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Capítulo 3

La antigua casa de ropa

Existe una casa similar en todas las ciudades de todos los países de todo este mundo. Por fuera no es más que un negocio común y corriente; una zapatería, una sastrería, una casa especializada en decoración de interiores... Siempre se trata de un negocio de baja necesidad, algo inútil que nunca llame la atención de los clientes. Y he aquí el misterio que desencadenan estas Tiendas del Olvido.

¿Cómo se mantienen? No hay nadie comprando en ellas cuando pasamos caminando y echamos una mirada al interior por pura curiosidad; la mercancía nunca parece moverse de su lugar; hace años que ese local se encuentra en el mismo sitio, con la misma estética y con el mínimo de clientes.

Siempre en el mismo lugar. Olvidable. Ignorable. Nadie hubiese creído que algo interesante podría ocurrir en el interior de estos negocios.

Esa era la opinión de Arnold, Gerald, Helga e Iggy, al menos.

–Este no puede ser el lugar –declaro Arnold.

–Es la dirección que hay en la tarjeta, cabeza de balón.

Arnold asintió, aunque no lo creía. La tarjeta que Helga encontró en la enfermería de la escuela tenía las iniciales HDM, y aquel lugar, un negocio de ropa bastante maltrecho, se llamaba "Trajes Nuevos A Medida". No había relación, excepto por la M final.

Ahora que lo pensaba mejor, se sentía un poco tonto. Es decir, si se ignoraban los relatos increíbles de Helga e Iggy, Arnold y Gerald estaban fuera de la escuela tras haberle inventado una excusa al mismísimo director.

¿Inventado? Bueno... eso estaba por verse. Arnold esperaba que pudiese encontrar algo que justificase aquel comportamiento tan repentino de su parte. ¿Por qué decidió acompañar a Helga e Iggy? ¿Por qué no se quedó en clase?

Pero aquello no estaba bien. Él sentía que no estaba bien.

Recordó brevemente el interior de la enfermería... la puerta en el suelo.

–¿Qué tanto piensas, cabezón? –le criticó Helga.

Ah... eh... No, nada. Es decir, mira, todo este asunto es bastante extraño.

–Pero real. Yo sé lo que vi.

Arnold buscó apoyo en los compañeros restantes. Gerald estaba tan confundido como él e Iggy sabía que decía la verdad, a pesar de que ni él así lo desease.

Arnold se aclaró la garganta.

–Pienso que...

–¡Los vendedores de bolígrafos! –Helga exclamó.

Los cuatro miraron a un lado. Los dos misteriosos vendedores de bolígrafos se acercaban, caminando. Hablaban entre ellos y aún no habían reparado en los jóvenes.

Helga tomó a Iggy del cuello de la camisa y empujó a Arnold hacia un callejón junto a la casa de ropa. Gerald no necesitaba ser empujado, pues ya había saltado al callejón.

–¡Shh! Silencio –susurró Helga–. Ya se acercan.

Gerald arriesgó una mirada a la calle y vio venir a los hombres. Se escondió a tiempo cuando Jay volteó la mirada. Ahora podían escuchar lo que decían.

–... no te lamentes, Galán; hubiera sido increíble atrapar a Phoebe con nuestras propias manos. Debimos ir preparados.

Gerald abrió la boca para decir algo. Helga se apresuró a sellarla con una mano.

–Es muy rápida –declaró Jay–. ¿Por qué dejamos se buscarla?

–Nunca dejamos de buscar –sentenció Kay. Jay asintió.

Ahora fue Helga quien arriesgó una mirada. Los hombres habían entrado a la tienda de ropa. Helga regresó la mirada a sus amigos.

–¿Pueden creer eso? –preguntó.

–No –respondieron los otros tres.

Helga giró la cabeza a la salida del callejón. Entrecerró sus ojos en una actitud decisiva.

–Sigámoslos. Vamos.

–No, espera... –Iggy la detuvo.

–¿Y ahora qué rayos quieres? –contestó Helga, de mala gana.

