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Capítulo 2
La huida
Poca gente en el mundo considera su trabajo digno de ser mencionado en charlas con amigos como "algo fuera de este mundo". Un carpintero jamás diría algo así, muy a pesar de su fascinación con Luis XVI o cosas así. Definitivamente un conductor de autobús nunca pensaría en afirmar que su empleo es fuera de este mundo, cuando con duras penas consigue mantener los pies en la tierra.
Los agentes del gobierno tampoco podrían admitir que sus empleos son algo fuera de este mundo, en parte debido a todo ese código de mantener el absoluto secreto en su área, pero más que nada porque el hecho de hacer un poco de investigación y luego decenas de miles de horas de papeleo no puede considerarse fuera de este mundo.
Bajo este punto de vista, sería difícil pensar que alguien, en algún lugar del viejo planeta tierra, pudiese afirmar que su empleo es digno de ser considerado "fuera de este mundo". Aquel trabajo debería ser tan impresionante, tan increíble, tan fantásticamente fabuloso que nadie, en ningún lugar, por ningún motivo y bajo ninguna miserable circunstancia podría creerle a ese hombre ni una minúscula palabra.
Los agentes Kay y Jay (léase "quei" y "yei", para los más novatos en inglés) sí podían afirmar que sus empleos eran total y absolutamente fuera de este mundo.
Por supuesto... nadie les creía.
No era para menos. Bastaba con entender que Kay y Jay eran miembros de una organización más allá del Gobierno que se encargaba de proteger a seres de más allá de la Tierra. Y la mejor forma de que la gente de este retrógrado planeta con sus retrógradas mentes y, para colmo, retrógradas supersticiones viviese en calma y tranquilidad era, simplemente, ocultar toda evidencia de la existencia de tal organización.
Kay y Jay... Agentes de los Hombres de Negro, aquella organización supersecreta destinada a proteger a los visitantes de otros mundos y, además, de proteger a los terrestres de otros visitantes de otros mundos.
Actualmente, Kay y Jay se encontraban en medio de una misión. Sus pasos resonaban a lo largo de uno de los pasillos de la PS118 mientras se dirigían a la enfermería. Allí esperaba alguien.
–o–o–o–
–No tienes fiebre... –comentó la enfermera en voz baja. Quitó su mano de la frente de Phoebe Heyerdahl, actualmente en estado de desmayo y recostada sobre la mesa de examen de la enfermería.
La enfermera tomó el pulso de Phoebe. Todo normal. Verificó su ritmo cardíaco. Normal. Se aseguró que respiraba con la frecuencia correcta. Todo en orden. ¿Fiebre? Fuera de opción. ¿Dolor estomacal? Podría ser... Tal vez una intoxicación.
Recordó el afamado menú escolar. Se estremeció.
Sí. Una intoxicación. Era la mejor de las opciones.
La enfermera apuntó aquello en un anotador y se volvió para archivar una copia en un fichero. Phoebe eligió aquel momento para volver en sí y abrir sus ojos.
Brillaban.
–o–o–o–
–Muy bien, compañero¿qué hay con esta chica Phoebe? Todos estaban muy exaltados en nuestra sede de aquí –comentó Jay a Kay.
Kay el hombre maduro se mantuvo en su serena actitud.
–Nuestro informante nos dio aviso de que algo estaba ocurriendo. Phoebe es un caso muy especial –dijo.
–Eso parece. ¿Qué clase de alienígena es?
–Minderiana.
–No me digas nada, déjame adivinar... Tiene ocho tentáculos, tres cabezas y muchas bocas grandes con montones de dientes afilados¿eh?
Kay se permitió una sonrisa.
–Ni te acercaste, galán. Ella es tan humana como tú. Bueno... casi.
–¿Eh?
–Los minderianos vivieron en este planeta. Fueron los que construyeron las pirámides de Egipto, la esfinge, etc. Dejaron el planeta para buscar mejores mundos, pero ahora están regresando al viejo hogar.
