VII
CAOS EN LA TORRE
—Claro siempre jugando con lobos… alguna vez tenían que morderle.
—¡Pero ella es una maga, una «túnica roja»!
—Pero, si Abby dice la verdad, y está maldita…
—Pues yo creo que hará bien en marcharse.
—¿Estás loco, tú? Si se va, quedaremos en manos de Abby y esa engreída princesa…
—Pues tampoco está haciendo nada por ayudar, ¿o sí? ¡Menuda maga! No ha movido un dedo para buscar a la Maestra, y ahora encima le atacan unos simples lobos…
—Eh, eh, Bellamy… tú sabes tan bien como yo que no son unos simples lobos. Son los guardianes del valle.
—Mira, Monty, todo eso estaba muy bien antes, pero ¿se te ha ocurrido pensar que, si eso es cierto, Abby tiene razón, y Raven está maldita?
—Bueno, yo…
—Lo dicho: que será mejor que se marche, igual que se ha marchado la Maestra.
—¡La Maestra no se ha marchado! Salamandra dice que la han secuestrado.
—¿Y quién le ha contado ese cuento, Lincoln? ¿Raven la Maldita?
—¡Basta ya! —intervino Salamandra—. Mirad, yo solo sé que estamos en una situación de crisis. Si no hacemos algo, el Consejo de Magos tomará cartas en el asunto; a ellos no les importan nada Lexa y Raven, y probablemente tampoco nosotros. Las abandonarán a su suerte, cerrarán la Torre y a nosotros nos enviarán a cualquier otra parte. Yo, desde luego, no quiero que eso pase.
—Ni yo tampoco —murmuró Lincoln, mojando un bollo en la leche—. Pero ¿qué vamos a hacer?
«Una señal», pensó Salamandra, recordando su conversación con Raven. «Pero ¿dónde está esa señal?».
—Raven está convaleciente, y Abby no deja que nos acerquemos…
—¡Qué pena! —se burló Bellamy
—Pero en cuanto sea posible, intentaré hablar con ella para que me explique de una vez qué está pasando aquí —concluyó Salamandra sin hacerle caso—. Mientras tanto… habrá que esperar.
—¿Esperar a qué?
—No lo sé —tuvo que reconocer Salamandra—. No tengo ni idea. A veces pienso que lo mejor que podríamos hacer es olvidarnos de todo este asunto…
Un agudo chillido la sobresaltó. Los cuatro se volvieron rápidamente. Tina, la cocinera, observaba aterrorizada un enorme cuchillo que flotaba frente a ella. Los cuatro aprendices se miraron unos a otros.
—¡Apartad eso de mí! —chilló Tina, retrocediendo; el cuchillo la seguía—. ¡Apartad eso de mí, os digo!
—Vale ya, Bellamy, no tiene gracia.
—¡Eh, que no soy yo!
Uno de los cucharones también empezó a levitar en el aire. El cuchillo seguía irguiéndose amenazadoramente ante la cocinera.
—¡Pequeños monstruos! —chilló ella—. ¡Dejad de hacer eso!
—Lincoln… —empezó Salamandra; pero una rápida mirada a su amigo le confirmó que el muchacho no era el causante del hechizo; parecía tan sorprendido como la propia Tina.
—¿Monty?
El chico negó con la cabeza. El cuchillo desvió su trayectoria y se acercó a los cuatro jóvenes, que retrocedieron, algo intimidados. Bellamy dio un empujón a Monty.
—¡Haz algo!
El joven carraspeó y pronunció una fórmula mágica. Todos esperaron, conteniendo el aliento. Pero el cuchillo no se movió de donde estaba. Monty se miró las manos, confuso:
—¡No lo entiendo! ¡Es el contrahechizo para el conjuro de levitación, y sé positivamente que lo he pronunciado correctam…!
—¡Cuidado! —Salamandra tiró de él para apartarlo de la trayectoria del cucharón, que se había proyectado con gran violencia hacia la ventana.
¡Crash! El cucharón atravesó el cristal, dejando un enorme agujero en él. Tina chilló de nuevo.
—Eh… —murmuró Bellamy—. Sea quien sea, que pare ya.
