El cumpleaños del director Huggins

Era una mañana que parecía iba ser como cualquier otra en la escuela primaria de Royal Woods; no obstante, el director Huggins no parecía ser el de siempre dada su preocupada expresión.

Expresión de angustia e incertidumbre con la que llegó a la hora de ingreso y mantuvo así en todo momento.

Sentado atrás de su escritorio, el pobre hombre seguía repasando en su cabeza aquello que tanto lo afligía, sin que esto le permitiese enfocarse en su trabajo.

Y siguió así hasta que, en momento dado, recién iniciando la jornada de clases, las agresivas guardianes de pasillo ingresaron a su oficina escoltando a un muchacho pelirrojo al que llevaban esposado de manos mediante unas ligas para el cabello de color rosa.

–Señor Huggins –informó la pequeña Lola al director–, descubrimos a este rufián tratando de escaparse por la puerta de atrás.

–Si, si, está bien –les contestó tranquilamente, manteniéndose demasiado pensativo como para prestarles atención–. No pasa nada. Pueden retirarse.

Tanto Lana como Lola, e incluso Chandler que era como se llamaba el detenido, se miraron sorprendidos entre si ante la calmada reacción del director que por lo general era muy severo con los estudiantes mal portados.

–... ¿Se siente mal? –se le ocurrió preguntar entonces a Lana; cosa con la que si acabó por captar la atención del señor Huggins.

–¿Por qué me lo preguntas? –exigió saber de inmediato, dando a mostrar cierto dejo de angustia en su mirada.

–No, por nada –contestó la niña encogiéndose de hombros.

–... Bueno –se decidió a comentar–, es que ahora en la mañana me encontré con un amigo de la infancia y... Pues, este me hizo la misma pregunta que ustedes: ¿te sientes mal?

–¿Le prestó dinero, o qué? –se atrevió a indagar Chandler haciéndose el chistoso.

–No, no, al contrarío –aclaró el director sin inmutarse en absoluto por las burlas del pelirrojo–, el me prestó a mi.

–Entonces el es el que anda mal –volvió a bromear Chandler, ganándose un reglazo en la retaguardia por parte de Lola para hacerlo callar.

–Pero también dijo que me veía viejo y cansado... –siguió explicándose el señor Huggins, en quien antes que nada se denotaba pura angustia–. Díganme la verdad, niños, ¿me ven viejo y cansado?

–Pues lo cansado no se le nota –bromeó el pelirrojo por tercera vez, con lo que Lana lo aleccionó con un certero puñetazo en la boca del estomago a ver si con eso se dejaba ya de payasadas.

–¡Y lo viejo tampoco! –protestó el director poniendose en pie y azotando la superficie de su escritorio con las palmas–. ¡Porque nadie es viejo a los cuarenta y tantos años!

–Pero a su edad... –insistió en bromear Chandler pese a la fuerte punzada en su estomago.

–Esa es mi edad –gruñó Huggins haciendo rechinar sus dientes–. Yo tengo cuarenta y tantos.

–Cuarenta y todos.

–¡SUFICIENTE! ¡NIÑAS, QUIERO QUE LLEVEN A ESTE PAYASO A LA CAFETERIA DE LA ESCUELA Y LO PONGAN A RASPAR HASTA EL ULTIMO RESTO DE GOMA DE MASCAR USADA QUE HAYA BAJO LAS MESAS!

–A la orden, señor–respondieron las gemelas al unísono con un saludo militar, y acto seguido procedieron a sacar al detenido a rastras de su oficina.

–¡Y cierren la puerta cuando salgan!... –ordenó el director enojado; pero sus estudiantes ya se habían ido sin acatar esta ultima indicación suya–. Rayos.

Molesto, el señor Huggins salió a cruzar la antesala de su oficina, se asomó por la puerta que daba al pasillo, localizó con la mirada al par de monitoras que doblaron por la esquina que conducía a la cafetería con el detenido y, desde su ubicación, les reclamó gritando a voz en cuello por no haberlo obedecido al pie de la letra.

–¡LES DIJE QUE CERRARÁN LA PUERTA CUANDO SALGAN! ¡¿PUES QUE NO TIENEN OREJAS...?!

–¡Hay!, si, tengo dos... –se aquejó Lincoln Loud, el hermano mayor de las gemelas que fungían como vigilantes de pasillo, quien justo en ese momento pasó ante la dirección en compañía de Stella Zhau, de modo que uno de sus pobres oídos llegó a captar directamente aquellos gritos–. Pero la izquierda ya me la descompuso.

