Disclaimer: los personajes y el mundo mágico son propiedad de J.K. Yo solo tomo la inspiración de las musas y pongo el tiempo para escribir.

Notas de la autora: advertencia de contenido potencialmente sensible.


Sexto rostro.

Draco estaba temblando. Lo odiaba. Pero en el último tiempo era lo único que hacía. Eso y encogerse en su lugar, tratar de desaparecer en sí mismo. Pero nunca lo lograba. Y de alguna forma siempre terminaba en el centro, atrayendo la atención de todos. Generalmente por su incompetencia. Como en ese justo momento, en que incluso su madre lo observaba con malestar.

-Esto es malo –su angustiosa declaración surtió efecto en todos los presentes. Y Draco volvió a temblar.

-¡¿Te das cuenta de lo que hiciste?! –Chilló su tía Bella, echándose atrás el cabello y fijando en él su mirada desquiciada–. ¡Lo dejaste escapar! –Sus dedos todavía hormigueaban por el tirón de magia experimentado cuando Potter le arrebató las varitas. Su varita. Contuvo un sollozo. Ceder ante el llanto y la desesperación era lo peor que podía hacer en sus circunstancias. Menos bajo el escrutinio de los peores lacayos de ese maniático.

-No estamos seguros de que fuera él –su madre tuvo éxito recomponiendo su tono de negociación, pero notaba la tensión en sus hombros, la crispación en su rostro.

-Por favor, Narcissa –refutó, resoplando y girando la varita entre sus dedos. Bellatrix tenía esa maldita costumbre que lo hacía estremecerse y siempre estar pendiente de sus movimientos. Su destreza para lanzar Cruciatus certeras era conocida por todos. Era temida por todos–. Era Potter. El inmundo y maldito de Potter. Y sus patéticos amiguitos –mofó, retrayendo el labio con desprecio–. El traidor a la sangre y la asquerosa sangre sucia –un nuevo temblor lo recorrió, los gritos de Granger repitiéndose con espantosa claridad en su mente–. Los teníamos. La victoria en nuestras manos, la gloria al lado de nuestro señor –culminó con un siseo avaricioso que casi al instante se transformó en amargura–. Ahora él viene y tenemos las manos vacías. ¡Por tu culpa!

-Fue culpa de ese elfo –defendió su madre. Era vergonzoso que fuera ella quien pusiera la cara y tratara de restarle gravedad a su participación. Pero sabía que su tía Bella tenía razón. Y él también lo vería así.

-Y eso es peor –masculló con saña, señalando hacia el sótano–. Los prisioneros escaparon. Ya no tenemos nada con lo que presionar a Lovegood. Perdimos al viejo de las varitas. Y... El maldito duende –inesperadamente, la mujer mostró más inquietud y algo cercano al miedo tras mencionar eso–. Tenemos que cubrirnos las espaldas –no sabía si hablaba de lo ocurrido o de algo relacionado con el duende, pero no tuvo ocasión de preguntar.

Un sonido atronador dejó en silencio la habitación, mientras el señor tenebroso se materializaba frente a la chimenea. Miró con desdén el cuerpo de Lucius, que seguía inconsciente al lado de un pilar. Recorrió a los presentes en silencio, provocando estremecimientos y arrancando uno que otro gemido de pavor. Entonces se centró en él. Hubiese querido agachar la mirada, pero no podía. Primero, porque eso solo habría atraído más la atención del hombre. Segundo, porque su educación no se lo permitía. Tercero, porque simplemente no podía hacerlo. Estaba paralizado en su lugar, con la creciente sensación de que si se movía aunque fuese un poco, se desmoronaría. Sin embargo, consiguió mantener sus barreras mentales. Había tenido demasiada práctica con eso, ni siquiera los malignos e inquisitivos ojos rojos podían penetrar sus protecciones. Su cuerpo podía ser un despojo tembloroso, pero su mente era inaccesible para él. Seguía siendo su único dominio. Sabía que eso exasperaba e impresionaba ligeramente al señor oscuro. Tras interminables segundos de infructuosa inquisición, trasladó la vista ante la persona que jamás le negaría sus más profundos pensamientos. Bellatrix casi lucía extasiada al ser quien lo ilustrara sobre su reciente fracaso. Ni siquiera parecía temer por el castigo, que era seguro que también la alcanzaría a ella. Podía ver en sus enloquecidos ojos desenfocados como le mostraba todo, aunque dudaba que fuera un retrato certero de la realidad. Desde hace algún tiempo había descubierto que su tía estaba -en falta de un mejor apelativo- loca. Y no del tipo inofensivo como Trelawny. Más bien del lado psicópata del espectro. Supo que había terminado de condenarlos cuando la vio bajar la cabeza y murmurar con premura:

