ZELDA
—¿Disfrutasteis de las celebraciones anoche, alteza? —me preguntó Impa durante el desayuno.
Aquella mañana, me sentía mejor que nunca. Por una vez, me había despertado la primera, con una sonrisa tonta estampada en la cara, y había salido al exterior para disfrutar de los primeros rayos de sol y de las brumas que traía consigo el amanecer. Me sentía en paz, libre como el viento, y ni siquiera era capaz de explicar por qué.
O quizá sí podía explicarlo, pero el problema era que había demasiadas razones para estar feliz.
Además, aquella noche no había tenido pesadillas. La noche anterior a la celebración en Kakariko había soñado con el Cataclismo otra vez, pero a lo mejor solo era cuestión de esperar. Fuera como fuese, nada podría ensombrecer mi humor aquella mañana.
—Mucho —respondí—. Gracias por todo, Impa. Nunca lo olvidaré. De verdad.
—Y nosotros nunca olvidaremos lo que vos hicisteis por Hyrule —replicó Impa, poniendo su mano sobre la mía.
Sonreí.
—Espero que el Maestro Link también se divirtiera anoche —intervino Pay.
Sentí que las mejillas me ardían al pensar en él. Me había pedido bailar y se había portado como un auténtico caballero conmigo, pese a estar medio ebrio. Y luego me había rodeado con sus brazos fuertes, cálidos y familiares. Y quizá estaba siendo una ilusa, pero en ese momento me había sentido querida. Querida de verdad.
—Estoy segura de que se divirtió mucho anoche. ¿No, alteza?
Resoplé, aunque no pude contener una sonrisa. ¿Impa nos habría visto? Seguro que nos había visto. Habíamos estado toda la noche bailando en un rincón alejado y oscuro, hasta que los pies me empezaron a doler y tuvimos que sentarnos. Y ni siquiera así había podido separarme más de cinco dedos de él.
Escuché pasos de pronto. Link apareció entonces bajo el umbral de las escaleras. Tuve que contener la risa al verlo. Tenía mala cara y el ceño más fruncido que nunca. Su pelo estaba hecho un desastre, aunque me di cuenta de que había vuelto a atárselo como siempre. Al parecer, los esfuerzos de Impa habían sido en vano.
Tomó asiento en el cojín vacío que había a mi lado, sin decir palabra.
—Te daría los buenos días —sonrió Impa—, pero no pareces estar teniendo un buen día exactamente.
Él alzó la vista y le dirigió una larga mirada fulminante a Impa, aunque ella siguió sonriendo.
—¿Te divertiste anoche? —le preguntó la anciana.
Link me miró y yo lo miré a él. Fue muy incómodo, porque enseguida apartó la mirada. Lo imité, por supuesto, pero no pude evitar fijarme en las ojeras que habían aparecido en su rostro.
—Sí —fue lo único que dijo. O, más bien, gruñó.
—Ya veo. Creo que alguien ha pasado una mala noche...
Link frunció el ceño, pero se mantuvo en silencio. Empezamos a hablar de cosas sin importancia, aunque él apenas participó en la conversación. De reojo, vi que mordisqueaba una hogaza de pan.
—¿Solo vas a comer eso? —le pregunté en voz baja, armándome de valor.
Dio un respingo, como si lo hubiera asustado.
—No tengo hambre —murmuró.
Fue mi turno de fruncir el ceño. Eso no era posible. Link siempre tenía hambre. Cuando lo había visto llegar en aquel estado, había supuesto que estaba así por haber bebido la noche anterior. Sin embargo, tenía que haber algo más.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—Link...
—Ahora no —masculló, mirando a Impa y a Pay.
Asentí despacio, comprendiendo. Decidí dejar el tema por el momento.
Al cabo de un rato, después de que Pay se marchara y mientras él daba cabezazos en la mesa, Impa decidió llamar nuestra atención.
Carraspeó, y Link dio un bote en la silla y empezó a soltar maldiciones muy poco propias de un caballero. Impa suspiró.
—Link —empezó—, me gustaría hablar de algo con la princesa.
—Habla —bufó él.
—Me refiero a hablar a solas, muchacho.
—Ah. Lo siento.
Se levantó para marcharse, y mi corazón se encogió. Era demasiado bueno.
—Espera —intervine. Link se detuvo en seco—. Impa, ¿no podríamos...?
—Es mejor que lo discutamos primero, alteza. Solo nosotras.
Acabé cediendo a regañadientes y lo dejé marchar.
Miré a Impa con una pizca de aprensión. Recé por que no quisiera hablar de eso. De eso que tanto me empeñaba en ignorar, pero que tendría que afrontar tarde o temprano.
—No pongáis esa cara —rio ella.
—¿De qué quieres...?
—No os adelantéis, alteza —me interrumpió—. Quiero daros algo.
Se puso en pie y rebuscó en uno de sus cajones de madera. Luego se dio la vuelta y, cuando se acercó más y pude ver lo que sostenía entre las manos, se me escapó una exclamación ahogada.
Eran mis ropas de viaje. ¿Cómo era posible que Impa las tuviera? Se deberían haber perdido con el Cataclismo, igual que todo lo demás.
—¿Cómo..?
—No son las mismas que llevabais hace cien años —dijo la anciana, como si supiera lo que estaba pensando—. He pedido a los mejores costureros de la aldea que las rehicieran. Espero que sean de vuestro agrado.
No tenía palabras. Me sequé una lágrima y sorbí por la nariz. No quería llorar. No tan temprano.
Aquellas ropas habían sido un regalo por mi decimosexto cumpleaños. Tenía dos escoltas en aquel momento, y se habían cansado de escuchar como me quejaba por tener que llevar estúpidos vestidos en mis viajes a las fuentes sagradas. Y debía haberlos hartado de verdad, porque acabaron diciéndoselo a mi padre, y él había mandado a hacer unas buenas ropas de viaje para mí. Aquel fue uno de los últimos regalos que me hizo. O quizá incluso el último.
—Princesa —dijo Impa, sacándome de mis pensamientos—, ¿por qué no os la probáis? Espero no haberme equivocado con las medidas.
Asentí y fui escaleras arriba, a mi habitación. Me deshice del vestido sheikah de Pay —uno de los muchos que me había prestado— y me puse las ropas de viaje. Mis ropas. No eran de nadie más. Era bueno tener tener algo mío otra vez. Sin embargo, tendría que agradecerle a Pay toda la ayuda que me había brindado.
Me quedaban bien. Impa no se había equivocado con las medidas. Eran cómodas, tanto como las que había llevado cien años atrás. E incluso tenía botas. ¡Botas! No usaba botas desde hacía una eternidad.