Pero nadie habló.
El cuchillo seguía frente a ellos. Salamandra gritó cuando lo vio avanzar en el aire… hacia ella. Retrocedió un poco. El cuchillo la seguía. Salamandra siguió retrocediendo.
—Espera —dijo Lincoln—. No va a hacerte daño.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque, si quisiera hacerte daño, lo habría hecho ya.
A Salamandra no le convenció aquel razonamiento. Alzó la mano para realizar el hechizo de teletransportación y huir de allí, pero el cuchillo se movió con más rapidez que ella; dio media vuelta en el aire y se colocó contra su pecho, pero por la parte del mango. Salamandra respiró profundamente, muy alterada, y con el corazón latiéndole con fuerza. El mango del cuchillo seguía rozando su pecho.
—¿Lo ves? —dijo Lincoln.
—¡Pues no tiene gracia! —casi gritó Salamandra—. Deja ya este estúpido juego, ¿quieres?
—¡Ya te he dicho que no soy yo!
Súbitamente, el cuchillo salió proyectado hacia la ventana; atravesó el agujero del cristal y cayó fuera, sobre el césped del jardín. Nadie se movió durante un momento. La cocinera miró a los chicos con rabia y los ojos llenos de lágrimas.
—No tenéis derecho a… —empezó, pero se calló en cuanto la alta figura de Abby se materializó en la cocina.
La Archimaga dirigió una breve mirada al cristal roto, y después estudió atentamente los rostros de los cuatro aprendices. Ninguno pronunció una sola palabra. Entonces Abby habló, y sus palabras sonaron tan cortantes y frías como el hielo:
—Sabéis que no debéis utilizar vuestra magia para asustar a los no iniciados de la Torre.
—Nosotros no… —empezó Salamandra.
—¡Silencio! —la mirada de Abby volvió a pasearse por el grupo—. No toleraré otro incidente semejante, ¿entendido?
—Pero…
—¡Silencio!
Salamandra enmudeció, roja de rabia, y echando de menos a Lexa con toda su alma.
—Tengo que deciros otra cosa importante —añadió Abby, lentamente—. Supongo que a estas alturas todos sabéis lo que le sucedió anoche a vuestra Maestra.
Nadie se atrevió a contestar, pero la Archimaga leyó en sus rostros que los cuatro lo sabían demasiado bien.
—Por circunstancias que no tienen que ver con vosotros, pesa sobre el valle una maldición —prosiguió ella—. Mientras no se solucione el asunto y no se aleje a la causante de aquí, los lobos del valle representan un terrible peligro para todos, incluso para nosotros, los magos. Por tanto, queda terminantemente prohibido salir de la Torre por la noche, ¿entendido?
Monty asintió, pero nadie más hizo el menor movimiento. Los ojos de Abby se posaron en Lincoln.
—Quiero hablar contigo en privado, muchacho —dijo—. Sube conmigo al despacho.
Lincoln se sobresaltó, y él y Salamandra cruzaron una mirada preocupada. Abby desapareció de la cocina.
—Suerte —dijo Monty con un hilo de voz.
Salamandra oprimió la mano de su amigo para infundirle ánimos. Él sonrió débilmente, realizó el hechizo de teletransportación y se esfumó en el aire. Bellamy, Monty y Salamandra quedaron solos en la cocina con Tina.
—Fuera de aquí —dijo ella entonces.
Ninguno de los tres tenía ganas de discutir. Salieron al jardín, dejando en la cocina el desayuno a medio tomar.
—Están pasando cosas muy raras últimamente —comentó Monty.
—Bah, lo que pasa es que Tina es una histérica —dijo Bellamy—. Por una cosa como esa Harper ni se habría inmutado. Se habría limitado a dejarnos sin postre.
—Pues yo sí me he asustado. No sé quién ha sido, pero lo ha disimulado muy bien.
—Pues habrá sido Lincoln, hombre. ¿Para qué si no querría Abby hablar con él en su despacho?
—Oye, por cierto, ¿desde cuándo tiene Abby despacho en la Torre?
