Nota incial: Casi dos meses más tarde, aquí os traigo un nuevo capítulo de esta historia que no sé a vosotros, pero a mi me cautivó desde el primer momento que pensé en ella. He tardado, lo sé, pero en mi defensa diré que ha sido un capítulo MUY difícil de escribir, y también MUY largo. ¡Tiene 10 páginas más que el anterior, casi 20k! No os podéis quejar, ¿eh? En fin, que aquí os lo dejo para que disfrutéis y os enamoréis (y sufráis un poquito(?)) de estos Kagome e InuYasha que aquí presento. Este capítulo está enteramente dedicado a ellos, y a ti, querido lector, que una vez más decides darme un voto de confianza. Espero que te guste :)

¡Nos leemos abajo!


~Larga vida a la Reina~


Kagome había llegado a aceptar al silencio como a su más viejo y apreciado amigo.

Siempre se preguntó cómo se oiría el trinar de los pájaros, o cómo se escucharían las hojas de los árboles al moverse por la acción del viento. El discurrir de un río, sus pasos al caminar sobre la hierba alta. El sonidito de las patitas de las ardillas al escalar los árboles, saltando de rama en rama y jugueteando entre ellas.

Cómo sería escuchar su voz, o su risa. Ese chasqueo que hacía con la lengua cuando se molestaba por algo. El bufido que soltaba cuando el mundo le parecía ridículo.

Su nombre saliendo de sus labios.

Durante muchos años, Kagome había vivido en el más absoluto silencio y a decir verdad nunca se molestó por ello. Es decir, obviamente notaba la falta, era plenamente consciente de la tara que tenía, pero, así como dicen: ¿cómo puedes echar de menos algo que nunca has tenido, que nunca has conocido? Vale que no tuviera audición, pero ella no lo necesitaba. Se bastaba de sus ojos, de su tacto para desenvolverse en el mundo, y por supuesto tenía la inquebrantable compañía de su InuYasha, el mejor compañero de vida que podría haber tenido jamás. Él era su todo. Su mejor amigo, sus oídos, su guardián, su compañero de travesuras, su alma gemela en la lucha; su maldito segundo corazón.

Kagome le debía a InuYasha mucho más que su vida física, el cuerpo que luchaba cada día por llevar oxígeno a sus pulmones y bombear sangre en sus venas. InuYasha no solo había dedicado su vida a protegerla, a evitar que fuera dañada, sino que también había sido el pilar fundamental de su existencia. Había estado con ella ayudándola, apoyándola, sosteniéndola en cada paso que había dado; en cada decisión que debía tomar; en cada momento de duda que había tenido. Como una acogedora sombra en un caluroso día de verano, Kagome no conocía lugar más seguro que sus brazos. Su mirada era el lugar donde adoraba perderse, simplemente amando ver cuán brillantes se veían con la luz directa del sol o cómo se oscurecían cuando estaban juntos.

Si alguna vez le hubieran preguntado a una Kagome de siete primaveras qué estaría dispuesta hacer por InuYasha, ella indudablemente habría respondido que todo; absolutamente todo lo que hiciera falta. Pero había que tener en cuenta que siendo una infante todavía creía que las cosas malas solo podían venir de una maldición impartida por una malvadas hadas y duendes o por aquellos seres que solo existen en los cuentos que Izayoi le contaba desde que tenía uso de razón. ¿Qué podía haber de peligroso en el mundo real?

Se relacionaba y convivía con los demonios. Con los seres que, racionalmente, eran los villanos de las historietas. En realidad, ¿qué podía haber más peligroso que eso?

Nunca pensó que llegaría un día en el que tendría que proteger a InuYasha y a su gente de su especie.

Que sería ella la que lideraría la batalla contra los humanos.

·

·

El primer recuerdo que tenía Kagome de su niñez era uno en el que estaba tumbada junto a un fuego. Algo cálido le rodeaba de frente y al abrir los ojos lo único que podía ver era blanco. Sentía una sensación de cosquilleo en el rostro y cuando estiraba el brazo para apartarlo, sus dedos se aferraban a algo peludo. Tiraba, y el bulto a su lado se movía. Entonces, sentía algo húmedo rozándole la mejilla y su pecho burbujeaba de alegría.

Ahora, viéndolo en retrospectiva, Kagome sonreía a sabiendas porque sabía que se trataba de InuYasha, quién tenía la costumbre de acurrarse con ella en su forma animal en las noches más gélidas para ayudarla a paliar el frío. Desde pequeña adoraba la pelambrera del chico en su forma perruna y siempre que podía intentaba echarle mano para poder sentir la suavidad y ligereza de sus hebras. Por supuesto, al ser una niña, en numerosas ocasiones no llegaba a medir la fuerza de sus dedos y esas caricias terminaban siendo más tirones que otra cosa, y era algo que irritaban muchísimo a InuYasha. Pese a todo, nunca llegó a oír ninguna queja de su parte.

Oír.

Error. Mala elección de palabras. No llegó a ver, sería más bien.

Como se había dicho, Kagome no podía mentir y decir que nunca echó en falta ese sentido, pero tampoco sería verdad declarar que se mortificaba por ese hecho. En realidad, la joven no necesitaba ningún sonido para conocer cada pensamiento o idea que pasaba por la mente del muchacho. Tan solo necesitaba echar un vistazo a su expresión, a la tirantez de sus hombros o a la postura de sus brazos para saber en qué estado de ánimo se encontraba. Y ella también era un libro abierto para el joven. A veces, ese hecho le molestaba en demasía porque no podía esconder nada que él no supiera o intuyera tarde o temprano, pero la mayoría de las veces simplemente se sentía profundamente feliz y emocionada de sentirse comprendida.

Por saber que, aunque fuera por un momento, podía ser partícipe de ese mundo que le rodeaba y que le había sido vetado desde siempre.

Era tal la sincronización que tenían Kagome e InuYasha que habían llegado a crear un lenguaje propio, uno lleno de muecas, distintas expresiones faciales y gestos con las manos o garras para entenderse entre ellos. Este hecho había salvado a la joven de muchos problemas, pues había servido para ordenarle que se escondiera porque venían animales salvajes o demonios irracionales, así como también para indicarle que era el momento de huir de las broncas de Izayoi por no tender bien la ropa. No podía oírla, pero Kagome se imaginaba perfectamente el tono de indignación de Izayoi cuando les recriminaba por estar "compinchados" en sus travesuras, y en su cabeza sonaba hermosa.

En el segundo recuerdo que tenía Kagome de su niñez, ella era un poco más mayorcita y se encontraba correteando por entre los árboles persiguiendo a unas astutas ardillas que huían de ella temiendo ser pillas y vapuleadas por su esponjosa cola. En uno de esos pasos, no vio una raíz que sobresalía a sus pies y tropezó, cayendo y haciéndose sangre en las palmas de las manos y rodillas. Segundos después, alguien estaba sosteniéndole las primeras con infinito cuidado mientras la incorporaba. Kagome, con los ojos húmedos por las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas, clavó su mirada en unos orbes dorados que la observaba preocupados. Un InuYasha de unos ocho años le sonrió y sacudió la cabeza lentamente. «No pasa nada», le decía. «Todo está bien, no ha sido nada». Los labios de Kagome se arrugaron hasta formar un puchero, y entonces sintió una mano de él sobre las suyas propias, tocándola con cuidado para no rozar los raspones de sus palmas. Kagome inclinó la cabeza hacia el pecho de él, y rápidamente los brazos de él la sostuvieron por la cintura y la alzaron en volandas para cargarla.

Mientras se dirigían a las orillas del riachuelo más cercano, Kagome sentía los labios de InuYasha sobre su cabello y cómo estos se movían, seguramente dedicándole palabras de calma y aliento. Y aunque no podía ser cuáles eran, el simple hecho de tenerlo a su lado, de sentir la vibración del aire, el retumbar de su pecho bajo la mejilla… le hizo sentir cuidada y protegida.

Sin embargo, hubo una parte pequeña, muy pequeña de ella, que emergió en su pecho y trajo consigo una idea que desde ese momento le perseguiría y acecharía por los rincones de su mente: ¿por qué? ¿por qué yo? ¿por qué soy así?

InuYasha, como si de alguna manera pudiera percibir la dirección en la que iban sus pensamientos y la forma en la que se le había cambiado humor de sopetón, la dejó con mucho cuidado sobre las piedrecitas cercanas al curso del río. Se acuclilló delante de ella y con un movimiento de cabeza, le indicó que las hundiera en el agua. Kagome siseó y su primer impulso fue apartarlas, pues se encontraba muy fría, pero InuYasha las retuvo ejerciendo la suficiente fuerza como para que no se pudiera mover pero que tampoco le hiciera daño.

La niña hizo un nuevo puchero pero se quedó en el sitio, sintiendo la suavidad de los dedos de InuYasha al limpiarle suavemente la herida. Cuando terminó, pasó a hacer lo mismo con las rodillas, aunque esta vez era él el que le echaba agua con sus manos en forma de cuenco. Kagome siseó otra vez y cerró los ojos, sin embargo, aguantó estoicamente. Después de los segundos más largo de su pequeña vida, sintió una caricia en la mejilla y cuando abrió los ojos se encontró con la mirada ambarina de un joven InuYasha.

Él le sonrió, esa sonrisa ladeada que le dejaba ver uno de sus colmillos superiores, y entonces se llevó una mano al pecho, a la altura de su corazón, y con su dedo índice hizo una cruz sobre la superficie de su piel. Después, asintió con la cabeza, su semblante repentinamente serio. Kagome por un segundo no supo qué hacer, y así se mostró en su rostro, por lo que InuYasha volvió a imitar el gesto, solo que esta vez la señaló a ella y a sus heridas. Instantes después, sonrió.

De pronto, Kagome lo supo. Una tímida sonrisa se formó en sus labios y lentamente hizo la cruz sobre su corazón para después también asentir.

La sonrisa de InuYasha se hizo mucho más grande, hasta casi cogerle el rostro por completo, y la atrajo hacia él en un fuerte abrazo.

«¿Estás bien? ¿Estás herida? ¿Te sigue latiendo el corazón?», le había dicho. Un solo gesto, pero que tenía un gran número de significados.

«Estoy bien» fue la primera palabra de un lenguaje que solo ellos dos supieron entender a la perfección.

·

Kagome tenía doce años cuando esas tímidas tentativas de lenguaje se convirtieron en todo un hecho asentado. Y aunque podía hablar con varios de su manada, como Izayoi e Inu No, quién realmente la conocía a la perfección hasta el punto de saber en todo momento qué quería decir y de conocer el significado de los nuevos símbolos gestuales solamente por el contexto, era InuYasha.

Su querido y protector InuYasha.

Convertido en su fiel sombra, no había lugar en el que no estuviera uno, que el otro no se hallara revoloteando por ahí. Todos los de la manada ya se habían acostumbrado a aquel dúo y prácticamente los consideraban como una sola alma que habitaba en dos cuerpos físicamente separados. No por nada, comían juntos, dormían juntos y estaban prácticamente todo el día juntos. Los únicos momentos en los que se separaban era cuando tocaba el turno del aseo de las mujeres en los que Kagome se escabullía con Izayoi y las demás hembras al lago, o cuando InuYasha era obligado a entrenar junto a su padre, aunque en estas últimas veces no ocurría siempre, pues conforme la joven iba creciendo, así lo iban haciendo sus ganas de aprender a luchar y defenderse por sí misma.

Pronto, Kagome impuso su deseo de formarse en el arte de la guerra, por lo que se convirtieron en compañeros de batalla también, y ese lenguaje evolucionó y pasó a referirse asimismo al mundo bélico. Con solo un gesto de manos o movimiento de cabeza, Kagome sabía dónde se encontraba la presa que debía cazar con su arco o por dónde pensaba atacar su adversario. Como una máquina bien engrasada, Kagome no necesitaba oír para conocer lo que se cocía a su alrededor. Con una vista de lince desarrollada e InuYasha a su lado, lo tenía todo controlado.

En suma, Kagome era consciente de que no podía quejarse de la vida que le habían regalado. Cuando sus verdaderos padres la abandonaron en el boque con tan solo unos meses de vida, sus respiraciones debían de haber estado contadas. Fue un golpe de suerte – Izayoi prefería llamarlo un giro del destino – el hecho de que le hubieran dado una nueva oportunidad a la que pensaba aferrarse con todas sus fuerzas. Y si le dieran a elegir, jamás habría escogido otra cosa a su presente: tenía a un poderoso hombre al que veía como un padre, una amorosa y de fuerte carácter mujer que quería como si fuera su madre, una manada que la consideraban como una más de su familia… y a InuYasha. Aquellos árboles que la cobijaban eran su hogar; los demonios perros y demás especies, su gente y su deseo de formar parte de la manada, su aspiración en la vida.

Poco a poco, con mucho tesón y ganas, fue labrándose su lugar en ese mundo. Como humana, como mujer y como persona sorda, muchos habrían pensado que su vida debería haberse resumido en el cuidado del hogar, la crianza de los cachorros de la manada y poco más, pero Kagome supo desde que era una cría que ella siempre querría ser algo más. No sabía a qué se debía, quizás a esa necesidad de querer retribuir de alguna manera todo lo que le había sido dado, quizás su alma tempestuosa e intrépida que la hacía dar todo de sí… pero nunca se conformó con el sino que le había sido dado. A base de sangre, sudor y lágrimas, aprendió a luchar, se impuso a las miradas de desconfianza y superioridad que le dedicaban, a las burlas que no oía, pero sabía que se hacían a su costa, y largo tiempo después, terminó llegando el momento en el que dejaron de verla como la pobre humana sorda y abandonada, que había sido acogida por el gran magnánimo Inu No y su compañera medio demonio Izayoi, para convertirse en una más en la línea de batallas entre los hombres del Gran General demonio perro en la Guerra de los Dos Reinos. Se ganó el respeto de sus compañeros, aquellos que en un principio habían recelado de su valía, y la aceptaron por completo.

