Capítulo 32

—Buenooo… ya estamos aquí, en nuestra cita. Esto es… fantástico —dijo ella, atacada de los nervios, moviendo la cabeza arriba y abajo, nuevamente como el Elvis cabezón que Tenten tenía en el salpicadero de su coche.

Él se limitó a contestar con una sonrisa que asomó hasta sus preciosos ojos negros, que la observaban con interés, por encima del filo de su taza de café.

Habían llegado hacía quince minutos a la coqueta cafetería en la que habían entrado para desayunar. Porque sí, Itachi había decidido que su cita empezaría nada más comenzar el día.

Cuando lo había oído llamar a las siete de la mañana a su puerta, ya sospechó que él tenía planes. Planes de esos en los que la ponía en aprietos. Una nueva red que tejer a su alrededor. Se dijo que no pasaba nada. Ella estaba convencida de que hacía lo correcto, y conseguiría que transcurriese ese día sin caer en la tentación de Itachi Uchiha. Se detuvo un segundo a pensar que sería un gran título para un libro: «La tentación de Itachi Uchiha», ya imaginaba la portada con una chica arrodillada a sus pies, mirándolo cual dios descamisado. Sacudió la cabeza cuando vio que empezaba a desvariar de nuevo.

Tenía que centrarse. Solo necesitaba pensar que era una cita de amigos, no una cita romántica. Solo debía ser prudente, cauta, estar ojo avizor y mantener las distancias. Y tal vez por eso, por primera vez en su vida se sentía tensa como una cuerda, delante de un humeante café y una torre de tortitas con nata y mermelada de arándanos. Olían deliciosamente bien, y sus tripas rugían como si no se hubiese alimentado en semanas, pero la tensión la tenía petrificada en el sitio.

Nada más entrar en el local, mientras esperaba que les diesen una mesa, ella se había puesto a inspeccionar el lugar, comprobando si había ramilletes de muérdago, o cualquier otro artefacto peligroso. La camarera, cuando llegó hasta ellos, la miró con inquietud al ver que ella inspeccionaba la cafetería de una forma tan rara. Y Sakura se dio cuenta de que ese iba a ser un día muy largo.

Poco después, cuando se sentaron a la mesa y pidieron, se instauró el silencio. Ese silencio incómodo, intenso, y tormentoso. El caldo de cultivo perfecto para que su mente, que no cesaba un minuto, se pusiese a fantasear, mientras él la observaba como si disfrutase de una película. Era sumamente incómodo, y por eso en cuanto llegaron las tortitas quiso empezar a comer. Pero entonces sus manos se encontraron en la jarra de la mermelada. Y ante el primer contacto de sus largos dedos sobre los de ella pegó un respingo en la silla, y apartó la mano como si le hubiese dado una descarga. Él no hizo ningún comentario de su estado de inquietud. Solo volvió a sonreír, lo que fue aún peor. Y tomando definitivamente la jarra, le ofreció:

—¿Sirope o mermelada?

Ella se imaginó el sirope derramándose por sus abdominales perfectos, trazando la cuadrícula de las hendiduras excitantes de su piel, y repuso con voz ronca:

—Mermelada. —Tuvo que aclararse la voz, después. Porque el simple hecho de pronunciar la palabra le dolió en la garganta.

—Perfecto —repuso él, y con una lentitud hechizante vertió parte del contenido de mermelada, oscura, dulce y deliciosa, sobre sus tortitas. Que recibieron el condimento, dejando que este resbalara por ellas, llenándolas, cubriéndolas con su dulzor, permitiendo que se desparramara por sus bordes, acariciando la curvatura esponjosa que dibujaba su contorno.

Sakura contuvo el aliento cuando vio que él, durante el procedimiento, se lamía ligeramente el labio inferior, para terminar dejándolo escapar entre sus dientes, soltó todo el aire de sus pulmones en un gemido ahogado.

—¡Por todos los dioses! —exclamó ella. Y se levantó de la silla como si le hubiesen dado una descarga eléctrica en el trasero.

—¿Qué ocurre? —le preguntó él, al verla levantarse con el ceño fruncido.

Ella le devolvió una mirada alterada. Observó que tenía la jarra con la mermelada apoyada en la mesa, y la confusión en sus ojos, como si no entendiera qué la había podido hacer reaccionar así.