–Tal vez no deberíamos entrar todos –dijo Iggy–. Es decir, tal vez alguien debería quedarse a... uhm... a vigilar.

–Oh, de modo que "temblar como gelatina" cambió de nombre –Helga no dudó en aplicar sarcasmo. Iggy se ruborizó.

–Tal vez Iggy tiene razón –habló Arnold, mucho antes de que Iggy pensase en responder–. Todo esto es muy raro, pero sería mejor ir con cuidado. La mitad de nosotros debería quedarse aquí y esperar.

Helga levantó una ceja mientras miraba a Arnold de pies a cabeza.

Maldito cabeza de balón, pensaba para sí. No tengo ningún problema en llevarle la contra a más de la mitad de esta ciudad; pero cuando se trata de ti... arrggg...

–¡Bueno, está bien! –Helga chistó–. Yo iré. Phoebe es mi amiga y me preocupa mucho.

–Sí, yo también voy –Gerald dio un paso al frente. Fue consciente de las miradas extrañas que estaba recibiendo–. ¿Qué, no puedo preocuparme por una amiga?

Helga miró de reojo a Arnold e Iggy. Ambos se encogieron de hombros.

–Bien. Gerald, tú vienes conmigo. Ustedes dos, quédense aquí y hagan algo útil. Es decir: ¡No estorben!

Helga salió del callejón dando zancadas y maldiciendo en voz baja a diestra y siniestra. Gerald titubeó un segundo y caminó tras ella. La detuvo antes de entrar al local.

–Espera, espera... Helga, necesitamos una coartada.

–¿Eh, qué? Ah, sí... Sí, tienes razón... ¿Se te ocurre algo, Einstein?

–Buenooooooo... Eh... Podemos decir que nuestros padres asistirán a un evento social y, claro, necesitarán Trajes Nuevos a Medida.

Esperó la respuesta de Helga, que se había cruzado de brazos mientras sus ojos entornados le taladraban las retinas.

–¿Sabes? Es tan patético que seguramente funcionará. Vamos.

Aliviado, Gerald suspiró y entró al local después de ella.

Se detuvieron tan pronto cerraron la puerta de entrada. La campanita que colgaba sobre ésta emitió un suave tintineo, y eso había sido el único sonido. El interior del local estaba vacío de vida. Sólo las pilas de trajes en el mostrador, las hileras de trajes en los percheros, y las montañas de trajes en algún rincón era todo lo que habitaba ese submundo. Se apreciaba un intenso olor a naftalina. Gerald nunca había visto tantos trajes.

–¿Dónde están los vendedores de bolígrafos? –preguntó Gerald–. No veo ninguna otra puerta, además de la que usamos para entrar.

Helga asintió en silencio. Y era extraño, porque ella nunca había oído de una tienda que no poseyese puertas detrás del mostrador, de esas que conducían a depósitos y toda la cosa.

Se adentraron un poco más al interior del local, con pasos lentos y cautelosos, como si el vetusto suelo de madera que pisaban se hubiera transformado en un campo minado.

–¿Hola? –preguntó Gerald. Era una pegunta clásica que no podía quedar ausente; igual que la obligatoria respuesta: un silencio prolongado y temible.

Helga percibió un levísimo sonido. Una especie de "vrr" mecánico. Sin mover ni un solo músculo de la cabeza, sus ojos giraron hacia una esquina del techo.

Una pequeña cámara de vigilancia estaba siguiendo sus movimientos.

–Busca por ahí, Gerald –indicó Helga–. Nos están vigilando.

o–o–o–

En el callejón, apoyando su espalda contra el muro de ladrillos, Arnold escuchaba atentamente, sus brazos cruzados, la versión de los hechos de Iggy.

–... y entonces, Phoebe comenzó a gritar, ¿eh? –concluyó Arnold.

–Sí, eso mismo. El señor Simmons se acercó a ella, y luego Phoebe se desmayó. Te aseguro que hubo un brillo en sus ojos.