Solo hubo una persona – bueno, dos, en realidad, si contamos a Inu No – que no dudó de ella en ningún momento, a pesar de que prefería cortarse un brazo de cuajo que ponerla en peligro.

La noche de su juramento, la noche en la que, bajo un interminable manto de estrellas y una gran luna llena, se hincó de rodillas, su espada clavada en la tierra frente a ella, y prometió servir fielmente a su pueblo, se le quedó profundamente grabada en su cabeza, corazón y alma. Siempre recordaría lo feliz que estaba. Lo orgullosa de sí misma que se sentía.

El brillo de su mirada castaña mientras en su cabeza se decía «prometo dar todo de mí misma hasta que muera» relucía con la misma intensidad que los ojos ambarinos que observaban toda la escena embobados.

·

A sus diecisiete primaveras, Kagome podía estar segura de dos cosas:

La primera es que nunca volvería a jugar con InuYasha cerca de un lugar lleno de ortigas, sobre todo si después tenía que asistir a un acto importante y del cual no podía ausentarse. Por todas las estrellas en el cielo, los brazos le estaban matando. Lo único que quería era arremangarse las mangas de la túnica que Izayoi le había hecho y rascarse la piel con las uñas hasta, seguramente, hacerse sangre. ¡Era inaguantable! Mira que le dijo que tuviera cuidado. Maldito fuera él y su gruesa capa de pelambrera que le aislaba de los objetos malignos – realmente malignos – de la naturaleza, y maldita sea su enclenque piel humana. Se vengaría. Pronto. Ya lo pillaría en algún momento con la guardia baja.

La segunda cosa de la que estaba segura era que la vida daba muchas vueltas. Que no se podía dar nada por sentado. Que nunca se podía decir nunca, ni de esta agua no se beberá. Por todos los cielos, quién se lo iba a decir, después de tantas y tantas noches llorando frustrada porque sentía que no estaba dando todo de sí, porque una voz le susurraba que nunca podría considerarse una completa, y mírala ahora… a pocos minutos de ser considerada como una guerrera de la manada, un alma que dedicaría su cuerpo y alma a luchar y proteger a su gente.

Kagome suspiró nerviosa y retorció entre sus dedos la punta de la trenza en la que había recogido su cabello oscuro. De pronto, sintió un suave golpe en el dorso de su mano y cuando giró el rostro, se encontró con la ceja arqueada de Izayoi, su madre, quién tenía los brazos arqueados sobre su cintura.

«¿Estás bien?», preguntó Izayoi, llevándose la mano al corazón.

Kagome tuvo el repentino impulso de sacudir la cabeza para negarlo, pero se obligó a respirar hondo y asentir. Esto no era nada. Estaba preparada. Llevaba días mentalizándose. No podía ponerse ahora a temblar como un cachorro.

Izayoi suspiró y se acercó a ella para rodearla con sus brazos. El ligero aroma a frutas del bosque y lirios penetró por las fosas nasales de la muchacha y Kagome sintió sus músculos destensarse inmediatamente. Era un acto reflejo, pues toda ella sabía que cuando ese aroma estaba cerca, todo iría bien. Si era sincera consigo misma, últimamente lo había necesitado más de lo necesario, pero ese hecho era algo que nunca lo diría en voz alta – o, en su caso, lo daría a entender.

Cerró los ojos e inspiró hondo, ahogándose en ese aroma tan familiar y la apretó por un segundo más. Entonces, se alejó y mientras lo hacía, una sonrisa se instaló en su rostro. Izayoi acunó sus mejillas, regresándole el gesto.

«Estás muy mayor», le dijo, haciendo con una mano el gesto que hacía referencia a "lo antiguo". «Y muy hermosa», le señaló el rostro.

«Gracias, madre.»

La sonrisa de Izayoi creció y las arrugas en su rostro se marcaron aún más. Kagome intentó no centrarse en ellas porque cuando lo hacía, así como también en las canas que poco a poco se iban adueñando de su cabellera azabache, no podía evitar pensar que cada día que ella iba creciendo, su madre lo hacía también; y podría llegar un momento en el que ella…

Como cada vez que pasaba, se obligó a apartar esos pensamientos de un manotazo. No. Tenía que centrarse en el presente.

«¿Está todo listo?», inquirió apartándose para después pasar las manos por la túnica en un intento de alisar las inexistentes arrugas.

«Está todo bien», cogió sus manos y les dio un suave apretón. «Pronto anochecerá».

Kagome asintió. El ocaso. Cuando el sol se esconde para dar paso a su compañera luna. En el momento en el que los primeros rayos de luna acariciaran las ramas de Goshinboku, ella tendría que rezarles a los dioses para pedirles su bendición. A ellos, y a su General, el gran Inu no Taisho. Entonces, su sangre se derramaría en las raíces del Gran Árbol y el juramento se cerraría.

Kagome había estado ya en varias celebraciones, siempre como espectadora, siempre imaginándose ella en lugar del guerrero, y ahora que su sueño se iba a hacer realidad…

Había olvidado como se respiraba con normalidad.

«Kagome», señaló de pronto su madre, realizando el gesto que la representaba a ella: una ligera variante de la que significaba "feliz". La muchacha la miró atentamente. «Yo… me siento muy orgullosa de quién eras y de quién eres ahora…»

Sus ojos estaban acuosos, pero sonreía, y Kagome tenía que dar todo de sí para no ponerse a llorar como una tonta.

—Bendigo el día en que te trajeron a mis brazos, hija mía— terminó susurrando, llevando una mano al corazón de ella. Hablaba despacio y gesticulando mucho para que ella pudiera leerle los labios al menos, y es que Kagome comprendía la sensación de frustración porque las manos se quedaban cortas para decir todo lo que quería sacar de su corazón. Ningún gesto podía expresar lo que ella estaba sintiendo en ese momento— Me has hecho la madre más feliz de los confines de la tierra. Nunca habría deseado a otra hija que no fueras tú. Aunque no seas sangre de mi sangre, te amo así. Eres mi hija de corazón.

«Madre de corazón», asintió Kagome con los ojos llorosos, señalándola para después llevarse la mano a su propio corazón y dejarla justo sobre la de ella.

Sus dedos se entrelazaron en aquella posición, y durante lo que duró un latido, el mundo se detuvo. Fue de ellas. Madre e hija de corazón.

Entonces, Izayoi suspiró y una boba sonrisa se instaló en sus labios.

«Tenemos que irnos o llegaras tarde.»

Kagome, repentinamente más calmada, asintió y cuadró los hombros. Su madre le acarició la mejilla por una última vez antes de soltarla del todo y dar un paso atrás. Cuando volvió a mirarla, su hija había pasado de ser un desastre con ojos llorosos a una fiera guerrera con el semblante serio.

Juntas caminaron por la cabaña donde vivían y atravesaron la larga piel que hacía las veces de puerta. Fuera, el bosque estaba en ligera penumbra, aunque aún se podía ver sin necesidad de fuego, incluso para los ojos humanos de Kagome.

Se colocaron una al lado de la otra y a paso tranquilo se dirigieron hacia donde se erguía majestuosamente el Goshinboku. Por el camino, se encontraron con algunos miembros rezagados que también se dirigían a ver el juramento, pero parecían ser conscientes de lo trascendental que era el momento porque tan solo se limitaban a inclinar la cabeza en un cortés saludo y desaparecer entre los árboles.

Conforme se fueron acercando, aumentaba la rapidez a la que iba el corazón de la joven guerrera y lo mucho que le costaba respirar. Le era difícil, incluso, dar el siguiente paso.

De pronto, su madre se detuvo y le cogió la mano. Kagome la miró y sin necesidad de gesto alguno, entendió lo que sus ojos le decían: «es el momento de dejarte sola». Tragó para diluir el nudo que se había instalado en su garganta, pero no sirvió de mucho; a pesar de todo, asintió y le dio un suave apretón en respuesta. Izayoi le sonrió una última vez antes de desaparecer también por entre los árboles.

Y entonces se encontró sola.

Sola y en silencio.

A sus piernas le costaba moverse, pero se mantuvo firme y caminó. Un paso. Otro. Y otro más. Y entonces traspasó la última línea de árboles para llegar al claro y se encontró cara a cara con la estampa.

Su corazón latió desbocado.

Decenas de demonios se habían congregado a la falda del Gran Árbol: hombres, mujeres y niños por igual. Algunos en su forma humana y otros en su forma canina. Y todos, absolutamente todos, habían puesto sus ojos en ella nada más puso un pie al otro lado de la línea de árboles. Por la forma en la que le miraban, Kagome supuso que el silencio sepulcral debía haberse adueñado del claro.

Por primera vez en su vida agradeció no poder escuchar nada porque estaba segura de que el más mínimo susurro o ruido habría alterado aún más sus nervios. Kagome luchó por no dejarse llevar por el pánico escénico y cuadró sus hombros. Sus pupilas vagaron por encima de las cabezas humanas y perrunas y entonces se quedaron fijas en la persona que se encontraba justo delante de Goshinboku.

Inu No Taisho. El temido guerrero. El general capaz de unificar a todos los demonios. La espada y escudo de su gente. El Gran General demonio perro.

Su padre.

El rostro del hombre parecía estar cincelado en piedra, aunque no era nada que ella no conociera. Pocas cosas hacían sonreír o emocionarse a su padre. La primera, su mujer, y lo segundo, sus hijos. Quizás la lucha, pero no había mucho más. Sin embargo, sus ojos parecían estar hablando por sí solos y Kagome pudo leer en el ámbar de sus pupilas el más puro y feroz orgullo. Un estremecimiento de felicidad la recorrió entera, y nuevas lágrimas se acumularon en sus ojos. Parpadeó repetidas veces para evitar que salieran.

No lloraría. No podía hacerlo. No delante de tanta gente, no en este momento.

Dio un nuevo paso, y los espectadores se abrieron en dos, dejando un largo pasillo que unía su posición con las faldas del Goshinboku. Kagome no se detuvo. Sus ojos estaban fijos en la figura de padre, que aguardaba serenamente a que ella llegara. La oscuridad que lentamente se iba adueñando del lugar le confería sombras a su expresión, en sus pómulos y ojos, y por un momento Kagome pensó que así debían verlo los otros: fuerte, inexpugnable, invencible.

En el ambiente se sentía un aura de emoción, grandeza. Una energía que penetraba por cada poro de su piel y encendía su sangre, llamándola y aclamándola.

—«Bienvenida, Kagome»— dijo en voz alta su padre, también signando las palabras, y esta se detuvo finalmente a unos pasos de él.

La muchacha inclinó la cabeza con reverencia. Sus manos temblaban de forma descarada, por lo que formó puños a ambos lados de su cadera para evitar que pudiera verse; tenía que permanecer tranquila. Se obligó a respirar e inspirar profundamente, su corazón poco a poco volviendo a su ritmo normal.

Cuando alzó la cabeza de nuevo, su padre no estaba mirándola a ella, sino a un punto indefinido a su espalda. Y aunque Kagome no podía oír las pisadas, sin necesidad de mirar, sabía que había alguien acercándose a ellos y, sobre todo, quién era ese alguien. El vuelco de su corazón, el vello erizado de su nuca… esos gestos que siempre estaban presentes cuando él estaba a su lado se lo decían claramente.

Por el rabillo del ojo, atisbó una sombra escarlata y albina caminando hacia ellos segundos antes de que una segunda figura se colocara junto a Inu No Taisho. Los ojos de Kagome no pudieron apartarse del recién llegado.

InuYasha, con el rictus serio, la miraba fijamente. Sus ojos dorados, herencia de su padre, ardían como dos fogatas incandescentes, a pesar de que la luz del sol cada vez iba siendo más tenue. Parecían traspasarla de lado a lado, y sin embargo, Kagome nunca había visto su mirada tan cristalina. Su pecho se había abierto de par en par y con solo una mirada podía ver todo lo que escondía en su interior.

Vestía su característica ropa hecha de piel de rata de fuego, regalo de sus padres, y aunque Kagome siempre lo había visto con ella, había algo en esa ocasión, no sabría decir el qué, que la tenía completamente envuelta. Quizás era la tensión de la tela sobre sus hombros, lo ceñido que le quedaba en la cintura o el trozo de piel que dejaba a la vista en el pecho. La cuestión es que Kagome lo miró, y durante un segundo se recreó por completo en la imagen. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía las manos alzadas y en las palmas sostenía horizontalmente una espada. Una espada que ella conocía perfectamente; cada ángulo de curvatura, lo afilada que era la hoja, cada muesca duramente obtenida.

Era su espada.

Un nudo se apresó en su garganta, dejándola momentáneamente sin respiración, y las lágrimas se amontonaron en sus ojos, amenazando con escaparse a borbotones.

Que InuYasha estuviera allí, con ella, llevando su espalda… solo podía significar una cosa. Este tipo de sucesos solo ocurrían en ocasiones especiales; tan especiales, que incluso con su padre no había ocurrido. En realidad, según le dijo en una ocasión, la última vez que tuvo lugar fue cuando él solamente era un muchacho imberbe y actualmente había llegado a la quinta centena de años.

Compañeros de Ánima.