¿Se estaría volviendo loca?

—Nada. Tengo que ir al baño —farfulló mientras desviaba la mirada para buscar con ansiedad la puerta que indicaba los aseos.

—¿Necesitas ayuda?

—Por supuesto que no. Quédate aquí, quietecito, entretenido y sin hacer nada sospechoso con la mermelada —le soltó.

Él alzó una ceja de inmediato, sorprendido y divertido a la vez.

—Prometo no hacer nada sospechoso con la mermelada, salvo… comérmela —contestó con un tonito sarcástico, como si no hubiera entendido lo que le había querido decir.

¿De verdad lo estaba imaginando todo? Necesitaba un minuto para ella. Y sacudiendo la cabeza, tomó las muletas y se fue a preguntar a la camarera dónde estaban los servicios. En cuanto entró en ellos, cerró la puerta con pestillo y se miró en el espejo, intentando encontrarse. Desde que puso un pie en la casa de Konan Stone y habló con él por primera vez, no era ella misma. No lo iba a negar, siempre había vivido más en su mente que en el mundo real. En su imaginación, alimentada por los libros y las películas, las cosas eran mucho más interesantes y siempre había tenido una vena soñadora que la hacía estar, como decía su madre, «en las nubes». Pero su desvarío no había alcanzado cotas tan altas, jamás. En cuanto volviese a San Francisco tendría que buscar un terapeuta, porque ya no sabía qué era verdad y qué producto de su fértil imaginación. Acababa de fantasear eróticamente con unas tortitas. Y el día no había hecho más que empezar.

Se pasó una mano por los ojos, la frente y finalmente el cabello, apartándoselo de la cara para ver mejor su reflejo en el espejo. Las marcas moradas de su rostro, que le recordaban la caída, habían palidecido lo suficiente para poder ser cubiertas por una fina capa de maquillaje corrector. No quería que la mirasen por la calle, preguntándose qué le había pasado, y había decidido cubrírselas por primera vez en todos esos días. El resto de su piel resplandecía en su estado natural. Tenía color en las mejillas salpicadas de pecas. Sus ojos brillaban de una forma diferente, hasta podía decir que su cabello lucía mejor, más brillante y sedoso. Se miró el resto del cuerpo. Esa mañana, al vestirse, se había dado cuenta de que los pantalones que solía usar se ajustaban más de lo normal en la cintura, los muslos y el trasero. Estaba claro que el sedentarismo provocado por las horas de trabajo y la pierna la habían hecho coger algún kilo esas semanas, pero no se veía mal. Su madre seguro que se alegraba, diciendo que parecía más saludable.

¿La estaría volviendo más guapa el amor? Lo dudaba. Hizo una mueca ante el espejo. Lo que la iba a dejar Itachi Uchiha era calva de tanto pensar. De tanto esperar a que él pretendiera algo. De intentar prevenir sus artimañas para llevarla a su terreno.

Calva y loca. Eso era lo que parecía. Había salido por primera vez en aquellas tres semanas de la casa, y en lugar de estar disfrutando de la experiencia, de las coloridas y entrañables calles de Wimberley, decoradas con objetos navideños, y ambiente festivo, estaba allí, desquiciada, buscando conspiraciones. Tenía que terminar con eso ya. ¿No se suponía que ya había tomado una decisión? Ella ya no era una pececilla, era un tiburón. Y Itachi Uchiha no conseguiría que cayese en sus redes otra vez.

Ataviada con su nuevo traje de confianza, salió de los baños y todo fue bastante bien, hasta que salieron del local para enfrentarse al fresco de la calle y un escalofrío la recorrió, dándole a Uchiha la excusa perfecta para rodearla con su brazo, por los hombros.

—No me mires así, piruleta. ¿Qué clase de caballero sería si dejase que pasases frío en nuestra cita?

Sakura quiso protestar, diciéndole que no era una cita de verdad. Pero no podía, porque a eso era a lo que se había comprometido. No le iba a dar pie para empezar una nueva discusión, que con total seguridad él ganaría.

—Así no puedo caminar —fue su explicación para apartarse.