-Lo siento, mi señor. Si hubiera tenido la ayuda adecuada, esa larva seguiría aquí –en medio de los temblores y el sudor frío que recorría su espalda, Draco apretó los puños. Esa maldita. Escuchó un siseó a su lado y tuvo que contener las arcadas. La malnacida serpiente que siempre acompañaba al señor tenebroso se movía sinuosa entre ellos, mostrando la lengua y contemplándolos con esos ojos demasiado listos para un simple animal–. Qué interesante, Nagini –dijo suavemente, centrándose en su infernal mascota–. Bellatrix, parece que tu sobrino cree que también fue tu culpa.

-Mocoso... –Empezó, pero un ligero movimiento de su señor la silenció.

-Y creo que tiene razón. Siete adultos, contra tres adolescentes. Oh, adolescentes desarmados –apuntó con calma. La serenidad que siempre precedía sus peores castigos–. Lucius sigue inconsciente –señaló, volviendo a mirar con desprecio el bulto en el suelo junto a él–. Perdieron sus varitas –continuó, dando énfasis hacia Bellatrix–. Y los prisioneros escaparon –se detuvo por un momento, recorriendo el círculo de nuevo–. ¿Dónde diablos está Colagusano? –Antes que cualquiera de ellos pudiera contestar, la serpiente volvió a sisear–. Ya veo. Muerto en el sótano –Draco no pudo contener un jadeo. Como a la mayoría de ellos, el escape de Weasley y Potter del sótano lo había sorprendido. No obstante, supuso que había sido a base de engaños, de alguna varita escondida o por el mismo elfo. Pensar que habían sido capaces de asesinar a Pettigrew...

-Esa escoria se lo merecía –contra cualquier contención racional y todo instinto de supervivencia, Bellatrix hizo esa declaración con malsana satisfacción, y cierto tono de envidia por no haber sido ella quien se deshiciera del hombre.

-¿Y qué merecen ustedes? –Draco captó la mirada apremiante de su madre hacia su hermana, pero sabía que no tenía caso. Y ella comprobó sus sospechas cuando volvió a hablar:

-Una oportunidad, mi señor. Para traer al chico Potter y matarlo frente a usted –el rubio tragó, tratando de mantener su última comida en su estómago. Era repulsiva la forma en que esa mujer anhelaba matar, como si no encontrara más que placer y diversión en ello. Sin embargo, sabía que su petición sería rechazada. Probablemente de la peor manera. La sonrisa fría del señor tenebroso se centró en ella.

-Un premio a la ineptitud. Eso es lo que pides.

-Mi señor...

-No tendremos otra oportunidad como esa –sentenció. Y secretamente, Draco se sintió aliviado por eso–. Pero no cambia mis planes. Potter caerá. Lo hará frente a mí. Y su mera existencia servirá de aviso para todo el que se atreva a cuestionar mi poder –asintió secamente y se alisó la túnica. Todos contuvieron el aliento ante la señal inequívoca de que vendrían nuevas órdenes–. Fenrir, irás con Severus, tengo una tarea para él. Los que se quedaron sin varita, seguirán así. Ninguno de ustedes saldrá hasta que yo lo indique. Bellatrix, envía una nota a Gringotts reportando el robo de tu varita. Nagini, te gustan las ratas. Deshazte de la del sótano –la rapidez sobrenatural con la que se movió el animal hizo trastabillar a Draco–. Alguien saque al inútil de Lucius de mi vista. Es más, todos salgan de mi vista. La única persona que quiero que se quede aquí... –El primer castigo. Todos debían temer eso, si es que las miradas de aprehensión y los movimientos medidos indicaban algo. Menos Bellatrix, que se relamía los labios con avidez. El señor tenebroso detuvo su mirada en él, obligándolo a apretar los labios para no sollozar o suplicar por clemencia. Ambas opciones eran vergonzosas, y solo desencadenaría un castigo peor–. Eres tú, Narcissa.

Le gustaría decir que se opuso. Que se plantó frente a su madre y con tono vehemente le dijo a ese maldito que se podía ir a la mierda y no volver nunca. Pero cualquier indicio de oposición se esfumó ante la mirada impávida de su madre, que simplemente le entregó su propia varita y pronunció una sola palabra:

-Llévatelo.

