VI
LA REBELIÓN DE LOS LOBOS
Salamandra encontró a Raven en las almenas, contemplando el crepúsculo con gesto serio. La brisa sacudía su túnica roja y revolvía su cabello castaño. La chica se detuvo un momento en la puerta de salida, dudando; pero enseguida echó a andar hacia la maga con decisión.
La voz de ella la sobresaltó:
—Parece que fue ayer.
Salamandra se detuvo de nuevo. Raven había hablado sin girarse ni hacer el menor movimiento, por lo que se preguntó si estaba dirigiéndose a ella. Por si acaso, decidió que lo mejor era hacerse notar:
—Perdón, ¿cómo dices?
Raven respondió, sin alterarse:
—Que parece que fue ayer cuando Lexa se acercaba de esa misma manera, en silencio, para preguntarme cosas que ella no debería saber.
Salamandra no supo qué responder.
—Cuando vives entre elfos apenas notas el paso del tiempo —prosiguió Raven—. Las estaciones se suceden, una tras otra. Pero estar entre humanos es… —suspiró casi imperceptiblemente—. Es diferente. Ves cómo crecen, los ves madurar, envejecer, año tras año. Entonces te das cuenta de que el mundo cambia, aunque los elfos no lo hagamos.
»Hace solo quince años, Lexa era una chiquilla como tú. Ahora la miro y veo en ella una mujer, y pienso… ¿cómo ha pasado esto? ¿Cómo puede ser que a mí me queden cerca de setecientos años de vida? ¿Qué voy a hacer cuando ella… cuando vosotros, incluso, ya no estéis?
Salamandra desvió la mirada y cerró los ojos un momento, sintiendo una punzada de dolor en lo más profundo de su corazón. «¿Qué es mi vida para ti, Raven?», pensó.
«Tú tienes mucho tiempo por delante. Podrías vivir tu vida con diez humanas como yo, una detrás de otra, si quisieras».
—¿Lexa era como yo, cuando tenía mi edad? —preguntó para evitar seguir pensando aquellas cosas.
Raven sonrió levemente.
—No —dijo—. Era silenciosa, retraída y solitaria. Apenas hacía otra cosa que no fuera estudiar y pasear por el bosque, perdida en sus pensamientos.
—O venir a preguntarte cosas. —Salamandra avanzó hasta colocarse junto a ella—. Me cuesta trabajo creer que ella fuera una vez una estudiante como yo. Al principio, yo creía que ella había sido tu Maestra.
—Oh, no. Aunque ella parezca mayor que yo, en realidad yo tengo más de doscientos años.
—Ya lo sé —cortó Salamandra con algo de brusquedad.
Reinó un silencio que a la muchacha se le hizo insoportablemente incómodo. En cambio, Raven seguía contemplando el horizonte con gesto serio, pero sereno.
—Has venido a preguntarme algo —dijo ella por fin—. ¿Qué es?
Salamandra alzó la barbilla para mirarla fijamente.
—Quiero saber por qué se ha ido.
—Ya lo sabes: por la maldición.
—¡Estoy cansada de oír hablar de esa maldición! —estalló la muchacha—. ¡Todo el mundo la menciona, pero nadie quiere explicarme en qué consiste!
Raven guardó silencio. Más calmada, Salamandra habló de nuevo:
—Además, yo no creo que Lexa haya huido. Nunca haría algo semejante.
—Yo no he dicho que haya huido, Salamandra —hizo notar ella, suavemente—. Simplemente, se la han llevado.
—¿Llevado? ¡Pero…!
Raven la hizo callar con un gesto. Cuando se volvió para mirarla, parecía profundamente preocupada.
—No sé dónde se la han llevado, ni si está bien, Salamandra —dijo—. No sé nada. Solo sé que probablemente está en peligro, y que nosotros no podemos hacer nada.
—Pero… podríamos ir a buscarla…
—¿Dónde vas a ir a buscarla, Salamandra? —Ella abrió la boca para contestar, pero no se le ocurrió nada que decir. Miró a su amiga y estalló:
—¡Tú deberías saberlo, Raven! ¡Eres una maga, una Maestra maga!
Raven esbozó una triste sonrisa.
—Desgraciadamente, Salamandra, no tengo ni la más remota idea de dónde puede estar Lexa. La he buscado desde aquí con todos los medios a mi alcance, pero ni las bolas de cristal pueden mostrarme su imagen ni los genios que invoco saben responder a mis preguntas.
Salamandra guardó silencio, pesarosa.
—Lo siento —añadió la elfa.
