No soy un hombre claustrofóbico, pero esta cabina me podría convertir en uno. Revisé mi teléfono, ya casi era hora de terminar mi jornada, entonces escuche que abrían la cabina junto a mí. Alguien entró, y me senté. Normalmente a esta hora, tenía tarde libre, era poca la gente que venía a confesarse.

Ese alguien despejó su garganta. Una mujer.

—Yo, uh. Nunca he hecho esto antes. —Su voz era baja y seductora, la representación fonética de la luz de luna.

—Ah. —Sonreí—. Una novata.

—Sí, supongo que lo soy. Solo he visto esto en las películas. ¿Aquí se debería decir: "Perdóname, Padre, porque he pecado"?

—Cerca. En primer lugar, hacemos la señal de la Cruz. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… —Podía escuchar el eco de sus palabras junto conmigo—. Ahora me dices cuánto tiempo ha pasado desde tu última confesión, que es…

—Nunca —terminó por mí. Sonaba joven, pero no demasiado joven. De mi edad, sino un poco más joven. Y su voz llevaba el acento apresurado de la ciudad.

—Yo, umm. Vi la iglesia mientras me encontraba en la cruzando la calle. Y quería, bueno, tengo algunas cosas que me están molestando. Nunca he sido especialmente religiosa, pero pensé que tal vez…

—Se calló por un minuto y luego inhaló bruscamente—. Esto es estúpido. Debo irme. —Escuché que se levantaba.

—Detente —dije y mientras me sorprendía a mí mismo. Nunca daba órdenes. Bueno, ya no.

Enfócate.

Tomó asiento, y pude escuchar su inquietud con su monedero.

—No eres tonta —dije, mi voz más suave—. Esto no es un contrato.

No es que prometas venir a misa cada semana para el resto de tu vida. Este es un momento en el que puedes ser escuchada. Por mí… por Dios… tal vez incluso por ti misma. Has entrado aquí porque buscabas ese momento y puedo dártelo. Así que, por favor. Quédate.

Dejó escapar un largo suspiro.

—Solo… las cosas que pesan sobre mí, no sé si debo decirle a alguien. Mucho menos a ti.

—¿Porque soy un hombre? ¿Te sentirías más cómoda hablando con un ministro laico femenino antes que hablar conmigo.

—No, no porque seas un hombre. —Escuché la sonrisa en su voz—. Porque eres un sacerdote.

Me decidí a adivinar.

—Las cosas que están sobre ti, ¿son de naturaleza carnal?

—Carnal. —Se rio, y era música entrecortada, rica. De repente me encontré preguntándome cómo lucía; si era pálida o bronceada, si tenía curvas o era delgada, si sus labios eran delicados o rellenos.

No. Necesitaba enfocarme. Y no en la manera en que su voz me hacía sentir repentinamente mucho más hombre que sacerdote.

—Carnal —repitió—. Eso suena como un eufemismo.

—Puede ser tan general como quieres que sea. Esto no es para hacerte sentir incómoda.

—La pantalla ayuda —admitió—. Es más fácil si no te veo, con, yasabes, las batas y esas cosas mientras hablo.

Ahora yo me he reído.

—No usamos los trajes todo el tiempo, sabes.

—Oh. Bueno, ahí va mi imagen mental. ¿Qué llevan, entonces?

—Una camisa negra de manga larga con un collar blanco. ¿Sabes el tipo? El tipo que ves en la televisión. Y los pantalones vaqueros.

—¿Vaqueros?

—¿Es tan impactante?

La escuché inclinarse contra el lado de la cabina.

—Un poco. Es como si fueras una persona real.

—Solo en días laborales, entre las nueve y las cinco.

—Bien. Me alegro que no te metan en un cajón entre domingos o algo.

—Lo han tratado. Demasiada condensación. —Me detuve—. Y si ayuda, normalmente llevo vaqueros.

—Eso parece significativamente más como un sacerdote. —Hubo un largo silencio—. Qué pasa si… ¿has tenido personas que han hecho cosas realmente malas?