–Oh... Y, esta chica Phoebe es...
–Mitad humana. Mitad minderiana. Pero ella no lo sabe. Sus padres nunca se lo confesaron.
–¿Y eso justifica su comportamiento?
Kay se permitió otra sonrisa.
–Es algo normal para un minderiano –explicó–. Una vez cada nueve años, su mente sufre una alteración molecular que incrementa su capacidad de concentración y retención de información.
–¡Ah! –dijo Jay–, se vuelven más listos¿eh?
–Exacto. Pero antes de eso, el sujeto deberá pasar por una fase de descontrol que dura aproximadamente dos horas minderianas.
–¿O sea...? –preguntó Jay, temiendo la respuesta inminente.
–Tres semanas terrestres.
–Por supuesto... –Jay desvió la mirada, maldiciendo para sus adentros esas nefastas conversiones de tiempo. Luego regresó su atención a Kay–. ¿Y nuestra misión es...?
–Debemos llevar a Phoebe a los cuarteles de los Hombres de Negro de esta ciudad y mantenerla allí hasta que el efecto pase. Antes de que cause daños.
–¿Daños? –Jay rió–. ¿Me dirás que una niñita de nueve años de edad puede hacerle daño a alguien con sus pequeñas manitas?
–Jay, los minderianos no poseen gran poder físico, pero sí tienen un impresionante poder mental. El brillo azul en sus ojos indica que ese poder está activo, e irá aumentando a medida que transcurra la etapa de modificación. Aquello puede ser más peligroso que nuestras propias armas.
–No exageres –sonrió Jay.
Caminaron un poco más, y luego Kay dijo...
–¿Recuerdas esos cuatro tornados que atacaron la península de Florida en el año 2004?
–Sí, eso sí que fue una verdadera...
Jay calló y dejó de sonreír.
–No me dirás qué...
–Sí –asintió Kay–. Un minderiano. Cumplió sesenta y tres años.
–Pues vaya... –susurró Jay al tiempo que se detenían frente a la puerta de la enfermería–. ¿Sabes algo, Kay, compañero? Este trabajo es realmente fuera de este mundo.
–¿Qué, vas a abandonar? –Kay sonrió.
–¿Abandonar¡Jamás¡Me encanta este trabajo!
Todo ocurrió tan rápido que es necesario explicar varias cosas a la vez. Veamos.
Primero, mientras Jay enunciaba la palabra "trabajo", Kay observó un tenue brillo azul que se colaba por las hendijas de la puerta de la enfermería. Para el momento en que su compañero terminaba la frase, el grito de terror de la enfermera comenzó a distinguirse al otro lado de la puerta... pero no llegó a ser tan intenso como la enfermera hubiese deseado.
Inmediatamente después, el brillo azul se volvió un destello cegador que se proyectó por los delgados espacios entre la puerta y su marco. Kay se hizo a un lado, pero Jay no estaba prestando atención.
Se oyó un estruendo a sus espaldas. Jay apenas consiguió reaccionar cuando la puerta de la enfermería literalmente voló por los aires. Dos de las bisagras se perdieron en la distancia y mucho más tarde se encontraría uno de los pedazos de picaporte incrustado en una pared.
Jay cayó al suelo, sobre la puerta que le había empujado hasta la pared y que ahora había caído primero.
–Kay... qué demonios... ¡UFFF!
Algo había saltado a su estómago. Jay observó hacia arriba y vio la espalda de una pequeña niña. Kay había sido tomado en sorpresa y no atinó a responder.
–¿Qué es lo que...?
Jay guardó silencio. Un par de aterradores ojos azules, brillantes y luminosos, se volvieron de inmediato hacia él.
Phoebe escapó a toda velocidad.
–Sí, me encanta este trabajo... –murmuró Jay–. Excepto cuando pequeñas niñas minderianas usan sus poderes para tumbar puertas y saltar a mi estómago.