Di unos pasos vacilantes para acostumbrarme a la extraña sensación de llevar zapatos cómodos de nuevo y bajé las escaleras. Impa sonrió al verme.
—Estáis preciosa, alteza. Debo decir que os queda mejor que los vestidos de mi nieta. Es más vuestro.
—Gracias —sonreí también—. No solo por esto. También por todo lo que has hecho. Por no perder la esperanza y por esperar. Y por guiar a Link. Y también por cuidarnos a él y a mí ahora.
—Demasiadas cosas, princesa. No me deis las gracias. Es lo menos que podía hacer.
Tomé asiento en uno de los cojines. Impa sirvió algo de té humeante en mi taza, y luego sirvió otro poco en la suya. Me miró de nuevo, y en su rostro había una expresión más seria.
Inspiré hondo, preparándome. Quizá tan solo quería hablar de mi escapada nocturna de hacía varios días. Tal vez habíamos hecho mucho ruido al volver y eso la había molestado.
"Por favor, por favor, por favor, que sea solo eso... "
—Princesa —empezó—, sé que no habéis visto mucho de Hyrule, pero todo ha cambiado en estos cien años. No esperéis que os reconozcan en el resto de aldeas. Los hylianos se han dispersado por todo Hyrule. Ya no están tan unidos como antes. El comercio entre aldeas sigue en pie, claro está, pero cada cual mira lo suyo. Por eso, es hora de que nosotros miremos hacia el futuro.
Al parecer, mis plegarias no habían sido escuchadas. Tuve claro que no iba a reñirme por haber salido de la casa cuando era ya noche cerrada.
—Hyrule lleva mucho tiempo esperando —añadió Impa.
—¿Esperando a qué? —me atreví a preguntar.
Me miró a los ojos.
—A un líder.
Fue como si alguien me echara un cubo del agua gélida de las fuentes sagradas por encima.
—¿U-un... líder?
—Así es. Y creo que es hora de que ocupéis el lugar que por derecho os pertenece.
Ser reina. Se refería a ser reina. A sentarme en el trono que había ocupado mi padre. El problema era que solo quedaban ceniza y ruinas.
—Impa, yo...
—Os enseñaron a gobernar desde niña. Sabéis cómo ser una buena líder. Haríais cosas maravillosas, y Hyrule volvería a ser como antes. Un reino unificado y próspero.
Aparté la vista y tomé un sorbo del té. Diosas, ardía. Tuve que hacer verdaderos esfuerzos por no escupirlo. Dejé la taza sobre la mesa con manos temblorosas.
—Sé que es una decisión difícil de tomar —prosiguió Impa, y su tono era más suave—, pero es vuestro deber. Sois el último miembro vivo de vuestra casa. Debéis continuar con el linaje...
Por alguna razón, aquello me enfadó.
—¿Y no crees que he hecho suficiente por Hyrule para ganarme algo de libertad? —le espeté—. ¿O al menos para tener la opción de elegir qué quiero hacer con mi futuro?
Impa pareció sorprendida por un instante.
—No se trata de lo que queráis o no, princesa. Hay veces en las que no tenemos elección.
—¡Deja de llamarme princesa! —Impa se detuvo de golpe. Oh, no. Me di cuenta entonces de que había alzado la voz, pero ya era demasiado tarde—. Ya no soy una.
—Sí lo sois —insistió la anciana, poniendo una mano sobre la mía—. Hacedme caso. Hyrule necesita...
—¿Y qué hay de lo que yo necesito?
—Como ya he dicho, a veces no tenemos elección.
—Yo tengo elección, Impa —repliqué—. Y elegiré lo que quiera que me haga feliz.
—¿El trono no os haría feliz?
Solté una carcajada amarga.
—Nunca he querido ser reina —admití—. Ni siquiera cuando estaba obligada a serlo. Obligada de verdad.
—Bueno, quizá vuestro padre nunca quiso ser rey tampoco.
La sangre se me congeló por dentro.
—Mi padre está muerto —dije muy despacio—. Igual que lo que Hyrule era antes. Casi nadie lo recuerda ya. No puedo irrumpir en las vidas de gente que lleva años viviendo así y pedirles que cambien. Es... es imposible, Impa. No sería capaz de hacerlo. Ni aunque quisiera.
Ella aferró mi mano con más fuerza.
—Tan solo pensadlo. Hay gente que os aceptaría como reina. Que querría ver Hyrule como lo que era antes.
Sonreí a medias.
—¿Sabes una cosa? —empecé en voz baja—. Creo que quiero ser egoísta por una vez.
—Princesa... —murmuró Impa cuando me puse en pie, dispuesta a marcharme—. Princesa, no os precipitéis.
—Me llamo Zelda —siseé.
—Tan solo pensadlo. Pensad en lo que os he dicho. Por favor.
Nunca habría llegado a pensar que vería a Impa suplicar. Pero su tono ya no era el mismo de antes, y casi parecía haber perdido toda la esperanza. Quise decirle que llevaba cien años pensándolo. Que no me hacía falta pensarlo más. No obstante, al final decidí no seguir echando sal en la herida.
Ni abriendo viejas cicatrices.
Le dirigí una última mirada y luego di media vuelta para salir de allí, porque era como si las paredes estuvieran cerrándose para asfixiarme.
La brisa fría fue como una bofetada. La conversación que acabábamos de tener se repitió en mi cabeza muy deprisa, tanto que apenas podía asimilar las cosas. ¿Y si Impa tenía razón y yo me equivocaba? ¿Y si acababa de cometer un error? Después de todo, Impa siempre poseía la verdad. Nunca se equivocaba, hasta donde yo sabía.
Tal vez lo mejor para Hyrule era que alguien ocupase el trono de nuevo. Pero ¿ese alguien tenía que ser yo? ¿Acaso no había dado ya suficiente por Hyrule?
"¿Qué quieres tú?", me había preguntado Link la noche anterior, antes de pedirme bailar. Nadie me había preguntado nunca qué era lo que quería. Solo él. Y había sido sincera; quería viajar. Ser libre. Salir de Kakariko. Y también quería reconstruir. Deseaba levantar más aldeas, más murallas y más puentes. Deseaba no ver tantas ruinas. Pero para hacer eso no tenía que ser la heredera del linaje real. Solo debía tener fe y paciencia.
Una bandera que mostraba los tres triángulos ondeó sobre mi cabeza, y tuve que contener una mueca. En ese instante, aquello era lo último que me apetecía ver.
