VIII
EL RETORNO DE CLARKE
—Creo que eso no te importa —replicó Salamandra, aún temblando—. No eres quién para ir espiando a la gente.
—Ah —dijo Anya—. ¿Y tú sí eres quién para curiosear en el despacho de Abby?
—El despacho de Lexa —corrigió Salamandra, irritada—. Lexa, la Señora de la Torre, ¿recuerdas? Una Archimaga que ha desaparecido; es evidente que, si tu adorada Abby no mueve un dedo por encontrarla, alguien tendrá que hacer algo.
—¿Tú piensas hacer algo? —se burló la elfa—. ¡Una aprendiza de primer grado!
—Sí, una aprendiza de primer grado. ¡Exactamente igual que tú!
Anya no dijo nada. Salamandra estaba empezando a hartarse de aquella situación. Alzó la mano hacia ella en un gesto de advertencia.
—Mira, lárgate y déjame en paz, o…
—¿O qué? —de pronto, la mirada de Anya se posó en el colgante que Salamandra sostenía en la mano—. ¡Ah! Así que eso era lo que hacías aquí: ¡robar!
Salamandra abrió la boca para replicar, pero, antes de que se diera cuenta, Anya había realizado un rápido hechizo de telekinesis y la joya estaba en sus manos.
—¡Eh! —exclamó la chica—. ¡Qué…!
—No es tuyo —replicó Anya muy digna—. ¿O sí?
—Pero… ¡tampoco es tuyo!
—Ya lo sé, estúpida. Voy a dejarlo en su sitio…
Anya se dirigió hacia el cajón y trató de abrirlo mientras seguía hablando:
—… y mañana hablaré con Abby de todo esto. Parece mentira que haya semejante comportamiento en una Escuela de Alta Hechicería… ¡Vaya! ¡No puedo!
Salamandra observaba sus inútiles esfuerzos con un siniestro placer. No tenía ni idea de cómo podía haberse vuelto a cerrar el cajón, pero sí tenía claro que no pensaba decirle a Anya la manera de abrirlo.
—Bueno, Anya —dijo finalmente, satisfecha—. ¿Y qué vas a hacer ahora?
La elfa se irguió y la miró a la cara. Sus ojos seguían brillando en la penumbra.
—¿Tú qué crees?
Antes de que Salamandra pudiera reaccionar, Anya había realizado el hechizo de teletransportación y había desaparecido de allí, llevándose el amuleto consigo. Salamandra se quedó sola en el despacho iluminado por la luz de la luna.
—¡Demonios! —gruñó—. ¡Ella es más novata que yo y, aun así, siempre se me adelanta!
Llena de negros presentimientos, Salamandra salió del despacho y bajó las escaleras. No usó el hechizo de teletransportación porque no tenía ganas de volver a su cuarto. Sabía que no lograría dormir. Al pasar frente al estudio de Lincoln descubrió que salía luz por debajo de la puerta.
Vacilando, se acercó y llamó suavemente.
La puerta se abrió sin ruido, y Salamandra entró.
Lincoln estaba sentado frente a su escritorio, presidido por un ejemplar del Libro del Agua, observando un diminuto remolino que evolucionaba ante él. Salamandra se acercó en silencio. Sabía que Lincoln era perfectamente consciente de su presencia, pero, aun así, no quería molestarlo. Los dos observaron cómo el remolino se deshacía lentamente, hasta quedarse en unas gotas de agua que, finalmente, cayeron sobre la mesa y desaparecieron por completo.
—¿Puedes hacer eso mismo en tamaño real? —preguntó Salamandra.
Lincoln asintió en silencio. Salamandra no dijo nada.
—¿Qué quieres? —preguntó él.
Salamandra abrió la boca para empezar a contarle todo lo que había pasado en el despacho de Lexa, pero se lo pensó mejor: Lincoln tenía otros problemas en la cabeza.
—Nada —dijo suavemente—. Siento molestarte. Mejor me voy, ¿eh? Buenas noches.
Dio media vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta cuidadosamente tras de sí. Pero, cuando ya se marchaba, Lincoln salió del estudio y la retuvo, cogiéndola por el brazo.
—Espera —dijo él.
Salamandra lo miró a los ojos. El chico estaba serio; ella nunca lo había visto así.
—Siento lo que te he dicho esta tarde —dijo la aprendiza—. No es que no quiera ayudarte; es que no me siento capaz de ello.
Lincoln callaba; seguía mirándola fijamente, y Salamandra se sintió extraña, como si él no fuera el mismo de siempre.