Arnold no dijo nada. Bajó la mirada y se interesó en el suelo del callejón.

Era plenamente consciente de que algo estaba fuera de lugar. Cosas como las que narró Iggy sólo habían tenido similitudes con algunos de los mejores episodios de los Expedientes Z. Él, al igual que Helga, tenía problemas para asimilar los hechos. Ambos se basaban en conocimientos de la Realidad. La mente Humana se toma su tiempo en acostumbrarse a todo aquello que de un paso más allá de los límites de lo Real. A veces, ese retraso mental no es otra cosa que un sistema de defensa, ya que el humano promedio se aterraría ante lo que hay tras ese límite.

Por supuesto, la mayoría no llega a comprender mucho de lo que ocurre dentro del límite, pero ese no era el caso de Arnold. O de Helga.

Levantó la mirada, ahora observando el cielo celeste. Recordó a Vincent, también conocido como Hombre Paloma. ¿Acaso ese singular personaje no se había despedido de él... volando? ¿Eso no iba más allá de los límites de la Realidad?

Arnold se estremeció. Si una persona adulta como Vincent podía volar con palomas, entonces comenzaba a pensar que una niña como Phoebe podía hacer saltar por los aires la puerta de la enfermería escolar.

–¿Escuchaste eso? –dijo Iggy, interrumpiendo los pensamientos de Arnold.

–¿Eh? ¿Qué?

Arnold reparó en que Iggy observaba al fondo del callejón. Había algo en su expresión que obligó a Arnold a mirar en esa misma dirección. El fondo del callejón se sumía en una oscuridad inusitada para esas horas del día, pero aquello se debía a la sombra proyectada por los edificios vecinos y a los montones de cajas viejas y otros tipos de chatarra que el Tiempo había acumulado.

–No escucho nada –dijo Arnold.

Clanc, el sonido de unas latas vacías cayendo al piso flotaron estrepitosamente hasta ellos.

–Debió ser un gato –comentó Arnold–. Hay gatos en todos los callejones de la ciudad. Estamos muy nerviosos, eso es lo que pasa. Sí... debió ser un lindo gatito.

¡Clanc! ¡Clanc! Cric. ¡CLANC!

–N–No me p–parece un l–lindo gatito... –Iggy tartamudeó.

Una pequeña mano, algo sucia y temblorosa, se asomó desde detrás de una pila de cajas y la hizo a un lado. Lo que quedó a descubierto dejó a ambos chicos boquiabiertos.

Phoebe.

Su estado era pésimo. Temblaba. Respiraba con fuerza. Parte de sus mangas y hombros presentaban rasguños; incluso pequeñas heridas. Su cabello era un desastre, como si se hubiese librado una guerra en él. Su rostro sudado era señal de haber hecho un gran esfuerzo. Había manchas de tierra en varias partes de su cuerpo y ropas.

–... a–ayúdenme... –susurró.

La mente Humana se toma su tiempo en acostumbrarse a todo aquello que de un paso más allá de los límites de lo Real. A veces, ese retraso mental no es otra cosa que un sistema de defensa, ya que el humano promedio se aterraría ante lo que hay tras ese límite.

Como Arnold e Iggy.

Phoebe Heyerdahl había surgido más allá de ese límite entre lo Real y lo Irreal. Mucho más allá. En los pocos metros que separaban a los niños en aquel sucio callejón, una brecha no–física de incalculables dimensiones se había posado entre ellos, y eso era lo que le impedía tanto a Arnold como a Iggy reaccionar de alguna forma.

–... ayúden... me... –susurró Phoebe. Arrastró los pies hasta la pared más cercana, donde apoyó su hombro y trató de mantener el equilibrio. Levantó la mirada. Arnold sintió deseos de retroceder. No había ningún brillo azul, pero sí un par de ojos llorosos y suplicantes; ojos que habían visto mucho más de lo que hubieran deseado ver.

–... ayud... ¡Ay!