Y Draco lo había hecho. Simplemente se alejó de ahí, con su padre levitando a su lado. Lo llevó hasta el dormitorio que ocupaba actualmente, ya que el principal había sido reclamado por el desquiciado de ojos rojos. Otra forma de recordarles su poder, su subordinación. Todo el tiempo tenían que obedecer órdenes en su propia casa. Su padre, que siempre había parecido tan orgulloso e imponente, no hacía más que agachar la cabeza y decir "sí, mi señor". Draco estaba asqueado. Odiaba vivir en ese miedo constante, odiaba la presencia de todos esos extraños en su casa. Y odiaba haber perdido a un padre a quien admirar. No tenía tiempo ni fuerza para detenerse a pensar en lo que sentía por él. Pero ya no había nada del respeto y admiración de hacía unos años. Ira, tal vez. Un poco de resentimiento, también. Y lástima, pese a todo. Por eso no lo despertó, limitándose a dejarlo en la oscura habitación. Quién sabía a qué sería obligado al despertar. O simplemente seguiría siendo relegado de toda tarea importante, condenado a la burla y humillación de los demás lacayos psicópatas.

Durante el tiempo que su madre estuvo ausente, no hubo gritos, súplicas ni mayor ruido proveniente de la sala principal. Tampoco esperaba que fuera así. Narcissa había probado ser una mujer fuerte, resiliente. Volvería cuando hubiera curado sus heridas, le restaría importancia al hecho y lo instaría a mantenerse al margen de todo. Incluso cuando ambos sabían que eso era imposible.

Su corazón sintió algo cercano al alivio cuando volvió a verla. Ella sabía que la esperaría en la biblioteca, lugar raramente frecuentado por los demás habitantes de la casa. Lucía como si acabara de retocarse el maquillaje, su moño dejando escapar un par de mechones rubios, que caían hasta sus hombros. Llevaba un vestido de cuello alto. Le dedicó una sonrisa cansada. Draco le tendió su varita, pero ella negó suavemente.

-Me sentiré más tranquila si la conservas –quería rechazar esa oferta. El instrumento mágico era algo muy personal, nadie abandonaría el suyo ni lo cedería a voluntad. Pero sabía por qué lo hacía. Quería protegerlo. Era lo que hacía todo el tiempo. Y después de lo que acababa de pasar, y que nunca le contaría, lo único que podía hacer era aceptar ese gesto de afecto.

-Está bien. –Su voz salió ronca, pero no le preocupaba. Había dejado de fingir entereza frente a ella. Aun así, se aclaró la garganta antes de agregar:- Dejé a papá en su cuarto.

-De acuerdo.

-¿Necesitas algo? –Llevaba todo ese rato sintiéndose culpable, aunque sabía que ella no le reclamaría por lo ocurrido. Sin embargo, no esperaba escuchar lo que dijo a continuación.

-Hiciste bien, Dragón –acompañó la declaración con una suave caricia a su cabello.

-Tú querías entregarlo –replicó en voz baja. Ella siguió peinando sus mechones antes de responder.

-Nos habría congraciado con él.

-Y lo arruiné –ella volvió a negar, emitiendo un sonidillo dubitativo.

-Hiciste lo que creíste correcto.

-Perdí mi varita –se quejó con desazón. Ante eso, ella asintió, más no alejó su mano. Hacía mucho que no se mostraba tan afectuosa con él.

-Hubiera preferido que te fueras con ellos –Draco se paralizó ante eso.

-Imposible –susurró, incapaz de siquiera imaginar un escenario en que Potter y sus aliados quisieran rescatarlo. Al contrario, debían considerarlo igual de ruin y despreciable que cualquier otro mortifago. Aunque evidentemente más inútil.

-Lo sé –Narcissa suspiró, bajando la mano y aparentemente buscando iluminación en los lomos de los gastados libros del estante frente a ella–. Todo será más difícil a partir de ahora. Tus convicciones serán cuestionadas. Serás puesto a prueba –no podía deducir si el señor tenebroso le había comentado algo o si eran solo suposiciones, pero sabía que tenía razón–. Defiéndete, pero no te presentes a la defensiva, sabes que lo odia –parecía contradictorio, pero asintió dócilmente–. No abogues por tu padre. Ni muestres tu recelo hacia Bella. Mantén tu mente serena y lejos de él. Espero que pronto podamos salir de esto –Draco no podía ser optimista al respecto, pero no lo dijo. Seguiría las directrices de su madre y con suerte conservaría su cordura y sus huesos intactos para el final de la semana.