–Perdóname, Lincoln –se disculpó inmediatamente el señor Huggins en tanto le sobaba la oreja en la que le había gritado por accidente–. No fue mi intención, es que... Nha, olvídalo, ¿si? Olvídalo. Vayan a sus clases.

–... Oiga, ¿que se siente mal? –se le ocurrió preguntar a la chica filipina al director cuando este ya iba de regreso a su oficina.

–¿Qué dijiste? –se regresó a indagar, mostrándose mayormente preocupado al volver a oír tal interrogante.

–No, nada –repuso Stella encogiéndose de hombros.

–No, tu me acabas de preguntar si me sentía mal.

–Oh, bueno, si, pero...

–¿Y por qué me lo preguntan? ¿Tengo algo anormal en la cara?

–Pues, ya que lo menciona –respondió Lincoln–, si tiene algo anormal, pero no en su cara, sino encima de su cabeza.

–¡¿Qué, que tengo?! –insistió en preguntar el angustiado director.

–Pues ese peluquín que no engaña a nadie.

–Si, es como si tuviera una rata muerta cubriéndole la calva –acabó por afirmar Stella.

–¡LARGO...! –rugió el director en respuesta, haciendo que ambos niños echaran a correr asustados del lugar–. Grrr... Mocosos estos...

–Buenos días, señor Huggins –lo saludó Cheryl con un melodioso canturreo, en ese mismo instante que acababa de llegar.

–¡¿Qué tienen de buenos?! –respondió muy enojado.

–¿Se siente mal? –fue lo que se le ocurrió preguntar a su secretaria para su disgusto.

–... ¿Me preguntó que si me siento mal? –balbuceó su jefe, pasando de estar molesto a estar nuevamente preocupado.

–Si –asintió Cheryl.

–¿Y por qué?

–Bueno, es que no me gusta nada su cara.

–... Ah, si es por eso, pues estamos a mano.

–¿Qué cosa? –inquirió la mujer frunciendo el ceño.

–Usted empezó.

–Me refería a su expresión. ¿Acaso le preocupa algo?

–Bueno... Dígame la verdad, señorita, ¿doy la impresión de estar enfermo?

–Mmm... Antes dígame una cosa. ¿Le afecta si le digo la verdad?

Al oír esto, el director palideció y tragó una poca de saliva.

–Si, porque yo, por ejemplo –aclaró la señorita Cheryl–, no sabe como me desanimo cuando me dicen que no estoy buena.

–Pues va estar muy difícil que la reanimen –comentó el señor Huggins, para luego volver a ingresar a la dirección sin mas ante la cara de sorpresa e indignación de su secretaria.


Más tarde ese día, el director de la escuela salió del baño de los chicos luego de haber estado mirándose en uno de los espejos en busca de algún indicio de deterioro de salud en su ser, cuando en esas se topó con Clyde McBride quien justamente iba camino a la dirección a dar los anuncios matutinos.

–Oye, Clyde –lo llamó al verlo pasar–, ven acá.

–¿Si?, señor Huggins –contestó el chico quien obedientemente acudió a su llamado.

–Hijo, dime una cosa, ¿tu cómo me ves?

–¿Que cómo lo veo?

–Si.

–Pues con los ojos. I ji ji ji ji ji ji... ¿Muy bueno, verdad? Me lo enseñó Luan, la hermana de Lincoln, y me sé otros que...

–Muchacho, estoy hablando en serio. Necesito que digas como me encuentras.

–¿Que cómo lo encuentro?

–Si.

–Pues buscándolo. Ja ja ja ja ja... Perdón, pero no me pude resistir. Ese también me lo enseñó Luan, y la doctora Lopez dice que no hay nada más saludable que empezar el día con una buena carcajada.

–¿Sabes una cosa? –sonrió el señor Huggins con mayor animo pese a los pésimos chascarrillos que le soltó Clyde–. Tienes mucha razón. Es más, hasta creo que debería darte las gracias.

–¿Las gracias? –repitió el joven McBride–. ¿Por qué?

–Porque tu has sido el único que me ha levantado el animo al no preguntarme lo mismo que todos los demás: ¿se siente mal?

–¿Y quién le preguntó eso?

–Todos; las vigilantes del pasillo, un amigo mío, la señorita Zhau, Cheryl, todos.