Eché a andar sin rumbo alguno, ignorando las miradas de los sheikah que recogían lo poco que quedaba de la noche anterior. Recorrí la aldea a zancadas, y no me detuve hasta toparme con los establos. Aminoré el paso y accedí al interior.
Al llegar a la cuadra de Viento, vi que Link también estaba por allí. Ensillaba a su caballo con el ceño ligeramente fruncido.
—¿Qué haces? —le pregunté.
Él dio un respingo y soltó una maldición. Lo de las maldiciones se estaba convirtiendo en una mala costumbre suya.
—Deja de hacer eso —gruñó.
—Un caballero no debería utilizar esa clase de palabras, ser Link.
Él bufó algo que no pude entender a modo de respuesta. Me acerqué a Viento, que me miró con sus ojos oscuros. Le acaricié la crin con cuidado; estaba más suave después de que Link consiguiera cepillarlo. Y entonces él se dio la vuelta y me miró. Me miró de verdad; de arriba abajo.
¿Por qué me miraba tanto?
—¿Qué?
Clavó sus ojos en los míos.
—Me traes recuerdos —dijo simplemente.
Tuve que apartar la vista, porque si no él vería el efecto que tenía en mí.
—Me alegro de oírlo.
Silencio incómodo. Lo bueno era que había dejado de mirarme.
—¿Vas a algún sitio? —quise saber.
—Voy a salir de aquí —murmuró al tiempo que ajustaba las riendas.
—¿Te vas? ¿A dónde vas?
—¿Recuerdas que te dije que en las afueras de la aldea hay buenas vistas? Ahí quiero ir. Supongo que iré solo, porque tú no quieres venir, ¿verdad?
Lo miré a él y luego miré a Viento. Por último, examiné su brazo, que ya no estaba cubierto de vendas. Link se dio cuenta y se arremangó para mostrarme las heridas.
—¿Lo ves? —me dijo mientras yo contemplaba los cortes cerrados—. Ya se ha curado.
Se había curado, sí, pero le dejaría cicatrices. Feas cicatrices que marcarían su piel para siempre. Contuve un suspiro.
—¿Quieres venir o no? —insistió.
Consideré las posibilidades. Había mucha gente fuera, pero ¿qué importaba? Éramos libres. Y, además, me vendría bien distraerme un rato.
—Está bien.
—¿Vendrás?
—Sí. Pero tienes que prometerme que tendrás cuidado.
—No va a pasar nada.
—Es solo un rasguño, Zelda —dije, imitándolo—. Mírate ahora. Con todas esas horribles cicatrices.
—No me importan las cicatrices.
—A mí sí. ¿Me lo prometes o no?
Dejó escapar un largo y dramático suspiro.
—Vale.
—¿Vale?
—Te lo prometo.
Sentí un extraño alivio por dentro.
—Bien.
Link se apresuró a terminar de ensillar a Viento. Luego sonrió a medias.
—¿Quieres montar delante?
Mi cabeza comenzó a considerar las posibilidades al instante. Muchas cosas podían salir mal. No había montado en cien años. Podría caerme y hacerme daño. O incluso podría hacerle daño a Viento en uno de mis descuidos. Y, además, a Link siempre se le habían dado mejor los caballos.
—¿Dónde montarías tú?
Su sonrisa se hizo más amplia.
—Detrás —fue su simple respuesta.
Eso significaba que tendría que agarrarse a mí. Recordé la manera en que sus brazos me habían rodeado la noche anterior y tuve que reprimir un estremecimiento.
"No. Eso no."
Decidí cambiar de tema, porque notaba que empezaba a enrojecer.
—Puede que Viento no me deje montar.
Link bufó.
—No digas tonterías. Se ha enamorado perdidamente de ti.
Aquello solo empeoró las cosas. Intenté sonreír y acaricié a Viento de nuevo.
—Yo también lo quiero —dije mientras el animal resoplaba—. Aunque creo que también está muy encariñado con su amo.
—Pero lo tuyo es diferente.
—¿Diferente?
—Pregúntaselo a él —gruñó, y supe que no me iba a decir nada más.
Miré a Viento, indecisa. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? No montaba a caballo desde hacía un siglo. Di un paso vacilante. Puse un pie en los estribos, y agradecí que Viento no se moviera. Cogí algo de impulso para llegar a la silla, pero no fue suficiente y estuve a punto de caerme al suelo.
—¿Quieres que...?
—No —lo interrumpí con más brusquedad de la que pretendía.
Volví a intentarlo. En esa ocasión, logré alcanzar la silla. Cualquiera de mis doncellas se habría horrorizado ante la poca elegancia que demostré. Pero no había nadie para juzgarme ya. Solo estaba Link, y a él no le importaba.
Le sonreí con suficiencia.
—¿Lo ves? Puedo hacerlo sola.
—Ya veo.
Se acercó a Viento y montó con una facilidad insultante. Fue su turno de sonreír, y yo le dirigí una mala mirada.
—Solo necesito práctica —mascullé.
—Mucha práctica.
Le di un codazo en las costillas, y él comenzó a quejarse.
—Dijiste que no querías que siguiera haciéndome daño por tu culpa.
—Es que a veces eres insoportable.
—Pero...
—¡Vámonos ya!
Soltó una risita y cogió las riendas de Viento. Dio un golpe con las piernas, y el caballo se puso en marcha al instante. Al principio los movimientos bruscos me asustaron un poco, no iba a negarlo. Y luego estaba el hecho de que él se encontraba muy cerca de mí, tanto que nos rozábamos constantemente, y era incapaz de pensar en eso sin recordar lo que había ocurrido la noche anterior.
"Si solo bailaste con él..."
Los sheikah ya casi habían terminado de recoger los estropicios de la celebración. En Kakariko eran todos muy limpios y pulcros, de modo que dudaba que hubiera mucho que recoger. No obstante, todos nos reconocieron, y ahí empezaron los susurros. Recé por que a nadie se le ocurriera gritar algo de una reina en aquel momento. A mi espalda, sentí que Link se movía, incómodo, y luego hizo que Viento aumentase la velocidad de forma discreta.
No me importaba lo que estuvieran cuchicheando, pero aun así no pude evitar sentir alivio cuando nos alejamos de la plaza y nos adentramos en un sendero rodeado de paredes rocosas. Por allí no había nadie. Solo se oía el sonido rítmico de los cascos de Viento y la brisa que silbaba entre las montañas.
—¿A dónde vamos exactamente? —pregunté.
—Adonde hay buenas vistas.
—¿Está muy lejos?
—No. Solo hay que seguir el camino.
—¿Este camino?
—Sí.
Miré a mi alrededor y luego examiné el sendero, que seguía en línea recta hasta donde yo podía ver. Sería capaz de manejarlo.