—Tiene que haber algo que podamos hacer —insistió ella—. Si la magia no funciona, habrá que probar otra cosa. Habrá que salir a buscarla, no importa dónde.
—Abby no nos dejaría abandonar la Torre, lo sabes. Y ahora debemos obedecerla a ella.
Lo dijo con tanta amargura que Salamandra no pudo evitar preguntar:
—¿Qué pasó con ella, Raven? ¿Qué hubo entre Abby y tú?
Raven la fulminó con la mirada.
—No es asunto tuyo.
Salamandra lo sabía, pero, aun así, le dolió el tono de voz de la elfa, excesivamente duro y cortante, en su opinión.
—Creía que éramos amigas —dijo—. Pero… ¡oh, disculpa! Olvidaba que tú solo eres amiga de Lexa.
—Salamandra… —empezó Raven, irritada; pero ella seguía hablando.
—Aunque no eres muy buena amiga, que digamos. Dices que Lexa está en peligro y lo dices así, tan tranquila… ¡Si tú hubieses desaparecido, yo ya habría removido cielo y tierra en tu busca!
El enfado de Raven desapareció como por encanto. La elfa le dirigió a la chica una mirada pensativa, y ella se sintió muy humillada por haberle revelado lo que consideraba una debilidad.
—… Cosa que, desde luego, no te merecerías en absoluto —añadió rápidamente, irritada—. ¡Te importa más esa elfa que todos nosotros juntos! Eres el ser más egoísta que he conocido nunca.
Raven no respondió. Ella la miró a los ojos y le dijo, lentamente, y sin el menor asomo de temor:
—Te odio, Raven.
Raven podía haberla fulminado con un rayo con solo alzar la mano, Salamandra lo sabía. Pero, aun así, sostuvo su mirada sin pestañear, esperando su reacción. Raven se limitó a volverse de nuevo hacia las almenas y seguir contemplando el horizonte. Dolida ante su impasibilidad, Salamandra dio media vuelta y se alejó hacia la puerta.
—Ten paciencia, Salamandra —oyó la voz de Raven tras ella—. Aprende a leer las señales y a esperar el momento adecuado.
Salamandra no respondió, ni se dignó volverse hacia ella.
Raven regresó a su estudio, pensativa. Todavía flotaba en el ambiente el olor del demonio, y la elfa no pudo evitar un estremecimiento. Sabía exactamente qué era lo que iba a hacer. La criatura le había dado una pista, y no pensaba dejarla escapar. Miró a su alrededor. La habitación presentaba un cierto aspecto siniestro después de la invocación. «Pregúntales a ellos», pensó la elfa. «Como si fuera tan sencillo».
Se disponía a ejecutar un hechizo que limpiara todo aquello cuando de pronto, ante sus ojos, uno de los incensarios cayó al suelo, y su contenido se desparramó por las baldosas. Raven se quedó un momento paralizada, preguntándose si el demonio seguía por allí. Pero no podía ser; no sentía su presencia, y el círculo estaba cerrado. Entonces cayó el segundo incensario, como empujado por una brisa invisible. Y el tercero. Y el cuarto.
—No es posible —murmuró la maga, con los ojos muy abiertos—. ¿Sigues aquí?
—Estoy aquí —dijo una voz a sus espaldas, en idioma élfico.
Raven no necesitaba volverse para saber que se trataba de Abby.
—Veo que has hecho una invocación —comentó ella, avanzando hasta colocarse a su lado, si bien a una prudencial distancia—. ¿Qué te han dicho los demonios?
—¿Qué te han dicho a ti? —replicó ella.
Abby clavó en Raven la mirada de sus ojos de color marroes.
—No la has encontrado, ¿verdad? ¿Todavía crees que se la han llevado?
Raven no respondió.
—Sabes que si se ha marchado por propia voluntad no la encontrarás —prosiguió ella—. Probablemente no quiere que nadie la encuentre.
—No lo creo. Ella y yo hemos hablado sobre el tema muchas veces. No era su intención abandonar la Torre. Dijo que se quedaría a protegerla.
—¿De la maldición? —Abby movió la cabeza—. Si es inteligente, se habrá dado cuenta de que lo mejor que podía hacer era marcharse para no poner en peligro a los aprendices.
Raven alzó la cabeza para mirarla a los ojos.
—En cualquier caso, también es problema mío, y voy a seguir buscándola.
—¿Y qué piensas hacer?
Raven no respondió, pero Abby pareció entender, porque la miró con horror y en sus labios apareció una mueca de desprecio.
—Sigues renunciando a ser una elfa —dijo.