Diez días. Habían pasado exactamente diez días y Draco seguía sin ser llamado a comparecer ante el señor tenebroso. No que estuviera impaciente por ello, pero la espera lo estaba destrozando. Estaba ansioso, tembloroso y al borde de la histeria casi todo el tiempo. Cada vez que veía a alguien acercarse, sentía que le indicaría que ese tipo lo esperaba. O que sería llevado a rastras, fiel al estilo de ese maldito. Pero nada sucedía. Había visto desfilar a todos los demás, incluido su padre y la desquiciada de Bellatrix. El ser ignorado debía aliviarlo de algún modo, pero solo era peor. Quizás esa era la intención del señor tenebroso, torturarlo indefinidamente ante la perspectiva de un castigo horrible, haciéndolo perder la cordura en el proceso. De ser el caso, estaba funcionando a la perfección. No obstante, sabía que lo más probable era que solo estuviese guardándole algo mucho más horroroso. Su madre tenía razón, debía estar fraguando alguna forma de ponerlo a prueba. Una prueba horrible que sería incapaz de superar. Eso era algo que tenía claro. Y cada segundo en espera era insoportable. Pese a toda su zozobra y a ser consciente de su condena, no fue fácil de afrontar al doceavo día, cuando Greyback llegó por él al jardín.

-Te espera en el salón –escueto, ineludible. El hombre lobo le dedicó una sonrisa burlona antes de irse. A matar a alguien por encargo de su desquiciado líder. O a matar a alguien por simple y llana diversión.

Draco tragó su repulsión y se dirigió sin prisa hacia la casa. Anduvo el camino que había recorrido tantas veces, odiando que últimamente le pareciera andar en territorio hostil. Era su jodida casa, por el sagrado Merlín. Era donde había crecido, donde debía tener sus recuerdos más felices. Pero todo eso se iba evaporando con un presente cada vez más lúgubre. Desearía poder fundirse con las paredes y no ser encontrado nunca. Poder adherirse a algún retrato y observar todo con fría altivez como hacía su abuela Casiopea. Pero no podía. Y quizás nunca podría volver a andar por esos pasillos sin percibir frialdad y muerte en el ambiente. Suspiró tembloroso y entró al salón. De inmediato supo que no saldría intacto de ahí.

Casi hubiera preferido que el señor tenebroso fuera más teatral. Que ocupara alguna especie de trono y una capa. Pero no. Su maldad era simple, cercana, certera. Lo encontró parado a un lado del amplio salón, contemplando reflexivo la varita de saúco recién adquirida. Draco trató de evitar pensar cómo la había conseguido. Entonces miró al fondo del salón. Tendida de lado, con una amplia túnica negra y una bolsa de tela en la cabeza, estaba una figura que apenas se movía.

-Mi señor –dijo con profunda amargura, inclinando levemente la cabeza.

-Oh, qué bien que me acompañes –como si tuviera opción–. Aunque lamento que nuestra reunión no sea en los mejores términos. He sido informado por todos sobre tu endeble comportamiento hace unas semanas –dudaba que su madre fuera parte de ese todos. Pero sobre los demás... Incluso su padre podría haberlo condenado sin pensarlo dos veces–. Y al parecer, todos están esperando que seas reprendido despiadadamente. Pero he reflexionado, Draco –un estremecimiento lo recorrió al escucharlo pronunciar su nombre. La fría familiaridad y aparente comprensión en su tono no auguraban nada bueno–. Donde todos ven fracaso, yo veo una oportunidad. Y siendo fiel a la verdad, podríamos decir que soy yo quien está en deuda contigo –pocas veces lo había visto sonreír. Era incluso peor que su mirada encolerizada–. Asumí que tu padre te habría entrenado en artes oscuras, que estarías listo para el servicio. Tienes dotes, puedo verlo. Pero no has sido entrenado. No estabas listo para tomar la marca y hacerle honor a la causa –por un momento, Draco casi se sintió esperanzado. No le importaba que le quitasen la marca a fuego, si después de eso podría huir y no volver jamás. Pero su suerte había probado no ser buena, y obviamente no fue esa la opción que recibió–. Pero yo voy a arreglar eso. Te voy a entrenar personalmente –sentenció, lo que dejó sin aire sus pulmones e hizo temblar su mentón–. Te convertiré en el mejor de mis soldados. Incluso más poderoso que tu tía Bellatrix. Nunca volverás a dudar.