Cogí sus manos y las aparté de las riendas despacio. Las coloqué alrededor de mi cintura. Por último, lo miré por encima del hombro y sonreí al ver su expresión incrédula.
—Para que no te caigas del caballo —susurré.
Me apresuré a sujetar las riendas, sin darle oportunidad de replicar. No creía que lo hiciera, de todas formas. Se le había quedado esa cara de tonto que ponía a veces. No abriría la boca de nuevo en un buen rato.
No sabía de dónde había sacado el valor para hacer algo tan arriesgado, y tampoco sabía si había sido una buena o mala idea. Porque ahora lo sentía todavía más cerca, tanto que era como si sus manos ardieran alrededor de mi cintura. Me obligué a tomar una bocanada de aire. Estaba siendo ridícula.
Mis pronósticos no fallaron, y Link no dijo una palabra durante el resto del viaje. Atravesamos el sendero en silencio, hasta que el camino se abrió de forma brusca, y me quedé sin aliento.
Hyrule apareció ante nosotros en su máximo esplendor. Había colinas, muchas colinas. Ni siquiera podía decir con exactitud el número concreto. Y entre ellas se extendían campos y llanuras interminables. Y luego estaba el castillo. Se alzaba allí, en el horizonte, tan oscuro y siniestro que sentí como el corazón se me encogía. Estaba hecho ruinas. No quedaba nada del lugar que antaño había llamado hogar. Al menos no había ni rastro del Cataclismo.
—Tenías razón —le susurré a Link pese a todo, apartando los ojos del castillo. Todo estaba tan vivo...
—¿En qué?
—Hay buenas vistas.
—De nada.
Sonreí aunque él no pudiera verlo. Estuve un rato más disfrutando del paisaje. Al fin y al cabo, no lo había visto así desde hacía un siglo. Una eternidad más tarde, oí como Link soltaba uno de sus suspiros largos y dramáticos y, antes de que pudiera preguntarle qué demonios le pasaba, dio varios golpes secos con las piernas y Viento echó a correr al galope.
Iba muy rápido. Se me escaparon algunos chillidos, no iba a negarlo. A Link debió hacerle gracia mi pánico, porque estalló en carcajadas a mi espalda. Intenté calmarme y me aferré con fuerza a las riendas, como si mi vida dependiera de ello. Al principio pensaba tirar de ellas para que Viento se detuviese. Sin embargo, poco a poco descubrí que estaba disfrutando de aquello. Era peligroso, sí. Pero también era liberador. No recordaba la última vez que había corrido tan rápido con un caballo. La brisa me azotaba el pelo, y estaba segura de que acabaría con unos nudos horribles, pero me dio igual.
Al llegar al final de la colina, Viento disminuyó la velocidad. El animal ni siquiera sudaba. Percibí que Link desmontaba y sacaba una manzana de las alforjas. Me pregunté de dónde sacaba tantas manzanas. Parecía tener reservas infinitas.
Yo desmonté también, temblando de arriba abajo por culpa de la adrenalina. Sentía las piernas ligeramente entumecidas. Aun así, me planté frente a Link en dos zancadas con los brazos en jarras, hecha una furia. No iba a darle el placer de saber que me había gustado. No todavía.
—¿Estás loco?
Hizo una mueca.
—Puede.
—¡La próxima vez que vayas a tener uno de tus arranques de locura, avísame!
Él suspiró mientras acariciaba a Viento en el hocico.
—Ha sido divertido.
—¿Divertido? —repetí—. Yo diría que más bien ha sido una completa locura.
—Deja de mentir. Sabes que ha sido divertido.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Dejaste de gritar.
—Yo no he gritado.
—¡Link! ¡Link! —chilló con voz aguda, sacando su lado más idiota—. ¡Ah!
Tuve que hacer verdaderos esfuerzos por no abofetearlo allí mismo. Me limité a darle un puñetazo en el hombro. Él estalló en carcajadas, aunque al menos eso hizo que cerrara la boca. Me giré hacia Viento, intentando ocultar el rubor de mi cara.
—¿Qué te pasa hoy? Estás muy... violenta.
Le dirigí una mirada furibunda.
—Y tú estás más idiota que de costumbre.
Rio otra vez. Se reía mucho más que hacía cien años. Y, por mucho que me incordiara en ocasiones, nunca me cansaría de aquel sonido.
—Solo di que ha sido divertido. Nada más.
—Está bien —cedí de mala gana.
Su rostro se iluminó.
—¿Lo ves? Tienes que confiar más en mí.
—No —mascullé, aunque era incapaz de reprimir una pequeña sonrisa—. Eres estúpidamente temerario.
Alzó una ceja.
—¿Estúpidamente atractivo y estúpidamente temerario?
Quise huir. Esconderme. Fundirme con el tronco de cualquier árbol.
—¿Todavía sigues con eso?
—Has empezado tú.
—Eres insoportable.
—Lo que tú digas.
Lo fulminé con la mirada, aunque él seguía sonriendo.
Un rato después, estábamos sentados a la sombra de un árbol, protegidos del sol de mediodía. Los rayos jugueteaban con las aguas del arroyo que fluía a unos pocos pasos de nosotros, dándoles un brillo dorado. Mi poder también era dorado. Contemplé mis manos y busqué la luz. La sentía dentro, en un rincón olvidado, pero no respondía a mis súplicas. Estaba en la misma situación que hacía un siglo.
¿Por qué era incapaz de acceder a él otra vez? Había pasado casi una luna entera desde la derrota del Cataclismo. ¿Cuánto tiempo tendría que esperar?
Aunque quizá... quizá no volviera nunca. Quizá me había excedido y lo había agotado. Pero eso no era posible, ¿verdad? Se suponía que el poder me acompañaría durante el resto de mi vida, igual que a mi madre y a mi abuela y a todos mis ancestros.
—¿De qué quería hablar Impa contigo esta mañana? —preguntó Link de pronto, interrumpiendo mis pensamientos—. Si se puede decir, claro.
Suspiré. A lo mejor su opinión me vendría bien. Me ayudaría a decidir.
—Quería hablar de... de la sucesión.
Me miró con el ceño fruncido.
—¿Qué sucesión?
—La sucesión al trono, Link.
—Ah. —Calló por unos instantes, contemplando el castillo con el ceño todavía fruncido—. Pero tú no quieres ser reina, ¿verdad?
—No lo sé —respondí. No obstante, luego lo pensé mejor—. No. Creo que no quiero. —Él no dijo nada. Se limitó a asentir en silencio. Así que añadí—: ¿Tú qué opinas?