Phoebe cayó de rodillas. Todo a su alrededor giraba sin control. Cuando el cuerpo y la mente están en desacuerdo, lo mejor es dejar que ambas partes discutan sus intereses sin la presencia de la persona propiamente dicha; por lo que Phoebe hizo lo que hacen en tales situaciones todas las personas conscientes de este mundo.

Perdió la conciencia.

Clic, la brecha que separaba lo Real de lo Irreal hizo acto de desaparición, trayendo consigo a Arnold y a Iggy. Arnold fue el primero en reaccionar.

–¡Phoebe! –gritó–. ¡Phoebe! ¡Qué...! ¡Cómo...!

Corrió hacia ella y le dio la vuelta, dejándola boca arriba. Tomó su mano y verificó el pulso. Suspiró rápidamente, con alivio.

–Creo que se desmayo... ¡Iggy, ve a buscar a los demás!

Iggy asintió. No estaba muy seguro de que pudiese hablar. Dio media vuelta y salió del callejón, apresurándose a entrar a la tienda de ropa.

–¡Gerald, Helga, vengan a...!

Silencio. La habitación vacía le regresó una respuesta invisible.

–Uhm... ¿Gerald? ¿Helga?

–Estamos aquí –dijo la voz de Gerald, curiosamente apagada.

–¿Eh? ¿Dónde?

–Sigue... nuestra voz... imbécil –dijo la voz de Helga, también apagada.

Iggy avanzó en silencio, con cuidado, por el interior del local. Se sentía extrañamente vigilado. De repente vio un movimiento detrás de una hilera de trajes colgados de sus respectivos ganchos. Se acercó allí e hizo a un lado una sección.

Iggy parpadeó detrás de esos anteojos negros.

–¿Qué hacen allí colgados? –preguntó.

Cuando la única función de un pedazo de hierro retorcido es colgar ropa, a veces las personas no imaginan lo bien que pueden hacer ese trabajo. Helga y Gerald no lo imaginaban, y de algún modo inexplicable fueron nuevas víctimas de los ganchos de ropa.

–Estamos admirando el paisaje, burro –criticó Helga.

La forma en la que estaban colgando era casi siniestra. Ambos tenían al menos cuatro partes de sus ropas enganchadas en ganchos. Gerald incluso tenía uno de ellos aferrado a su prominente cabello. Gerald debió adivinar ese pensamiento, porque entrecerró los ojos y anunció:

–Los ganchos de ropa son impredecibles, viejo.

Iggy asintió. La Realidad volvió a golpearle en la cabeza, recordándole de cierta situación vivida hace apenas minutos.

–¡Ah! Helga, Gerald, Phoebe apareció.

–¿Cómo? –preguntó Helga–. Pero, ¿dónde?

–¡En el callejón de aquí junto!

–¡¿Y qué rayos estás esperando! ¡¡Sácanos de aquí! –ella lanzó su furia.

Iggy suspiró y comenzó a liberarlos.

o–o–o–

Arnold se había sentado junto al muro del callejón. Sostenía entre sus brazos la parte física de Phoebe Heyerdahl. La parte anímica aún no había regresado de su reunión de trabajo. Pero ella respiraba, y su corazón funcionaba correctamente.

¿Por qué tardaban tanto, se preguntaba Arnold. No que fuese especialmente difícil entrar a una tienda de ropa a pocos metros de su ubicación actual para decirle a dos buenos amigos que la persona que estaban buscando ya no estaba en la lista de búsqueda.

Hubo un gentil espasmo en el brazo de Phoebe. Le siguió un suave murmullo. Arnold bajó la vista a su amiga.

–¿Phoebe? –preguntó.

–Mmm.

–Phoebe, ¿me escuchas?

–Mmm.

–¿Es eso un sí?

–Mmm.

Arnold asintió. Le dio el beneficio de la duda.

–Arnold...

La voz era débil. Arnold observó cómo ella abría los ojos, aunque muy vagamente.

–... ayúdame...

–Vamos a ayudarte –le aseguró Arnold.