Ajena a la conversación de sus compañeros, Salamandra seguía pensando en el incidente y en las palabras de Raven: «Aprende a leer las señales».
¿Señales? ¿Qué señales?
Los ojos de la muchacha se detuvieron en el agujero del cristal de la cocina.
«Queda terminantemente prohibido salir de la Torre…».
Salamandra bajó la mirada.
En el suelo, no muy lejos de la ventana, descansaba el cuchillo de cocina, inofensivo, como si jamás hubiese hecho otra cosa que pelar patatas. No volvió a ver a Lincoln hasta bastante más tarde, cuando ella estaba en el establo, dando de comer a su caballo, Fuego; el chico apareció por allí con gesto preocupado.
—Te he buscado por todas partes.
—Te he estado esperando un buen rato en la biblioteca, y no volvías —replicó ella—. ¿Qué ha pasado? ¿Se ha enfadado mucho Abby?
—¿Enfadarse? No. ¿Por qué tendría que enfadarse?
—Pues por el numerito de la cocina…
El chico le dirigió una mirada dolida.
—Ya te he dicho que no he sido yo.
Salamandra no opinaba lo mismo, pero decidió no insistir.
—Bueno, entonces, ¿qué quería Abby?
—Ha estado revisando mi expediente. Dice que llevo tres años con la túnica azul y que esto no puede seguir así. Me examinará de tercer grado pasado mañana, y si no apruebo el examen…
Lincoln no terminó la frase; Salamandra lo hizo por él, con un nudo en la garganta.
—¿Te expulsarán?
El chico asintió.
—Bueno, pero… pero si llevas tres años con la túnica azul, seguro que estás preparado para hacer el examen, ¿no? Yo me examinaré para el segundo grado dentro de poco también… —se estremeció—. Aunque espero que haya vuelto Lexa para entonces. No me gustaría que en mi primer examen en la Torre fuese Abby el tribunal.
—Pero no, Salamandra, yo no estoy preparado aún —objetó Lincoln—. Si lo estuviese, ya me habría presentado al examen tiempo atrás.
—¿Y qué vas a hacer?
—No lo sé.
Pero dirigió a la chica una mirada suplicante. Salamandra la captó enseguida.
—Lincoln, yo no puedo ayudarte. Estoy en primer grado todavía, ¿recuerdas? No sé ni la mitad de cosas que sabes tú.
Él la miró con un cierto rencor.
—Pues para echar una mano a Raven siempre estás a punto, ¿eh? —comentó.
Antes de que la sorprendida Salamandra pudiese decir algo, Lincoln salió del establo con malos humos.
—Pero ¿qué le pasa ahora? —murmuró la chica para sí.
—Es extraño que tú, tan perspicaz siempre, no te hayas dado cuenta —dijo la voz de Monty tras ella.
Salamandra se sobresaltó. Rodeó a Fuego y se reunió con su compañero, que se había sentado sobre la valla.
—Podrías ayudarle tú —sugirió—. Estás ya en cuarto grado. Pasaste el examen hace tiempo.
Pero Monty negó con la cabeza.
—Es tu ayuda la que quiere, Salamandra, no la mía. O, mejor dicho, tú apoyo.
—No lo entiendo.
—Sí que lo entiendes. Lincoln es un buen chico, pero tiene pánico a los exámenes. No sabe cómo decirte que necesita que estés a su lado para sentirse más seguro.
—¿Precisamente yo?
—Precisamente tú. —Monty saltó de la valla y se dirigió hacia la salida—. No se atreverá a decírtelo más claro mientras sigas persiguiendo a Raven por los pasillos, Salamandra.
Ella se puso roja de vergüenza e indignación, pero, por alguna razón, no lo contradijo. Monty ya se alejaba hacia la puerta del establo, pero Salamandra alzó la cabeza y le preguntó:
—¿Puede ser que tengamos un duende en la Torre, Monty?
—¿Un duende? Lo dices por lo de esta mañana en la cocina, ¿no? Podría ser. Pero te aseguro que Abby le habría echado el guante nada más llegar. No parece ser de las que toleren duendes trasteando por ahí.
Salamandra ladeó la cabeza. Una idea empezaba a tomar cuerpo en su mente.
