esconde en su habitación cuando llegan los gritos —se dijo con firmeza, entrando en la sala—. Si huyo de este hombre, me verá como algo a lo que hay que cazar».

Se dirigió hacia él, dispuesta a invocar a Patrón. Él no era como otras hojas esquirladas, se daba cuenta ahora. Podía aparecer con más rapidez que los diez latidos de rigor. Lo había hecho antes. Ella no estuvo dispuesta a admitir que era capaz. Hacerlo habría significado demasiado.

«¿Cuántas más de mis mentiras —pensó— me mantienen apartada de las cosas que podría conseguir?».

Pero necesitaba esas mentiras. Las necesitaba de verdad.

—Me condujiste a una gran cacería, Velo —dijo Dante—. Si tus habilidades no se hubieran manifestado al salvar al ejército, quizá no habría localizado nunca tu falsa identidad.

—Velo es la identidad falsa, Dante —dijo Lexa—. Esta soy yo.

Él la inspeccionó.

—Creo que no.

Lexa sostuvo su mirada, pero temblaba por dentro.

—Estás en una situación curiosa —dijo Dante—. ¿Ocultarás la verdadera naturaleza de tus poderes? Yo pude deducir lo que eran, pero otros no serán tan listos. Puede que solo vean la espada y no pregunten qué eres capaz de hacer.

—No veo por qué te preocupa.

—Eres una de nosotros. Cuidamos de los nuestros.

Lexa frunció el ceño.

—Pero tú has visto a través de la mentira.

—¿Estás diciendo que no quieres ser uno de los Sangre Espectral? —Su tono no era amenazador, pero aquellos ojos… Tormentas, aquellos ojos podrían haber perforado la piedra—. No se lo ofrecemos a cualquiera.

—Matasteis a Anya.

—Sí. Después de que ella, a su vez, hubiera asesinado a varios de nuestros miembros. No creerás que tenía las manos limpias de sangre, ¿no, Velo?

Ella apartó la mirada.

—Tendría que haber deducido que eras Lexa Wood —continuó Dante—. Me siento como un necio por no haberlo visto antes. Tu familia tiene una larga historia de implicación en estos acontecimientos.

—No os ayudaré —dijo Lexa.

—Curioso. Deberías saber que tengo a tus hermanos.

Ella lo miró bruscamente.

—Tu casa ya no existe —dijo Dante—. Los terrenos de tu familia fueron tomados por un ejército que pasaba. Rescaté a tus hermanos del caos de la guerra de sucesión, y los voy a traer aquí. Tu familia, sin embargo, sigue estando en deuda conmigo. Un moldeador de almas. Rota.

La miró a los ojos.

—Qué conveniente que tú, según mis cálculos, seas una, pequeña daga.

Lexa invocó a Patrón.

—Te mataré antes de permitir que los uses para chantajearme…

—Nada de chantajes —dijo Dante—. Llegarán a salvo. Un regalo para ti. Puedes esperar y verás que digo la verdad. Menciono tu deuda solo para que tenga una oportunidad de… afianzarse en tu mente.

Ella frunció el ceño, empuñando la espada esquirlada, vacilante.

—¿Por qué? —preguntó finalmente.

—Porque eres una ignorante. —Dante dio un paso adelante y se alzó sobre ella—. No sabes quiénes somos. No sabes lo que intentamos conseguir. No sabes nada de nada, Velo. ¿Por qué se unió a nosotros tu padre? ¿Por qué buscó tu hermano a los Rompedores del Cielo? He investigado un poco, ya ves. Tengo respuestas para ti. —Sorprendentemente, se dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta—. Te daré tiempo para considerarlo. Pareces pensar que tu recién hallado puesto junto a los Radiantes te hace inadecuada para nuestras filas, pero yo lo veo de forma diferente, como lo ve mi babsk. Dejemos que Lexa Wood sea una Radiante, conformista y noble. Dejemos que Velo venga a nosotros. —Se detuvo junto a la puerta—. Y que descubra la verdad.

Desapareció en el pasillo. Lexa se sintió aún más agotada que antes. Retiró a Patrón y se apoyó contra la pared. Pues claro que Dante había podido llegar hasta allí: probablemente se hallaba entre los ejércitos. Llegar a Urithiru era uno de los principales objetivos de los Sangre Espectral. A pesar de su decisión de no ayudarlos, ella los había transportado, junto con el ejército, justo al sitio al que querían ir.