Phoebe tuvo otro leve espasmo. Sus ojos se abrieron un poco más. Sus pupilas se habían reducido a pequeños puntos en sus ojos.

–A... a... a–arn–n–nold...

El aludido parpadeó. Había algo en ese tono que no le estaba gustando para nada.

–A–arnold...

–Cálmate, Phoebe. Ahora vendrá Helga y...

–... h–huye...

–¿Cómo?

Un nuevo espasmo tuvo lugar en su cuerpo, un poco más intenso que los anteriores. Phoebe volvía a temblar. Nuevo sudor comenzaba a surgir en su rostro. Su voz era ahora un susurro de terror.

–... h... huye...

–¿Qué te pasa?

Phoebe cerró los ojos con fuerza. Apretó los dientes.

–Phoe–

Volvió a abrirlos. Se habían vuelto dos potentes focos de luz azul.

o–o–o–

–No te muevas, Helga.

Iggy no había tenido problemas para liberar a Gerald de los nefastos ganchos de ropa, pero Helga era otro cantar. Se movía mucho.

–¡Date prisa, quiero ver a Phoebe!

–Tú y todos. ¡No te muevas! –Iggy dijo, perdiendo un poco la paciencia.

Gerald se mantenía al margen y sólo escuchaba. Su mirada se enfocaba en su propio reflejo en un espejo de cuerpo entero. Se había negado a que Iggy le quitase el gancho del cabello y dijo que él mismo haría el trabajo. Había cosas que él consideraba muy personales.

Al fin, luego de un complicado movimiento de piezas, tan ágil y rápido que haría parpadear al campeón mundial de Tetris, el gancho fue removido exitosamente. Gerald acomodó esa torre de pelo que tanto orgullo le daba y...

En el reflejo del espejo, la pared a espaldas de Gerald, al otro lado de la habitación, se hizo a un lado.

Gerald observó sobre sus hombros. La pared seguía allí, sólo que dos hombres obstruían la mirada.

–¿Qué están haciendo aquí? –preguntó Kay.

–Ah... –Helga guardó silencio. Iggy continuaba intentando salvarla del último gancho, aunque sus atención estaba centrada en los hombres.

–Vinimos a comprar trajes para nuestros padres –dijo Gerald, recordando el plan original–. Irán a un evento social, ¿sabe?

–Oh –dijo Jay, de pie junto a su compañero–. Sólo que ya íbamos a cerrar la tienda y–

–¿No estaban ustedes en el salón de cuarto grado? –preguntó Kay repentinamente. Y tan repentinamente como formuló la pregunta, un fenómeno inesperado llegó para interrumpir la respuesta.

La tienda tembló. Una explosión sonora que todo el mundo sintió mucho antes de llegar a oírla sacudió cada ladrillo de la pared. Kay y Jay, lo mismo que Gerald e Iggy, fueron tomados por sorpresa y debieron luchar para mantener el equilibrio. Helga fue la más infortunada, quien a merced de un gancho para ropa y las propiedades de la Gravedad, sintió cómo se rasgaba su vestido y cómo las maderas del suelo se acercaban a su rostro con imparable dureza.

Kay llegó a ver, a través de la vitrina de la tienda, los destellos a plena luz del día de una fuente luminosa. Azul. Era todo lo que necesitaba saber.

–¡Phoebe! –dijo. Segundos después, tan pronto como el temblor se detuvo, corrió hacia la puerta y salió al exterior. Jay le siguió al momento en que fue dueño de su propio equilibrio corporal.

–¡Vamos! –dijo Gerald, y corrió tras ellos.

Iggy hubiese deseado quedarse en la tienda y buscar una linda silla para poder sentarse, pero el cuello de su camisa volvió a ser víctima de cinco dedos femeninos que volvían a cerrarse sobre él al instante en que su dueña terminaba de incorporarse, y no dudaron en arrastrarlo junto a ella.

o–o–o–

Afortunadamente para todos, la calle estaba vacía al momento del fenómeno. La gran mayoría de la gente se encontraba en sus respectivos hogares, posiblemente viendo televisión y siendo felices en su ignorancia de la Realidad.