—No puedo seguir huyendo de mí misma, Abby.
—Entonces vete y haz lo que quieras, criatura odiosa; pero no te acerques a mí ni a la princesa Anya. Te estaré vigilando.
Con un gesto, Abby desapareció de allí, y Raven volvió a quedarse sola. Miró a su alrededor. Los incensarios seguían por los suelos, pero todo parecía en calma. La maga se preguntó si habrían sido imaginaciones suyas.
—Esta noche lo averiguaré —murmuró para sí misma.
Esta noche…
Lexa no volvió para la hora de la cena, como había predicho Lincoln, y los aprendices sentían crecer en ellos la incertidumbre a cada hora que pasaba. Aquella noche los lobos aullaron muy alto en el valle. A Salamandra le costó mucho dormirse y, cuando lo logró, los aullidos de los pobladores de las montañas seguían resonando en sus sueños. Ojos amarillos brillando en la oscuridad, garras afiladas que desgarraban gargantas humanas, colmillos letales goteando sangre…
Salamandra despertó de su pesadilla bañada en sudor. Fuera, el viento silbaba con fuerza, y los aullidos de los lobos se alzaban hacia las estrellas de una noche siniestra que exhibía una luna de color amarillo pálido, envuelta en jirones de niebla. Salamandra, temblando, se incorporó sobre la cama para mirar a través de la ventana.
—Solo ha sido un sueño —murmuró a media voz.
Entonces sintió que una leve brisa le mecía un mechón de sus cabellos pelirrojos, y se estremeció. Se peinó nerviosamente los rizos hacia atrás, y estaba a punto de comenzar a hacerse una trenza cuando un horrible aullido rasgó la noche y le heló la sangre en las venas. Se quedó completamente quieta, con el corazón latiéndole muy deprisa. Entonces oyó golpes en la puerta de la Torre. La joven aprendiza tragó saliva y escuchó atentamente, conteniendo el aliento. Los golpes sonaron de nuevo. Se oían débiles debido al silbido del viento, pero la habitación de Salamandra estaba justo sobre la puerta de entrada a la Torre, y no muy por encima de ella. La chica saltó hacia la ventana otra vez. Reprimió una exclamación de asombro; una figura oscura yacía a las puertas de la Torre, envuelta en una capa gris. Bajo la luz de la luna llena, Salamandra pudo distinguir también los pliegues de una túnica roja. No se entretuvo. Así como estaba, en camisón, bajó rápidamente los peldaños de la escalera de caracol hasta la puerta de entrada, sin pensar que había aprendido hacía poco un hechizo de teletransportación que podía ahorrarle unos segundos preciosos. Cuando llegó a su destino, respiró hondo y abrió la puerta. Un cuerpo esbelto y flexible, caído sobre el suelo, a sus pies, manchaba de sangre las baldosas.
—¡Raven! —susurró Salamandra, horrorizada. La elfa alzó la mirada hacia ella, mortalmente pálida.
—Cierra… la puerta…
Salamandra miró al frente y vio cómo, desde la oscuridad, una bestia peluda se abalanzaba hacia ella gruñendo, con los ojos brillantes…
La joven chilló, incapaz de moverse. La puerta se cerró de golpe, y el lobo chocó contra ella. Lo oyeron gruñir y arañar la madera con fuerza.
—Buenos reflejos —murmuró Raven. Salamandra sacudió la cabeza, confusa; no había realizado ningún hechizo para cerrar la puerta.
—Creo que estamos a salvo…
—No —dijo Raven en un susurro—. No estamos a salvo. Salamandra se inclinó a su lado para examinarla. La túnica roja de Raven estaba rasgada, dejando ver su pecho surcado por profundos arañazos, de los que brotaba sangre abundante. Las huellas de los colmillos de los lobos marcaban su brazo derecho y sus dos piernas.
—¡Oh, Raven! —dijo ella, consternada. Trató de ayudarle a levantarse, pero la elfa apenas podía sostenerse en pie. Salamandra alzó la mirada hacia la larga escalera de caracol y suspiró. Raven nunca podría subir sola, y estaba demasiado débil como para realizar ningún hechizo.
—Llama… a Abby —dijo Raven.
Salamandra la miró, dolida.
—No voy a dejarte aquí sola.
Echó una mirada de reojo a la puerta; fuera, el lobo todavía trataba de entrar. Salamandra respiró hondo e intentó concentrarse en los hechizos de curación que había aprendido en el Libro de la Tierra.
—Eh —murmuró Raven, algo mareada—. ¿Qué estás haciendo?