Muy, muy pocos demonios habían aspirado a ostentar ese juramento. Cuando a un joven guerrero le llegaba el momento y debía comprometerse con la manada, en cierta medida, lo hacía con toda ella. Era uno más del grupo, alguien que había dado su palabra de poner su vida al servicio del grupo al completo para protegerla. Pero jurar junto a tu compañero de Ánima… era ir un paso más allá. Eso significaba que había alguien, ya perteneciente a la manada, que prometía servir junto a ti, en cuerpo y en espíritu. Que daba la cara por ti y conocía cada fortaleza y debilidad tuya, que sabía cómo usar esa información para haceros mutuamente más fuerte. Se hablaba de un vínculo de unión casi completo e inefable. Con un compañero de Ánima, ya no solo te atabas a la manada, sino también a esa persona, vinculándote hasta el punto de que era casi imposible la salvación de uno si su compañero perecía en la batalla.

Era el entendimiento, la constatación, de estar ante un alma dividida en dos cuerpos.

E InuYasha… estaba justo delante de ella… mirándola… como si esperase su respuesta. Como si alguna parte de él mismo realmente creyese que había alguna remota posibilidad de que ella se negase a la promesa.

En todos sus años de enseñanza, aprendiendo de él y con él, apoyándose mutuamente, nunca pensó que podría ocurrirle algo como eso. Los compañeros de Ánima era un relato casi onírico que iba pasando de generación en generación, un suceso muy difícil de presenciar y aún más complicado de vivir… y sin embargo, delante de sus ojos… él…

«¿InuYasha?», inquirió con manos temblorosas, acompañando a su nombre con el símbolo de pregunta.

¿Por qué? ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué? ¿Por qué callaste? ¿Por qué?

En respuesta, él sonrió ligeramente y se encogió de hombros.

Kagome exhaló todo el aire de sus pulmones por la boca. Entonces, InuYasha apartó la mirada para enfocarla en su padre, y cuando Kagome le imitó un poco obligada, descubrió que estaba hablando, no para ella, ni para él, sino para su pueblo. Como en cada juramento, estaba presentando al nuevo miembro.

El corazón de Kagome amenazó por escapársele. El momento había empezado, era imposible dar marcha atrás. No es que quisiera hacerlo.

Observó con el rostro lo más tranquilo posible como su padre hablaba, juntando las piernas para que no se vieran lo mucho que le estaban temblando. No oía, pero no lo necesitaba, porque conocía las palabras de memoria. En anteriores juramentos, InuYasha había estado a su lado traduciéndole cada palabra y ella las había atesorado en su corazón.

Cuando le tocó el turno al muchacho, tres primaveras atrás, ella no se perdió ningún detalle y para ese momento se conocía los rituales y juramentos de memoria de tanto repetírselo InuYasha. Los había repetido mientras su padre lo hacía, como si de alguna manera eso pudiera acercarla a él. Ahora pasaba lo mismo, no era necesario, sin embargo, un nudo se asentó en su garganta cuando vio como su padre signaba a la misma vez que hablaba.

Lo estaba haciendo por ella.

Porque, esta noche, era la protagonista.

Era su noche.

En algún momento, Inu No le ordenó que se arrodillase. Kagome lo hizo y cuando tuvo una de sus rodillas bien plantada en el suelo, extendió los brazos para coger la espada que le tendían. Su espada. Sus dedos se aferraron con fuerza a la empuñadura en el momento que la clavó con firmeza en la tierra delante de ella.

Se quedó mirando fijamente a su padre.

De haber sido otro guerrero debería haber bajado la cabeza, pero ella en ningún momento recibió la orden. Una vez más, estaban concediéndole otra acción a su favor.

—«Kagome, Arquera de Luna»— pronunció Inu No, a la vez que signaba, sosteniéndole la mirada a su hija— «¿Juras por la sangre que corre por sus venas proteger a esta tribu y a su gente? ¿Juras servir a tu pueblo en todo lo que necesiten? ¿Juras no realizar actos que vayan en contra de sus intereses? Si es así, di tres veces "juro" y los dioses y la manada te concederán todos sus buenos deseos.»

Como Kagome no podía decir nada, en su lugar, se llevó una mano al pecho y golpeó tres veces sobre su corazón.

Los ojos de Inu No brillaron e hizo el amago de sonreír, pero pudo contenerse a tiempo. En su lugar, asintió ligeramente y viró el rostro hacia la derecha. Kagome también lo hizo y descubrió que InuYasha ya estaba arrodillado junto a ella, su espada también clavada en suelo. Y estaba mirándola.

Nunca esos ojos dorados habían brillado tanto como esa noche.

Kagome creyó que el corazón no le aguantaría ni un minuto más de lo rápido que le iba.

Entonces, InuYasha miró hacia el frente, hacia su padre, y Kagome pudo tener un segundo para recoger el aliento que repentinamente le faltaba. Cuando se centró en Inu No, este estaba ordenando que cruzasen sus espadas. Con esto, los dos guerreros debían inclinar sus armas (que no sacarlas de la tierra) para que sus hojas quedasen cruzadas formando una X. Después, cada uno tenía que sostener la empuñadura de la espada de su compañero.

—«Kagome, Arquera de Luna, e InuYasha, Perro Veloz, ¿juráis proteger la vida de vuestro compañero por encima de todas las cosas? ¿Juráis unir vuestras fuerzas por el bien de la tribu? ¿Juráis no ir contra los deseos de los compañeros y permanecer siempre unidos? Si es así, decid tres veces "juro" y los dioses y la manada bendecirán esta unión.»

Kagome no dudó en golpearse el pecho otra vez, y por el rabillo del ojo vio a InuYasha imitar sus movimientos, sin pronunciar palabra alguna. Golpe. Golpe. Golpe.

Juro. Juro. Juro.

A continuación, Inu No sacó una pequeña daga del cinto y se la tendió a InuYasha. En las celebraciones normales, era al jefe de la manada a quién le correspondía hacerlo, pero después de haberse convertido en compañeros de Ánimas, ese honor estaba destinado a su compañero. Kagome le tendió su mano y el frío metal se deslizó con rapidez por la tierna piel de la palma. La joven ni siquiera parpadeó cuando se incorporó y caminó lentamente hacia el Goshinboku. Extendió la mano herida y una lágrima de sangre descendió hasta caer en las enormes ramas del árbol.

«Este es mi juramento: derramaré la sangre por mi pueblo siempre que sea necesario», juró en su cabeza.

—«Por el poder de los dioses y el Gran Árbol, proclamo que vuestras almas se han unido, y tú, Kagome, Arquera de Luna, tendrás un lugar en nuestras filas.»

No pudo evitarlo. Una lágrima escapó de sus ojos mientras una enorme sonrisa se extendía por sus labios. Ya estaba hecho. Había terminado. Era una Guerrera de la Tribu, de la manada. Era una más de ellos.

Y se había unido a InuYasha.

Kagome se giró súbitamente y descubrió que una vez más él ya estaba mirándole. Lo vio levantarse, acercarse a ella y extender la mano para enjuagar su lágrima. Lo vio sonreírle, con la más pura y genuina sonrisa que nunca pudo brindarle. Y lo vio llevarse una mano al pecho y golpearse el corazón.

Juro.

Kagome se tiró a sus brazos, y estos la acogieron con gracia y facilidad, señal de que era un gesto que se hacía con mucha asiduidad. Quería decirle tantas cosas, tenía tantas preguntas en su consciencia, pero en ese momento nada le salía porque nada importaba. El momento era de ella, de ellos, y jamás habría cambiado ni un segundo de su vida por temor a nunca haberlo vivido.

InuYasha siempre conseguía sorprenderla. Consideraba como un juego o un reto personal intentar impresionarla con sus muchos regalos. Que si una piel ilustrísima con la que hacerse ropa nueva, un arma de la mejor calidad, piezas de su animal favorito para comer, e incluso alguna que otra piedra preciosa que había encontrado en el río con que el poder adornar su oreja, cuello o cabello… Intentaba hallar algo que no se esperase, porque, según decía, adoraba ver el rostro de desconcierto, intriga y felicidad genuina que le brindaba en ese momento. Pero esta vez… por los dioses, esta vez se había superado y con creces. Ya nada podría sobrepasar a la noche que había vivido.

Era el mejor día de su vida; el mejor maldito día de su existencia.

Esa noche, su gente lo celebró por todo lo alto. Ya no solo porque tenían un nuevo miembro, que siempre era digno de sacar el buen vino y poner las mejores piezas al fuego, sino también para honrar una costumbre ancestral que había tenido lugar frente a sus ojos. El pueblo entero rio, bebió y comió hasta que estuvieron saciados. Y entonces sacaron sus flautas y flautines, entonando una melodía intensa y activa que tenía a media manada pegando brinco y bailando en medio del claro.

Hubo un momento, cuando Kagome estaba observando a todos mover el cuerpo junto a su madre, siguiendo una melodía que ella no era capaz de oír, que sintió unos dedos rodear su muñeca. Alzó los ojos y se encontró con la mirada y sonrisa de InuYasha que le decía «¿a que no te a través?». Apenas pudo hacer muchos aspavientos, negándose fervientemente, antes de que fuera empujada y llevada a la pista de baile improvisada.

El pánico de Kagome descendió por su garganta hasta su estómago. Nunca había echado cuenta a su sordera, no había dejado que la invalidara de alguna manera. Ella era tan capaz de hacer todo, de luchar, cazar, cuidar a los niños, ayudar a los ancianos o tejer mantas como los demás de la tribu; pero esto, intentar bailar sin escuchar la música, era salir totalmente de su zona de confort. Por ello, durante un segundo se quedó paralizada, incapaz de dar un paso, sintiendo que su alrededor no dejaba de dar vueltas, vueltas y más vueltas.

Cuerpos y cuerpos que danzaban y se movían. Siguiendo una melodía que ella no oía, con una sincronía que para ella era imposible de alcanzar. Lejos, lejos, lejos.

Entonces, sintió las manos de InuYasha acercándola a él y sus ojos dejaron de ver a su alrededor para centrarse solo en esos ojos dorados. Él le sonrió y, en respuesta, Kagome sintió un cosquilleo en el estómago. Juntó sus rostros hasta que estuvieron a un palmo de distancia, rodeando su cintura con ambas manos.

Y de pronto, como una semillita que empezaba a germinar en su cabeza, Kagome se preguntó qué pasaría si esa distancia era acortada; pero antes de poder ahondar más en ese tema, InuYasha empezó a moverse y Kagome lo hizo con él. Eran pasos tentativos y confusos, completamente diferente a como se movían ellos en el campo de batalla, y eso frustraba a Kagome muchísimo. Odiaba que le recordaran que era diferente. Pero cuando estaba a punto de separarse y sacudir la cabeza («No puedo bailar pero no pasa nada»), notó como InuYasha llevaba una de sus manos al corazón de él, y Kagome sintió el bum-bum de su latido.

—Sigue el ritmo— pronunció él despacio cuando sus ojos se encontraron. Él la miraba con decisión, ella con sorpresa.

Y cuando creyó que InuYasha no podría sorprenderle más… lo hizo. Y fue maravilloso, inimaginable, mágico. Porque por primera vez en su vida, Kagome pudo bailar, siguiendo, no la música de las flautas y flautines que se escuchaba en el claro, sino el propio son que marcaba el retumbar del corazón de InuYasha. Una melodía que solo ellos dos conocían.

·

Los árboles se deslizaban como un borrón verdoso a ambos lados de Kagome mientras el viento sacudía su cabello, causando que su larga trenza pegara latigazos en el aire y sus ojos se llenaran de lágrimas por la velocidad del viento. Sin embargo, estaba tan acostumbrada a la sensación de vértigo que le inundaba en esos momentos, que con el tiempo había dejado de molestarle o ponerle nerviosa.

Y es que, en realidad, una parte de sí reconocía que estaba constantemente buscando sentirla. La libertad de volar, de deslizarte por el mundo a una velocidad que muy pocos seres terrestres eran capaces de igualar.

Kagome se regodeó por un momento en la sensación, inundando sus pulmones de aire puro, pero pronto la realidad se sobrepuso a cualquier ilusión al advertir como unas orejas perrunas se movía frenéticamente.

El corazón de la muchacha aumentó de velocidad, como pasaba cada vez que entraban en batalla. Apretando los labios en la fina línea, tocó con las manos las orejas del animal en un gesto suave y en respuesta sintió bajos sus piernas el gruñido que profirió en su caja torácica.

«¿Lo oyes?»

«Sí.»

Kagome se irguió sobre el lomo de InuYasha, quién se deslizaba entre las ramas y arbustos con increíble agilidad y velocidad, y echó mano del arco que le cruzaba el pecho. Cogiendo una fecha del carcaj, tensó la cuerda y observó su alrededor con minuciosidad, aunque apenas pudiera ver entre las manchas que eran los árboles.

InuYasha gruñó dos veces bajo sus piernas. «Estamos cerca.»

Kagome se preparó.

De pronto, emergieron entre los árboles y la imagen que Kagome encontró el otro lado habría impactado a cualquier persona normal, dejándola por un momento paralizada de la impresión. Por desgracia, ella estaba acostumbrada a ver algo así, por lo que solo necesitó un par de segundos para entender la situación y ponerse a luchar. Tensando la cuerda, guiñó el ojo y apuntó. Disparó a un humano que se abalanzaba contra uno de los suyo. Disparó a otro que apuntaba con su escopeta. Y disparó a un tercero que se regodeaba en la sangre de su enemigo.

En la sangre de su pueblo.

Kagome sentía la cabeza nublada por el torrente sanguíneo que hervía en sus venas, por lo que tuvo que obligarse a respirar una y otra vez – inhalar por la nariz, exhalar por la boca, inhalar por la nariz, respirar por la boca – para concentrarse. Segundos después, disparó a otro hombre en la espalda, evitando así que pudiera cargar de pólvora su pistola.