¿Sus hermanos? ¿Estarían a salvo de verdad? ¿Y los sirvientes de su casa? ¿Y la prometida de su hermano?

Suspiró, se dirigió a la puerta y llamó a sus guardias. «Que descubra la verdad». ¿Y si no quería descubrir la verdad? Patrón zumbaba suavemente.

Después de recorrer la planta baja de la torre, usando su propio brillo para iluminarse, Lexa encontró a Clarke en el pasillo junto a una habitación, donde había dicho que estaría. Tenía la muñeca vendada, y los golpes en su cara empezaban a ponerse púrpura. Le hacían parecer un poquito menos embriagadoramente guapa, aunque había en ello cierto aire de «me he peleado con un montón de gente hoy», que era atractivo por derecho propio.

—Pareces agotada —dijo, dándole un beso en la mejilla.

—Y tú parece que has dejado que alguien toque el tambor con tu cara —respondió ella, pero le sonrió—. Deberías dormir un poco.

—Lo haré. Pronto. —Le acarició la cara—. Eres sorprendente, ¿lo sabes? Nos has salvado. A todos.

—No tienes que tratarme como si fuera de cristal, Clarke.

—Eres una Radiante. Quiero decir… —Se pasó una mano por el pelo siempre revuelto—. Lexa. Eres aún más grande que los ojos claros.

—¿Eso ha sido un comentario sobre mi cintura?

—¿Qué? No. Quiero decir… —Se ruborizó.

—No permitiré que esto sea un engorro, Clarke.

—Pero…

La envolvió en un abrazo y la obligó a besarla, un beso profundo y apasionado. Clarke trató de murmurar algo, pero ella siguió besándola, apretando los labios contra los suyos, dejándola sentir su deseo. Clarke se fundió en el beso, luego la agarró por la cintura y la atrajo hacia sí. Después de un momento, se retiró.

—¡Tormentas, eso duele!

—¡Oh! —Lexa se llevó una mano a la boca, recordando las magulladuras de su cara—. Lo siento.

Clarke sonrió y volvió a dar un respingo, ya que al parecer eso dolía también.

—Merece la pena. De todas formas, prometo evitar ser un engorro si tú evitas ser demasiado irresistible. Al menos hasta que esté curada. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.

Clarke miró a los guardias.

—Que nadie moleste a la Dama Radiante, ¿entendido?

Ellos asintieron.

—Duerme bien —dijo Clarke, abriendo la puerta de la habitación. Muchas de las habitaciones tenían todavía puertas de madera, a pesar de su largo abandono—. Esperemos que la habitación sea adecuada. Tu spren la escogió.

¿Su spren? Lexa frunció el ceño, luego entró en la habitación.

Clarke cerró la puerta.

Lexa estudió la cámara de piedra sin ventanas. ¿Por qué había elegido Patrón este lugar concreto para ella? La habitación no parecía especial. Clarke había dejado una linterna de luz tormentosa —que resultaba extravagante, considerando las pocas gemas para iluminarse que tenían—, y gracias a ella pudo ver una pequeña habitación cuadrada con un banco de piedra en un rincón. Había unas cuantas mantas encima. ¿Dónde había encontrado mantas Clarke?

Miró la pared con el ceño fruncido. La roca se había desgastado en un cuadrado, como si en el pasado hubiera habido un cuadro allí colgado. De hecho, eso le resultó extrañamente familiar. No que hubiera estado allí antes, sino el cuadrado en la pared…

Era exactamente el mismo lugar donde colgaba el cuadro en la pared de su padre, allá en Jah Keved.

La cabeza empezó a darle vueltas.

—Mmm… —dijo Patrón desde el suelo a su lado—. Es la hora.

—No.

—Es la hora —repitió—. Los Sangre Espectral te rodean. La gente necesita a una Radiante.

—Ya tienen a uno. La muchacha del puente.

—No es suficiente. Te necesitan a ti.

Lexa parpadeó, llorosa. Contra su voluntad, la habitación empezó a cambiar. Apareció una alfombra blanca. Un cuadro en la pared. Muebles. Paredes pintadas de celeste.