—Hasta Anya es mejor que yo —añadió, de mala gana.
Lincoln esbozó una sonrisa, y Salamandra se lo agradeció con toda su alma. Necesitaba un amigo, y Lincoln era, en el fondo, la persona en quien más confiaba; la idea de que él estuviese resentido con ella se le hacía difícil de aguantar.
—Anya es muy buena —dijo él—. Será mejor que empieces a metértelo en la cabeza. Puedes pensar lo que quieras de Abby, pero no es tonta. No avalaría a una persona sin un mínimo de talento.
—Aun así, creo que ella ya sabía mucho antes de venir a la Torre. —Lincoln se encogió de hombros.
—Es posible —dijo—. Quizá Abby le enseñara por su cuenta, pero ambas saben que para cambiar de grado hay que realizar un examen, y ni siquiera una Archimaga como Abby puede examinar a nadie si no es Maestra en una Escuela de Alta Hechicería.
—Entonces tampoco puede examinarte a ti.
—Ahora sí, porque Lexa no está, y ella ha ocupado su puesto por decisión del Consejo. Como Señora de la Torre en funciones puede examinar a Anya, o puede examinarme a mí, o a quien le plazca.
La mención del examen lo había puesto nervioso de nuevo, porque se retorcía las manos casi sin darse cuenta. En un arranque de cariño, Salamandra se las cogió para evitar que se hiciera daño, y notó cómo él se estremecía entero. La chica respiró hondo. Aquel era un momento difícil. Podía decirle a Lincoln lo que pensaba al respecto, pero no le parecía buena idea; solo terminaría de hundirlo más. Y, de todas formas…, no estaba del todo segura de que quisiera decírselo, todavía, con examen o sin él.
—Lo vas a hacer bien —le dijo suavemente—. Llevas tres años estudiando el Libro del Agua, te lo sabes de memoria.
Él la miró sin decir nada. Salamandra levantó la mano para apartarle un mechón moreno de la cara, pero él se separó de ella con cierta brusquedad.
—No —dijo, y Salamandra lo miró sin comprender—. No juegues conmigo, Salamandra —le advirtió, muy serio—. No me gusta.
—Yo no pretendía… —empezó ella; sin embargo, la interrumpió un agudo chillido procedente de algún lugar de la Torre—. ¿Qué ha sido eso?
Lincoln había saltado como si le hubiesen pinchado.
—¡Viene del piso de abajo!
Los dos cruzaron una mirada. Lincoln cogió la mano de Salamandra y realizó el hechizo de teletransportación. En un abrir y cerrar de ojos habían desaparecido de allí.
Pronto descubrieron que el grito procedía del cuarto de Anya, porque, cuando se acercaron, se toparon con una escena caótica: la elfa se había acurrucado en un rincón, aterrorizada, y todas sus pertenencias estaban esparcidas por la habitación. Una fuerza misteriosa abría y cerraba cajones, revolvía las estanterías y arrojaba objetos al suelo. Anya pareció aliviada cuando vio a sus compañeros; fijó la mirada de sus ojos almendrados en la túnica azul de Lincoln.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó él. Anya ignoró por completo a Salamandra y le explicó al muchacho:
—No sé qué es; le he practicado todos los exorcismos que me sé, pero no parece un espíritu elemental.
«¡Exorcismos!», se dijo a sí misma Salamandra, sorprendida. «¡Pero eso es de tercer grado!». También Lincoln parecía impresionado.
—Bueno, yo…
—Parece que está buscando algo —intervino Salamandra, observando atentamente lo que sucedía en la habitación; no había pasado por alto que aquella estancia era bastante más lujosa que la de cualquier otro aprendiz de la Torre—. ¿Podéis adivinar qué?
Anya no le hizo caso.
—… Tampoco es un genio —seguía explicándole a Lincoln—. No he encontrado su objeto de origen. Pensé que sería un duende, pero…
Salamandra se plantó frente a ella.
—¿Y qué dirías si te dijese que puedo detenerlo?
Anya la miró con una mueca de desprecio. Pero entonces la fuerza invisible arrancó de golpe las sábanas de su cama y las arrojó a un rincón, y la elfa emitió un gemido de miedo. Salamandra sonrió. Avanzó hasta el centro de la habitación y dijo, en voz alta y clara:
—Clarke.
De pronto, todo se calmó. Fuera quien fuese aquel que estaba organizando todo aquello, se había detenido. Salamandra se volvió hacia Anya, triunfante.