Pareció sorprendido.
—¿Yo? Yo no sé de estas cosas, Zelda.
—¿Y qué? Solo quiero saber qué piensas.
Lo oí suspirar.
—Creo que serías una buena reina —dijo. Luego escudriñó mi rostro por unos largos momentos—. Pero también creo que deberías hacer lo que quieras. Si no quieres ser reina, solo... di que no. Puedes hacer eso, ¿verdad? Tampoco es que nadie pueda obligarte.
Tuve que sonreír.
—No, no creo que nadie pueda obligarme. —Fue mi turno de suspirar. Hice todo lo posible por mantener los ojos apartados del castillo. De sus altas torres medio derruidas. Quizá una de aquellas fuera la mía. La de mis aposentos—. Pero Impa... Ella quiere verme en el trono. Dice que estoy tomando una decisión precipitada. Y... Link, Impa nunca se equivoca.
Para mi sorpresa y desconcierto, él empezó a reírse de forma descarada.
—¿Qué pasa? ¿Por qué...?
—Impa sí se equivoca —dijo, sonriendo. Aunque no se reía de mí. En sus ojos había comprensión. Eso me reconfortó—. Se ha equivocado muchas veces, y puede que se esté equivocando ahora también. Puedo hablar con ella si quieres. Pero creo que deberías decírselo tú.
—¿Decirle el qué?
—Lo que quieres hacer.
Consideré las posibilidades. Todas. Y entonces tomé una decisión sobre lo que haría en el futuro.
—Está bien —asentí—. Hablaré con ella. Gracias por ayudarme.
—De nada.
Lo examiné con atención, recordando las ojeras que habían aparecido en su rostro. Seguían estando ahí, bien visibles.
—¿Qué te pasaba esta mañana? —le pregunté.
—¿A mí? ¿Esta mañana?
—Ya sabes. Estabas más gruñón de que costumbre.
—Ah, eso. Sería la cerveza.
—No es solo la cerveza —seguí insistiendo. Tenía que ir con cuidado. Él podía cerrarse muy rápido si era demasiado brusca—. Tienes ojeras. ¿Una mala noche?
Clavó la vista en la hierba y se encogió de hombros. Esa era toda la confirmación que necesitaba.
—¿Tenías pesadillas? —quise saber, aunque no me imaginaba a Link teniendo una pesadilla.
—No. No eran pesadillas —murmuró—. Era algo peor.
—¿El qué?
—No lo sé. Parecía una pesadilla, pero era... era demasiado real.
Fruncí el ceño, sin comprender.
—A veces las pesadillas son muy reales. —Por desgracia.
—Lo sé, pero... —Suspiró—. Creo que estoy volviéndome loco.
—No. No estás volviéndote loco. Yo también tengo malos sueños a veces. Parecen muy reales, pero no lo son.
—Lo mío no son pesadillas —insistió.
—¿Y qué son?
—No lo sé —gruñó, y supe que no íbamos a llegar a ningún sitio.
—Está bien. Si vuelves a tener uno de esos... sueños, avísame. Da igual lo tarde que sea.
—¿Hablas en serio?
—Muy en serio.
—Vale —accedió él—. Pero la culpa no será mía si te despierto.
—No te preocupes por eso —sonreí yo.
Ninguno dijo nada más. Me entretuve en juguetear con la hierba mientras contemplaba como la luz del sol se colaba entre las hojas de los árboles. Era fascinante. De pronto, escuché un bufido de Viento, que pastaba frente a nosotros. Se había acercado a mí y había empezado a olisquearme el pelo. Miré a Link y vi que se había dormido contra el tronco del árbol. Decidí no despertarlo. Si había tenido una mala noche, lo mejor sería dejarle descansar.
Me puse en pie y guié a Viento por las riendas hasta una arboleda cercana. Estaba repleta de manzanos. Le sonreí a Viento y me puse de puntillas para alcanzar una rama baja.
—¿Cuántas manzanas crees que Link guarda ahí dentro? —pregunté mientras Viento se comía felizmente la manzana que yo le había dado. Señalé las alforjas—. ¿Diez? ¿Cien? —Viento bufó—. No, yo creo que son infinitas. No sé de dónde saca tantas. Tú tampoco lo sabes, ¿verdad?
Se me quedó mirando, y le acaricié el hocico con cuidado. Debía ser un animal leal si había acompañado a Link durante todo su viaje. Y valiente, también.
Seguimos adentrándonos en la arboleda. Saqué la piedra sheikah y examiné el mapa. Nos habíamos alejado más de lo que creía de Kakariko. Confiaba en que Link supiera el camino de vuelta. Sí, seguro que lo sabía. Conocía Hyrule como la palma de su mano. No tenía nada de lo que preocuparme con él a mi lado.
Alcé la vista y dejé escapar un sonido que habría resultado muy poco apropiado para una dama de la corte. La piedra sheikah cayó al suelo con un ruido sordo, pero apenas me importó.
No estaba viendo una veintena de Princesas de la Calma creciendo en libertad. Era imposible. Se trataba de una especie amenazada. Pestañeé, convencida de que eran solo imaginaciones mías.
Sin embargo, seguían ahí. Frente a mí. Muy vivas.
Me arrodillé sobre la hierba y recogí la piedra sheikah del suelo. Rocé los pétalos de una flor cercana, sin dar crédito. Nunca había visto tantas Princesas de la Calma juntas. Para empezar, tenía suerte si lograba divisar una entre la hierba. Pero ¿una veintena, o quizá incluso más? Ni siquiera me había atrevido a albergar la esperanza de ser testigo de algo así.
Empecé a capturar imágenes con la piedra sheikah. ¿Y si aquel era el único lugar en el que creían tantas Princesas de la Calma juntas? Tenía que recopilar aquella información. Solo por si acaso.
Al cabo de un rato, había diez imágenes nuevas en la piedra. Me detuve entonces, satisfecha. Eché otro vistazo a las Princesas de la Calma y me puse en pie. Viento pastaba junto a un manzano, sin prestarme demasiada atención.
—Espérame aquí —le dije, y luego corrí entre la hierba hasta salir de la arboleda.
Estaba segura de que le parecería una loca a cualquiera que pudiese verme, pero en ese instante me importaba muy poco. Y tampoco había nadie para juzgarme.
Link no se había movido de donde le había dejado. Me acerqué a él con una enorme sonrisa estampada en el rostro y lo zarandeé para despertarlo. Debí emplear más fuerza de la necesaria, porque estuvo a punto de darse de bruces contra el suelo. Me miró con el ceño fruncido, visiblemente enfadado.