-Se lo agradezco, mi señor –su voz quebrada era imposible de ignorar, pero el señor oscuro no se lo reprochó.

-Has realizado Imperius muy fuertes. También te he visto lanzar Cruciatus exitosas –su estómago se revolvió. Tuvo que hacer un esfuerzo extra para no rememorar esa lección de su tía Bella. Bastaba decir que su madre jamás había vuelto a permitir que acompañase a la mujer a patrullar–. Pero estás todavía a un paso de la grandeza. Desde mi experiencia personal, sé que hay algo que cambia en un mago después de realizar ese hechizo en específico. Y tú necesitas esa entereza, esa transformación de tu magia a tu carácter. Comprendes de lo que hablo, ¿verdad?

-La maldición asesina –susurró. Se sentía a punto de romperse en pedazos. Y por el escrutinio de ese malnacido, él lo sabía.

-Así es. Esta es tu prueba de fuego, estimado Draco. Muéstrame tu compromiso. Y jamás te apartarás de mi lado. No solo te entrenaré, te daré un sitio de honor entre los nuestros que hasta tu propio padre envidiará –culminó con un amplio movimiento, para finalmente señalar el cuerpo tembloroso de la esquina–. Mátalo.

-Mi señor... –Se contuvo. Las náuseas eran cada vez peores, el pelo se le pegaba a la nuca por el sudor frío que lo recorría. No supliques. No le des más poder del que ya tiene.

-Sé que es complicado, Draco. Por eso arreglé que tu primer receptor fuera alguien anónimo. Sin miradas pidiendo clemencia ni lloriqueos. Creo que estoy siendo muy considerado contigo –Draco negó, presintiendo que pronto sus rodillas dejarían de sostenerlo. Sería lo peor. O quizás lo mejor–. Tal vez no has entendido algo –añadió con calma, con una mirada de cruel amabilidad–. No es opcional. Si no superas esta prueba, tendré que hacerte una demostración de cómo se hace. Y no será con alguien anónimo –sobre todas las horribles sensaciones que estaba experimentando, lo atravesó una punzada de miedo. Mis padres. De eso se trataba todo. O Draco levantaba su varita contra ese desconocido, o el señor oscuro lo haría contra alguno de sus padres–. Así es –convino, aparentemente adivinando sus deducciones–. Sabes lo que tienes que hacer. Y después de esto, no volverás a dudar.

No quería hacerlo. Hubiera preferido que fuera una elección cerrada, la vida del encapuchado o la suya. Entonces con gusto se hubiera entregado.

Desearía que la opción del exilio que había transitado por su mente también fuera algo plausible. Pero él jamás lo permitiría. Voldemort era un ser despreciable, vil y despiadado. Lo imaginaba perfectamente apuntando hacia su madre sin titubear. Fue esa dolorosa imagen la que lo impulsó a levantar la varita. Jamás se perdonaría lo que estaba a punto de hacer. Jamás volvería a ser el mismo. Ya ni siquiera su mente sería un lugar seguro. Pero no tenía elección. Jamás la había tenido.

La varita de su madre pareció rebelarse ante su agitada magia, pero el joven se impuso, sosteniéndola con fuerza.

Lo siento.

-¡Avada kedavra! –La luz verde iluminó el salón por tres segundos, una oleada de frialdad provino del ahora inmóvil bulto negro. Y Draco vomitó a un lado. Quería soltar la varita y correr lejos de ahí. Pero solo consiguió caer de rodillas, demasiado ocupado lidiando con las arcadas.

-Oh, pequeño. De verdad no creí que serías capaz –había burla y condescendencia en el tono, aunque su admiración también parecía asquerosamente auténtica–. Bien hecho, tienes mi simpatía –debió sospechar que su infierno no había hecho más que empezar cuando lo vio caminar hacia el cadáver. El tibio alivio por el futuro de sus padres desaparecería en cuestión de segundos–. Pero matar a alguien anónimo pocas veces es satisfactorio. Tampoco iba a ser apropiado para la magnitud de tus fracasos –se agachó tranquilamente y antes de que Draco pudiera evitarlo o apartar la mirada, arrancó la capucha negra.