—Sé que puede escucharnos y entendernos —dijo—. Quiere algo, y no va a parar hasta que lo tenga —se acercó a la princesa elfa para mirarla a los ojos—. Puedo quitártela de encima, Anya, a cambio de dos cosas.
Ella no respondió. Entonces el candelabro se alzó en el aire, solo, y se aproximó peligrosamente a su rostro. Anya chilló.
—¡Está bien! —dijo—. Dime qué quieres.
Salamandra sonrió.
—En primer lugar, quiero el colgante de Lexa.
El candelabro se retiró un poco del rostro de Anya, y Salamandra supo que había dado en el clavo. Anya respiró hondo y se sacó el colgante de debajo de la túnica. Se lo tendió a Salamandra de mala gana.
—En segundo lugar —prosiguió ella, cogiéndolo—, exijo de ti la promesa de que no vas a decirle nada de esto a Abby.
—¡Pero…! —empezó Anya.
—Pero ¿qué?
—¡No puedo hacer eso!
—¿Ah, no?
—Dile que, como se vaya de la lengua, no volverá a dormir mientras esté en la Torre —dijo una voz al oído de Salamandra.
Ella saltó como movida por un resorte. Se giró lentamente y casi dejó caer el colgante del susto. Junto a ella había una muchacha rubia, de unos dieciséis años, que sostenía entre sus manos el candelabro que tanto asustaba a Anya.
—Tú eres Salamandra, yo soy Clarke —dijo ella—. Hechas ya las presentaciones, ¿seguimos con lo que nos traíamos entre manos?
Salamandra retrocedió, intimidada, retorciendo nerviosamente el colgante entre sus manos.
—No sueltes eso —le advirtió Clarke—, o dejarás de verme. Y necesito con urgencia que alguien me escuche.
—¿Qué pasa? —preguntó Lincoln, preocupado.
Salamandra no contestó. Seguía mirando fijamente a Clarke, sin poder hablar.
—Oye —dijo Clarke, con impaciencia—. No te voy a morder. Solo intentaba llamar un poco vuestra atención, eso es todo… y asustar un poco a esa elfa estúpida.
Salamandra sonrió débilmente. Lincoln se colocó a su lado, dispuesto a protegerla de lo que hiciera falta.
—Es por el colgante, ¿verdad? —se atrevió a decir ella.
—Lexa realizó sobre ese colgante lo que ella llama un conjuro de vinculación —explicó Clarke—. Solo Lexa puede verme y oírme; como yo no podría permanecer mucho tiempo junto a ella, hechizó el colgante para que fuese un puente entre las dos, para que yo pudiese acudir a ella cuando me necesitase, a través de este objeto. Pero lo dejó en el despacho después de realizar el conjuro, porque no debía tocarlo hasta que pasasen unas cuantas horas…
—Entonces, ¿por qué yo puedo verte y Anya no?
—Porque tú fuiste la primera en cogerlo después del conjuro, y ahora el amuleto te ha tomado por el otro extremo del puente.
Salamandra se estremeció.
—Entiendo —dijo—. ¿Tú sabes qué ha pasado, dónde está ella?
—Salamandra —intervino Lincoln, muy serio—. ¿Con quién hablas?
Clarke miró a Lincoln, pensativo, pero no dijo nada.
—Se llama Clarke —explicó Salamandra—. Es amiga de Lexa. Es… invisible.
—Bueno, pero tú… ¿tú lo ves?
—Sí; dice que es por el colgante…
Lincoln alargó la mano y aferró la joya. Miró frente a sí, pero no vio nada. La soltó, decepcionado, y lanzó a Salamandra una mirada suspicaz. Ella, en cambio, seguía viendo a Clarke en la habitación. La muchacha los observaba, como dándole vueltas a una idea.
—Salamandra, tú me estás tomando el pelo —dijo Lincoln.
Clarke hizo un gesto de fastidio.
—Explícale lo que yo te he contado acerca del colgante, y dile que no tenemos todo el día.
Salamandra transmitió a Lincoln el mensaje de Clarke. El chico movió la cabeza, confuso.
—No entiendo nada —dijo—. Esto es…
Clarke dejó el candelabro sobre la mesa y se volvió hacia Salamandra, impaciente. Ella retrocedió un poco, pero Clarke fue más rápido. La acorraló contra la pared y acercó su rostro al de la chica, para mirarla a los ojos.
—No hay tiempo —dijo lentamente—. Lexa está en peligro, y os necesito para salvarla.