Kay se aprontó a levantar a su compañero.
–¡Es Phoebe! Vamos, hay que alcanzarla.
Jay inició la persecución. Kay echó un vistazo al interior de la enfermería, primero. Era como si alguien hubiese hecho estallar una bomba, pero sin humo ni fuego. Una persona estaba tendida en el piso.
–Oooh... –se quejó al enfermera–. Esa niña... ayyy... Esos ojos... ah... ese... ese brillo...
Kay se acercó y le ayudó a sentarse.
–No se preocupe, señora... Todo está bien.
–¿Quién... es... usted?
–Todo lo que necesita saber –dijo mientras se colocaba los anteojos oscuros–... está en la punta de este bolígrafo.
–o–o–o–
Helga cerró la puerta del aula con un leve golpe. De todas las personas del salón, pensó, Simmons tenía que elegirme a mí para ir a buscar una caja de tontas tizas.
Oh, bueno... No sería difícil, y siempre era mejor que escuchar las saturadamente alegres lecciones de matemática de Simmons.
Mientras caminaba por el pasillo intentaba recordar algo. Tenía la sensación de que algo le molestaba. Phoebe. Sí, era eso. Estaba en la enfermería, o algo así habían dicho unos extraños vendedores de bolígrafos. ¿Por qué estaba en la enfermería? Helga hacía fuerza para sacar ese recuerdo a la luz, pero todo parecía haber quedado sepultado bajo veinte toneladas de concreto.
Phoebe está en la enfermería...
Pero... ¿por qué?
Helga tenía la sospecha de que había hablado con su amiga durante el almuerzo, pero a duras penas recordaba el almuerzo. Sabía que había habido un almuerzo, pues el reloj pasaba de las doce.
Su último recuerdo seguro era estar aburrida en clase, escuchando cómo Phoebe contestaba todo y...
¡Ay!
Helga cayó al piso sobre su hombro. Le dolía.
–¡Grandísimo zopenco! –protestó– ¡Mira por dónde andas, tú...!
Se mantuvo en silencio mientras su mente se ajustaba a lo que estaba viendo. Phoebe Heyerdahl yacía junto a ella.
–Phoebe... –Helga se puso de pie y ayudó a su amiga a levantarse–. Phoebe¿qué haces aquí? Nos dijeron que estabas en la–¡QUÉ RAYOS ES ESO!
Helga dio un salto atrás, igual que Phoebe. Le habían aterrado sus brillantes ojos azules. Phoebe miró frenéticamente en todas direcciones, como ignorando a su amiga.
Helga se había acurrucado contra una pared. Ese brillo... sentía que lo había visto, antes. ¿De dónde?
–Phoebe... –Helga dio un paso al frente–, mira, creo que no estás bien... –se acercó más–, así que... tal vez debieras...
Helga extendió una mano, intentando sujetar a Phoebe.
Fue el error más estúpido que pudiera cometer.
Antes de que entendiese concretamente lo que estaba pasando, Helga sintió una extraña falta de peso. Los ojos de Phoebe se habían vuelto para fijarse en ella sin pestañar. Helga se asustó al descubrir que ya no tocaba el suelo con los pies, pero más se espantó al instante en que su amiga, de alguna forma, la arrojó hacia un casillero que estaba misteriosamente abierto y que se cerró de forma aún más misteriosa tan pronto como Helga golpeó el interior.
Helga, aturdida, atinó a espiar por las hendijas de la pequeña puerta y vio a Phoebe huir de la escena. Justo cuando se disponía a salir, Helga volvió a encerrarse. Otras dos personas pasaron corriendo.
Los vendedores de bolígrafos...
–Se fue por aquí –dijo uno de ellos–. ¡Vamos!
Desaparecieron de vista, en persecución de Phoebe.
Helga temblaba. Tenía los ojos muy abiertos.
–¿Qué rayos...¿Qué...¿Qué demonios...? –tartamudeó–. ¿Qué diablos está pasando aquí?