—Monty, ¿sabes dónde duerme Abby?
—Pues en el ala de invitados, claro.
—¿No en la habitación de la Maestra?
—No; usa su despacho, que yo sepa, pero no su cuarto.
Salamandra asintió; se despidió de él sin más explicaciones y subió a su habitación.
Anya subía hacia la cúspide de la Torre cuando su fino oído captó pasos en las escaleras. No eran pasos marcados por los pies ágiles y ligeros de un elfo; eran pasos humanos.
¿Quién subiría a ver a Abby?
La princesa se deslizó sigilosamente hacia un rincón en sombra y pronunció en voz baja las palabras del hechizo de mimetismo que enseñaba el Libro de la Tierra. Inmediatamente, tanto su túnica como su rostro se volvieron del color de la piedra de la pared. Así camuflada pudo ver que se trataba de Bellamy. El muchacho respiraba con dificultad y parecía bastante alterado. Quizá por eso no se dio cuenta de que una parte del muro presentaba una textura inusual. Pasó frente a Anya sin percatarse de su presencia y siguió subiendo hasta las habitaciones de la Señora de la Torre.
La princesa elfa lo siguió en silencio.
Para alguien que había nacido en un palacio y que estaba destinada a gobernar un día a todos los elfos, aquel tipo de acciones eran algo bastante habitual. Gracias a sus conocimientos mágicos y, sobre todo, al hechizo de mimetismo, Anya había logrado enterarse de todas las intrigas de su palacio, había sobrevivido a varios intentos de asesinato y había desbaratado un buen número de conspiraciones organizadas por diferentes casas de la nobleza élfica que pretendían arrebatarle el trono. Para Anya, el espionaje era una forma de sobrevivir. Su instinto le decía que aquella visita de Bellamy a la cúspide de la Torre no era casual.
Y su instinto pocas veces le fallaba.
Bellamy se detuvo un momento ante la puerta del despacho de Lexa, donde ahora estaba instalada Abby. Alzó la mano para llamar a la puerta, pero esta se abrió sola, sin que él la tocase.
—Pasa —dijo la Archimaga desde dentro.
Bellamy obedeció.
Anya se apresuró a deslizarse al interior de la estancia, siempre pegada a la pared. Sabía que Abby no tardaría en descubrirla, pero no era de ella de quien desconfiaba. Bellamy cerró la puerta cuidadosamente. La Archimaga lo observaba, sentada tras la enorme mesa de roble que había pertenecido a Lexa.
—Señora, yo… tengo que hablarte de lo que ha pasado esta mañana en la cocina.
Abby ladeó la cabeza, divertida.
—¿En serio?
—Sí. Verás, no fue ninguno de nosotros. Creo que hay algo, o alguien en la Torre… algo que no podemos ver. Actúa como si fuese un duende, pero creo que no lo es.
Abby se echó hacia atrás.
—Y creías que no me había dado cuenta…
Bellamy tragó saliva.
—Yo… como nos has acusado de asustar a los no iniciados…
—No te preocupes por esa criatura, muchacho. Mover cosas de vez en cuando es lo único que sabe hacer.
—Y… ¿qué es? —se atrevió a preguntar Bellamy.
Abby sonrió.
—Alguien que echa de menos a Lexa, pero que no puede hacer nada por ella.
Bellamy se estremeció. Se recordó a sí mismo todos sus propósitos y sus sueños de gloria y poder y alzó la cabeza para mirar a Abby a los ojos.
—Tú sabes dónde ha ido Lexa, ¿verdad?
—No. ¿Cómo voy a saberlo?
Bellamy guardó silencio, intuyendo que Abby mentía. Ella se levantó para acercarse a él.
—Escucha, muchacho. No debes preocuparte por esa criatura, pero mantenme al tanto de lo que pasa entre el resto de los aprendices, ¿entendido? He visto que dos de ellos no parecen estar muy de acuerdo con el hecho de que yo esté sustituyendo a su Maestra. No quiero que haya problemas de disciplina.
—Entendido —asintió Bellamy.
—Y ahora márchate, aprendiz.