Mientras tanto, InuYasha había corrido hacia todo aquel caos, llevándose a cuantos pudiera del camino por delante. Cuando llegó a un lugar mediamente seguro, gruñó y Kagome, entendiéndole, se bajó de un salto de su lomo, todo ello sin dejar de disparar en ningún momento. Cabeza, ojo, espalda. InuYasha le tocó un brazo con su hocico y ella asintió quedamente; entonces, InuYasha gruñó una vez más y corrió para abalanzarse sobre el primer humano que tuviese la desgracia de cruzarse en su camino. Por supuesto, siempre con un ojo puesto en Kagome y en todo momento fintando a su alrededor.

A pesar de que el campo de batalla era un caos de cuerpos y más cuerpos, tanto de humanos y como de demonios, Kagome solo se fijó en la mancha blanca que era su Inu, y uno a uno fue derribando a sus adversarios. Con gran rapidez y precisión sus flechas alcanzaban a aquellos humanos que estaban a punto de disparar o estaban cargándola con pólvora, mientras que InuYasha se encargaba de los que se decantaban por los ataques físicos.

Kagome apretó los dientes cuando, a su lado, una bala pasó rozando el lomo de InuYasha, quién se encontraba fintando a un par de humano con espadas. Cogió otra flecha, apuntó y lanzó justo a la cabeza del enemigo. Un disparo certero. Pero, desgraciadamente, no era suficiente, porque cuando se mataba a un humano, aparecían dos más para ocupar su lugar.

Los humanos podían ser físicamente más débiles, pero el número de sujetos y sus nuevas armas les estaba llevando por un camino difícil de alcanzar. Ellos mismos estaban viendo de primera mano el desgaste que los demonios estaban viviendo en esta guerra sin final. Eran numerosos los frentes que estaban abiertos y por más que su padre hiciera hasta lo imposible por no dejarse vencer, los humanos eran una plaga. Una plaga que se extendía, mataba y masacraba allí por donde pasaba, sin dejar ningún ser vivo a kilómetros. Una plaga sin alma ni corazón, que lentamente, inexorablemente, estaba llevando a su gente a la extinción.

Se alejó rápidamente de esos pensamientos al sentir la rabia subiéndole por la garganta en forma de nudo. No, no, no podía decaer ahora. Tenía que centrarse.

Siguió disparando, llevándose a todos los humanos que pudiera por delante, y cuando una de esas veces tan solo tocó aire a su espalda, cruzó el arco en su pecho y sacó la espada que le colgaba en el cinto. Por el rabillo del ojo vio a InuYasha echarle un rápido vistazo, y ella asintió.

«Todo está bien.»

InuYasha gruñó, entrecerrando los ojos, antes de arrancar un brazo de cuajo.

«Ten cuidado.»

Kagome sonrió, divertida y enternecida por la feroz preocupación de él a pesar de que ella había más que demostrado su valía en los últimos meses – incluso años –, y se lanzó de lleno contra los humanos que veía. Como siempre pasaba en la lucha cuerpo a cuerpo, estos al principio se sorprendían al verla. Una mujer. Humana. Una igual. Inmediatamente, bajaban la guardia, confundidos. Y ella se aprovechaba, atacándoles. Algunos conseguían repelerla y darle un poco de juego a la pelea, pero en la mayoría de los casos eran combates de un solo golpes. Aburridos, incluso diría, aunque de hacerlo se habría llevado una larga y ceñuda mirada por parte de InuYasha. La cuestión es que los humanos se sorprendían al ver a una humana luchando contra ellos: primero, por ser mujer, pero encima una no-demonio. Creían estar alucinando. Nadie pensaba al verla por primera vez que sería su mano la que acabaría con su vida. Qué incrédulos y tontos eran. Todos ellos.

El tiempo pasaba y aunque Kagome y sus compañeros luchaban con todas sus fuerzas, el número de humanos no se reducía y poco a poco su fuerza estaba desgastándose. Después de acabar con un soldado haciéndole un buen tajo en la garganta, Kagome observó con frenetismo a su alrededor, evitando fijarse en sus hermanos caídos. No era el momento, no podía verlos o se derrumbaría. Lo importante ahora era evitar que la contienda se extendiera mucho más y salvar a los que quedaban de lo que sería una muerte segura.

Salvar a InuYasha, susurró una vocecilla en su cabeza, que también intentó ignorar.

Se quedó mirando a los humanos y demonios que peleaban en medio de la batalla, a los humanos nuevos que iban apareciendo en el claro, y giró la cabeza hacia atrás. Hacia el bosque, sus bosques. Hacia las montañas.

Lo tengo.

Aunque media conciencia suya odiara la idea, Kagome sabía que era lo mejor que podían hacer. Su última baza. Para salir de allí indemnes, debían huir y esconderse en las montañas, y así evitar que fueran tras ellos. Puede que no ganaran, pero tampoco perderían del todo. Los humanos en terreno escarpado eran vulnerables. No conocían la zona, así que serían ellos los que jugarían con ventaja.

Con el plan en su cabeza, Kagome se puso en marcha. Silbó con los labios, tal y como le había enseñado InuYasha, y cuando atrajo su atención por unos segundos le explicó sucintamente el plan. Supo que lo había entendido cuando este asintió con su perruna cabeza y aulló, trasladando el mensaje a los demás. En menos de un segundo, todos los demonios de la manada estaban moviéndose para esconderse en las montañas.

No, no esconderse. Replegarse.

Ella también lo hizo, buscando a InuYasha para subirse a su lomo, pero antes de que pudiera dar un paso, por el rabillo del ojo le pareció ver como un humano se movía. Reponiéndose rápidamente de la súbita estampida de sus enemigos, había cogido su arma, previamente cargada y… estaba apuntando.

Su corazón se detuvo cuando descubrió que la diana en cuestión era Jev, un macho de su manada, cuyo tercer cachorro había nacido hacía tan solo cuatro días.

No. No. No.

Odiando por primera vez el hecho de que no pudiera abrir la boca para avisarle, Kagome impulsó sus piernas para correr hacia él. Quizás, si veía el movimiento, la miraría. Quizás, si llegaba a tiempo, podía empujarle. Quizás no todo estaba perdido. Quizás podría servir de algo a su gente aunque estuviera rota.

A pocos pasos de él, Jev la miró, con sus orejas azabaches moviéndose en busca del sonido que debía haberle advertido. En el momento en que sus miradas se cruzaron, Kagome ya estaba prácticamente encima de él. Y quizás fue por eso que Kagome pudo empujarle por el lomo y él se movió, deslizándose un par de centímetros a la derecha.

Crash.

De pronto, Kagome sintió un repentino dolor en la espalda. Puntos negros aparecieron en su visión y sus piernas se debilitaron por la impresión. Le habían dado. Al final, Jev había esquivado la bala, pero, en su lugar, había sido ella quién había recibido el golpe.

Kagome sonrió en su cabeza al recordar vagamente y sin motivo alguno, lo cálido y adorable que se sentía el nuevo cachorro en sus brazos cuando fueron InuYasha y ella a visitarles el día anterior. Lo emocionados que estaban sus hermanos, moviendo el rabito sin parar y saltando alrededor del nuevo integrante de la familia. El brillo de emoción en los ojos de Kenna, la compañera de Jev, que por un momento opacaba la preocupación que se cernía sobre la manada. La enorme sonrisa de orgullo de Jev acunando en sus fuertes brazos a su hijo con ternura.

Ha merecido la pena.

Kagome apretó los dientes e impulsó a sus piernas a moverse, pero estas no le respondieron. Mierda. Su mente se nublaba mientras pensamientos inconexos iban surgiendo en su conciencia. Oh, no… No podía rendirse. No ahora. No, no…

Sus piernas cedieron y cayó de rodillas en el césped. Instantes después, la oscuridad la rodeaba.

A oscuras y en silencio, el último pensamiento de Kagome fue lanzado al vacío más absoluto:

Perdóname.

·

Había algo tocando su mano. Algo cálido y suave, que se curvaba sobre sus dedos, aferrándose a ellos como un agarre de hierro.

Kagome intentó abrir los ojos, pero la cabeza todavía le daba vueltas y su cuerpo apenas respondía a las órdenes de su cerebro. No fue hasta que pasó un rato en un extraño duermevelas que finalmente pudo enviar la suficiente energía a su extremidad para que esta pudiera moverse. En respuesta, sintió un apretón en la mano.

Lentamente abrió los ojos, parpadeando repetidas veces, y durante un segundo la luz del día la cegó por completo. Después, con la visión aclarándosele paulativamente, todo su alrededor fue tomando forma: había un techo de madera sobre ella, veía el cielo azul a través de la ventana… y ahí estaba, la "lagrimeante" y emocionada sonrisa de Izayoi, inclinándose sobre su cuerpo.

«¿Estás bien?»

Un poco atontada todavía, Kagome se estudió a sí misma. Seguía con la cabeza embotada, sin embargo, poco a poco iban aclarándosele las ideas. Y el cuerpo lo sentía terriblemente pesado, con un fuerte dolor en el pecho, pero no era nada que pudiera superar. A grandes rasgos, Kagome se sentía bien. Sobreviviría, definitivamente.

Asintió con suavidad y vio como su madre exhalaba un largo suspiro. Le apretó la mano una última vez y se apartó para dirigirse al rincón de la cabaña en el que normalmente estaba la vasija con agua. Echó un poco sobre un vaso hecho de barro y se acercó nuevamente a la joven. Un siseo escapó de los labios de Kagome cuando la mujer la ayudó a incorporarse lo suficiente como para poder beber sin riesgo de atragantarse. Una vez saciada, la volvió a acomodar sobre el suelo y la tapó con una manta de piel hasta por encima de sus pechos.

Kagome suspiró y cerró los ojos por un instante, aferrándose a la tranquilidad del momento. Entonces, las imágenes de lo acontecido en la pelea aparecieron de bruces en su cabeza y súbitamente levantó los párpados.

«¿Jev?» signó, sacando una mano de la manta, con la preocupación bañando su rostro.

Izayoi le sonrió cálidamente, aunque Kagome advirtió cierto cariz de preocupación en su mirada.

«Está bien.»

«¿Lo juras?», se aseguró, llevándose el puño al corazón.

En respuesta, Izayoi asintió y repitió el gesto. Kagome cerró los ojos y pudo suspirar aliviada. No tardó mucho en volver a abrirlos.

«¿Y los demás?»

«Todos están bien. Tu idea fue buena. Conseguiste salvarles.»

¿Su idea? Eso quería decir que alguien le había contado todo lo que había pasado. Y ese alguien solo podía ser…

Espera.

«¿InuYasha?», preguntó sintiendo un repentino pinchazo en el corazón.

Cuando su madre apartó la mirada en lugar de responderle, su cuerpo empezó a temblar y los pinchazos se extendieron a su estómago. En un primer momento había pensado que la ausencia de InuYasha se debía a algún problema con Inu No, o con algo referente a la manada, pero, en realidad… ¿Cuándo fue la última vez que ella fue herida en batalla e InuYasha no estuvo a su lado al momento de despertar?

Ella lo sabía sin necesidad de pensarlo mucho: NUNCA.

¿Es que le había pasado algo? ¿Por qué no estaba allí con ella? ¿Por qué se comportaba su madre de forma tan rara?

«¿Mamá?», inquirió, haciendo el amago de incorporarse. «¿InuYasha? ¿Dónde está?»

Izayoi sacudió la cabeza e hizo el intento de volver a acostarla, pero cuando vio la mirada desencajada y la respiración alterada de la chica, se mordió el labio inferior y suspiró. Terminó por ayudarla a incorporarse hasta quedar sentada y fue en ese momento cuando Kagome advirtió las vendas que le cruzaban el pecho. No obstante, no se centró en ellas, pues toda su atención estaba en la mujer.

«¿Mama?»

«Kagome…» empezó a signar y de pronto de detuvo. Inspiró profundamente, reflexionando, y continuó: «InuYasha está…»

Una vez más dejó la frase a medias, aunque en este caso fue por un motivo externo, se dio cuenta, cuando la vio girar la cabeza. Kagome la imitó y su corazón empezó a latir alocadamente cuando se encontró a InuYasha en la puerta de la cabaña.

El nudo de su estómago empezó a aflojarse del alivio que le inundó y una sonrisa empezó a emerger automáticamente en sus labios. Sin embargo, esta se congeló a medio camino cuando advirtió que él… no la miraba. Que su atención estaba puesta en el suelo, y que ni siquiera se había atrevido a echarle un rápido vistazo.

Su estómago se retorció por la repentina angustia que le embargó. ¿Qué pasaba? Había algo en el ambiente que estaba dándole muy mala espina…

«Kagome, para», le ordenó su madre cuando vio que no dejaba de moverse en el sitio. «Kagome, por favor. Se te abrirá la herida».

Esto último tuvo que decirlo también en voz alta porque InuYasha repentinamente alzó la cabeza y sus miradas se encontraron. Sus orbes, normalmente del color del sol, ahora no eran más que de un amarillo ceniza. Apagado. Insondable.

La respiración de Kagome se detuvo.

«¿InuYasha?»

Este apartó la mirada como si no la hubiera visto signándole y por un segundo Kagome temió que se marchara – un terror corrosivo había anidado en el pecho de la joven ante ese mero pensamiento –, pero lo que InuYasha hizo en su lugar fue adentrarse en la cabaña a paso lento. Su madre se levantó al mismo tiempo y con una fugaz caricia a su hijo al pasar por su lado, dejó a ambos jóvenes a solas en la habitación.

En completa impasibilidad, InuYasha tomó el lugar de Izayoi. Y Kagome, constató, con verdadera incredulidad, que en ningún momento había vuelto a levantar la mirada del suelo.

¿Qué estaba pasando?, pensaba frenéticamente Kagome. ¿Por qué se comportaba de esa manera? ¿Por qué estaba repentinamente tan callado? ¿Por qué lo sentía… tan lejano?