–o–o–o–
–¡... y entonces... de alguna forma... Phoebe me arrojó a un casillero!
Helga esperaba otra reacción de parte de sus compañeros de clase. El que se quedaran mirándola como a un bicho raro no era precisamente agradable.
Simmons se había marchado segundos antes de que Helga regresara al aula. Había sido llamado de emergencia a la Dirección. Ahora, Helga acababa de terminar la narración de los hechos y esperaba una sentencia.
Aquel silencio no podía traer nada bueno.
–Uhm –Gerald dio un paso al frente y se aclaró la garganta–. ¿De verdad quieres que creamos eso?
–¡Todos creen tus estúpidas leyendas¿No? –replicó Helga, furiosa.
–Sí, pero mis leyendas tienen sentido. Tu historia es difícil de creer.
Arnold titubeó un instante, pero se decidió a abrir la boca.
–Helga –dijo–, hay que verlo desde la lógica. Phoebe es... eh... es pequeña y débil. Me refiero a que ella no podría arrojarte a un casillero.
–¡Pero lo hizo! –repitió Helga, ahora un poco herida de que Arnold se mostrase escéptico.
–Deja de mentir, Helga –atacó Rhonda–. Tampoco creo eso de que los vendedores de bolígrafos la perseguían.
–Sí, es demasiado increíble. Por no decir extraño y tonto –sentenció Gerald.
Helga había tenido suficiente.
–¡Se acabó! –gritó, dando un pisotón que hizo retroceder a la mitad de la clase–. Ya veo que aquí no voy a obtener ayuda. ¡Bien!
Caminó hasta la puerta con la fuerza imparable de un iceberg, tan fría como uno. Puso una mano pesadamente en el picaporte, lo giró y abrió la puerta. Y entonces, antes de seguir, se volvió a sus compañeros y anunció:
–Voy a buscar a Phoebe. Voy a conseguir pruebas de que lo que digo es cierto. Y una vez que regrese con ellas –añadió entre dientes–, se las voy a hacer tragar. ¿Entendido?
Algunos de sus compañeros ensancharon la vista. Una selecta minoría dio un paso atrás. Otros, como Rhonda, se mostraron indiferentes.
–Sí, claro. Como si realmente pudieras encontrarlas –dijo.
Helga bajó su uniceja hasta casi tocar la base de su nariz y mostró un juego de treinta y dos piezas dentales acompañadas de un gruñido digno de producir saltos por la ventana y hacia la seguridad. Luego abandonó el salón, dando un portazo en el proceso.
Rhonda lanzó un levísimo "huh" de rechazo ante esa actitud.
–Cielos, está bien loca...
–¡Sí, Helga está loca! –apoyó Harold.
Y todo hubiera terminado allí, de no ser porque alguien entre los alumnos al fin se decidió a levantar la mano y tartamudear...
–No... No, Helga no está loca. Dice la verdad.
Muchas cabezas giraron en redondo hasta topar sus miradas con la figura, alejada y temblorosa, de Iggy.
–¿Qué quieres decir? –preguntó Arnold.
Iggy titubeó, como si se hubiese arrepentido de decir lo que todavía no había dicho.
–Pues... no sé lo que ocurre aquí, pero sí puedo asegurarles que esos vendedores de bolígrafos no son lo que dicen ser.
Nadie respondió. Iggy juntó fuerzas y prosiguió.
–Escuchen... sé que suena descabellado, pero hoy Phoebe tuvo un ataque, justo después del almuerzo –dijo. Algunos rostros amigos ya comenzaban a articularse para opinar–. Algo muy raro le estaba pasando. Incluso... incluso...
Iggy tuvo un escalofrío involuntario ante el recuerdo.
–... incluso tenía un... brillo... en los ojos. Era como si sus ojos fueran dos lámparas azules. Es... es lo que pasó.
La audiencia guardaba silencio. Una cosa era escuchar los relatos de Helga, pero Iggy era otro cantar.