No así el grupo de niños que acababa de detenerse junto a los dos hombres mayores a la entrada del callejón. La Realidad volvió a darles una bofetada, mucho peor que las que las madrastras otorgan a sus hijastras en las más destacadas telenovelas de cualquier país extranjero.

La pared del callejón que daba a la tienda de ropa estaba totalmente ennegrecida. Lo mismo que parte del suelo terroso, el cual no sólo era más oscuro sino que parecía, además, haber sido soplado por un viento huracanado. Junto a la pared, tumbado en el suelo, había un bulto.

–¡Arnold! –clamó Gerald. Corrió inmediatamente a verificar el estado de su amigo.

Kay y Jay le secundaron. Helga, por su parte, se había quedado helada ante la escena. Tal había sido su espanto, que Iggy pronto recuperó la libertad cuando Helga dejó de hacer fuerza en mantener cerrados sus puños.

Ella observó la pared opuesta. Observó el suelo. Allí comenzaba la marca negra de hollín que se expandía de forma uniforme hasta toparse con la pared de la tienda. Y lo más espantoso de ver un enorme círculo de pared quemado, era descubrir que, en el centro del mismo, había un área sin quemar.

Tenía la forma de Arnold.

Helga recordó la escena que vio en la enfermería. El nombre "Phoebe" surgió de la nada, y cada vez se sentía con menos deseos de encontrarla.

–Está consciente –dijo Kay–. Tiene quemaduras leves. No debió usar todo su poder.

–Pero, ¿y las paredes? –cuestionó Jay.

–No queman de la forma que crees. No le hace mucho efecto a los tejidos vivos. Sólo los incapacita. Observa sus ropas; están quemadas, pero él no.

–¿Quiénes... rayos... son... ustedes? –preguntó Helga. Era obvio que intentaba contener furia, llanto y sarcasmo, todo en una frase.

Kay y Jay observaron a los niños como si recién reparasen en ellos.

–P–Phoebe...

La atención de todos los presentes volvió a Arnold. Había reaccionado.

–Phoebe –repitió Kay–. ¿Has visto a Phoebe? ¿Estuvo ella aquí?

Arnold asintió, justo antes de desconectarse del mundo. La naturaleza humana es muy sabia para esas cosas, más allá de que la gente no le entienda.

–Hay que dejarlo descansar –dijo Kay. Levantó a Arnold en brazos y se lo entregó a su compañero–. Cuídalo. Lo llevaremos abajo.

Jay asintió. Kay se volvió a los demás niños y les indicó acercarse.

–De acuerdo, no más disfraces. ¿Quieren saber qué es lo que pasa? Lo sabrán. Acérquense...

Un poco desconfiados, Gerald, Helga e Iggy se acercaron a Kay. Él se arrodilló un poco y se colocó sus lentes negros.

–Ahora, quiero que vean esto y...

–¡No! –gritó Helga, llevándose las manos a los ojos al momento de ver el neuralizador–. ¡Gerald, Iggy, cúbranse la cara! ¡Ese debe ser el bolígrafo lava–cerebros del que Iggy nos habló!

No existen muchas cosas en este vasto Universo lo suficientemente extrañas para sorprender a un hombre como Kay, pero el saber que un grupo de niños de cuarto grado había descubierto el funcionamiento de una de las herramientas más indispensables de los Hombres de Negro podía ser una excelente excepción.

Lo fue. Kay levantó una ceja y observó a Iggy.

–Uhm... Gafas oscuras –dijo–. Creo que subestimamos a estos jóvenes.

Se puso de pie y guardó el neuralizador y las gafas oscuras en el bolsillo interno del traje. Dio una mirada sobre su hombro y alcanzó a ver cómo Jay escondía su mueca de diversión ante los eventos.

–Bien. ¿Qué es lo que quieren? –preguntó Kay a los niños.