Bellamy inclinó la cabeza, realizó el hechizo de teletransportación y desapareció de allí.
Hubo un breve silencio en la habitación.
—¿Qué te ha parecido, princesa? —preguntó Abby. Anya salió de su escondite. Sus ropas volvieron a ser de color blanco.
—¿Confías en él, Maestra?
—No. Pero mientras pretenda agradarme seguirá siéndome útil.
Anya no dijo nada. Abby adivinó sus pensamientos.
—Ellos confían en él —dijo—. Pero no confían en ti. Por eso le he encargado a él esta misión, y no a ti.
—Lo sé —asintió la princesa—. Aun así, creo que te equivocas con Lincoln. Él no va a hacer nada contra ti. Deberías tener un ojo puesto en Salamandra, Maestra.
—Es solo una aprendiza de primer grado.
—Pero es rebelde.
Abby observó a la princesa con gesto pensativo.
—Eres muy perspicaz, Alteza. Pero ahora mismo no me preocupa Lincoln. Mañana sabré cuáles son sus intenciones.
—Es cierto, el examen —asintió Anya—. ¿Y qué hay de Salamandra?
—Por si acaso me falla el chico humano… vigílala, Anya.
Aquella noche Salamandra se esforzó por no dormirse. Esperó pacientemente hasta que la luna estuvo alta y calculó que todo el mundo estaría ya durmiendo; entonces se levantó sigilosamente, se puso una ligera bata y salió de su habitación. Se estremeció cuando sus pies descalzos tomaron contacto con la fría piedra. Dentro de la Torre siempre se estaba caliente gracias a un hechizo térmico que la mantenía a salvo de las inclemencias del valle, pero el suelo seguía estando frío al tacto. Salamandra suspiró y decidió seguir adelante; no quería arriesgarse a que el ruido de los zapatos la delatase. Lentamente, a oscuras, ascendió por la enorme escalera de caracol. Sabía que le llevaría tiempo y bastante esfuerzo llegar hasta la cúspide, pero ella no tenía prisa, de momento. Prefería tomárselo con calma y reservar fuerzas, y emplear el hechizo de teletransportación solo en el caso de que estuvieran a punto de sorprenderla. Pasó frente al cuarto de Raven y se detuvo un momento. No pudo evitar la tentación: abrió la puerta lentamente y entró. La maga elfa estaba tendida en la cama, inconsciente. Murmuraba de vez en cuando palabras en élfico, que Salamandra no podía entender. La muchacha suspiró. Abby había aplicado a Raven un hechizo de curación mágica; la mantendría sin sentido durante varios días, pero, cuando despertase, la elfa estaría completamente recuperada. Salamandra tragó saliva y se aproximó para mirarla más de cerca. Conteniendo el aliento, alargó la mano para apartarle de la frente un mechón de cabello castaño. La elfa no pareció notarlo. Salamandra suspiró de nuevo y, en silencio, salió de la habitación. Siguió su camino a través de la Torre hasta que, finalmente, llegó a su objetivo, los aposentos privados de Lexa. Las cuatro puertas. Por enésima vez, Salamandra se preguntó qué escondía la cuarta puerta. Sin poder resistir la tentación, se acercó a ella y trató de abrirla.
—Cerrada —murmuró para sí misma; el sonido de su propia voz la asustó y decidió no tentar más a la suerte y centrarse en lo que había ido a hacer allí.
Entró en el despacho de Lexa, que ahora era el de Abby. Se detuvo un momento en la puerta, vacilante. La luz de la luna entraba por el ventanal, y Salamandra echó una mirada circular, tratando de situarse. Respiró hondo y comenzó con su tarea. Momentos después estaba muy ocupada registrando cuidadosamente el despacho de Lexa, asegurándose de que volvía a dejar cada cosa exactamente donde y como estaba. No se sentía muy convencida de lo que buscaba; una carta, un objeto, cualquier cosa que le diese una pista sobre el paradero de su Maestra. La habitación de Lexa estaba justamente al lado, pero Salamandra sospechaba que era allí, en el despacho, donde debía buscar, el lugar donde había visto a la Señora de la Torre hablando con un ser invisible…
«Clarke», recordó ella, mientras trataba de abrir los cajones. «Tal vez Lexa no estuviera loca al fin y al cabo».