–Ja, ¿que tontos, verdad? –rió Lucy, quien en ese instante preciso pasó junto a ellos camino al aula donde se reuniría con sus amigos del club fúnebre.

–Claro que si –reafirmó el señor Huggins con mucho más animo–. Claro que si.

–¿Cómo le van a preguntar algo que se nota a leguas? –acabó de decir la pequeña gótica antes de entrar al salón contiguo.

Al son de unas tétricas pompas fúnebres, las cuales casualmente empezaron a ser tocadas por Lucy y su grupo de amigos góticos en su salón, el angustiado director palideció más y echó a andar cual muerto viviente de película de bajo presupuesto de regreso a su oficina, con el animo mucho más decaído al de antes.


A mitad de la jornada escolar, la señorita Cheryl ingresó a la oficina de su jefe a darle las buenas nuevas.

–Señor Huggins, me acabó de acordar que hoy... –dijo con mucho entusiasmo al entrar, poco antes de hallarlo recostado contra el espaldar de la silla tras su escritorio: con una bolsa de hielo sobre su cabeza y un termómetro en la boca–. ¿Eh? ¿Le sucede algo?

Bbb... Bbb... Bbb... –balbuceó.

–¿Qué?

Bbb... Bbb... Bbb... –volvió a balbucear, por lo que su secretaria le quitó el termómetro de la boca.

–¿Qué? –volvió a preguntar ella.

Bbb... Bbb... Bbb...

–Señor Huggins, ya le quité el termómetro de la boca, ya puede hablar.

–Ah, gracias, señorita. ¿Cuánto tengo?

–Pues con el sueldo de un maestro, asumo que en el bolsillo, a lo mucho, unos veinte dólares; en su cuenta bancaria unos quinientos; y en el restaurante del señor Loud un montón de deudas, que creo que va a tener que considerar poner a cada uno de sus hijos en el cuadro de honor.

–Pregunto que cuanto tengo de temperatura.

–Oh, bueno, no sé.

–No me diga que no sabe leer el termómetro, señorita.

–Hay, claro que si.

Cheryl entonces fijó su vista en el termómetro y entrecerró los ojos.

–A ver... Hecho en Great Lake City... ¿También le leo los números?

–Mire, traiga acá... –refunfuñó su jefe arrebatándole el termómetro de sopetón para leerlo el mismo–. Mmm... Oh, ¡no puede ser, no puede ser!

–¡¿Que?! ¡¿ Qué pasa?!

–Que yo tampoco sé como se leer un termómetro.

–Bueno, no importa –dijo Cheryl sonriente–, me acabó de acordar que... No, mejor no le digo.

–No, si, dígame –insistió en saber su jefe.

–No, para que sea una sorpresa –respondió su secretaria con mayor entusiasmo, y luego salió sin mas de la dirección–. Ahora vengo.

–Señorita... –la llamó el señor Huggins; pero ella no hizo caso en acudir a su llamado.


–Con permiso –se anunció Cheryl poco después al entrar en el aula de quinto grado en donde se encontraban Lincoln y su grupo de amigos, con excepción de Clyde quien había pedido permiso para ir al baño.

De ahí se acercó directamente al escritorio de la maestra a cargo del aula.

–Disculpa que te moleste, Agnes –dijo al acercarse–. Pero quería saber si me podrías prestar unos quinientos dólares.

–Olvídalo –repuso la maestra Johnson–, después no me los pagas... Un momento, ¿dijiste quinientos?

–Bueno, si así lo prefieres, te lo dejo en cincuenta.

–No, tampoco.

–Es que hoy es el cumpleaños del señor Huggins y no tengo dinero para comprarle un regalo.

–¿Hoy es el cumpleaños del Señor Huggins? –preguntó Stella desde su pupitre.

–Si, por eso creo que ha estado de tan mal humor hoy día –respondió Cheryl–, porque nadie se ha acercado a felicitarlo; y se me ocurrió que tal vez podría darle la sorpresa de regalarle un pastel con velitas y toda la cosa.

–Bueno, en ese caso –habló Lincoln quien levantó su mano para tomar la palabra–, se me ocurre que todos aquí podríamos colaborar para incluso prepararle una fiesta sorpresa.

–¿En serio? –preguntó la señorita Cheryl, en tanto los demás alumnos de quinto grado empezaban a concordar con la idea de su compañero albino.