Salamandra no respondió. Colocó las manos sobre la herida del pecho de su amiga, sin llegar a rozarle la piel. Cerró los ojos y se esforzó por empezar a acumular energía.
—Eh —repitió Raven—. Eh, tú no puedes hacer eso aún. Eres…
—… una aprendiza de primer grado, sí, ya lo sé.
Salamandra se mordió el labio inferior y siguió concentrándose. La energía mágica fluyó a través de ella hasta sus manos, y de allí pasó a la herida abierta de Raven.
—Uh… ah —dijo la elfa.
La herida dejó de sangrar y comenzó a cicatrizar muy lentamente. Salamandra frunció el ceño y siguió esforzándose. Notaba cómo su energía vital disminuía por momentos y pasaba a Raven a través de sus manos, pero no por ello interrumpió el hechizo. Su rostro palideció y gotas de sudor comenzaron a perlar su frente.
—Déjalo, Salamandra —susurró Raven con voz ronca. Ella negó con la cabeza y siguió concentrándose. Pero, de pronto, sintió una mano férrea atenazándo la muñeca, y abrió los ojos con una exclamación de asombro.
Raven estaba muy cerca de ella, mirándola fijamente con un brillo de advertencia en la mirada de sus ojos ambarinos.
—Déjalo, Salamandra —repitió.
La chica gimió.
—Me haces daño —murmuró, pero Raven no aflojó su presa.
—Te lo agradezco —dijo la maga—. Pero no debes meterte en esto, Salamandra. Lo digo por tu bien. Llama a Abby.
Salamandra la miró, decepcionada, preocupada, furiosa y dolida, todo a la vez.
Pero la expresión de Raven no admitía réplica.
La muchacha se levantó, resignada. Pero se volvió un momento a mirar cómo Raven se apoyaba en la fría pared de piedra.
—Dime al menos qué ha pasado.
La elfa había recuperado parte de sus fuerzas perdidas, gracias a la intervención de Salamandra. Irguió la cabeza y la miró, pensativa.
—Los lobos son tus amigos —insistió ella—. Tú entiendes su lenguaje.
—Sí —asintió Raven—. Por eso he ido a preguntarles… si sabían dónde está Lexa.
—¿Y por qué te han atacado?
—Porque está maldita —sonó una voz fría desde la oscuridad—. Los lobos saben que ha llegado la hora.
La alta figura de Abby avanzó hacia ellas, descendiendo por la escalinata de piedra.
—¿Maldita? —repitió Salamandra.
Miró a Raven, pero esta no dijo nada. Seguía apoyada contra la pared, sentada en el suelo, con la túnica hecha pedazos y el brazo, la pantorrilla y el tobillo aún sangrando.
—Fuisteis los dos, ¿no? —dijo Abby—. Lexa y tú.
—Los tres —corrigió Raven suavemente—. Lexa, Harper y yo. Después de su muerte.
—Mmmm… Comprendo. Todo esto es más grave de lo que imaginaba.
Se inclinó junto a Raven, con un crujido de ropajes dorados. Pasó una mano sobre sus heridas mientras pronunciaba las palabras de un hechizo que Salamandra no conocía. Instantáneamente dejaron de sangrar.
—Gracias —dijo la maga secamente. Salamandra se sintió humillada y muy, muy celosa.
—No me las des —dijo Abby—. Has perdido mucha sangre y estás muy débil. Tardarás unos días en recuperarte del todo, a pesar de mi magia.
«¡Y de la mía!», quiso chillar Salamandra. Raven callaba. La Archimaga se volvió hacia ella.
—Vuelve a la cama, jovencita —dijo Abby, cortante.
Salamandra, indecisa, no se movió. Pero entonces miró a Raven y vio que ella no parecía dispuesta a replicar. Se sintió furiosa. Nada le molestaba más que ver que Raven no se atrevía a contradecir a Abby.
¿No se atrevía… o era que aún sentía algo por ella?
—Vuelve a tu habitación, Salamandra —dijo Raven en voz baja—. Por favor.
Ella alzó la barbilla y lanzó a Abby una mirada desafiante. Después, sin dignarse a mirar a la maga, realizó el hechizo de teletransportación y se esfumó en el aire. Se materializó en su habitación y se sentó inmediatamente, mareada. La teletransportación se aprendía en el Libro del Aire, y era un hechizo de segundo grado. Pero Lincoln se lo había enseñado y, aunque Salamandra no lo dominaba aún, lo utilizaba de vez en cuando. Se quedó pensativa, preguntándose qué debía hacer. Los lobos seguían aullando en el valle.