El cajón se resistía. Salamandra forzó la vista para observarlo mejor a la luz de la luna. No tenía cerradura, así que no podía estar cerrado con llave. Sin embargo, no había manera de abrirlo. Salamandra suspiró, y decidió dejarlo estar. Sabía que esa era una pista importante, un ser invisible. ¿Un duende? ¿Un genio? ¿Un demonio? ¿Un fantasma?
—Ojalá lo supiera —susurró para sí misma—. Clarke…
El cajón se iluminó suavemente, y, para asombro de la aprendiza, se abrió solo sin el menor ruido.
—¡Una contraseña mágica! —murmuró ella, sorprendida.
Se apresuró a registrar el cajón. Había un pequeño cuaderno (las páginas estaban en blanco; Salamandra supuso que se trataba de otro hechizo de protección) y objetos tan dispares como un antiquísimo cuchillo de cocina, un fragmento de hueso muy grande, duro y amarillento, y una pequeña botella de color verde. Nada de aquello llamó la atención de Salamandra, a excepción del cuaderno que, desgraciadamente, no podía leer. Cuando volvió a guardarlo en su sitio, sin embargo, sus dedos rozaron algo duro y frío. Lo sacó, sorprendida de no haber reparado en ello antes, y lo alzó para observarlo a la luz de la luna. Se trataba de un colgante unido a una cadena de plata: un colgante que representaba una luna en forma de cuarto creciente que sostenía entre sus dos cuernos una estrella de seis puntas.
El colgante de Lexa.
Salamandra tragó saliva. Llevaba un año en la Torre y nunca la había visto sin aquel colgante. Debía de poseer un enorme poder mágico, ya que la Archimaga no se separaba de él. Entonces, ¿por qué lo había dejado atrás ahora?
Movida por un presentimiento, Salamandra colocó las manos sobre el colgante para realizar un sencillo hechizo básico. Pronunció las palabras mágicas y aguardó. El amuleto despidió un leve resplandor azulado. Salamandra estaba desconcertada. Aquello significaba que, efectivamente, aquel colgante había formado parte de un conjuro. Pero no poseía magia en sí mismo; de lo contrario, la reacción habría sido más espectacular. Repitió la operación con todos los objetos del cajón. Solo el cuaderno reaccionó levemente, con un suave resplandor rojizo, y Salamandra reconoció en él lo que ya había imaginado: un simple hechizo de protección. También la botella emitió un debilísimo fulgor, demasiado tenue como para admitir auténtica magia en ella. Era el mismo brillo que había presentado el colgante, pero mucho más débil. «Esto también formó parte de algún tipo de conjuro, pero hace mucho tiempo», pensó la chica.
Salamandra se detuvo un momento, pensativa. Le intrigaba mucho aquel colgante. Su breve examen le había permitido descubrir que no era mágico; pero, por lo visto, Lexa lo había empleado para algún hechizo. La chica rememoró la escena que había visto a través del Óculo: la Señora de la Torre había dicho que iba a realizar un conjuro con aquel amuleto. ¿Lo habría hecho ya? ¿Sería ese el conjuro que había dejado restos de magia en el colgante? ¡Si al menos recordase qué era lo que Lexa había tenido intención de hacer…!
Salamandra, desconcertada, iba a cerrar el cajón para buscar más pistas, pero de pronto sintió una presencia tras ella, y se volvió. Dos pequeños puntos rojizos brillaban en la oscuridad. Salamandra se asustó al principio, pero enseguida recordó que así eran los ojos de Raven de noche, porque los elfos podían ver sin luz, y se tranquilizó solo un tanto. No se trataba de ninguna criatura peligrosa, siempre que excluyera de esta categoría a Abby, por supuesto.
¿Qué otra elfa podría haberla seguido hasta allí?
—No sé qué estás haciendo aquí —dijo una melodiosa voz, con un fuerte acento élfico—, pero no creas que vas a salir impune.
Era la voz de Anya.
El cajón se cerró de golpe, sobresaltándolas a ambas.