–El caso es que Simmons llevó a Phoebe a la enfermería y, cuando regresó al aula, esos... vendedores de bolígrafos... entraron y le hicieron preguntas sobre ella. Luego le mostraron un extraño bolígrafo con punta luminosa a Simmons... y a todos nosotros. Hubo un destello, lo sé, estoy seguro. Un destello rojo, muy intenso. Luego de eso, los hombres se comportaron como vendedores. Todos ustedes parecieron perder la memoria. Era como si les hubiesen lavado el cerebro –terminó.
–¡Ajá! –la atronadora voz de Curly se hizo presente. Había saltado sobre uno de los pupitres y lanzaba un acusador dedo índice hacia Iggy–. ¡Lo sabía¿Ven¡Se los dije¡El gobierno tiene agentes especiales que borran la memoria de la gente¿No se los dije?
–Cállate, Curly... –dijeron varios.
–Y si nadie recordaba nada... –comenzó Rhonda, despacio y con perspicacia, como para que las nuevas ideas no huyesen corriendo tras las palabras del demente cuatroojos–¿cómo puedes tú recordarlo todo?
Iggy suspiró. Se quitó sus gafas negras y las limpió con su suéter.
–No tengo idea... –confesó.
–¡Iggy está loco! –Harold fue el primero en opinar.
–¡No estoy loco! –Iggy se ofendió.
–No queremos decir que estás loco –Arnold se aprontó a interponerse entre Harold e Iggy–. Lo que queremos decir es que tu relato es incluso más increíble que el de Helga.
–Yo sólo...
–¡No van a creer esto! –interrumpió Simmons, que acababa de entrar al aula.
Estaba pálido. Era el rostro de alguien que había visto algo que no deseaba ver. La total atención del salón se volcó sobre él.
–Alguien o algo arrancó la puerta de la enfermería de sus bisagras. Nunca me creerán si les digo a dónde fue a parar el picaporte. ¡Y Phoebe no está!
–¿No está? –preguntó Gerald.
–No, no está. La enfermera no recuerda nada. Nadie sabe lo que pasó.
–¡Yo sí sé, señor Simmons! –clamó Curly–. Es muy simple. Ocurre que el gobierno envió a unos agentes para borrarnos la memoria.
–Gracia, Curly –Simmons le ignoró olímpicamente.
–¿La enfermera no recuerda? –jadeó Iggy–. Esto debe tener que ver con los vendedores de bolígrafos...
–¿Eh?
Para el momento en que Simmons reaccionaba, Iggy ya había alcanzado y abierto la puerta.
–¡Nadie me cree, pero estoy seguro de que Helga lo hará¡Ya verán, se los vamos a demostrar! –anunció. Acto seguido, cerró la puerta tras de sí.
Simmons mantuvo la mirada en la puerta cerrada durante varios silenciosos segundos. Luego, muy despacio, se volvió hacia sus alumnos, rascándose la cabeza.
–Eh... –dijo–¿me perdí de algo?
–Sí, el gobierno envió unos...
–Sí, sí, Curly. ¿Algo más?
–o–o–o–
Helga ya había revisado los casilleros unas diez veces. No había indicios que demostraran que Phoebe Heyerdahl, en contra de cualquier probabilidad física, había arrojado a Helga G. Pataki al interior de un casillero.
La chica maldijo para sus adentros. Tenía demasiado orgullo como para regresar al aula y admitir su derrota.
Un súbito recuerdo le vino a la mente. Los vendedores de bolígrafos le habían dicho a Simmons que Phoebe estaba en la enfermería. Tal vez allí encontraría algo. Helga asintió para sí misma y se dirigió allí.
Se detuvo un pasillo antes y pegó su espalda contra la pared, junto a una esquina del corredor. Había escuchado voces. Asomó la cabeza por la esquina y vio claramente la puerta de la enfermería.