Dos cadáveres.

Lexa pasó por encima de uno, aunque solo era una ilusión, y se acercó a la pared. Había aparecido un cuadro, parte de la ilusión, y destacaba con brillo blanco. Había algo oculto detrás. Lo apartó, o intentó hacerlo. Sus dedos solo hicieron que la ilusión se difuminara. Esto no era nada. Solo una recreación de un recuerdo que deseaba no tener.

—Mmm… Una mentira mejor, Lexa.

Ella parpadeó, apartando las lágrimas. Alzó los dedos y los apretó de nuevo contra la pared. Esta vez, pudo sentir el marco del cuadro. No era real. Por el momento, fingió que lo era, y dejó que la imagen la capturara.

—¿No puedo fingir sin más?

—No.

Estaba allí, en la habitación de su padre. Temblando, hizo a un lado el cuadro, revelando la caja fuerte en la pared. Alzó la llave, y vaciló.

—El alma de mi madre está dentro.

—Mmm… No. Su alma no. Lo que tomó su alma.

Lexa abrió la caja fuerte, revelando su contenido. Una pequeña hoja esquirlada. Metida en la caja a toda prisa, con la punta clavada en el fondo y la empuñadura hacia ella.

—Esto eras tú —susurró.

—Mmm… Sí.

—Mi padre te apartó de mí y trató de esconderte aquí dentro. Naturalmente, fue inútil. Desapareciste en cuanto cerró la caja fuerte. Te convertiste en bruma. Él no pensaba con claridad. Ninguno de nosotros lo hacía.

Se dio media vuelta.

Alfombra roja. Antes blanca. El amigo de su madre yacía en el suelo, sangrando por el brazo, aunque la herida no lo había matado. Lexa se acercó al otro cadáver, el que yacía boca abajo con aquel precioso vestido azul y oro. El pelo rojo se desparramaba alrededor de su cabeza. Lexa se arrodilló y dio la vuelta al cadáver de su madre, para ver un cráneo con los ojos quemados.

—¿Por qué intentó matarme, Patrón? —susurró.

—Mmm…

—Empezó cuando descubrió lo que yo podía hacer.

De pronto lo recordó ahora. La llegada de su madre, con un amigo a quien Lexa no reconoció, para enfrentarse a su padre.

Los gritos de su madre, discutiendo.

Su madre diciendo que Lexa era uno de ellos.

Su padre interponiéndose. El amigo de su madre con un cuchillo, los dos forcejeando, el amigo con un corte en el brazo. La sangre manchó la alfombra. El amigo había ganado aquella pelea; acabó por derribar a su padre al suelo y lo sujetó allí. Su madre cogió el cuchillo y se acercó a Lexa.

Y entonces…

Entonces una espada en las manos de Lexa.

—Dejó que todo el mundo creyera que la había matado él —susurró Lexa—. Que había asesinado a su esposa y al amante de esta en un arrebato de ira, cuando fui yo quien los mató. Mintió para protegerme.

—Lo sé.

—Ese secreto lo destruyó. Destruyó a nuestra familia entera.

—Lo sé.

—Te odio —susurró, mirando los ojos muertos de su madre.

—Lo sé. —Patrón zumbó suavemente—. Con el tiempo me matarás y tendrás tu venganza.

—No quiero venganza. Quiero a mi familia.

Lexa enterró la cabeza en sus brazos y lloró mientras la ilusión se convertía en humo blanco y luego se desvanecía, dejándola en una habitación vacía.

«Solo puedo concluir —escribió apresuradamente Amaram, trazando los glifos como una chapucera maraña de tinta—, que hemos tenido éxito, Restares. Los informes del ejército de Bellamy indican que los Portadores del Vacío no solo fueron localizados, sino combatidos. Ojos rojos, poderes antiguos. Al parecer han liberado una nueva tormenta sobre este mundo».