Estiró la mano para tocar la de él y así exigirle que la mirara. Sus dedos se tocaron y Kagome sintió ese chispazo tan familia que le recorría el cuerpo cuando sus pieles estaban en contacto; una sensación a la que se había vuelto adicta hacía muchísimo tiempo. Al menos, eso seguía igual. No había cambiado, pensó aflojando un poco pánico que la dejaba sin respiración.

InuYasha tardó unos segundos, pero al final alzó las pupilas. Sus ojos dorados – dorados oscuros, se recordó – la estudiaron de arriba abajo y se quedó paralizado por un instante viendo su pecho. Kagome sintió la sangre acumulándose en sus mejillas, a pesar de que – sabía perfectamente –, en realidad, estaba admirando las vendas que le cubrían y no… a ella.

«¿Te duele?», fueron sus primeras tentativas de comunicación. Kagome sintió el primer atisbo de alivio desde que advirtió su ausencia al despertar.

«Un poco, pero sabes que he sufrido peores». Sus palabras tenían la intención de ser alentadoras, pero sirvieron para lo contrario: la expresión de InuYasha se contrajo en una mueca amarga y apartó con premura la mirada. Por todos los dioses, al parecer esa mañana no hacía más que decir cosas incorrectas. En respuesta, Kagome extendió el brazo para atraer su atención y el repentino movimiento tiró de sus heridas, lo que la hizo soltar un siseo involuntario. Al menos el dolor sirvió para algo porque InuYasha giró la cabeza ipso facto y se acercó a ella.

—Mierda— leyó sus labios, a pesar de que la mueca de preocupación desfiguraba por completo su expresión— ¿Por qué no estás acostada? Tienes que descansar— le espetó, colocando sus manos en los hombros para ejercer presión pero sin hacerle daño.

«¿Dónde estabas?», inquirió Kagome, haciéndole caso de mala gana.

—Hablando con padre.

«¿Está todo bien?»

—Sí.

Kagome quiso chillar de frustración. ¿Qué estaba pasando? ¿QUÉ?

«¿Era sobre los lobos? ¿Se sabe algo de ellos?»

InuYasha permaneció en silencio, mirando a un lado, como si tuviera la mente a cientos de kilómetros de allí. Ni siquiera la estaba mirando. Podía estar a solo unos centímetros de distancia, pero Kagome nunca lo había sentido tan alejado de ella como en ese momento. Su corazón sangró un poquito más.

«¿InuYasha? ¿Qué te pa…?»

—¿Por qué lo hiciste?

Las manos de Kagome se paralizaron de la impresión, y ella parpadeó, sopesando si había leído bien sus labios. Intentando descubrir a qué diablos se refería y si ese era el motivo por el que se estaba comportando tan raro esa mañana.

«¿Por qué lo hice?»

Cómo él todavía seguía sin mirarla, Kagome reprimió un gruñido de rabia y se incorporó. El siseo que escapó de sus labios y el movimiento de su cuerpo advirtió a InuYasha, quién finalmente regresó al presente y la miró con una expresión de alarma, sin embargo, no tuvo tiempo de decir o hacer nada antes de verse apresado por una mano de la joven, quién le sujetó el mentón con la suficiente fuerza como para evitar que desviase una vez más la mirada. Kagome se encaró a él con las cejas profundamente hundidas en el hueco de sus ojos.

«Dímelo.»

InuYasha la miró por un momento, sus ojos apagados, prácticamente sin vida, y Kagome creyó advertir una chispa de emoción al final de estos. Iba a indagar en ello cuando sintió una mano en su rostro, la caricia de unos dedos colocando mechones de su cabello tras la oreja, y el gesto fue tan efímero, tan íntimo, que Kagome quedó obnubilada, perdida en el momento. InuYasha jamás… jamás la había tocado así…

—No sabes el miedo que he sentido. Temí…— apretó los labios hasta que se convirtieron en dos líneas blancas, como si el mismísimo pensamiento le generase ganas de vomitar— temí que morirías y te perdería, que todo había acabado.

Kagome sintió ganas de llorar, pero no por ella, sino por él. Por lo devastado y perdido que se veía. Por el auxilio que gritaba su mirada. Por lo demacrada y cansada que lucía su expresión.

«Estoy bien», signó a duras penas.

Una mano se colocó en su mejilla y Kagome se refugió en la calidez que desprendía, en ese tacto áspero pero tierno que tan familiar se le hacía.

—Por muy poco, muy, muy poco. ¿Es que no te das cuenta? Tu locura casi hace que perdamos la vida. ¿En qué pensabas?

«No pensé» confesó.

InuYasha se quedó mirándola en silencio por un momento, buscando algo en ella. De pronto, se alejó como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Kagome parpadeó, confundida.

—No te arrepientes.

Parpadeó otra vez.

«No entiendo.»

La ira cubrió súbitamente el rostro masculino y encendió su apesadumbrada mirada. Casi volvía a ser un poco más él, el hombre que Kagome tanto adoraba, pero… ella jamás había sido la receptora de ese sentimiento, y sinceramente se sentía perdida en la conversación, sobre aquello que debía estar surcando la cabeza del chico y le hacía tener tales cambios de humor.

—Claro que no lo entiendes. ¿Cómo puedes estar tan ciega? ¿De verdad creías que no pasaría nada? ¿Qué podrías ponerte en medio de un proyectil y no pasaría nada? ¿Qué saldrías indemne? ¡No lo entiendes porque no pensaste, porque no piensas!

Sus palabras habían salido tan a borbotones y temblorosas que Kagome apenas había podido entenderla, pero sí pudo comprender en líneas generales que estaba muy enfadado con su impulso de colocarse entre la bala y Jev.

«InuYasha…»

—Te lo juro, no sabes… no sabes… lo mal que he estado estas últimas horas, temiendo cada segundo que no despertarías jamás— jadeó, y Kagome advirtió consternada como las manos del chico temblaban. Nunca lo había visto así— Realmente creí que me habías… dejado.

«InuYasha, estoy bien», llevó sus – también temblorosas – manos al corazón para hacer la cruz.

—¡Pero podrías no estarlo, ¿no te das cuenta?!— gritó, iracundo, poniéndose en pie. Kagome respingó en el sitio, por el súbito movimiento, no por el vozarrón; pero el movimiento hizo que su herida punzara y ardiera. InuYasha rápidamente la miró con un resquicio de preocupación, pero no se acercó o hizo además alguno de brindarle ayuda.

Kagome cerró los ojos y se obligó a respirar hondo.

«InuYasha, estoy bien», repitió lentamente. Cuando abrió una vez más los ojos, en sus pupilas había un brillo de determinación y serenidad que dejó al joven sorprendido. «Todo ha ido bien. Lo siento, no medí bien las consecuencias, tienes razón; pero esa disculpa no significa que me arrepienta de lo que hice. Nunca podría hacerlo y lo sabes.»

La expresión de InuYasha se volvió devastadora.

«Pudiste morir», por fin, se tranquilizó lo suficiente para hablar con el lenguaje de señas.

«Estoy bien.»

Ahora fue InuYasha quién cerró los ojos e inspiró hondo. Se llevó las manos a la cabeza para refregarse el rostro. Tenía los hombros hundidos, la ropa sucia, la piel cenicienta. Viéndolo mejor, era como si InuYasha aun siguiera en la batalla y no hubiera podido descansar a pesar de que, según entendía, había ocurrido terminado hace horas. Quizás no estuviera luchando la batalla física contra los humanos, pero sí era algo mental; había algo en él que le estaba destrozando por dentro y Kagome era consciente de que tenía que ver con ella y su temeraria acción.

Entonces lo recordó: «Tu locura casi hace que perdamos la vida.»

Perdamos.

Ella. Él.

Oh, cielos…

Kagome se llevó una mano al pecho, allí donde algunas gasas taponaban lo que debía ser el orificio de la bala. Se quedó mirando las vendas que cruzaban su pecho.

De pronto, tuvo la necesidad de ir junto a InuYasha. De tocarle, sentirle, de hacerle ver que estaban juntos y que no pasaría nada. Que ella nunca le dejaría. Que estaban unidos no por un hilo fino, sino por las más fuertes y aguerridas raíces de un árbol, las raíces del propio Goshinboku. La herida le tiró y su vista se nubló por el movimiento, pero apenas se había puesto de pie cuando sintió los brazos de InuYasha rodeándola, sosteniéndola, mientras murmuraba algo contra su cuello, algo que ella era incapaz de oír, pero Kagome no pensó en nada de eso. Cerró los ojos, rodeando con sus brazos el cuerpo del muchacho, y se perdió en su calor y su aroma, en el sentimiento de protección y calma que solo él podía brindarle. InuYasha le correspondió el abrazo y por primera vez desde que despertó, el mundo encajó en su lugar para Kagome.

Pero las fuerzas le fallaban, el cansancio era una losa sobre ella, y pronto sus piernas estuvieron a punto de dejar de sostenerla. InuYasha supo prevenirlo y rápidamente la cogió en brazos, sosteniéndola por detrás de las rodillas y la espalda, y con muchísimo cuidado la tumbó sobre las mantas. Cuando se echó para atrás, quedó paralizado por una mano que sostenía la suya.

«No te vayas», le imploró con sus ojitos marrones.

InuYasha sintió que el gélido temor que se había apoderado de su pecho se derretía un poquito más.

«No lo haré.»

Kagome sonrió, su cuerpo relajándose por completo, y se permitió cerrar los ojos. La calma reinó por un momento en la habitación, un instante que InuYasha aprovechó para acomodarse al lado de ella, y entonces la chica abrió los ojos y le enfrentó con su mirada.

«Sé que tienes miedo. Yo también lo tengo muchas veces. Miedo a no ser suficiente. Miedo a defraudar a mi gente. Miedo a que todo llegue a su final. Miedo… a perderte», le costó decir esto último, pero se armó de valor y continuó. «Pero a pesar del miedo, nunca he pensado rendirme. Sé que es difícil, pero… no voy a huir de la batalla. No voy a dejar de pelear. Di mi palabra y defenderé a mi gente hasta mi último aliento, y aunque no lo hubiera hecho, nunca os habría dado la espalda. Tienes que entenderlo, entenderme…»

—Eres tan… tan…— InuYasha, quién al principio se había tensado, lentamente había ido relajando su postura conforme la iba escuchando hablar. Suspiró y se pasó una mano por el rostro. Entonces, sonrió suavemente, ligeramente, y un tímido brillo emergió en su mirada; haciéndola ver de ese dorado que tanto amaba Kagome. Ese sí era su InuYasha.— No sé qué haría sin ti, Kagome. De verdad, no lo sé. Me aterra el día en el que te lleven lejos de mí, a un sitio donde no podré alcanzarte… Prométeme que tendrás cuidado, por favor. Ayúdame a calmar mis alterados nervios. Prométeme que no te perderé, por favor. Prométemelo.

Kagome era consciente de que prometer algo no significaba que fuera a cumplirse. Había elementos, situaciones, que estaban fuera de su alcance y ella nunca podría tener voz ni voto en ello por más que lo deseara con todas sus fuerzas, pero Kagome nunca lo había visto tan perdido, esperanzado y descompuesto como en aquel momento, y eso le tocaba una fibra muy muy sensible del corazón. Siempre había sido InuYasha el mayor, el más maduro e inteligente, la voz de la razón de los dos, el que sabía todas las respuestas, el que conocía todo lo que les rodeaba, y ahora… ahora esa fachada había caído y no era más que un joven asustado que se aferraba a una vana esperanza en un mundo donde sus respiraciones estaban contadas, donde el aliento de la muerte les cosquilleaba detrás de oreja.

Quizás, porque ella se sentía igual que asustada y perdida; quizás, porque ante todo ella también quería creérselo; quizás, por eso, se lo prometió sin dudarlo ni un instante.

«Lo juro», se llevó una mano al corazón. Un golpe. Dos golpes. Tres golpes.

La mirada de InuYasha llameó, y el cuerpo de Kagome con ella. Porque su mirada ambarina le decía cosas que nunca antes había visto en él y que jamás pensó que vería. Cosas que hacía retorcer su cuerpo. Cosas que despertaban una parte escondida en el fondo de su corazón, que había ido guardado una a una, inconscientemente, durante toda su vida y que estaba a punto de abrirse de par en par y dejar esos sentimientos, deseos y pensamientos más recónditos, indecentes, al descubierto.

Cosas que tenían que ver con ella, pero también con él y con esa unión que los había acompañado desde que tenía uso de razón.

«Lo juro», respondió él, ajeno por completo a los pensamientos de ella. Sus manos estaban blancas de lo fuerte que apretaba los dedos mientras se llevaba el puño al corazón.

Un golpe. Dos golpes. Tres golpes.

·

Desde ese día, su relación tomó un cariz diferente. Seguían siendo ellos mismo: picándose y molestándose por cualquier idiotez, estando para el otro en todo momento y protegiéndose mutuamente en todo; pero había algo en esa relación, bajo la superficie, algo que nadie más que ellos eran capaces de captar… que los hacía sentirse raros, extraños, alterados. Una mirada por aquí, un abrazo más largo de lo normal por allá, una caricia furtiva e inesperada por acullá.

Kagome tuvo la recuperación lenta y dificultosa, y no porque a su cuerpo le costara sanar, sino porque odiaba ser consciente del pasar de los días y no poder levantarse de la dichosa cama. Odiaba saber que fuera, allí lejos, se estaba librando una incansable batalla y ella no podía hacer nada para ayudar. Odiaba sentirse impotente. Odiaba sentirse asustada. Asustada de su padre, de su madre, de sus hermanos de manada… y de su InuYasha, quién, a pesar de que lo que más deseaba era quedarse junto a ella en su recuperación, sabía que no podía darle la espalda a su gente y cada día marchaba hacia donde lo necesitasen.