Era fácil distinguir la puerta de la enfermería. Era la única en todo el pasillo que había sido arrancada y lanzada contra una pared para acabar tendida en el piso.
–¡Cielos sa...!
Helga llevó ambas manos a su boca. Había un par de personas junto a la puerta. Le tomaban fotografías. Uno de ellos era el director Wartz. Pero alguien más se acercaba. Un tercer hombre, uno que Helga reconoció como el vendedor de bolígrafos maduro, apareció en escena por el fondo del pasillo y se detuvo frente al director y al fotógrafo. Mantuvieron una corta charla que Helga, debido a la distancia, no pudo oír.
El vendedor se colocó un par de gafas oscuras. Mostró a los otros dos hombres una especie de vara, corta y de metal y con punta luminosa.
Helga fijó su vista en ella.
–Helga...
Helga se asustó y giró bruscamente la vista, justo en el instante en que un destello rojo y un sonido curiosamente metálico se distinguieron a lo lejos. Ni Helga ni Iggy dieron cuenta de ello, más que nada porque estaban en sus propios asuntos.
–¡Qué...¿Qué rayos quieres, engendro? –protestó ella.
Otra vez Iggy tuvo esa sensación de arrepentirse de cosas que aún no había hecho. Su sistema psíquico le estaba advirtiendo no involucrarse, pues ya había previsto lo que el futuro le deparaba. El hecho de que Iggy, al igual que el noventa y tres por ciento de la humanidad, tuviese consideración cero a su sistema psíquico fue suficiente como para que empujase a un lado esa sensación de peligro a futuro y dijese:
–Helga, hay cosas muy extrañas que están ocurriendo por aquí. Creo que deberías saberlas.
Helga se cruzó de brazos.
–Más vale que esto valga mi tiempo –advirtió.
Doblando la esquina, Wartz y el fotógrafo habían decidido regresar a sus asuntos y olvidar que había una puerta arrancada de su marco. La cámara de fotos había desaparecido. El vendedor de bolígrafos, también.
–o–o–o–
Simmons escuchó toda la historia que sus alumnos le narraron. Quitó mentalmente todos los fragmentos relacionados con hombres del gobierno que Curly insistía en introducir en medio de los relatos. Toda la historia era extremadamente confusa y digna de alguna mente dedicada a escribir películas de suspenso de bajo presupuesto.
–Bueno... no sé qué decir respecto a el comportamiento de esos hombres...
–Del gobierno –añadió Curly.
–... pero sí sé que Phoebe ya no está. Me parece muy noble de parte de Helga el haber ido a buscarla –terminó Simmons, y luego añadió: –Tal vez algunos de ustedes debieran ayudarle.
Simmons miró hacia la ventana. No supo por qué. Sólo quería mirar hacia otro lado.
–Llamamos a sus padres –dijo–. No se mostraron sorprendidos...
Arnold habló a tiempo para regresar a Simmons a la realidad.
–Señor Simmons, si me lo permite, creo que iré a ayudar a Helga.
–¿Eh? Ah... ¡Ah! Sí, sí… Muy bien, Arnold. Puedes ir. ¿Alguien más?
Hubo un coro de murmullos que decían "no, no, gracias", excepto por Curly que lanzaba unos desaforados "¡Yo¡Yo¡Yo!" que, curiosamente, todo el mundo ignoró.
–Yo te acompaño –dijo Gerald–. De repente tengo curiosidad por todo esto.
–o–o–o–
–¿Ya te dije que tu historia es de lo más absurda?
–Sí.
–Y sin embargo, es lo único que tengo.
–Sí.
–Por ejemplo¿cómo rayos puedes recordar algo, si dices que nos lavaron el cerebro?
Iggy suspiró, pensativo, y se quitó las gafas oscuras para limpiarlas.
–No tengo idea. Ojalá lo supiese –dijo.
–Ya, pues...
Helga no estaba segura de encontrarse en sus cabales. Si no fuera por todo lo que le ocurrió desde que se topó con Phoebe en el pasillo, la historia que le contara Iggy era fácilmente descartable.