Alzó la cabeza y miró por la ventanilla. Su carruaje se sacudía por la carretera del campamento de guerra de Bellamy. Todos sus soldados estaban fuera, y los guardias restantes habían acudido a supervisar el éxodo. Incluso con la reputación que tenía, Amaram había podido entrar en el campamento fácilmente. Volvió a su papel. «No me regodeo en este éxito —escribió—. Se perderán vidas. Siempre ha sido nuestra carga como Hijos de Honor. Para hacer regresar a los Heraldos, para hacer regresar el dominio de la Iglesia, no nos quedaba más remedio que llevar al mundo a una crisis.

»Ahora ya tenemos esa crisis, y es terrible. Los Heraldos regresarán. ¿Cómo pueden no hacerlo, con los problemas a los que ahora nos enfrentamos? Pero muchos morirán. Muchísimos. Nalan quiere que merezca la pena la pérdida. De cualquier forma, pronto tendré más información. La próxima vez que te escriba, tendré más información. Cuando lo haga, espero hacerlo desde Urithiru».

El carruaje se detuvo y Amaram abrió la puerta. Le tendió la carta a la conductora, Pama, que la cogió y empezó a buscar en su zurrón la vinculacañas para enviar la comunicación a Restares. Él mismo lo habría hecho, pero no podía usar una vinculacañas estando en movimiento. Ella destruiría los papeles cuando terminara. Amaram dirigió una mirada a los baúles que viajaban en la parte trasera del carruaje: contenían un cargamento precioso, incluyendo todos sus mapas, notas, y teorías. ¿Debería haberlos dejado con los soldados? Entrar con cincuenta hombres en el campamento de Bellamy sin duda habría llamado la atención, incluso con el caos imperante, así que les había ordenado que se reunieran con él en las Llanuras.

Necesitaba continuar moviéndose. Se apartó del carruaje, subiéndose la capucha de su capa. En los terrenos del complejo del templo había aún más frenesí que en la mayoría de los campamentos de guerra, ya que mucha gente había acudido a los fervorosos en este momento de tensión. Pasó ante una madre que suplicaba que uno de ellos quemara una plegaria por su marido, que luchaba con el ejército de Bellamy. El fervoroso no dejaba de repetirle que debería recoger sus cosas y reunirse con las caravanas que partían hacia las Llanuras. Estaba sucediendo. Estaba sucediendo de verdad. Los Hijos de Honor, por fin, habían conseguido su objetivo. Gavilar estaría orgulloso. Amaram avivó el paso y se volvió cuando una fervorosa corrió a acercarse a él y a preguntarle si necesitaba algo. Sin embargo, antes de que pudiera mirarlo bien y reconocerlo, su atención se desvió hacia un par de asustados jóvenes que se quejaban de que su padre era demasiado viejo para hacer el viaje, y les suplicaban a los fervorosos que los ayudaran a transportarlo. Amaram llegó a la esquina del edificio del monasterio donde alojaban al loco y dio la vuelta hasta el muro trasero, fuera de la vista, cerca del borde del campamento mismo. Miró alrededor y luego invocó su espada esquirlada. Unos cuantos tajos permitirían…

¿Qué era eso?

Se dio media vuelta, seguro de que se acercaba alguien. Pero no era nada. Las sombras jugándole malas pasadas. Dio los tajos contra la pared y luego abrió con cuidado el agujero que había hecho. El Grande, el mismísimo Wells, Heraldo de la Guerra, estaba sentado en la celda oscura, casi en la misma postura que antes. Encaramado en el extremo de la cama, inclinado hacia delante, con la cabeza gacha.

—¿Por qué han de mantenerte en semejante oscuridad? —dijo Amaram, descartando su espada—. Esto no es adecuado para los hombres más humildes, no digamos ya para alguien como tú. Hablaré con Bellamy de la forma en que los locos son…

No, no lo haría. Bellamy lo consideraba un asesino. Amaram inspiró larga, profundamente. Había que pagar bastantes precios por ver regresar a los Heraldos pero, por el mismo Titus, la pérdida de la amistad de Bellamy sería alto. Ojalá la piedad no hubiera frenado su mano, todos aquellos meses antes, cuando podría haber ejecutado a la lancera.

Corrió al lado del Heraldo.

—Gran príncipe —susurró—. Tenemos que irnos.

Wells no se movió. Sin embargo, volvió a susurrar. Las mismas cosas que antes. Amaram no pudo evitar recordar la última vez que visitó este lugar. En compañía de alguien que lo había estado tomando por uno de los diez locos todo el tiempo. ¿Quién iba a pensar que Bellamy se había vuelto tan astuto durante la vejez? El tiempo los había cambiado a ambos.