—¿Qué pasa ahora? —gruñó.
Mi sonrisa se hizo más amplia.
—Tienes que venir conmigo.
—¿A dónde?
—A un sitio que he visto.
—¿Y no puede esperar?
—No. Es urgente.
Lo miré con ojos suplicantes. Eso siempre surtía efecto. Había funcionado hacía cien años. Funcionaría ahora también.
Y no me equivocaba. Dejó de fruncir el ceño y suspiró mientras se ponía en pie.
—Espero que valga la pena —masculló.
—Gracias, gracias, gracias...
Y estaba tan feliz y tenía tan poca cordura que le di un beso en la mejilla. Fue muy rápido. Más de lo que me hubiera gustado. Pero no quise alargar el momento porque sabía que se volvería incómodo.
Y aun siendo corto y fugaz, fue suficiente para que algo aleteara por dentro.
Él no decía nada —tenía cara de tonto otra vez—, de modo que cogí su mano y tiré de él por toda la arboleda hasta llegar al lugar donde había Princesas de la Calma. Ignoré la vergüenza y me atreví a mirarlo, pero Link no parecía preocupado por las flores.
—¿Qué hace Viento aquí?
—Lo he traído yo. ¡Link!
—¿Qué?
—¿Es que no puedes verlas?
Señalé las Princesas de la Calma. Él las vio, pero no mostró ninguna señal de sorpresa. Aquella era una especie muy rara. ¿Cómo podía reaccionar como si estuviera viendo la seta más común de Hyrule?
—¿No te parece increíble? ¡No puedo creer que te dé igual!
—No me da igual —repuso. De nuevo, su voz estaba en completa calma. Todo lo contrario a la mía. Me pregunté cómo demonios era capaz de controlarse de forma tan efectiva—. ¿Sabes? Ahora es muy común verlas. Están por todas partes. He visto campos enteros. Te llevaré algún día. Bueno, ni siquiera hará falta que te lleve. Las verás hagas lo que hagas.
Aquello me dejó con la boca abierta. Al principio pensé que estaba bromeando. No obstante, parecía muy serio. Nunca estaba así de serio cuando bromeaba.
—¿Ya... ya no están... amenazadas? —conseguí decir.
—No.
Me arrodillé junto a las flores, todavía sin creerme todo aquello, y rocé con cuidado los pétalos de una Princesa de la Calma.
—Esto es... es... Pasamos tanto tiempo intentando encontrar la manera de salvarlas. Y ahora... Creo que solo hacía falta dejarlas en libertad.
Percibí que él se arrodillaba también. Me di la vuelta para mirarlo.
—Siento haberte despertado —le dije, sintiéndome culpable.
—No pasa nada.
—Todavía tienes ojeras.
—No te preocupes por mí.
Quise seguir discutiendo, pero al final suspiré y me rendí. No íbamos a llegar a ningún sitio.
—Ni siquiera ha merecido la pena —susurré, recordando sus palabras.
Él no respondió al principio. Arrancó una Princesa de la Calma con el mayor cuidado posible. Abrí la boca para regañarlo, indignada, pero las palabras murieron de pronto cuando me colocó la flor en el pelo.
—Sí ha valido la pena —susurró de vuelta.
Fue mi turno de poner cara de idiota. No podía creer que estuviera sonrojándome como una niña. Y lo peor era que aquella no se trataba de la primera vez que algo así me sucedía.
Algo aleteó en mi pecho cuando caí en la cuenta de lo familiar que era aquella situación. Había Princesas de la Calma y manzanos, y el castillo estaba muy lejos de nosotros. Si él se acercara un poco más...
"No. Pensar en eso no es bueno."
Se me había quedado mirando con una expresión extraña. Oh, no. ¿Estaría recordándolo también? Eso era lo último que quería en aquel momento.
Carraspeé para llamar su atención de nuevo.
—¿Sabes qué? Creo recordar que hace cien años me prometiste que me enseñarías a tirar con el arco.
Link pareció sorprendido.
—¿A qué viene eso ahora?
—No lo sé. Estaba pensando.
—¿Sigues queriendo que te enseñe?
—Claro que sí. Y también sigo esperando mis lecciones.
—Tampoco he tenido mucho tiempo para enseñarte —resopló.
—Ese no es el problema. El problema eres tú.
—¿Yo?
Sonreí.
—No quieres enseñarme porque tienes miedo.
Por unos instantes, no dijo nada. Sin embargo, poco a poco una sonrisa apareció en su rostro.
—¿Miedo? ¿De qué voy a tener yo miedo?
—De que te supere.
Comenzó a reírse a carcajadas. Me gustaba hacerlo reír.
—Me subestimas, princesa.
—¿Ah, sí?
Caí en la cuenta de que no me molestaba que Link me llamara princesa. Cuando él lo decía, no parecía un estúpido título.
—Llevo toda la vida usando un arco. No es tan fácil superarme, créeme.
—Eso ya lo veremos, ser Link.
Él gruñó algo que no pude entender. Lo contemplé en silencio, sonriendo a medias.
—¿Cuándo me enseñarás?
Link se lo pensó un momento.
—Cuando estemos en Hatelia —contestó al fin—. Allí habrá más... más intimidad.
Ahí estaba yo, sonrojándome otra vez por un comentario sin importancia.
Ninguno dijo nada durante un rato. Contemplé una Princesa de la Calma. ¿Link tendría un jardín en su casa? Quizá podríamos plantar Princesas de la Calma. Si él quería, claro. No iba a invadir su casa como una plaga. Solo quería que se pareciera a un hogar.
Estaba segura de que Link exageraba cuando hablaba de su casa. Él nunca dejaría que se llenara de polvo y telarañas.
—Quiero irme de Kakariko —dije de pronto—. Cuanto antes, mejor. Hatelia no está muy lejos, ¿verdad?
—A dos días de viaje. Más o menos.
—Entonces podremos irnos...
—... puede que en una semana —terminó él por mí, aunque eso no era lo que iba a decir exactamente—. Tal vez menos. Hay que hacer preparativos, Zelda —añadió al ver mi cara.
Suspiré.
—Estoy harta de Kakariko —dije, pese a estar convencida de que él ya lo sabía.
—Yo también.
—Vámonos mañana.
—Eso es una locura.
—Lo sé —sonreí—. ¿Y qué?
Sonrió también.
—Y acabas de decir que yo estoy loco...
Se me escapó una risita.
—Puede que haya cambiado de opinión.
*
Llegamos a Kakariko cuando ya atardecía. Los sheikah debían haber acabado de recoger lo que quedaba de la noche anterior, porque la plaza estaba casi vacía. Incluso habían retirado las pequeñas banderas con el símbolo de la Familia Real. Sentí cierto alivio, no iba a negarlo.