–Claro –reafirmo este–. Si la señorita Johnson me lo permite, ahorita mismo podría llamar a mi hermana Leni para que nos ayude después de clases. Ella es buena organizando fiestas. Sólo sería cosa de mantenerla lejos del señor Huggins para que no arruine la sorpresa. Es más, podría preguntarle a mi papá si nos ayuda preparando el pastel.

–Me parece una magnifica idea, Lincoln –secundó la maestra Johnson–. Adelante, llama a tu papá y a tus hermanas mientras nosotros organizamos lo demás.

Así, en breve, el resto de la clase se puso a organizar la fiesta sorpresa de un momento a otro, hasta que la chicharra anunció la hora del receso tras lo cual los alumnos fueron saliendo conforme se les asignaban sus tareas.

Por ultimo, quedaron sólo Lincoln y su grupo de amigos, con excepción de Clyde que aun no regresaba del baño.

–Y recuerden bien que lo del cumpleaños del director es de sorpresa –acabó de indicar Cheryl a este grupo que estaría a cargo de dirigir todo–. Por lo tanto debemos tener discreción...

A su vez, precisamente el mencionado cumpleañero pasaba junto a esa misma aula.

–Para que el señor Huggins no sepa nada –oyó decir a su secretaria al pasar.

–¿Qué no sepa nada de qué? –se atrevió a preguntar una vez Lincoln y sus amigos salieron del aula.

–No, nada –se apuraron a responder los cinco.

–Estaban hablando de mi –insistió en indagar el director, al tiempo que Cheryl y la señorita Johnson se escabullían a sus espaldas contando con que los niños no fuesen a soltar la sopa.

–No, claro que no, señor Huggins –se excusó Zach quien fue el primero en emprender una rápida y estratégica huida–. Con permiso.

–Espera...

–Con permiso –lo imitó Liam que tomó otro rumbo.

–Con permiso –igual hizo Stella a la que Lincoln siguió de cerca.

–Con permiso –dijo Rusty, pero el director Huggins si lo logró retener sujetándolo por el cuello de su polera antes de que se alejara como todos los demás.

Con per-mangos, ven acá –replicó el director trayéndolo hacia el–. Tu si me vas a decir que estaban hablando de mi.

–¿No se lo dice a nadie? –le preguntó antes el pelirrojo entre discretos susurros.

–No –respondió susurrando igualmente.

–Yo tampoco –fue lo que dijo Rusty, para luego aprovechar el momento para escapar.

Después de esto, Clyde ya venía de regreso para encontrarse con la puerta abierta del aula vacía, ante la cual el director de la escuela miraba de un lado a otro con la misma preocupada expresión que había mantenido toda la jornada.

–¿Se siente mal? –se le ocurrió preguntar al muchacho de color al topárselo en tal estado.

–¿Qué? –reaccionó el señor Huggins más preocupado ante la incógnita–. ¿Tu también?

–¿Yo también qué?

–No... Es que... La gente... –se explicó rascándose la cabeza pensativo y angustiado–. La he sorprendido hablando de mi... Y cuando llego a preguntarles de que están hablando, se hacen los disimulados. Como si les faltara valor para decirme la verdad.

–¿Cuál verdad?

–... De que me queda muy poco tiempo de vida... Pero... Esto no puede ser posible... Si hoy en la mañana me sentía bien.

–Ja, que coincidencia –comentó Lucy, quien de nueva cuenta pasó junto a ellos en compañía de sus amigos del club fúnebre quienes llevaban cargando los instrumentos que estuvieron tocando hacía rato–. Eso es exactamente lo que dijo mi bisabuela Harriet poco antes de fallecer.

De nuevo, al son de unas lúgubres pompas fúnebres que la orquesta de góticos se puso a ensayar en medio del pasillo, el angustiado director echó andar en estado zombificado hacia el baño de los chicos, en donde se miró directamente al espejo imaginándose que el reflejo que le devolvía la mirada adquiría el aspecto de un esqueleto con sus ropas que aparecía acostado dentro de un féretro y en avanzado estado de descomposición.


Para la hora del almuerzo, la comitiva asignada a ayudar a organizar la fiesta sorpresa ya tenía casi todo preparado.

Dicha comitiva, como se mencionó antes, se conformaba por Lincoln, Liam, Zach, Rusty y Stella; pero faltaba Clyde, a quien extrañamente no habían visto desde la hora del receso y menos habían tenido chance de ir a buscar con tantas cosas que les faltaba por hacer.