Eran las pocas horas que podían pasar juntos, cuando él regresaba a casa fatigado y un poco malherido para reunir fuerzas, los pocos momentos de paz y consuelo que la muchacha tenía, y así sanar un poco sus trastornados nervios. Las tornas se habían cambiado y ahora entendía un poco más el motivo que había llevado a InuYasha a encararse con ella la mañana que despertó. Si Kagome se enteraba alguna vez que InuYasha había puesto su vida en peligro en un acto inconsciente, estaba seguro de que se tiraría a su yugular y lo ahorcaría.

Kagome pasó dos semanas metida en cama sin poder moverse salvo para el momento de hacer sus necesidades primarias. Esas dos semanas se las pasaba esperando ver la estera de ondulase para dejar paso al demonio de pelo albino. Cuando eso ocurría, el mundo de Kagome se iluminaba por completo, y no podía evitar querer ahogarse en la sonrisa tierna pero cansada que él le dedicaba cuando sus ojos la buscaban. Después de dejar – a duras penas – que el muchacho se asease, Kagome se aseguraba de sacarle toda la nueva información – nunca eran las noticias que ella deseaba escuchar – y a continuación le obligaba a tumbarse junto a él para descansar. InuYasha al principio se negaba, pues no quería causarle daño alguno sin querer mientras dormía, pero Kagome a cabezona no le ganaba nadie, y pronto se convirtió en una pequeña rutina para ellos: InuYasha llegaba, se sonreían, él iba a lavarse el polvo, la sangre y la suciedad; charlaban mientras cenaban y/o Izayoi le curaba las heridas cuando lo necesitaba, y finalmente se tumbaban juntos bajo las mantas, con Kagome escondiendo el rostro en la curvatura de su cuello e InuYasha abrazándola fuertemente; ambos aferrándose al otro como si en cualquier momento fueran a arrebatárselo de su lado. Era en esos momentos cuando ambos podían descansar plenamente, recargando casi por completo sus baterías orgánicas.

Para la tercera semana, la tozudez suya ganó a las órdenes de su madre, de su padre y del propio InuYasha y empezó a dar cortos paseos. Esos cortos paseos se convirtieron en pequeñas caminatas, que con el tiempo fueron alargándose… y en poco más de una luna y media, Kagome ya estaba preparada para volver a la batalla. Su familia aún pensaba que era muy pronto, que ella todavía necesitaba tiempo para sanar y fortalecer su cuerpo, y quizás podría ser así – no por nada, ella no dejaba de ser humana y su metabolismo no funcionaba como el de los demonios –, pero presenciar una de esas noches un fuerte tajo en el costado de InuYasha y el miedo atroz que la consumía que se iba haciendo cada vez más pesado que le impedía respirar o comer por horas…, eso hizo que se diera cuenta de que no podría enviarlo más a una batalla sin estar a su lado para que se cuidasen mutuamente las espaldas.

Nadie pudo hacerle cambiar de opinión.

Una inesperada fría mañana de primavera, Kagome fue la primera en llegar a la reunión semanal del General Inu No con sus hombres de máxima confianza. Apostada en uno de extremos de la superficie de madera que hacía las veces de mesa, Kagome aceptó con una sonrisa de gratitud cada uno de los buenos deseos que sus compañeros le dedicaron al verla allí de nuevo, en pie y recuperada. InuYasha, plantado a su lado con los brazos cruzados, portaba una expresión tensa de lo más inusual mientras vigilaba a los otros hombres que se acercaban; especialmente, cuando Jev, el famoso Jev, apareció en el claro y llegó a ella en dos pasos, para a continuación rodearla con sus brazos y celebrar con júbilo y alivio su completa recuperación, su "vuelta al redil", como él le dijo.

En ese momento, a InuYasha se le olvidó que Jev ya tenía una compañera y que tres cachorros estaba a su cargo; lo único que su mente era capaz de procesar era que un macho, que no era él, estaba tocando a Kagome, su Kagome, y estaba abrazándola. Y que ella estaba sonriéndole y correspondiéndole el gesto. Su visión se tornó de color escarlata y, con un gruñido bajo reverberando en su pecho, los separó de un manotazo. Por un segundo, ninguno de los tres se movió, Jev y Kagome observando sorprendidos el rostro furibundo de InuYasha, quién se había colocado estratégicamente entre ellos. Entonces, algo brilló en el fondo de la mirada de Jev, quién sonrió como si conociera un secreto jugoso, y se rio en su cara. InuYasha se sintió repentinamente avergonzando y rabioso.

Kagome habría preguntado que diantres pasaba, pero en ese momento apareció Inu No en el lugar y cualquier distracción quedó a un segundo plano. Pronto, todos se reunieron en torno al General y comenzó una conversación sobre batallas y estrategias. Habían sido numerosas las reuniones en las que Kagome había estado presente, por lo que estaba al tanto de la jerga que usaban y en qué sobresalía cada uno de los que estaban allí. Con la lectura de labios solía entender lo que se decían. De todas formas, InuYasha siempre estaba pendiente de ella para traducirle cualquier dato concreto o información que ella no hubiera podido captar en el rápido devenir de turnos.

Cuando la reunión ya estaba llegando a su final, Kagome levantó una mano para pedir el turno de palabra. Inu No, InuYasha y los otros cuatro hombres y una mujer que había allí reunidos se quedaron mirándola en silencio.

«Quiero insistir», signó, mirando fijamente a su padre, quién frunció el ceño como si supiera lo que se venía encima. «¿Ha habido algún avance con los lobos?»

Inu No sacudió la cabeza, y los demás imitaron el gesto, solo que con cansando. Únicamente InuYasha permaneció impasible a la pregunta.

«Nada. No quieren pelear. Dicen que esta no es su lucha.»

«Pero el bosque es de todos, son nuestras tierras. Deberíamos ir a hablar con ellos. Cara a cara. Necesitamos su ayuda.»

«Kagome, a mí también me gustaría que el Clan de los Lobos se uniera a la lucha, pero van por su cuenta. Lo hemos intentado. Es mejor que dejemos eso atrás y pensemos otras ideas. Seguir ese camino solo hará que perdamos el tiempo», zanjó Inu No el asunto.

Kagome iba a replicar, testaruda, pero sintió la mano de InuYasha aferrarse a la suya, dándole un breve apretón, y la muchacha entendió su petición silenciosa, por lo que tuvo que morderse la lengua y asentir. Inu No le sonrió ligeramente, agradecido, y continuó con la reunión, escuchando otra de las intervenciones. Kagome se desconectó del mundo exterior y su mirada descendió al suelo mientras pensaba.

Los miembros del Clan de los Lobos de la Montañas eran conocidos por ser los más solitarios y recelosos del bosque. Apenas tenían relación con el mundo exterior y solo tenían contacto con los de su propia especie, así que sabía que no iba a ser un camino fácil pedirles ayuda. Pero también eran conocidos por ser uno de los pueblos más valientes, fuertes y leales de toda la comarca. Con ellos a su lado, tendrían un fuerte e inquebrantable apoyo en un momento en el que toda ayuda era bienvenida. Kagome estaba segura de que si su padre iba a hablar personalmente con Koga, el jefe de los Lobos, a ellos le complacería el gesto y estarían abiertos a escuchar, de igual a igual. Pero su padre se había cerrado totalmente a la idea de abandonar la frontera, y aunque era una decisión que en parte entendía y comprendía, Kagome también creía que estaban desaprovechando una oportunidad muy buena.

Si tan solo hubiera una forma de acabar con la cabezonería de su padre y de Kouga…

Pronto, la reunión acabó y antes de que Kagome tuviera tiempo a despedirse de los demás, InuYasha la había cogido del brazo y estaba tirando de ella para largarse de allí lo más rápido posible.

«¿Dónde vamos?», se obligó apretar el paso para caminar a su ritmo y que el hombre pudiera verle.

Pero él no contestó.

En su lugar, se adentraron en el bosque y entonces súbitamente se detuvo. Kagome estuvo a punto de chocarse con la espalda de este, pero pudo darse cuenta a tiempo y plantó bien los pies en el suelo. InuYasha soltó el agarre y se escondió entre los árboles; segundos después, un perro de pelaje albino salía de entre los arbustos con la ropa colgándole del hocico. Llegó hasta Kagome y automáticamente esta extendió los brazos para coger la túnica de rata de fuego. Cuando vio como él se tumbada delante suya, aunque tenía cientos de preguntas en su cabeza, se limitó a aceptar su petición, pegar un salto y quedar sentada sobre el lomo animal.

«Agárrate a mí», sintió el retumbar de su pecho bajo sus piernas. Kagome lo hizo, aferrándose con la otra mano a la ropa, y pronto el viento golpeaba su rostro con fuerza.

Kagome cerró los ojos, saboreando la sensación que tanto había echado de menos, y se dejó llevar con plena confianza. InuYasha podía llevarla hasta el mismísimo infierno, que, siempre que estuvieran juntos, ella no abriría la boca.

Cuando Kagome empezó a atisbar el Goshinboku por entre los árboles, su curiosidad creció a hasta el mismísimo cielo, sobre todo porque vio que no pasaba de largo y, en su lugar, disminuía la velocidad. Finalmente, InuYasha se detuvo frente a las enormes raíces del árbol y se volvió a echar en el suelo. Kagome se bajó y en silencio observó como InuYasha cogía su ropa de nuevo entre las fauces y se internaba entre los árboles. Sola en el lugar por unos cortos segundos, Kagome caminó hacia el Gran Árbol y con suavidad colocó su palma sobre la rugosa corteza mientras a su memoria venían imágenes del juramento de InuYasha y del suyo propio.

Cuántas cosas habían cambiado desde ese momento. Y cuántas cosas eran exactamente iguales…

De pronto, una mano tocó su hombro y Kagome no necesitó mirar para saber de quién se trataba, aunque igualmente lo hizo. Sus ojos se encontraron con dos orbes dorados que brillaban igual que el astro rey.

O quizás no eran tan iguales…

—No puedo más.

Kagome lo miró confundida, y sus ojos se abrieron como platos cuando él se acercó lo justo para que sus cuerpos estuviesen tocándose en toda su longitud. La espalda de la chica daba contra el tronco, rugoso, firme, pero ella apenas lo notaba. Toda su atención estaba puesta en InuYasha, quién estaba mirándola intensamente, con un calor abrasador que la estaba quemando por dentro.

—Lo he intentado, créeme, pero no puedo contenerme. Por favor, si no quieres, dímelo ahora o…— InuYasha apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza.

Kagome sintió su propio corazón aumentar de velocidad y tuvo el repentino impulso de poner su mano sobre el pecho de él para saber si le pasaba lo mismo. Tragó saliva y lentamente alzó una mano para colocarla en el hueco de su cuello, allí donde la vena se le marcaba considerablemente.

Bum-bum, bum-bum.

InuYasha abrió los ojos y estos buscaron los de ella sin dudarlo ni un instante. Dorado y marrón se encontraron, como llevaba años pasando, y una conexión surgió entre ellos. No, no surgió, no nació en realidad en aquel momento; sino que había sido algo que llevaba tiempo, mucho tiempo, fraguándose entre ellos; era algo de lo que habían estado huyendo, que habían hecho lo imposible por ignorar… y ahora que estaban frente por frente, al descubierto, desnudos emocionalmente… ahora es cuando se estaban dando cuenta de su existencia, de lo que eso conllevaba…

—Kagome…

La expresión de ella se suavizó, y durante una milésima de segundo deseó escuchar su nombre salir de los labios masculinos, realmente se lamentó por ese hecho; pero entonces él cerró los ojos e inclinó a la cabeza, y ella también lo hizo en un gesto inconsciente, y cualquier resquicio de pensamiento coherente quedó sepultado en su mente cuando las bocas de ambos se encontraron a medio camino.

Kagome nunca había besado a nadie. Era algo que a veces le llamaba la atención cuando lo veía en las distintas parejas de la manada, cuando veía a su padre sorprender a su madre al volver a casa de un largo viaje, pero nunca llegó a plantearse que le llegaría a ocurrir a ella. Quizás se debía a la perenne presencia de su padre e InuYasha, que había hecho que fuese considerada como una figura inalcanzable para los otros machos de la manada, pero ella en realidad nunca había tenido interés alguno en… explorar, en saber en sus propias carnes como se sentiría.

Hasta ese momento. Hasta que InuYasha la había acogido en sus brazos, sosteniéndola como si fuera lo más preciado de su vida, y se había apoderado de su último aliento de vida.

Fuego ardió en su pecho, extendiéndose a cada parte su cuerpo sintiente, y Kagome se dejó llevar gustosamente. El beso, al principio suave, efímero, casi tentativo, se fue profundizando cada vez más cuando InuYasha advirtió que estaba siendo totalmente correspondido. Las manos masculinas se colocaron a ambos lados de la cadera de ella y Kagome soltó un gemido bajo cuando sintió todo el cuerpo de él aplastándola contra la superficie rugosa del Gran Árbol.

El tiempo se ralentizó, o se detuvo, o quizás realmente siguió su curso, ajeno a todo, pero para InuYasha y Kagome fue como si todo lo que le rodease – las hojas de los árboles, los animalillos del bosque, incluso la ligera brisa que se había levantado a esas horas de la mañana – se hubiesen paralizado, y el mundo solo fuesen ellos. Sus manos. Sus bocas. Sus respiraciones. Sus cuerpos.

Cuando la necesidad de respirar se hizo imperante, Kagome sintió a InuYasha apoyar su frente contra la suya; sus respiraciones frenéticas entrelazándose en los pocos centímetros que había entre ellos. El cuerpo femenino seguía ardiendo y, en su pecho, su corazón palpitaba alocadamente, pidiéndole algo que ella no sabía qué era.