—Por favor, gran príncipe —dijo Amaram, haciendo que el Heraldo se pusiera en pie con dificultad. El hombre era enorme, tan alto como él pero fornido como una pared. La piel marrón oscura lo había sorprendido la primera vez que le vio: Amaram, algo tontamente, esperaba que todos los Heraldos parecieran alezi.

Los ojos oscuros del Heraldo, naturalmente, eran algún tipo de disfraz.

—La Desolación… —susurró Wells.

—Sí. Viene. Y con ella, tu regreso a la gloria. —Amaram empezó a conducir al Heraldo hacia la abertura que había hecho en la pared—. Tenemos que llevarte a…

El Heraldo alzó de pronto una mano ante él.

Amaram se sobresaltó y se detuvo en el acto al ver algo en los dedos del Heraldo. Un pequeño dardo, la punta goteando un líquido claro. Amaram miró hacia la abertura, por donde entraba la luz del sol. Una figura pequeña hizo un sonido parecido a un soplo, con una cerbatana en los labios bajo una máscara que le cubría la parte superior del rostro. La otra mano del Heraldo salió disparada, rápida como un parpadeo, y agarró un dardo en el aire a pocos milímetros de la cara de Amaram. Los Sangre Espectral. No intentaban matar al Heraldo.

Intentaban matar a Amaram.

Gritó y extendió la mano hacia un lado, invocando su hoja esquirlada. Demasiado lento. La figura los miró a ambos, luego se escabulló maldiciendo en voz baja. Amaram la persiguió, saltando los escombros de la pared y saliendo a la luz, pero la figura se movía demasiado rápido. Con el corazón martilleándole en el pecho, miró hacia Wells, preocupado por la seguridad del Heraldo. Se sorprendió al verlo allí de pie, erguido, con la cabeza alta. Los ojos marrón oscuro, sorprendentemente lúcidos, reflejaban la luz de la abertura.

Wells alzó un dardo y lo inspeccionó.

Entonces dejó caer ambos dardos y se sentó de nuevo en la cama. Empezó a murmurar de nuevo su extraño mantra invariable. Amaram sintió un escalofrío correrle por la espalda, pero cuando regresó con el Heraldo, no pudo conseguir que el hombre le respondiera. Con esfuerzo, lo hizo incorporarse de nuevo y lo condujo hasta el carruaje.

Octavia abrió los ojos.

Inmediatamente, volvió a cerrarlos con fuerza.

—No. Morí. ¡Morí!

Sintió la roca bajo ella. Blasfemia. Oyó el agua goteando y sintió el sol sobre su rostro.

—¿Por qué no estoy muerta? —susurró—. La hoja esquirlada me atravesó. Caí. ¿Por qué no morí?

—Moriste.

Octavia volvió a abrir los ojos. Yacía en un páramo de roca, con las ropas mojadas. ¿Las Tierras Heladas? Sentía frío, a pesar del calor del sol.

Había un hombre ante ella, vestido con un uniforme negro y plata.

Tenía la piel marrón oscura, como los habitantes de la región de Makabaki, pero tenía una marca clara en la mejilla derecha en forma de pequeño cuarto creciente. Mantenía una mano a la espalda, mientras que con la otra sacaba algo del bolsillo de su casaca.

¿Algún tipo de fabrial? ¿Brillante?

—Te reconozco —advirtió Octavia—. Te he visto antes en alguna parte.

—Así es.

Octavia pugnó por levantarse. Consiguió ponerse de rodillas, luego quedó en cuclillas.

—¿Cómo? —preguntó.

—Esperé a que chocaras contra el suelo —dijo el hombre—, hasta que estuviste rota y aplastada, tu alma cortada, muerta del todo. Entonces te restauré.

—Imposible.

—No si se hace antes de que muera el cerebro. Como un ahogado devuelto a la vida con la asistencia adecuada, pudiste ser restaurada con el fabrial potenciador adecuado. Si hubiera esperado unos segundos más, naturalmente, habría sido demasiado tarde.

Hablaba con calma, sin emoción.