Ninguna palabra o secuencia de ellas sería jamás capaz de describir el horror que inundó al joven. Porque lo primero que vio fue el cabello rubio sucio. Pero ese despiadado sujeto no lo dejaría solo con eso. Y al instante siguiente apartó con innecesaria suavidad los mechones, revelando el rostro sin vida de Lucius Malfoy. Era tal el terror, la ira y la impotencia, que le sorprendía no estar gritando, o deshaciéndose. O prendiéndose en llamas hasta consumirse por completo. Quería arrastrarse hasta el cuerpo de su padre. Quería pedirle perdón, revertir los últimos diez minutos y jamás acudir ahí. Pero de alguna forma sabía que el resultado habría sido el mismo. Voldemort lo había condenado. Moriría en sus manos. O en las de su propio hijo. Y a él lo había condenado también. Obligándolo a cometer el acto más despreciable, precisamente en contra de su padre.

-Deberías saber, querido Draco, que en este mundo cada uno recibe lo que merece.

-Si eso es así –masculló, mirando al piso para no tener que seguir contemplando su horripilante obra–, tendrás la más horrible de las muertes.

-¿Y tú? –En lugar de reclamos por su impertinencia o una certera maldición, recibió esa ligera pregunta. Porque toda esa situación parecía ser de lo más hilarante para el malnacido–. Estamos en igualdad de condiciones, realmente. Yo también maté a mi padre.

-¡Me obligaste!

-¿Lo hice? ¿Seguro que no era lo que querías?

-¡Jamás! –Draco apretó los puños. El olor agrio de su propio vómito le picaba las fosas nasales, pero repentinamente no sentía más que ira. Se incorporó con ímpetu, pero su defensa y reclamos murieron antes de salir de sus labios.

-¿Seguro que no querías matarme? –El bulto negro había desaparecido, y en el lugar donde estaba Voldemort se encontraba su padre. Su cabello rubio peinado en una coleta, su fría mirada gris, la mandíbula apretada. Era tal como lo recordaba de sus días de infancia.

-Esto no...

-¿Acaso no soy el culpable de tus desventuras? Yo creo que estabas más que listo para levantar la varita hacia mí.

-Lo hice una vez –reconoció. Debía ser totalmente imposible, pero un recuerdo borroso, como perteneciente a alguien más, se infiltró despacio en su mente–. Cuando intentaste impedir que me marchara de la mansión. Pero yo había tenido suficiente –asintió. El alivio que lo recorrió era tal que casi sonrió–. Pero jamás te habría atacado. Y más importante, jamás he pronunciado ese hechizo –exhaló, firmemente convencido de eso–. Sigues jugando conmigo. Me sigues atacando con mis propios miedos. Y este en particular... Fue perverso.

-Mis ilusiones son proporcionales a tus sentimientos –lucía y sonaba como su padre, pero Draco supo que finalmente estaba hablando con el espíritu/ser/entidad que lo mantenía en ese estado.

-Te aprovechas de mis miedos para hacerme perder la razón.

-No. Te ayudo a explorar tus miedos.

-¿Mostrándome como mato a mi padre? –Bufó, retrayendo el labio con incredulidad.

-Fue solo una visualización apropiada para el miedo a la muerte –concedió, esbozando una sonrisa suave que de alguna manera daba un tinte sobrenatural al rostro de su padre–. Aunque donde otros verían su propia muerte, tú obtuviste un resultado diferente. ¿Sabes por qué? –Le hubiera gustado maldecir a quién o qué fuera con lo que estaba hablando. Hacer uno de sus legendarios berrinches o sencillamente no contestar más. Pero necesitaba salir de ahí, necesitaba ser liberado. Por eso respondió con calma:

-Porque antes del miedo a mi propia muerte, temo a ser quien la cause.

-Admiro a una persona que se conoce y se acepta a sí misma –a todas luces era un cumplido, pero la repentina brisa en la habitación evitó que lo disfrutara o pudiera emitir algún comentario sarcástico. Las paredes y el piso se desvanecieron, dejándolo de nuevo en ese insalvable vacío. Aunque en ese momento no sabía que sería la última vez que estaría suspendido ahí–. Nos vemos pronto, Draco Malfoy.


Notas finales: ufff, por mucho el capítulo más difícil de escribir. Creo es de los que revela más de Draco como persona y también nos da una idea sobre lo que viene, aunque quizás no de la forma que esperarían. Pero no diré más. Bueno, solo diré que gracias por sintonizarme una semana más y nos leemos el viernes.

Allyselle.