De pronto, una mano se deslizó por su mejilla, una suave caricia. Aunque le costó, Kagome entreabrió los ojos y sus miradas se encontraron. InuYasha tenía los ojos del mismo color que el carbón.

—Kagome…— jadeó, y se inclinó para volver a posar sus labios sobre los femeninos. Ninguno de los dos cerró los ojos esta vez, y cuando este hizo el amago de alejarse, Kagome lo sostuvo por la parte de atrás de la cabeza, entremetiendo sus dedos por la cabellera albina de la nunca. Un fuego ardió en la mirada de él— Kagome, tenemos que parar, o si no…

¿O si no qué?, quiso preguntar, pero tenía sus manos demasiado ocupadas en otros menesteres como para hablar. En su lugar, fue ella la que inició este beso, sintiéndose nerviosa pero a la vez más segura que nunca.

Se regodeó en el gorgojeo de InuYasha, en el gemido que seguramente debió pronunciar al besarle.

Kagome volvió a cerrar los ojos y saboreó cada segundo del beso que cada vez se volvía más y más apasionado, que la consumía y enloquecía como nunca nada lo había hecho. La sangre en sus venas latía, latía y latía, y le ordenaba algo, algo que ella quería saber pero que no conocía. Algo que toda su mente, cuerpo y alma le rogaba que hiciese.

InuYasha…

Una mano masculina echó parte de su cabello hacia atrás, dejándole el cuello a la vista, y Kagome inclinó la cabeza en un gesto instintivo. El beso se rompió y Kagome dejó caer la cabeza, perdiéndose en las prodigiosas caricias que los labios de él estaban brindándole a sus pómulos, mejillas, quijada, y abajo, más abajo.

Kagome perdió la cabeza y en su mente solo existía un pensamiento: InuYasha, InuYasha, InuYasha.

Hazlo, hazlo, hazlo.

De pronto, InuYasha se apartó y Kagome soltó un sonido lastimero en el momento que sintió una mano sostenerle barbilla. Abrió los ojos lo suficiente para poder verle, y entonces descubrió que sus ojos habían pasado de ser negros a borgoña, y que sus dientes sobresalían profusamente de su boca.

—¿Quieres ser mía?— le preguntó, saboreando cada palabra que pronunciaba— ¿Quieres ser mía para proteger y apoyar? ¿Me dejarías ser tuyo?

Mío, tuyo, ronroneó esa voz en su interior. Y entonces Kagome lo supo. Por fin entendió lo que su cuerpo había estado chillándole sin palabras, lo que su instinto le estaba ordenando que hiciera, lo que no había sabido reconocer, quizás por su condición de humana, pero que había visto que ocurría en su manada.

InuYasha le estaba pidiendo marcarla para convertirse en su hembra y que él fuera su macho. InuYasha, su InuYasha, su leal amigo y compañero aventura, su protector, su compañero de Ánima…

No dudó ni un segundo en el momento de asentir, y el fuego más puro y brillante ardió en las pupilas de él, quién selló su gesto con un beso que le robó el sentido y el aliento.

Se separaron y Kagome echó la cabeza hacia atrás, exponiéndose por completo. Sintió la respiración de InuYasha en su clavícula y sus vellos se le pusieron de punta. Se estremeció. Su corazón amenazó con escapársele de lo rápido que iba.

InuYasha plantó un beso con la boca abierta en la piel expuesta y los ojos de ella se cerraron. Exhaló, temblorosa. Le rodeó el cuello, apretándolo contra ella. Quería ser suya en todos los sentidos de la palabra. Lo necesitaba. Una vez habiéndolo probado, Kagome sabía que nunca dejaría de anhelar su compañía, besos, caricias y abrazos. Lo necesitaba todo de él.

Pero InuYasha todavía no la mordió. En su lugar, apartó ligeramente la cabeza y sus labios se movieron sobre la curtida piel femenina, en una caricia. Estaba diciéndole algo. Había murmurado algo.

La muchacha apenas tuvo tiempo para pensar qué serían esas palabras cuando InuYasha había apretado su cuerpo contra el de ella y sus dientes penetraron la fina piel. Crash.

Kagome gritó de dolor y éxtasis.

·

A oscuras, Kagome cerró los ojos y se apretujó contra el cálido cuerpo de InuYasha. Bajo ella, la parte de arriba del traje de él hacía las veces de manta para paliar un poco la frialdad de la roca sobre la que se habían recostado. Se habían refugiado en una de las tantas cuevas abandonadas de las montañas y el fuego que habían encendido en las últimas horas, literal y metafóricamente hablando, lentamente se había ido consumiendo hasta quedar en las suaves brasas. Kagome habría estado inquieta, a oscuras y en silencio, de no ser por la firme y protectora presencia de… su macho – todavía no se lo creía –, quién con su desarrollada vista, olfato y oído podía sentir a kilómetros cualquiera que tuviera intención de acercarse a ellos.

Suspiró, escondiendo la cabeza en el hueco del hombro masculino, y se arrebujó sobre su pecho, con el cuerpo laxo y la conciencia en calma. Tenía tanto sueño… y se estaba tan, tan bien…

Tenía media conciencia yéndose a la deriva por el cansancio acumulado debido a la tensión de las últimas semanas, a la explosión de sentimientos de esa tarde y a las increíbles e insaciables horas pasadas; que apenas registró el hecho de que InuYasha había cogido una de sus manos y había entrelazado sus dedos. Se los llevó a la altura de su corazón y durante un segundo, Kagome sintió el latir de este bajo su cálida piel. Bum-bum, bum-bum. El latido de su corazón era el único sonido de su vida, y se había convertido en su cosa favorita del mundo.

Entonces, InuYasha movió las manos y Kagome intuyó con el ir y venir de las extremidades lo que quería decirle.

«Eres mía. Soy tuyo.»

Instintivamente, Kagome notó arder la marca en su cuello, la que él le había hecho esa misma tarde, aunque supuso que todo era un producto de su imaginación. De cualquier forma, sonrió y tiró de sus manos para colocarlas encima de su propio corazón. Y entonces se golpeó el pecho con las manos entrelazadas. Una vez, dos veces, tres.

Una misma palabra, distintos significados.

Quizás «lo juro» podía significar también «te quiero». Pues era una promesa, un juramento hecho para toda la eternidad.

·

«Deberíamos volver ya», intentó decir con manos temblorosas.

—Después. Solo un poco más— murmuró InuYasha por encima de sus labios antes de hacerlos descender por el mentón femenino, repartiendo suaves y ligeros besos por cada zona de piel que encontraba.

Kagome soltó un sonido que iba a caballo entre el gemino y risita, pero nuevamente movió sus manos.

«Padre estará preguntándose dónde estamos. Ayer desaparecimos sin decir nada. Recuerda que hoy dijeron que atacarían cerca de la llan-»

InuYasha se incorporó sobre el cuerpo femenino lo justo para que ella pudiera verle la cara, la sonrisa ladina que había en sus labios y las palabras que quería trasmitirle.

—Estoy seguro de que padre podrá perdonarnos llegar tarde. Estará contento por nosotros.

Algo en sus palabras, o tal vez en su mirada, llamó la atención de la chica, quién esta vez impidió que retomara los besos sujetándole el mentón con decisión. Dorado y marrón se encontraron, el primero con curiosidad y el segundo con suspicacia.

«¿Padre lo sabe?», preguntó con su mano libre.

InuYasha tragó saliva y apartó la mirada, incorporándose para quedar sentado a su lado. La imagen de él, solamente ataviado con los pantalones que le cubrían hasta la cinturilla y que dejaban el pecho por completo al descubierto, amenazó con distraerla, pero el tema era demasiado serio como para dejarse llevar. Costó, sí, pero consiguió mantener firme su calenturienta mirada.

«¿InuYasha?», le tocó el brazo para atraer su atención.

«Puede… bueno» signó, nervioso. «Puede que yo ya haya hablado con él y…»

La sangre ascendió súbitamente al rostro femenino.

«¿Le dijiste a padre que tú me…?», dudó por no saber cómo expresar bien sus ideas, «¿Que sería tuya?»

Una complacida sonrisa pugnó por surgir en sus labios, pero consiguió retenerla a tiempo al ver la ceja convenientemente arqueada que Kagome le dedicaba.

—No con esas palabras, pero sí. Yo… sentía que tenía que hacerlo, que debía hacerlo. Llevaba tiempo dándole vueltas a la idea, conteniendo la necesidad de tomarte que me aplastaba y cada vez me volvía más y más loco. Y eso me repercutía en las peleas— sonrió suavemente cuando advirtió la mirada de preocupación que ella le brindó, seguramente recordando las semanas pasadas— Padre se dio cuenta de que algo me pasaba y me hizo hablar. Kagome, cuando se lo conté… él sonrió— sus rostro estaba bañado en incredulidad, como si aún no se creyese del todo los hechos pasados— Sus ojos se dulcificaron, me sonrió y me hizo prometer que nunca me separaría de tu lado. Que siempre te protegería, y estaríamos el uno para el otro. Me dijo que se sentía profundamente honrado de haber criado a dos personas tan leales y valientes como nosotras.

Una sensación cálida se extendió por el pecho de Kagome al imaginarse a su padre, el Gran General Inu No Taisho, tal y como se lo describía InuYasha. A pesar de los contados gestos cariñosos que le había brindado su padre en sus casi 18 lunas – no por nada, sabía perfectamente que no era el hombre más dulce y tierno del mundo –, Kagome siempre había sido consciente de que la amaba y daría la vida por ella desde el primer momento. Para otra persona, el uso de palabras como leales y valientes quizás le hubiera remitido a un pelotón, a que estaba hablando de soldados y no de sus propios hijos, pero Kagome podía leer entre líneas y con ese simple cumplido le llegó todo el amor que les profesaba a ambos. Lo profundamente feliz y orgulloso que estaba de ellos.

No sabía que se le habían saltado las lágrimas hasta que InuYasha no se las enjuagó con sus pulgares. Kagome sonrió, la sonrisa más grande y brillante que podía dar, y sorbió por la nariz.

«Supongo que madre no sabe nada, ¿no?»

InuYasha se encogió de hombros.

—Si quieres, te dejo a ti el honor.

Kagome rio.

«Cobarde.»

InuYasha sonrió y como respuesta se inclinó para apoderarse una vez más de sus labios; cada caricia estaba impregnada de pasión y amor.

Bueno, pensó Kagome mientras correspondía con el mismo ímpetu y pasaba sus brazos por detrás del cuello masculino, quizás tardar un ratito más no hará daño a nadie, ¿verdad?

Pero apenas pasaron unos segundos de esos pensamientos que InuYasha se separó bruscamente y alzó la cabeza; sus ojos estaban enfocados en la boca de la cueva con sus orejas caninas moviéndose de un lado a otro sin parar, intentando oír algo en la distancia.

Kagome sintió un nudo en el estómago y le tocó el brazo para darle después un par de apretones. «¿Qué pasa?»

El ceño de InuYasha se frunció y Kagome vio sus labios moverse, creía que debido a un par de juramentos que soltó por lo bajo. Dos segundos después, se había incorporado sobre sí mismo y la estaba llevando con él para ponerse ambos de pie.

«Tenemos que irnos», le ordenó InuYasha. Rápidamente Kagome se vistió y cuando vio que él no lo hacía, imaginó que estaría esperando a que salieran de la cueva para tener más libertad de movimiento en su transformación. No dejaba de mirar la boca de la cueva como si esperase que en cualquier momento fueran a atacarles.

No le dio tiempo a acomodarse bien la coleta en la que se había recogido sus desordenados cabellos que InuYasha tiró de ella con firmeza, instándola a andar. Por el camino le pasó la espada y su arco con flechas, que desde que pisaron el lugar había permanecido olvidada en una de las paredes rocosas del habitáculo.

«¿Qué está pasando, InuYasha?»

Pero InuYasha no contestó. Salieron de la cueva e InuYasha la cogió en volandas para pegar un salto y llegar así al suelo desde la falda de la montaña en la que se encontraban. Kagome no opuso resistencia alguna y mientras caía, descubrió que el sol estaba llegando a su cenit. Entrecerró los ojos debido a la claridad repentina y en ese momento InuYasha separó sus manos de ella. Kagome atisbó entre sus párpados entrecerrados el momento en el que InuYasha se despojaba de sus pantalones y de un salto, su cuerpo se transformaba.

En el momento que cuatro grandes y gruesas patas de perro tocaban la suave hierba, Kagome estaba cayendo al suelo de rodillas, llevándose las manos a la cabeza. ¿Qué…?

¡Kagome!

La joven se encogió sobre sí misma, soltando un gemido por lo bajo. Sintió un cuerpo cálido acercándose a ella, un punto frío y húmedo olfateándole frenéticamente todo el cuerpo, y el roce de un pelaje esponjoso y suave sobre la piel expuesta de su cuello, brazos y cara. InuYasha, pensó para sí misma, en medio de la bruma de pensamientos que asolaba su mente.

El enorme perro se paralizó por unos segundos.

¿Ka… Kagome?

De pronto, un aullido de perro se elevó desde la distancia, trayendo consigo un mensaje. Un mensaje que habría despertado a cualquiera de su letargo, sin embargo, InuYasha era incapaz de reaccionar, de moverse, de pensar siquiera. Fueron, tal vez, todos los años en el ejército, sometido a alta presión, sobreviviendo a situaciones bastante peliagudas, los que hicieron que parte de su mente se desligase de la parálisis sufrida en ese momento y empezase a trabajar como todo un hombre de batalla: alguien de su manada estaba trasmitiendo un mensaje, uno importante por la fuerza y tensión del aullido. Y no necesitó escucharlo dos veces para traducir el mensaje:

El General ha caído.