Los ojos de Clarke eran de color azul, intensos, chispeantes. Movida por un presentimiento, Salamandra alzó la mano y trató de tocarla. No pudo. Sus dedos solo hallaron aire, aunque la aprendiza veía perfectamente a Clarke justo frente a ella, tan cerca que podría hasta sentir su respiración… si ella respirase.
—¿Quién eres? —susurró, fascinada.
Clarke inspiró profundamente y cerró los ojos, como si le doliese recordarlo. Después volvió a mirarla.
—Confía en mí —dijo—. Por favor, confía en mí.
Salamandra no respondió. No podía dejar de mirarla.
—Tú la quieres, ¿verdad? —preguntó.
Clarke apartó la mirada y se separó de ella. Su gesto fue bastante elocuente, y Salamandra percibió, por un instante, todo el dolor que había detrás de aquella historia. La chica volvió a mirarla a los ojos, apremiante.
—Ayúdame —suplicó—. Ayúdame, por favor. Necesito encontrarla.
Salamandra no lo pensó. Con sus ojos fijos en los de Clarke, prometió:
—Te ayudaré, Clarke. Te lo juro.
Clarke pareció relajarse un tanto.
—¿Qué he de hacer? —quiso saber ella.
Clarke no respondió enseguida. Su mirada fue hacia la ventana del cuarto de Anya; al otro lado, los lobos aullaban en la noche desde las montañas del valle.
Salamandra comprendió.
—Eras tú, ¿verdad? El del cuchillo en la cocina. Me estabas diciendo que hemos de luchar… y escapar… de la Torre —añadió, recordando el cuchillo saliendo por la ventana.
Clarke sonrió levemente.
—No sé usar esas plumas tan extrañas que empleáis los magos para escribir —dijo—. Si supiera, os habría dejado un mensaje escrito hace tiempo.
Salamandra asintió. Parecía lógico. Eran plumas expresamente diseñadas para escribir en arcano, el lenguaje de la magia; también a ella le había costado mucho aprender a usarlas.
—Tú cerraste la puerta cuando aquel lobo saltó sobre Raven la otra noche —prosiguió Salamandra—. Tú cerraste el cajón del despacho de Lexa…
Clarke asintió.
—También he intentado ponerme en contacto con Raven, pero Abby siempre estaba con un ojo puesto en ella. Y, ahora, Raven está inconsciente y no puede ayudarnos.
Lincoln, cansado de aquella situación, cogió a Salamandra del brazo.
—Escucha, yo… —empezó, pero ella estaba pendiente de los movimientos de Clarke, que se había puesto rígido de pronto.
—Viene alguien —dijo, y, antes de que hubiese acabado de hablar, la alta figura de Abby se había materializado en la habitación.
Salamandra miró a Clarke, y ella le hizo un gesto de despedida con la mano.
—No te vayas —susurró ella, pero la chica movió la cabeza hacia Abby… y desapareció.
Salamandra se sintió de pronto muy sola, vacía y asustada, y se arrimó a Lincoln, sin acordarse de que él le había pedido que no jugara con sus sentimientos; el chico tampoco parecía recordarlo, porque la abrazó, sin importarle que Abby estuviese frente a ellos, mirándolos con reprobación. Salamandra se sintió un poco mejor.
—Bueno —suspiró la hechicera, con cansancio—. Estoy esperando una explicación.
Salamandra recobró algo de su aplomo. Aprovechando que estaba abrazada a Lincoln, ocultó el colgante entre los pliegues de su túnica, utilizando el cuerpo de su amigo como barrera para que Abby no la viera. Después lanzó una mirada de advertencia a Anya, que seguía en su rincón, sin hablar.
—Hemos oído gritos y por eso hemos venido a ver qué pasaba —empezó Lincoln, sin mentir.
No fue capaz de decir nada más. Miró a Salamandra, que se esforzaba en buscar una mentira creíble. De pronto, se oyó la voz, clara y fría, de Anya.
—Se me ha descontrolado un genio del aire que había invocado. Lincoln me ha ayudado a enviarlo a su plano otra vez.
Abby se volvió hacia Anya y alzó las cejas, desconcertada; pero su alumna sostuvo su mirada sin pestañear.
—Bueno —dijo la Archimaga—. Me sorprende que hayas conjurado a un genio del aire, Anya. Eres una aprendiza de primer grado, al fin y al cabo. Pero todavía me sorprende aún más que este muchacho te haya ayudado a controlarlo —añadió con ironía.