—¿Quién eres? —preguntó Octavia.

—¿Pasaste todo ese tiempo obedeciendo los preceptos de tu pueblo y religión, y no reconoces a uno de tus dioses?

—Mis dioses son los espíritus de las piedras —susurró Octavia—. El sol y las estrellas. No los hombres.

—Tonterías. Tu pueblo adora a los spren de la piedra, pero tú no.

Esa media luna… La reconocía, ¿verdad?

—Tú, Octavia —dijo el hombre—, adoras al orden, ¿no? Seguiste las leyes de tu sociedad hasta la perfección. Esto me atrajo, aunque me preocupa que la emoción haya nublado tu capacidad de discernimiento. Tu habilidad para… juzgar.

Juzgar.

—Nin —susurró Octavia—. Al que llaman Nalan, o Nale, aquí. Heraldo de la Justicia.

Nin asintió.

—¿Por qué me has salvado? —preguntó Octavia—. ¿No es suficiente mi tormento?

—Esas palabras son una estupidez —dijo Nin—. Indignas de quien estudiará a mis órdenes.

—No quiero estudiar —declaró Octavia, enroscándose en la piedra—. Quiero estar muerta.

—¿Es eso? ¿De verdad es lo que más deseas? Te lo concederé, si es tu sincero deseo.

Octavia cerró los ojos. Los gritos la esperaban en la oscuridad. Los gritos de aquellos a quienes había matado.

«No me equivoqué —pensó—. Nunca fui Sinverdad».

—No —susurró—. Los Portadores del Vacío han regresado. Yo tenía razón y mi pueblo… estaba equivocado.

—Fuiste desterrada por hombrecillos sin visión. Yo te enseñaré el camino de quien no está corrompido por el sentimiento. Lo devolverás a tu pueblo y llevarás contigo la justicia para los líderes de los shin.

Octavia abrió los ojos y alzó la cabeza.

—No soy digna.

Nin ladeó la cabeza.

—¿Tú? ¿No eres digna? Te vi destruirte a ti misma en nombre del orden, te vi obedecer tu código personal cuando otros habrían huido o se habrían desmoronado. Octavia-hija-Netura, te vi cumplir tu palabra con perfección. Esto es algo que la mayoría de la gente ha perdido: es la única belleza auténtica del mundo. Dudo haber encontrado jamás una mujer más digna de los Rompedores del Cielo que tú.

¿Los Rompedores del Cielo? Pero eso era una orden de los Caballeros Radiantes.

—Me he destruido a mí misma —susurró Octavia.

—Lo hiciste, y moriste. Tu vínculo con tu espada se cortó, todas las ataduras se deshicieron, tanto las espirituales como las físicas. Has renacido. Ven. Es hora de visitar a tu pueblo. Tu entrenamiento comienza inmediatamente.

Nin se dio media vuelta para marcharse, revelando que lo que llevaba a la espalda era una espada envainada.

«Has renacido». ¿Podía… podía Octavia renacer? ¿Podía hacer que los gritos en las sombras desaparecieran?

«Eres una cobarde», había dicho la Radiante, la mujer que poseía los vientos. Una pequeña parte de Octavia pensaba que era verdad. Pero Nin ofrecía más. Algo diferente.

Todavía de rodillas, Octavia miró al hombre.

—Tienes razón. Mi pueblo tiene las otras hojas de Honor, y las ha mantenido a salvo durante milenios. Si he de llevarles capacidad de juicio, me enfrentaré a enemigos con esquirlas y con poder.

—Eso no es un problema —dijo Nin, mirando hacia atrás—. He traído una hoja esquirlada de repuesto para ti. Una que es perfecta para tu tarea y temperamento.

Arrojó al suelo su gran espada, que resbaló sobre la piedra y se detuvo ante Octavia. No había visto una espada con una vaina metálica antes. ¿Y quién envainaba una espada esquirlada? Y la hoja en sí misma… ¿era negra? Una pulgada había salido de la vaina mientras se deslizaba sobre las rocas.

Octavia juraría que podía ver un hilillo de humo negro brotando del metal. Como luz tormentosa, pero oscura.

«Hola —dijo en su mente una alegre voz—. ¿Te gustaría destruir algún mal hoy?».