Como tal, la maestra Johnson se reunió en una de las mesas con los lideres de la comitiva, Lincoln y Stella, mientras se tomaban un breve descanso de ir de aquí para allá.

–¿Una caja de chocolates? –exclamó la niña filipina cuando su maestra puso sobre la mesa el regalo que había ido a comprar durante la hora del receso–. ¿Es todo lo que va a poner para festejar al director Huggins?

–Bueno –repuso la señorita Johnson–, es que toma en cuenta que con mi sueldo de maestra no me alcanza para más.

–Oh, entiendo.

Entretanto, el mencionado director se asomaba discretamente por la puerta de la cafetería tratando inútilmente de escuchar la conversación que era sostenida por la maestra y sus alumnos.

Atrás suyo también se hallaba Clyde McBride, quien de hecho se había mantenido con el todo ese tiempo en afán de brindarle apoyo desde que lo oyó decir que creía estar moribundo.

–Oye, Clyde –le susurró el director al muchachito–, me parece que Lincoln y la maestra Johnson están hablando de mi. Hazme un favor; ve muy disimuladamente a tratar de escuchar lo que están diciendo y luego me lo vienes a contar a mi, ¿si?

–Si señor –asintió el otro, e inmediatamente se ocultó en un tacho de basura y cruzó las puertas de la cafetería.

–Ya sé –sugirió Stella, en tanto Clyde se acercaba de puntitas a la mesa donde se hallaban reunidos–, ¿qué tal si además le compramos unos taquitos del Buffet Franco-Mexicano Jean Juan?

–No, Stella –se negó Lincoln rotundamente–. Jamás en tu vida te acerques a probar algo de ese lugar, a menos que quieras pasar un fin de semana entero en el baño sudando como pollo en rosticería.

–Hay, ¿no crees que estás exagerando?

–Lincoln tiene razón. El dueño de ese lugar no inspira nada de confianza –secundó la maestra, en el momento preciso que Clyde se posicionó discretamente al lado de la mesa y asomó la cabeza por la tapa del tacho con el que iba cubierto para oír mejor–. Tiene toda, pero toda la carne en muy mal estado; la pancita, dura, tiesa; el hígado, totalmente descompuesto; y los riñones, peor, materialmente podridos.

–Que lastima –dijo Stella negando con la cabeza decepcionada.

Al oír eso, Clyde ahogó una exclamación y volvió a alejarse de puntitas rumbo a las puertas de la cafetería.

–Ya los oí –avisó al director Huggins afuera del lugar sin haber salido de su ingenioso disfraz–. Dijeron que tiene toda la carne en mal estado.

–No... –exclamó el hombre palideciendo de tal modo que no tendría nada que envidiarle a Lucy y sus amigos del club fúnebre.

–Y la pancita, dura, tiesa –continuó Clyde, repitiendo exactamente la misma palabra que había oído pronunciar a su maestra en español.

–Y yo creía que era por el ejercicio –balbuceó el pobre infeliz cada vez más aterrado.

–Y el hígado totalmente descompuesto –prosiguió el chico ante su expresión en la que se iba denotando cada vez más y más angustia–. Y los riñones, peor, materialmente podridos.

–Y por la comida no te preocupes –aclaró a su vez Lincoln en la mesa en la que se hallaba reunido con Stella y la señorita Johnson–. Ya hablé con mi papá y dijo que podíamos contar con que el iba a preparar el pastel junto con unos sandwiches, limonada para los más chicos y café negro para los mayores; e incluso ofreció dejarnos celebrar la fiesta en su restaurante. ¿No es genial?

–Si –asintió su amiga.

–Además de que Cheryl ofreció hacer sus famosas milanesas de ganso en salsa verde que sólo ella sabe preparar –añadió el albino.

–Bueno, eso cubre la comida –dijo la maestra–. Pero... ¿Alguno sabe cuántos años cumple el director Huggins?

–Creí que usted sabía –repuso Lincoln–. ¿O que Cheryl no le dijo?

–La verdad, no. Pero no creo que pase de entre los cuarenta y cincuenta.

–Bueno, pero necesitamos saber cuántas velitas vamos a necesitar.

–Norm el conserje me dio estás que usa cuando se va la luz –dijo Stella quien sacó cuatro velas grandes de color blanco de su mochila y las puso encima de la mesa–. Pero nada más tenía cuatro en existencia.

–Stella, esas velas son muy grandes para un pastel de cumpleaños –señaló Lincoln.