De pronto, Kagome gimoteó por lo bajo, incorporándose sobre sus rodillas. Todavía con ambas manos sosteniendo su cabeza como si esta estuviera amenazando con estallar, sus ojos se encontraron con los de InuYasha, su compañero de Ánima, su macho…

E InuYasha supo que de alguna manera Kagome lo sabía. Sabía lo que estaba ocurriendo. Sabía lo que significaba. Sus ojos, de pronto negros, transmitían tanto pánico, dolor, confusión, miedo…

Un nuevo aullido se escuchó y la mente de InuYasha tradujo automáticamente: El General ha caído, necesitamos refuerzos. Kagome volvió a soltar un gimoteo. InuYasha no apartó la mirada de ella, mientras sentía un nudo en su estómago que cada vez se iba haciendo más y más grande, amenazando con engullirle por completo.

¿Kagome…?

Un gimoteo bajo, una sacudida de cabeza… y Kagome se desmayó repentinamente frente a sus ojos.

Fue en ese momento cuando Kagome, quién sería coronada como la futura Reina de los Demonios – un dato que todavía desconocía y nunca llegó a imaginarse – por primera vez en su vida pudo escuchar al mundo, y lo encontró demasiado caótico y destructor para entenderlo.

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·

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Cuando el cuerpo de Akitoki exhaló su último aliento de vida, Kagome estuvo a punto de caer de rodillas de puro desfallecimiento, pero rápidamente pudo recomponerse y se giró en busca del cuerpo tendido de InuYasha.

El corazón le iba a mil. Apenas podía concentrarse en su siguiente paso. El cuerpo le suplicaba un poco de clemencia, calma, descanso. Pero ella no podía rendirse, no ahora. No cuando había terminado todo.

—InuYasha…—sollozó al verlo tirado en medio del campo de batalla. Tumbado pero consciente. Respiraba. Se movía. La estaba mirando.

Había estado tan cerca de perderlo. Tan jodidamente cerca.

Obligó a sus piernas moverse y corrió hacia él, cayendo de rodillas al lado del cuerpo ensangrentado del animal, sin apenas prestar atención a las heridas de su cuerpo magullado.

¿Estás bien?, preguntó InuYasha frenético mientras se incorporaba sobre sus patas delanteras lo justo para poder entremeter el hocico en el hueco de su cuello, buscando oler más sangre fresca en ella. Sangre de Kagome.

¿Y me lo preguntas a mí?, musitó abrazándole el cuello con fuerzas, ahogándose en su característico olor a roble, solo que esta vez estaba manchado por el hierro de la sangre. El cuerpo femenino temblaba, temblaba y temblaba debido al miedo que se había anidad como una soga en su corazón hasta hacerle doler y la sensación de impotencia que le consumía el alma.

Soy un hueso duro de roer, y lo sabes, sus palabras vinieron acompañadas por un tono jocoso, y Kagome se aferró a él como un náufrago a una balsa en medio de una tormenta. Por todos los dioses, se había sentido tan, tan asustada de perderlo que aún creía que estaba viviendo un sueño. O una pesadilla, más bien.

Con los ojos anegados en lágrimas, la mujer se separó lo justo para mirar el costado herido del animal. Con cuidado palpó entre la pelambrera rojo carmín. Como bien había visto y supuesto, la daga se había clavado en la carne, pero por algún milagro no había tocado ningún punto mortal de su cuerpo. Sobreviviría. Y ella también. Ese simple pensamiento causó que más lágrimas se deslizaran por sus mejillas, aunque apenas se daba cuenta de ello.

Mierda, Kagome…, murmuró él, de pronto, en un tono mucho más calmado y serio. Se inclinó para enjuagarle las lágrimas con su lengua. Estoy bien, de verdad. Todo ha terminado. Solo es un rasguño. Con mi sangre demoníaca sabes que se curará rápido.

Kagome pensó en el hecho de que esa no era la única herida que había recibido. Le habían disparado y casi sepultado. Y aunque respiraba superficialmente, el cuerpo lo tenía lleno magulladuras y era capaz de apreciar el fino rastro de dolor en sus facciones perruna, conocía a InuYasha como a la palma de su mano y sabía que efectivamente saldría de la situación. InuYasha era el hombre más fuerte y feroz que había conocido y cada día se lo demostraba con creces.

Quién me preocupas eres tú, siguió diciendo él, de nuevo olisqueándole el cuerpo. No tienes ninguna herida grave pero apestas a tu sangre. Has perdido mucha.

Estoy bien, afirmó ella, aunque haciendo honor a verdad, no estaba muy preocupada por su integridad física, no más que por la mental. Todavía intentaba asimilar lo acontecido en las últimas horas.

De pronto, sintió el cuerpo de InuYasha tensarse y lo escuchó proferir un gruñido bajo. Kagome alzó la cabeza y al mirarlo, descubrió que este observaba con atención un punto a la espalda de la mujer. Entonces, Kagome prestó atención a las pisadas que acercaban a ellos.

Llegas tarde, lobito.

Como si fuera él quién tuviera el vínculo mental y hubiera podido leerle la mente, el recién llegado habló con tono sarcástico:

—Al parecer no llego lo suficientemente tarde porque sigues respirando, chucho.

Con un gruñido y una sarta de improperios mentales de fondo, Kagome se dio la vuelta y descubrió al hombre que estaba de pie junto a ellos. Unos ojos profundamente azules, casi tan azules como el cielo de ese día, le saludaron con jovialidad. La sangre que bañaba su rostro le confirió a su expresión un aura de malicia y peligrosidad que Kagome conocía perfectamente.

—Saludos, mi Reina— exclamó inclinando la cabeza en una ligera reverencia, Tuvo que darse cuenta en ese momento del estado en el que ella se encontraba porque sus facciones se llenaron de preocupación y súbitamente se hincó sobre una rodilla, sosteniendo una de las manos femeninas entre las suyas—¿Cómo estás, Kagome? ¿Te duele algo? ¿Necesitas cualquier cosa? Dímelo y lo haré realidad.

Suéltala, maldito imbécil, o te arrancaré la mano de un bocado. Estoy herido, pero puedo acabar contigo en menos tiempo del que tardarías tú en gritar como un lobezno.

Intentando esconder una sonrisa que pugnaba por salir ante tan familiar escena, Kagome sacudió la cabeza.

—Estoy bien, Kouga, no te preocupes. No son heridas graves. ¿Por qué has tardado tanto?

Llevaban varios días sin tener noticias del clan después de la reunión que hubo y había sido todo un golpe de suerte que hubieran escogido ese momento para aparecer. Kagome en ningún momento había querido atacar por las espaldas, no tenía un as en la manga ni nada parecido. Llegó al claro con la intención de cumplir su palabra y conseguir que la guerra terminara de una vez por todas con ellos dos, con la batalla entre Akitoki y ella, pero después de que los hombres del príncipe actuaran por cuenta propia y rompieran el trato, toda ayuda había sido más que bienvenida. Era casi un guiño del destino después de estos últimos meses llenos de penurias y quebraderos de cabeza.

—Necesitaba tiempo para reunir a todo mi pueblo, Kagome. Sabes que estamos desperdigados por las montañas, y algunos costaron más que otros de convencer.

—Gracias.

El demonio lobo la miró, por primera vez, sin una pizca de galantería en su mirada. La miró como a una igual. La miró como a la Reina a la que había jurado seguir y proteger con sus hombres.

—No creímos que todo este asunto estaba tan mal.

Kagome, sintiendo un nudo instalarse en su garganta, apartó la mirada del demonio y la llevó a su alrededor. A los cuerpos, humanos y demonios, que habían caído en batalla y adornaban el valle de una forma bastante macabra; a los pocos humanos que todavía permanecían en pie; a su gente, los perros, luchando hombro con hombro con los lobos contra los últimos enemigos que quedaban. Y entonces miró en la dirección en la que se encontraba el cadáver de Akitoki, allí tirado, mirando sin ver el cielo despejado. Olvidado por esos humanos que daban todo de sí por escapar de la batalla con vida, pero que tenían la aterradora certeza de que no podrían hacerlo.

—Mi padre no te mintió, y yo tampoco lo hice, como estás viendo— dijo Kagome con brusquedad; sus palabras raspando como papel de lija su garganta. Se oyó un gruñido perruno de advertencia.

Cuidado con lo que dices, lobito.

Kouga acertó al quedarse callado, y Kagome suspiró e hizo el amago de ponerse en pie. InuYasha, advirtiendo sus intenciones, también lo hizo, y la mujer tuvo el impulso de ordenarle que se mantuviera tumbado, pero sabía que sería un orden inútil puesto que él no la acataría. InuYasha y su cabezonería. Ahora entendía un poco cuando él se enfadaba con ella por su tozudez. En su lugar, lo dejó hacer y se obligó a ignorar la forma en la que temblaban las patas del animal.

Tú y yo vamos a hablar seriamente después, le dijo mentalmente. En respuesta, InuYasha gruñó, pero no dijo nada. Se dejó caer ligeramente sobre ella, y ella sobre él, y las pocas fuerzas que les quedaba a cada uno hicieron un balance perfecto para que ambos se sostuvieran sin parecer muy obvio. En un acto inconsciente, Kagome entremetió sus dedos en la pelambrera de él, sintiendo como su alterada mente lentamente iba aclarándose por ese simple gesto.

—¿Qué vamos a hacer ahora?— inquirió Kouga, observando con interés lo que quedaba del campo de batalla— ¿Cuál es nuestro siguiente movimiento?

Kagome tragó saliva, y una expresión de determinación cubrió por completo su rostro.

—Llama a dos de tus hombres más veloces y que estén en buenas condiciones después de la pelea. Yo haré lo mismo.

Kouga la miró, sin rastro alguno de oposición a la orden.

—¿Para qué los necesitas?

—Hay un mensaje que deben entregar a los monarcas humanos, un mensaje y algo más— sus ojos se deslizaron con mesura hacia el cuerpo sin vida del Príncipe Akitoki— Querrán darle un entierro digno a su hijo.

—¿Les concederás ese consuelo?

¿Crees que lo merecen?, inquirió InuYasha a la misma vez.

Kagome suspiró.

«El mundo merece más dirigentes como tú. Me alegro de haberte conocido, su Alteza, pero el mundo dejó atrás hace mucho tiempo la bondad. Creí que lo sabías ya. Pero como he visto pocas almas como la tuya en esta Era de dolor y sufrimiento, voy a decirte una cosa: descansa en paz porque me encargaré personalmente de terminar esta guerra sin más bajas en ninguno de los bandos. Lo prometido es deuda.»

Sus palabras cayeron como un peso muerto sobre su corazón, y Kagome las sintió como grilletes en sus muñecas. Unos grilletes molestos y pesados pero que con gusto llevaría; unos que ella misma se había puesto desde el primer momento en el que su manda le confió la vida y el futuro de su pueblo.

«Querido príncipe, la corona es un peso difícil de llevar y no todo el mundo está a la altura de ella. Yo por supuesto que no lo estoy, pero tú… quizás sí.»

—No lo hago por ellos— fue su respuesta.

Lo hacía por todos los que habían muerto en aquella guerra absurda y por todos los que – por desgracia – quedaban por morir antes de que llegara el final. Lo hacía por ella, por la promesa que había hecho. Y lo hacía por él, por el hombre que no dudó en tenderle su mano a una desconocida, aunque esta terminase siendo la que acabase con su vida. Con la vida de quién no dudó en masacrar a su gente, con la vida de quién acabó con su padre y de quién estuvo a punto de arrebatarle lo más valioso que tenía.

Si se ponía a pensarlo fríamente, los intrincados hilos de la vida y el destino que hacían y deshacían, que unían y separaban caprichosamente… tan solo conseguía un terrible dolor de cabeza… Pero ese no era el momento. Tenía que centrarse, pensar cuál debía ser su siguiente movimiento. No podía dejarse llevar por los sentimientos. No ahora que estaban tan cerca.

Minutos más tarde, Kagome miró a los ojos de los cuatro hombres que perpetrarían la misión. Estos la observaban a su vez casi conteniendo la respiración mientras que InuYasha y Kouga permanecían ligeramente apartados – por primera vez, sin sentir la necesidad de molestarse mutuamente.

—Llevadles el cadáver del Príncipe y cuando estéis a las puertas del castillo trasmitid mi mensaje para que llegue a los monarcas.

—¿Cuál es ese mensaje, Reina?— inquirió Jev, asintiendo decidido.

La mirada de Kagome cruzó con la de InuYasha por un segundo, y esta vio la cabeza perruna asentir casi imperceptiblemente.

—Decidles que una nueva Era se avecina. Una Era de paz y esperanza para nuestro pueblo y el suyo. Y decidles también que estaré dispuesta a lo que sea para conseguirlo.

Cumpliría la promesa que le hizo al Príncipe aunque con ello debiera exhalar su último aliento de vida.


Antes de que me preguntéis: SÍ. Habrá una tercera (Y ÚLTIMA) parte. ¿Cuando? Honestamente, no lo sé. Apenas tengo tiempo para ponerme a escribir así que no prometo que sea en un futuro cercano, pero sí puedo decir que, en general, sé sobre qué irá, así que no es por problema de inspiración. Empezamos con un capítulo dedicado a Akitoki, luego este gira en torno a Kagome... así que ¿quién creéis que será el protagonista esta vez? Pista: se titulará "Larga vida al Guardián" Je je je Y sí, seguiré ahondando en torno a cómo Kagome terminó siendo la Reina, no creáis que la cosa se acaba aquí.

Y sin más que decir, es vuestro momento de hablar. Contadme qué os ha parecido que estoy ansiosa por conocer vuestas impresiones.

¡Muchas gracias por leerme!