—Tranquila, no soy tan perverso como para pretender que recorras las calles de Wimberley a la pata coja. No te quedarían fuerzas para los planes de esta tarde.

Brillo, un brillo pícaro y terriblemente prometedor se paseó por sus ojos, acelerándole el pulso.

—Y por eso, nuestra siguiente parada va a ser para recoger un encargo que hice ayer.

Miedo le dio preguntar. Intentó poner cara de despreocupación, casi desinterés, pero nada más lejos de la realidad.

La población era pequeña, y mientras se dirigían a aquel lugar en el que debían recoger el encargo misterioso de Uchiha, Sakura estuvo mirando por la ventanilla para distraerse. Le sorprendió la cantidad de mercadillos artesanales que había, tiendas de regalos, vinotecas y productos locales. Era un pueblo con mucho encanto. Intentó imaginarse al Uchiha adolescente allí, entre sus calles, charlando con sus amigos, apoyado en su vieja Ford y ligando con chicas mientras se pasaba la mano por el flequillo ondulado.

Repartiendo miradas intensas y perezosas sonrisas que romperían corazones por doquier. Estaba segura de que de haber coincidido en el instituto, él jamás se habría fijado en ella; una pelirosa pequeñita, flaca, siempre abrazada a sus libros y carpetas mientras caminaba por los pasillos. Con la mochila colgada en ambos hombros y ataviada con su rebeca favorita; una morada que le tejió su madre, con topos negros y blancos. El Uchiha adolescente sería de los populares. Ella, del grupo de las raritas de la mesa de descartes. Suspiró y se arrebujó en el asiento, en el momento justo en el que él decidió detener la pick-up, frente a un establecimiento de bicis. Frunció el ceño, confusa.

—Será mejor que me esperes aquí, yo vuelvo en seguida —le dijo sin darle tiempo a replicar, porque él bajó del vehículo de un salto, en un pestañeo.

Cruzó los brazos sobre su pecho, molesta. Si él pensaba que ella se iba a subir a una bicicleta tal y como tenía la pierna, había perdido la cabeza.

No tardó en averiguar que ese no era exactamente su plan, ya que a los pocos minutos lo vio salir del establecimiento, acompañado del que debía de ser el dueño, que se despidió de él con un abrazo. Y al caminar hacia la Ford, vio que empujaba un patín.

Cuando abrió la puerta de su lado, le regaló una gran sonrisa, encantado con su idea.

—Es un patín —dijo ella como si con aquel simple comentario evidenciara el principal problema que veía en su plan.

—No es un patín cualquiera. Es un último modelo, eléctrico, para dos personas. Mira la tabla, es el doble de ancha que uno normal y un tercio más larga. Lleva una pieza especial aquí adelante para amarrar tus muletas, una bolsa para la compra y esta pieza extraíble es como un estribo, que te vendrá de lujo para reposar la pierna si te sientes cansada.

Sakura abrió ligeramente los ojos, estaba claro que lo tenía todo pensado.

—No podrá con los dos, tú eres muy grande —quiso ponerle alguna pega.

—Y tú muy pequeña. Nos acoplaremos a la perfección.

Otra vez esas imágenes calientes, húmedas y desenfrenadas aparecieron en su mente. ¿Usaba palabras como «acoplaremos» a propósito?

La pregunta quedó sin respuesta cuando lo vio alzar los brazos y tomarla del asiento, de repente. Al dejarla en el suelo, la sujetó por la cintura para que no perdiese el equilibrio, y el contacto hizo que se mordiese el labio con nerviosismo. Itachi cerró la puerta de la pick-up y sujetó las muletas, tal y como le había explicado que haría, en el soporte frontal. Después la ayudó a colocarse y le explicó dónde debía poner las manos para sujetarse. Sakura lo tuvo todo más o menos claro, hasta que lo sintió pegado a su espalda al subirse tras ella en el patín. Cada parte de su cuerpo se puso en alerta. Allí, entre los poderosos brazos masculinos, estirados para tomar el control del manillar, estaba literalmente envuelta por Itachi Uchiha. No podía sentirse más protegida y a la vez en absoluto peligro.

—Apóyate en mí, si así estás más cómoda —le dijo él inclinándose hacia su oído, justo antes de poner el patín en marcha. Y cada poro de su piel se erizó, al instante.