–No importa –dijo la maestra–. Podemos hacer de cuenta que una de estás velas equivale a más o menos unas diez de las que son chiquitas, y así de paso le hacemos creer al señor Huggins que es más joven.

–Bueno –repasó Lincoln, en el momento en que, nuevamente, Clyde se posicionaba discretamente junto a la mesa bajo el tacho de basura con el que iba cubierto y asomaba su cabeza por la tapa para oír el resto de la conversación–, entonces ya tenemos la caja que compró la señorita Johnson, las cuatro velas que trajo Stella y mi papá dijo que se encargaba de preparar el café y todo lo demás en su restaurante. Listo, ya todo es cosa de llevar allí al señor Huggins después de clases y estará hecho.

De nueva cuenta, Clyde se escabulló a prisa bajo su disfraz de tacho a informar al director aquello ultimo que acababa de oír.

–Ya le compraron la caja –avisó afuera de la cafetería.

–¿Qué? –indagó el asustado hombre ante la idea de próximamente estar dentro de un féretro.

–Y Stella ya trajo cuatro velas –continuó contando Clyde con voz agitada, pensando igualmente que se trataban de la decoración que tradicionalmente se coloca en torno al ataúd–. Y... El señor Loud se va a encargar de preparar el café y todo lo demás en su restaurante. Lincoln dijo que lo tenían que llevar hoy allí después de clases.

–¿Te das cuenta, Clyde? –apenas pudo articular palabra el pobre hombre que ahora sentía unos horribles escalofríos recorriendo su cuerpo–. Todo lo tenían preparado de antemano. Y esto sólo quiere decir una cosa: que me voy a morir, y de seguro esta misma tarde celebran mi velorio en ese restaurante que tu dices.

Después de que el director y el joven McBride se echaran a llorar desconsoladamente por un rato, Clyde volvió a escabullirse dentro del tacho de basura a ver que otra información relevante de tan horrible hecho podía recopilar, ahí en la mesa en donde se hallaban reunidos Lincoln, Stella y la señorita Johnson.

Pero mucho antes de que el llegara, la señorita Cheryl salió de la cocina de la cafetería y se adelantó a aproximarse ahí mismo.

–Oigan –se dirigió a ambos niños–, ¿alguno de ustedes ha visto a su amigo Liam?

–Yo le di permiso de ir con sus otros compañeros a armar la decoración en el restaurante del papá de Lincoln para la fiesta –explicó la señorita Johnson.

–Hay, rayos.

–¿Qué pasa? –preguntó Stella.

–Es que la abuela de Liam trajo un ganso de su granja. El que dije que iba a necesitar para preparar mi receta de milanesas en salsa verde. Pero ella lo vino a dejar justo cuando yo salí un momento al baño a lavarme las manos, y luego se fue antes de que regresara a la cocina y pudiera verlo.

–Si, ¿y que pasa? –insistió en preguntar la señorita Jonson–. No me diga que está muy flaco.

–No, al contrario, está bien gordo; pero el problema es que está vivo y yo no sé como se mata a un ganso.

–Ese no es ningún problema –dijo Lincoln, en el momento que Clyde se posicionó junto a la mesa por tercera vez y asomó discretamente su cabeza por la tapa del tacho–. Yo lo mato.

–Hay, muchas gracias, biscochito de crema –sonrió la señorita Cheryl, al tiempo que Clyde se encogió espantado dentro del tacho y empezó a alejarse de puntillas tan rápido como pudo, pero procurando no hacer ruido para no ser descubierto–. Pero procura matarlo con mucho cuidado, para que no sufra mucho.

–Si, eso ya lo sé.

–¡No se va a morir usted! –informó con voz entrecortada el chico McBride al director Huggins afuera de la cafetería.

–¿No? –sonrió el hombre esperanzado de que todo lo que creía no fuese más que un malentendido.

–Lo van a matar –aclaró Clyde sin poder creer el mismo lo que estaba diciendo.

–¿Qué?... –el señor Huggins se arrimó contra una pared, dado que al oír eso sintió que sus piernas se volvían de gelatina–. ¿Quién me va a matar?

–Lincoln –respondió Clyde, aturdido ante la idea de que su mejor amigo se hubiese ofrecido a cometer un acto tan deleznable.

–¿Qué?... Pero si hace tiempo que no lo castigo.

–Y la señorita Cheryl, dijo que lo maté con cuidado para que no sufra mucho.