Lincoln tragó saliva. Cualquier aprendiz de tercer grado como él sabía que un genio del aire descontrolado era muy difícil de devolver a su plano.
—Él es un buen mago —intervino Salamandra, algo irritada—, no un inútil, como piensas tú. Lo único que pasa es que no tiene prisa. Quizá eso te sorprende en un humano, a ti, que eres una elfa y te tomas las cosas con calma. Pero no todos los humanos somos iguales.
Abby la miró, asombrada ante semejante osadía.
—¿Cómo te atreves?
—¿Cómo te atreves tú a juzgarnos sin conocernos? —replicó ella.
Se separó de Lincoln y se irguió frente a la Archimaga.
—Expúlsame, si quieres —la desafió—. Pero no la tomes con Lincoln. Él no ha hecho nada malo, es un buen chico. Yo soy la rebelde. Castígame a mí.
Abby la miró fijamente, como decidiendo qué hacer con ella. Finalmente, suspiró.
—No sé qué os pasa en esta escuela. Nunca me había topado con algo semejante.
—No pasa nada, Abby —intervino Anya de nuevo—. Ha sido un error mío. No debería meterme a invocar elementales sin haber superado el examen básico. Ellos me han ayudado, Abby. De verdad.
Por suerte para los aprendices, la Archimaga estaba cansada y tenía pocas ganas de discutir.
—Ya hablaremos mañana —les advirtió; miró a Anya—. Recoge todo esto y vete a dormir. Es muy tarde.
Antes de que se dieran cuenta, había desaparecido de la habitación. Hubo un breve silencio. Entonces Salamandra dijo, de mala gana:
—Gracias.
—No me las des —replicó la elfa rápidamente—. Te lo había prometido, ¿no? Y he de reconocer que me has librado de esa criatura… —la miró con suspicacia—. ¿La has invocado tú?
—¡No! Es una amiga de Lexa, y está haciendo lo imposible por encontrarla. Necesita nuestra ayuda.
Anya se levantó, pensativa.
—Me resulta difícil creerte.
—No me sorprende —replicó Salamandra con ironía—. ¿Qué parte de la historia es la que no te crees?
—Creo —intervino Lincoln—, que el problema radica en que tanto Anya como Abby piensan que Lexa es una mala persona.
—Pues no entiendo por qué.
—Bueno… —Lincoln parecía incómodo—. Admítelo, Salamandra. A nadie la maldicen sin una buena razón.
—¡Exacto! —dijo Anya; hizo un pase mágico y todas las cosas de la habitación empezaron a volver solas a su lugar—. ¿No conocéis la primera regla de una escuela de hechicería?
—No —admitió Salamandra a regañadientes, envidiando la facilidad con que la elfa estaba ordenando su cuarto sin apenas esfuerzo; miró a Lincoln y vio que él sí ponía cara de saber de qué estaba hablando su compañera.
—La primera regla de una escuela de hechicería es —recitó Anya— que ningún aprendiz, bajo ningún concepto, debe jamás rebelarse contra su Maestro…
—… porque, si lo hace, su maldición lo perseguirá para siempre —concluyó Lincoln en voz baja.
Salamandra los miró, incrédula.
—¿Queréis decir…?
—Así es como Lexa se hizo con el control de la Torre del Valle de los Lobos —dijo Anya, muy seria—. Usurpando el poder del anterior Maestro. Por eso ahora ella está maldita.
Salamandra movió la cabeza, horrorizada.
—¡No te creo!
Lincoln la miró, algo preocupado.
—Tranquila, Salamandra. Averiguaremos qué fue lo que pasó. Clarke te lo contará.
—Clarke se ha ido —suspiró ella—, y no sé si volverá.
—Podríais preguntarle a la única persona de la Torre que estuvo allí para verlo —sugirió Anya fríamente—. Si estuviera consciente para contestar a vuestras preguntas, claro.
Salamandra cruzó una mirada con Lincoln.
—Mala suerte —dijo el chico—. Será mejor que nos vayamos a dormir, Salamandra.
Ella asintió de mala gana.
Cuando los dos chicos hubieron abandonado el cuarto de Anya, Abby volvió a materializarse allí. Anya seguía sentada sobre la cama, y no se movió. Abby avanzó hacia ella.
—¿Por qué lo has hecho, princesa? —preguntó—. ¿Por qué me has mentido?
Anya se volvió lentamente hacia la Archimaga.
—Tú dijiste que no confiaban en mí. Pues bien, tengo… que ganarme su confianza, ¿no?
Abby esbozó una sonrisa.