Link dejó a Viento en los establos y luego me acompañó hasta la casa de Impa. Se detuvo junto a la puerta, cuando ya habíamos subido el largo tramo de escaleras.
—¿Quieres que yo también...?
—Sí —dije, interrumpiéndolo. Sabía lo que iba a decir—. Por favor.
No sería capaz de volver a enfrentarme a Impa yo sola.
—Está bien.
Me dirigió una última mirada antes de abrir las puertas. Yo inspiré hondo y me adelanté.
Impa estaba sobre sus cojines. Alzó la mirada al vernos llegar, y no pude leer su expresión.
—¿Habéis ido muy lejos? —preguntó tras un incómodo silencio.
Se me escapó un suspiro. Link abrió mucho los ojos. ¿De verdad había llegado a creer que Impa ignoraba nuestro pequeño acto de rebeldía?
—No, Impa —respondí, intentando sonar segura de mí misma—. Hemos estado aquí durante... durante casi una luna entera. Yo... necesitaba salir de la aldea.
—¿Huyendo como una criminal?
Fruncí el ceño.
—No hemos huido de...
—Así no se comportaría una princesa —dijo, interrumpiéndome—. Las princesas no huyen de su pueblo.
Por un momento, estuve convencida de que, de alguna forma inexplicable, había vuelto a una época que ya parecía lejana. Hablaba con mi padre, no con Impa. Oía de nuevo sus reproches y sus órdenes. Su voz vacía, llena de palabras vacías.
—Impa —escuché decir a alguien. Link. Era Link. Seguía allí, a mi lado. Pese a todo—, no digas esas cosas. Ella no...
—Tú —le espetó Impa—. Tú eres un caballero. Su caballero. Creo que tienes suficiente experiencia para saber qué es peligroso y qué no.
Él pareció sorprendió por su brusquedad. Sin embargo, se recompuso con rapidez.
—Sé muy bien qué es peligroso y qué no —repuso con calma—. No hemos hecho nada malo.
—Impa —intervine de pronto—, Link ya no es mi caballero escolta. —Busqué su mano. Me aferré a sus dedos con desesperación, como si la vida me fuera en ello.
—¿Que ya no es... vuestro caballero escolta? —repitió Impa, sin comprender.
—Lo he liberado. Si está aquí es porque quiere, no porque sea mi escolta.
Impa le dirigió una rápida mirada a Link, pero no dijo nada. Decidí continuar.
—Sé que esto no te va a gustar, pero he estado pensando en lo que me dijiste esta mañana. Y yo... he decidido que... que... —Inspiré hondo, intentado controlar el temblor de mi voz—. Que quiero viajar. Ver Hyrule. Viajaré con Link. Él nos mantendrá a salvo. Hay tantas cosas que quiero visitar, Impa... Y el mundo es enorme. No sé si voy a ser reina, pero me gustaría ver mi reino. Saber en qué se ha convertido. Y sobre todo quiero restaurarlo. Reconstruirlo.
Iba a seguir hablando, pero sentí que Link le daba un apretón a mi mano. Debía haber empezado a soltar tonterías otra vez. Le devolví el gesto, dándole las gracias en silencio.
La expresión de Impa permaneció impasible durante unos instantes que se me hicieron eternos. Su mirada viajó por toda la estancia, deteniéndose en mí y en Link, para luego acabar en nuestras manos unidas. Finalmente suspiró.
—Acercaos, alteza.
Tomé aire y dejé que mis dedos escaparan de los de Link. Me adelanté varios pasos y me arrodillé frente a Impa.
—Queréis reconstruir Hyrule —murmuró, repitiendo mis palabras—, y no dudo que así lo haréis. Vos nunca os rendís. No está en vuestra naturaleza rendiros. Sois igual que él. —Señaló a Link con un gesto—. Me alegro de que queráis reconstruir el reino, pero yo creí que también querríais convertiros en reina.
Clavé la vista en el suelo.
—Ser reina —susurré—. Eso es muy difícil. Ni siquiera sé si es lo que quiero hacer. Lo único de lo que estoy segura ahora mismo es de que quiero viajar. Quiero conocer Hyrule. Y luego... luego tomaré una decisión. Te prometo que la tomaré.
Impa escudriñó mi rostro en silencio. Le sostuve la mirada, a la espera.
—Lo siento mucho, alteza —dijo al final.
—Zelda —le recordé.
—Zelda —sonrió—. Explora Hyrule si eso es lo que quieres. Ha sido un error mantenerte encerrada aquí. Te mereces ser libre.
*
Aquella noche, la cena transcurrió en paz. Impa estaba de buen humor, aunque nos regañó cuando le dije que queríamos irnos al día siguiente. Pero no nos detuvo. Tan solo negó con la cabeza y nos aseguró que al amanecer tendríamos todo lo necesario en las bolsas de viaje. Al terminar, nos dio las buenas noches y se retiró a sus habitaciones, dejándonos a Link y a mí a solas.
Salimos de la casa de Impa y, una vez estuvimos lo suficientemente alejados de los guardias para que no pudieran oírnos, me detuve y lo miré a los ojos.
—Gracias —le dije—. Ya sabes, por ayudarme antes.
—No me des las gracias.
Alcé las manos en señal de rendición.
—Está bien. No volveré a darte las gracias. Nunca.
—No creo que lo consigas.
Abrí la boca para replicar, pero un grito me detuvo.
—¡Maestro Link!
Un grupo de niños corría en nuestra dirección. Eran al menos seis.
—Vaya —murmuré—. Veo que habéis hecho amigos, ser Link.
Él me dirigió una mirada asesina.
—¡Maestro Link! —jadeó uno de los niños tras haber llegado junto a nosotros—. Os hemos estado esperando, Maestro Link. Varios días. Pero no aparecisteis.
—Estaba... estaba ocupado —murmuró—. Yo...
Estaba ocupado conmigo. Hablando conmigo, estando conmigo y bailando conmigo. Sentí que enrojecía.
—¿Eres la princesa? —intervino una niña.
Sus ojos brillaban. Aquello me recordó a los viejos tiempos, cuando la Ciudadela no se había convertido en un montón de escombros. Siempre que recorría las calles atestadas de gente, los niños me miraban con aquel extraño brillo en los ojos. Mis doncellas solían decir que esa era su manera de demostrar admiración. Hacía cien años, no me lo había creído. Pensaba que no era digna de que nadie me admirara. No había nada que admirar.