Recordó a Phoebe.
Recordó sus ojos. Brillaban.
Helga se estremeció.
–Bien... bien... –se volvió hacia Iggy–, no sé qué pensar. Mira, ayúdame a buscar por la enfermería. Quiero ver esa puerta.
Iggy asintió. No estaba convencido de que quería ayudar a Helga, pero ella no le había golpeado y todo parecía apuntar a que no lo haría si continuaba obedeciendo. La dupla salió de la esquina y avanzó rápidamente hasta el marco vacío y la puerta tendida en el suelo.
–Rayos... –murmuró Iggy. Helga no pudo sino asentir.
El lado de la puerta que debiera haber dado al interior de la enfermería se encontraba ennegrecido, como si algo hubiera quemado ligeramente toda la madera de ese lado. Le faltaban cuatro trozos: tres para las bisagras de un lado y uno para el picaporte del otro.
Un vistazo rápido al marco de la puerta reveló que uno de los trozos correspondiente a las bisagras aún permanecía allí.
Helga entró a la enfermería. Todas las paredes presentaban las marcas de quemaduras. También los muebles y muchos frascos y botellas que estaban expuestos en el momento de la explosión.
Helga parpadeó.
¿Dije explosión, pensó. Oh, bueno, todo parece indicar que aquí estalló algo. Es decir, todo el interior de la enfermería está chamuscado. ¿Qué hay que deducir, entonces? Aquí estalló algo.
Qué raro, no escuché ninguna explosión. Y tampoco hubo vibraciones. Ninguna bomba que pueda arrancar una puerta de sus bisagras puede pasar desapercibida.
Helga meditó aquello mientras miraba a Iggy entrar al recinto y curiosear con gesto de franca sorpresa. Había algo que no encajaba bien. Algo no era lógico, pero no podía imaginar qué.
Observó las estanterías. No se podía ver lo que contenían porque las marcas de hollín habían cubierto los cristales. Lo había cubierto todo; los recipientes, la camilla, el piso, el techo...
Algo hizo clic en la mente de Helga. Volvió a observar las estanterías.
Los cristales aún estaban allí. Lo que sea que echó abajo la puerta no dañó los frágiles cristales de las estanterías. Entonces, lo que quiere decir es que no fue una explosión. O quizá se tratase de una explosión controlada; es decir, que podía apuntarse.
Resumiendo: había algo en el interior de la enfermería que pudo generar una fuerza tal como para tumbar una puerta pero para dejar todo lo demás intacto.
Sólo se sabía de dos personas en el interior de esa habitación cuando eso ocurrió.
Una de esas personas era la enfermera.
La otra era Phoebe.
Phoebe... con un extraño brillo azul en los ojos.
Una idea se formó en la cabeza de Helga. Una idea extraña y totalmente imposible. No, definitivamente Phoebe no podría...
–Helga, mira...
Helga desvió sus pensamientos hacia Iggy. Él estaba agachado junto a un claro de la pared, un lugar donde la explosión (o lo que fuera que hubiese producido aquello) no llegó a expandir su calor.
–¿Qué hay ahí? –Preguntó Helga.
Iggy se puso de pie y le mostró a Helga lo que había encontrado. Ella lo tomó y le dedicó una mirada crítica. Era una tarjeta de presentación. Helga leyó la palabra escrita en ella.
HDN
–¿Y esto qué es? –preguntó.
Iggy se encogió de hombros.
–A mí me parece una pista.
–Ah, sí... Disculpe usted, Sherlock Bobo. ¿Qué te hace pensar que es una pista?
–Pues... está limpia¿ves? Y la encontré sobre el hollín del suelo. Debe habérsele caído a alguien que entró después de... lo que sea que pasó aquí.
Helga meditó aquello mientras tamborileaba la tarjeta contra sus brazos cruzados.
–Ah. Elemental, Watson... –concedió ella.