Helga espió entre los dedos. Al no ver peligro se descubrió el rostro.

–¡Queremos la verdad! –pidió.

–¿La verdad? Ustedes no pueden controlar la verdad.

–No, pero queremos saberla, no controlarla –replicó ella.

–Dales una oportunidad, Kay –sonrió Jay–. Casi nadie se resiste al neuralizador.

Kay gruñó, pero se contuvo de opinar. Tuvo que admitir que, en lo que iba del día, debió cometer más de un error para que esos niños llegasen hasta ellos.

Errores mínimos, claro. Y sin embargo...

–Acompáñenme –dijo al fin, y encaminó hacia la tienda.

–¿A dónde iremos? –preguntó Helga, volviendo a sujetar a Iggy del cuello del traje, algo a lo que por aquel entonces él ya se había habituado.

–A saber la verdad –fue todo lo que respondió Kay.

Jay pasó junto a los niños con Arnold en brazos. Bien, era suficiente para Helga. A donde quiera que Arnold vaya, ella iría también.

Iggy no tenía más opción que seguir a Helga a donde quiera que ella desease ir.

Y Gerald, bien... no quería quedarse sólo, así que también los siguió.

Todos entraron a la tienda. Kay se acercó a la pared e hizo un movimiento sobre ésta. La puerta que Gerald había jurado ver en el reflejo del espejo volvió a aparecer, revelando una habitación muy pequeña y cuadrada al otro lado.

–Pasen –dijo Kay.

Los niños obedecieron. La puerta se cerró. La pequeña habitación resultó ser un elevador, y comenzó su lento descenso hacia quién sabe dónde.

En medio del inquietante silencio, Helga decidió romper el hielo.

–Tengo un teléfono celular –dijo–. Me bastará con pulsar un botón para que toda la policía de Hillwood llegue a su pequeña tienda. Tal vez incluso un equipo SWAT.

Jay sonrió. Luego Iggy juraría que alcanzó a escuchar una suave risita viniendo de él.

–Hace unas cuántas décadas –comenzó Kay, su mirada fija en la puerta frente a él– llegó a nuestro planeta una nave con visitantes de otro mundo. A partir de entonces se formó un grupo dedicado exclusivamente a la protección y encubrimiento de esos seres para el beneficio y la paz tanto de la raza humana como de cualquier raza visitante. A través de los años hemos adquirido tecnología y conocimiento como jamás tendrás. Poseemos contactos en todas las agencias de gobierno de este planeta. Nosotros estamos, incluso, por encima de todas las agencias de gobierno del planeta.

Si algo podía aumentar el efecto de sorpresa ante las palabras de Kay, fue el hecho de que el elevador llegase a destino y las puertas se abriesen. Frente a tres pares de asombrados ojos, al otro lado de la puerta del elevador se hallaba una recepción que conectaba, mediante decenas de pasillos, a cientos de habitaciones; muchas de ellas con amplias vitrinas que mostraban escenas extrañísimas, entre las que se destacaban criaturas de muchos brazos escribiendo en varias computadoras a la vez, seres con múltiples ojos observando, catalogando y archivando documentos, y hasta incluso un monstruo con manos de trapeador que estaba limpiando algunas de esas vitrinas.

–Nosotros –continuó Kay– somos los Hombres de Negro: agentes dedicados a la protección de la Tierra de la escoria del Universo. Y el caso es que, su querida amiga Phoebe, es uno de esos alienígenas que debemos proteger. Protegerla a ella de sus poderes, y a nosotros de ella.

Jay sonrió. Esos discursos eran una de las cinco razones principales por las que adoraba ese trabajo.

Kay bajó la mirada y observó la cabeza de Helga. Helga, muy despacio, levantó la mirada hacia los ojos serios y honestos de Kay.

–¿Aún deseas presionar ese botón, pequeña? –preguntó él.

Helga movió la cabeza de derecha a izquierda, muy, muy despacio. Si lo hubiera hecho con un poco de fuerza, seguramente hubiese perdido el equilibrio.

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