–¿La señorita Cheryl?, ¿mi secretaria?... Quiere que me maten con mucho cuidado para que no sufra mucho... Eso quiere decir... Que de todos modos me voy a morir... Y lo que quieren es evitarme los dolores de la agonía...

–Oye, Lincoln –quiso preguntar Stella de vuelta en la mesa en la que se hallaban reunidos–, ¿pero tu de verdad sabes cómo se mata un ganso?

–Claro que si, Liam me enseñó –respondió, en el momento exacto en que esta vez el señor Huggins entró el mismo en la cafetería, decidido a confrontarlos tras creer saber aquello que se traían entre manos–. Primero, tendría que estrangularlo con mis manos hasta que deje de respirar y después lo remató rebanándole la garganta con un cuchillo.

Al oírlo decir eso ultimo, el director detuvo su paso en seco a medio camino y se agarró el cuello como queriendo protegerse instintivamente, mientras el resto de los alumnos lo miraban extrañados desde sus mesas.

–Después –prosiguió el peliblanco con su explicación–, habría que colgarlo de cabeza para que se le salga toda la sangre y hasta mientras habría que quitarle las plumas.

Sin saber porque Lincoln mencionó eso, el señor Huggins se apuró a sacar los bolígrafos que llevaba en el bolsillo de su camisa y los arrojó por arriba de su hombro.

–Por ultimo –continuó el chico albino–, hay que abrirle el vientre en canal y se le sacan las viseras y todo lo de adentro y...

¡KAPOOW!

En el acto, la cafetería quedó en completo silencio y la atención de todos ahí – incluyendo alumnos, profesores y las cocineras– se dirigió directo al director de la escuela que acabó cayendo desmayado del susto en medio del lugar.


Un par de horas después de que finalizaran las clases, y de que se aclarara el malentendido, la fiesta sorpresa se llevó a cabo en el restaurante del señor Lynn tal y como se planeó; salvo que Huggins si se enteró de todo al final.

Para la ocasión habían asistido todos los alumnos y profesores de la escuela primaria de Royal Woods; pero Clyde McBride, a el nadie lo había vuelto a ver después de que el director Huggins se desmayará en medio de la cafetería de la escuela. Tampoco llegó a contestar ninguno de los mensajes que le mandaron Lincoln y el resto de su grupo de amigos, por lo que al final los cinco tuvieron que salir en medio del festejo a buscarlo para que al menos estuviese presente a la hora de partir el pastel.

Feliz cumpleaños a usted. Feliz cumpleaños a usted –canturrearon hasta entonces los demás alumnos y profesores al festejado–. Feliz cumpleaños a usted. Feliz cumpleaños a usted.

–Gracias, gracias, muchas gracias... –sonrió el director Huggins después de apagar las cuatro velas de un soplo y de que todos aplaudieran–. Bueno, ¿pero por qué no me dijeron desde un principio que el secreto era por mi cumpleaños?

–Pues porque era un secreto –explicó Cheryl.

–Y porque tampoco queríamos recordarle lo viejo que usted está –se echó a reír el entrenador Pacowski en tono de broma.

–Pero usted no se queda muy atrás, ¿eh? –dijo el director en su defensa.

–Bueno, la verdad es que todos nosotros estamos viejos –comentó la señorita Johnson con un mínimo dejo de melancolía–. Este mundo pertenece a los jóvenes, y nosotros, pues, nosotros ya vamos de salida.

–Hay, no, no diga eso –interrumpió Lola desde una de las mesas asignadas a los niños–. El mundo pertenece a todos.

–Claro que si –secundó Lana–, y ser joven no significa tener pocos años.

–Porque la juventud se lleva en el espíritu –aclaró la otra gemela–, y uno puede ser joven todos los años que quiera. ¿Verdad, Lana?

–¡Por su puesto! –contestó su hermana, tras lo cual Luna y su banda aparecieron por detrás de la barra del restaurante y empezaron a tocar una alegre tonada; pero no haciendo uso de sus instrumentos de rock de siempre, sino de trompetas, saxofones y tubas en general.

–Si tu eres joven aun, joven aun, joven aun...

–empezaron a cantar Lana y Lola en coro después de subirse a la barra y empezar a bailotear en perfecta sincronía al compas de la música tocada por el grupo de rockeros–.

Mañana viejo serás, viejo serás, viejo serás...
A menos que con afán, que con afán conserves,
tus inquietudes y así nunca tu crecerás.

–Jóvenes hay de ochenta y tantos años...