Volvió a mirar la tarjeta. Le dio la vuelta y descubrió otras palabras.
Calle S. Spillberg 77
–Esto está mejor. Parece una dirección –dijo Helga–. Calle Spillberg... uhm...
–¿No es la que queda luego de la Ocho, esa del edificio antiguo con la cafetería de esa pareja de ancianos?
–Sí. Tal vez deberíamos tener un encuentro cercano con ese lugar.
–Un momento... ¿Deberíamos? –dijo Iggy–. Creo que yo ya me involucré bastante, gracias.
–Ah, Helga... Iggy...
La dupla observó hacia el marco de la puerta. Arnold y Gerald acababan de entrar.
–¡Cielos¿Qué pasó aquí? –preguntó Gerald.
–Es lo que trato de averiguar, zoquete –protestó Helga–. La pregunta es¿qué hacen ustedes aquí?
–Le contamos a Simmons todo lo que ocurrió –explicó Arnold– y él nos dijo que era una acción muy noble de tu parte el querer encontrar a Phoebe. Y nos dijo que sería bueno que te ayudáramos.
–¡Oh! Así que ahora tengo mi propio ejército de imbéciles. Bien, hazlos pasar.
Arnold y Gerald intercambiaron una mirada.
–Eh... Nosotros somos los únicos.
Helga lanzó un suspiro de tolerancia y se abrió paso entre ellos con un simple empujón. Salieron de la enfermería en ruinas.
–No hay necesidad de ayudarme –dijo Helga–. Puedo hacerlo yo sola.
–¡Bien! –sonrió Iggy–. En ese caso volveré al aula y...
Un puño se cerró sobre el cuello de la camisa de Iggy, deteniendo su patético intento de fuga y arrastrándolo de regreso al grupo.
–Ah, no... No señor, tú eres el único que parece saber lo que pasó. Tú vienes conmigo –dijo Helga. No era una petición.
–Nosotros también –dijo Arnold. Gerald asintió.
–¡Bueno, bueno! Sólo traten de no estorbar¿de acuerdo? Rayos, esto se está volviendo muy concurrido.
–¿A dónde vamos? –preguntó Gerald.
–A la calle Spillberg número 77. Nuestra única pista nos lleva allá.
Helga le pasó la tarjeta a Arnold mientras caminaban hasta la entrada de la primaria. Arnold compartió la tarjeta con Gerald y ambos se preguntaron quién o qué era HDN.
Exactamente un metro antes de alcanzar la salida, el Director Wartz se interpuso.
–¡Alto! –les dijo–¿a dónde creen que van?
–Debemos salir. Estamos buscando a una amiga perdida.
–Niños, niños, sé que las amistades son algo grandioso, pero... ¿qué puede ser más grandioso que el aprendizaje ganado durante una mañana de clases?
El grupo de niños intercambió una mirada.
–¿Qué tal... la búsqueda de una amiga que parece haber hecho saltar por los aires la puerta de la enfermería... –dijo Helga.
–... que parece estar siendo perseguida por unos vendedores de bolígrafos... –siguió Arnold.
–... que, dicho sea de paso, le lavaron el cerebro a todos los del cuarto grado? –terminó Gerald.
Wartz parpadeó.
–Oigan... Esto no tiene que ver con Gammelthorpe¿verdad?
–No –corearon los niños.
–¡Oh¡Uff! Qué alivio.
–¡Ya basta! –protestó Helga–. Estamos perdiendo tiempo. ¿Nos va a dejar salir?
–Bueno, yo...
–¡Gracias!
Antes de que Wartz pudiera reaccionar, la pequeña marea de cuatro niños (uno de ellos siendo arrastrado a la fuerza) le hicieron a un lado y salieron a las calles.
Wartz los observó alejarse y, tras unos cuantos minutos de profundos pensamientos, se limitó a encogerse de hombros.
–Bah... Bien, ya que se tomaron la molestia de inventar semejante mentira...
–o–