Sin embargo, ahora algo había cambiado. Ya no me sentía culpable al verlos contemplándome de esa forma. Quizá se debía a que no era del todo inútil. O quizá simplemente había cambiado. Cien años eran muchos años.
—A las princesas no se las tutea —le susurró un niño. Luego le asestó un codazo.
—No pasa nada —sonreí—. ¿Cómo te llamas? —le pregunté a ella.
Me contempló con sus ojos rojizos y redondos. No debía tener más de ocho años.
—Lysh —susurró.
—Solo por ser tú, dejaré que me llames Zelda. ¿Qué te parece?
Ella pestañeó, sorprendida. No obstante, después asintió despacio y miró a Link.
—¿Puedo llamarte Link? —le preguntó con su vocecita aguda.
—No —respondió él con voz más grave de lo habitual.
La niña abrió mucho los ojos. Contempló la empuñadura de la Espada Maestra, y parecía asustada de verdad. Miré a Link y vi que el fantasma de una sonrisa cruzaba su rostro.
—No le hagas caso —le dije a ella—. El Maestro Link es un poco... difícil a veces. ¿Verdad, Maestro?
Él contuvo la risa.
Un niño se adelantó.
—Maestro... Maestro Link —empezó. Él también tenía la vista clavada en la Espada Maestra—, dijisteis que ibais a... a responder a nuestras preguntas.
—¿Lo haréis, Maestro? —intervino otra niña con timidez.
Él se mantuvo en silencio por unos largos instantes. Sabía que, al final, accedería. El problema era que quería hacerse de rogar.
—Está bien —acabó diciendo—. Pero la princesa tiene que venir conmigo.
Todas las miradas cayeron sobre mí. Pero sus ojos me atravesaban por encima de todos los demás. Volvían a brillar bajo la luz de la luna.
"Estúpidamente atractivo."
—Claro que iré. ¿Cómo podría negarme?
Nos arrastraron hasta un árbol alejado del bullicio de la aldea. Había visto a Link entrenando allí con la espada en varias ocasiones. Él solía escabullirse cuando creía que nadie se daría cuenta de su ausencia.
Tomamos asiento sobre la hierba, y las hojas secas y caídas crujieron bajo nuestros pies. Los niños miraban a Link, expectantes. Esperando a que dijera algo.
Esbocé una pequeña sonrisa. Seguía odiando romper el silencio. Había cosas que nunca cambiaban.
—Así que —empezó por fin—, ¿qué queréis saber?
—¿A cuántos centaleones habéis matado, Maestro Link?
—A cientos.
Yo sabía que era mentira, pero ellos dejaron escapar exclamaciones de sorpresa. Le pidieron que contara cómo había acabado con su primer centaleón. Y él empezó a contar. Por una vez, no se ahorró los mejores detalles, como hizo cuando Impa nos preguntó acerca de la derrota del Cataclismo.
Nunca lo había oído decir tantas frases seguidas. Era cierto que ahora se comportaba de una forma mucho menos estoica que antes, pero aun así, pronto me vi perdida en el sonido de su voz, como si aquella fuera la primera vez que la escuchaba. Su voz era igual que el resto de él; áspera, pero no demasiado. Dulce cuando quería. Y cálida por naturaleza.
Al cabo de un buen rato, Link ya había contado tres de sus batallas, y varios niños bostezaban. Una niña se había dormido contra su hombro. Pese a todo, ellos siguieron haciendo preguntas.
—¡Eso ha sido increíble, Maestro Link!
—¿No teníais miedo? —le preguntó una niña.
Vi que él sonreía.
—Claro que tenía miedo —respondió.
Ella frunció el ceño.
—Pero vos sois valiente.
—Soy valiente —repitió él, aún sonriendo—. Sí, supongo que lo soy. No podría ser valiente si no tuviera miedo.
Pareció desconcertada por un instante, pero luego asintió despacio.
—Si teníais miedo, ¿por qué no huisteis?
—Porque muchas cosas dependían de mí. La vida de mucha gente dependía de mí. —Hizo una pausa antes de añadir—: Y, además, tenía una princesa a la que ayudar.
Sonreí.
—Y la princesa os estará eternamente agradecida por eso —susurré antes de inclinarme y darle un beso en la mejilla.
Me miró con esa cara de tonto que ponía a veces. Escuché protestas y vi muecas de asco, pero no me importaron en aquel momento. Solo podía mirarlo a él
Después de eso, ya no pudo decir nada más. Envió a los niños de vuelta a casa, y preguntó dónde vivía la niña que se había dormido. Se acercó al lugar que le habían indicado, y tuve que sonreír al ver la cara del sheikah que respondió. Debió ser una auténtica sorpresa que el Héroe de Hyrule llamara a su puerta.
Cuando regresó a mi lado, tenía mala cara. Comencé a reírme a carcajadas.
—Deja de reírte —masculló.
—¿Por qué?
—Porque no tiene gracia. —Echó a andar, dispuesto a alejarse de mí.
Me apresuré a ir tras él. Tiré de su brazo para que se detuviera.
—¿Qué no tiene gracia?
—Lo que acabas de hacer.
—¿El qué? ¿Esto? —Me puse de puntillas y besé su mejilla otra vez. Y, en esa ocasión, me permití alargar el momento un poco más.
—Vas a matarme —murmuró, mirándome fijamente.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque... porque... Porque yo... tú... —Suspiró—. Da igual. Olvídalo.
Lo observé alejarse. No entendía nada, pero el corazón me latía con tanta fuerza que retumbaba en mis oídos.
—Link, espera. —Él se giró para mirarme—. ¿Te has enfadado?
—No —respondió muy deprisa—. No, claro que no. ¿Cómo iba a enfadarme por... por eso, Zelda? Diosas, qué torpe soy...
No dije nada durante un rato, buscando las palabras adecuadas.
—No eres torpe —conseguí decir.
Él sonrió.
—Ya es tarde —dijo—. Deberíamos volver. Mañana será un día largo.
Asentí en silencio. En el interior de la casa de Impa, solo había una vela encendida. La utilicé para guiarnos en la oscuridad.
Link me acompañó hasta mis habitaciones. Al llegar frente a la puerta, me detuve y lo miré, sin saber qué hacer. Fui a darle las buenas noches, pero entonces él se inclinó y besó mi mejilla con cuidado. Me quedé helada. El corazón aporreaba mi pecho con fuerza. Seguro que había puesto una cara más idiota que la suya.
—Buenas noches —fue lo único que susurró antes de perderse en la oscuridad.
Yo solo sonreí y entré en mi habitación.
Y, a pesar de todo, aquella noche tuve otra pesadilla.