–prosiguió a cantar Lola en solitario.

–Y viejos hay que tienen dieciséis...

–Le siguió Lana.

–Porque vejez no significa arrugas...

–Y juventud no implica candidez...

–Si tu eres joven aun, joven aun, joven aun...

–volvieron a cantar las gemelas en coro–.

Mañana viejo serás, viejo serás, viejo serás...
A menos que con afán, que con afán conserves,
tus inquietudes y así nunca tu crecerás.

–Un joven es aquel que vive limpio...

–volvió a cantar Lola en solitario.

–Con un ideal y metas que alcanzar...

–prosiguió Lana.

–Anciano es quien pierde la pureza...

–Anciano es quien deja de estudiar...

–Si tu eres joven aun, joven aun, joven aun...

–corearon ambas de nueva cuenta, esta vez siendo acompañadas por todos los presentes en el restaurante incluyendo adultos y niños por igual–

Mañana viejo serás, viejo serás, viejo serás...
A menos que con afán, que con afán conserves,
tus inquietudes y así nunca tu crecerás.

–Los viejos no resisten los fracasos...

–siguió cantando Lana.

–No pueden ya volver a comenzar...

–continuó Lola.

–El joven que tropieza en el camino

–corearon las dos–,

con prontitud se vuelve a levantar...

–Si tu eres joven aun, joven aun, joven aun...

–volvieron a corear alegremente todos en el restaurante–.

Mañana viejo serás, viejo serás, viejo serás...
A menos que con afán, que con afán conserves,
tus inquietudes y así nunca tu crecerás.

Miren, miren ahí viene el señor Quejón –comentó entretanto la pequeña Darcy quien se asomó por la puerta–. Es el viejo más joven que conozco (ji ji).

Pues tu lo dirás por Petra, pero la chismosa es Juana –gruñó el anciano que acabó por ingresar llevando consigo un regalo envuelto.

Oiga, señor Quejón –se atrevió a preguntar la inocente niña–, ¿y como cuántos años tiene?, ¿eh?

¿Yo? ¡Todos! Pero, si tu eres joven aun, joven aun...

–Mañana viejo serás, viejo serás, viejo serás...

–corearon en conjunto el viejo y la chiquilla quienes se pusieron a bailotear al ritmo de la música. Lo mismo que hicieron todos los demás. Incluso hubo algunos que se subieron a hacer eso arriba de las mesas–.

A menos que con afán, que con afán conserves,
tus inquietudes y así nunca tu crecerás.
Si tu eres joven aun, joven aun, joven aun...
Mañana viejo serás, viejo serás, viejo serás...
A menos que con afán, que con afán conserves,
tus inquietudes y así nunca tu crecerás.

El número musical terminó con todos volviendo a ocupar sus asientos y felicitando con un masivo aplauso al director Huggins, quien ahora se sentía revitalizado y con un mayor animo al que había tenido esa mañana.

No obstante, aquel emotivo momento fue interrumpido por Stella quien acto seguido entró corriendo al restaurante como si la estuviese persiguiendo el mismísimo diablo, al tiempo que gritaba aterrorizada:

–¡Auxilio, auxilio, socorro! ¡Maestra Johnson, señor Huggins! ¡Ayuda, por favor! ¡Clyde se volvió loco!

–¡No voy a dejar que lo maten! –vociferó el joven McBride, que entró justo después de ella con un bate de metal en mano–. ¡Tranquilo, señor Huggins, no voy a dejar que lo maten! ¡A Lincoln y a los otros ya los arreglé, pero nada más me falta Stella!

–¡No!

Dicho esto, el chico de color salió a corretear a la aterrorizada filipina con intención de molerla a palos; primero alrededor de las mesas y después rumbo a las puertas del establecimiento por donde salió huyendo despavorida.

Cuando el señor Huggins y los demás fueron a asomarse afuera a tratar de entender que diablos estaba pasando, primero observaron a Stella corriendo de un lado a otro tratando de huir de Clyde a lo largo de la calle, y después encontraron a Lincoln, Liam, Zach y Rusty dispersos alrededor de las puertas del restaurante, inconscientes y brutalmente apaleados, con al menos media docena de chichones brotando de la cabeza de cada uno.

FIN

Dedicado a la memoria de Roberto Gomez Bolaños, cuyo fallecimiento cumple siete años a la fecha de haberse publicado este fanfic.

Te extrañamos mucho, Chespirito.

Gracias por siempre.