Consideré mi respuesta cuidadosamente.

—Todos somos pecadores ante los ojos de Dios. Incluso yo. El punto es no hacerte sentir culpa o categorizar la magnitud de tus pecados, sino para…

—No me des ese sermón de mierda —dijo bruscamente—. Te estoy haciendo una pregunta verdadera. Hice algo malo. Muy malo. Y no sé qué sucederá después.

Su voz se agrietó en la última palabra y por primera vez desde que fui ordenado, sentí el impulso de ir hacia el otro lado de la cabina y tirar al penitente en mis brazos. Lo que hubiera sido posible en una habitación más moderna de reconciliación pero probablemente hubiera sido alarmante y torpe en la antigua cabina de la muerte.

Pero en su voz… hubo verdadero dolor, incertidumbre y confusión. Y quería hacerlo mejor para ella.

—Necesito saber que todo va a estar bien —continuó tranquilamente—. Que seré capaz de vivir conmigo misma.

Un agudo tirón en mi pecho. ¿Cuán a menudo susurré esas mismas palabras al techo en la casa parroquial, yaciendo despierto en la cama, consumido con pensamientos de lo que pudo haber sido mi vida? Necesito saber que todo estará bien.

¿No lo hacíamos todos? ¿No era ese el grito silencioso de nuestras almas destrozadas?

Cuando hablé nuevamente, no me molesté con ninguno de los consuelos normales o temas espirituales. En su lugar, dije honestamente—: No sé si todo estará bien. Podría no ser así. Puede que pienses que estás en el punto más bajo ahora, y entonces un día levantes la mirada y veas que se ha puesto mucho peor.. Puede que nunca seas capaz de salir de la cama en la mañana con esa seguridad. Ese momento de que todo esté bien podría no llegar nunca. Todo lo que puedes hacer es intentar encontrar un nuevo balance, un nuevo punto de inicio. Encontrar todo el amor que haya quedado en tu vida y aferrarte a él con todas tus fuerzas. Y un día, las cosas se habrán vuelto menos grises, menos sórdidas. Un día, podrías darte cuenta de que tienes una vida nuevamente. Una vida que te hace feliz.

Podía oír su respiración, profunda y corta, como si estuviera tratando de no llorar.

—Yo… le agradezco —dijo—. Gracias.

No quedaba duda de que lloraba ahora. Podía oírla sacar los pañuelos desechables de la caja puesta dentro de la cabina justo para ese propósito.

Solo pude captar el más vago indicio de movimiento a través de la pantalla, lo que parecía como cabello rubio brillante y lo que podría haber sido el blanco pálido de su rostro.

Una parte realmente infame y horrible de mí quería oír su confesión aun así, no para poder darle más orientación específica y seguridad, sino para poder saber exactamente por qué cosas carnales tenía que disculparse esta chica. Quería escucharla susurrar aquellas cosas con su voz entrecortada, quería tomarla en mis brazos y borrar cada lágrima a besos.

¡Dios, quería tocarla!

¿Qué mierda estaba mal conmigo? No había deseado a una mujer con esta clase de intensidad por tres años. No vi su rostro. Ni si quiera sabía su nombre.

—Debería irme ya —dijo, haciendo eco de sus palabras anteriores—. Gracias por lo que dijo. Fue…Fue desconcertantemente acertado. Gracias.

—Espere —le dije, pero la puerta de la cabina se abrió y se fue.

Pensé en mi misteriosa penitente todo el día. Pensé en ella mientras preparaba la homilía para la misa del domingo. Pensé en ella mientras dirigía el estudio de la Biblia para hombres y mientras elevaba mis plegarias nocturnas. Pensé en ese atisbo de cabello rubio, esa voz. Algo sobre ella… ¿qué era? No es como si hubiese sido un cadáver desde que tomé el hábito, todavía era en gran medida un hombre. Un hombre a quien le gustaba mucho follar antes de haber oído el llamado.Y todavía notaba a las mujeres, ciertamente, pero me volví bastante experto en dirigir mis pensamientos lejos de lo sexual. El celibato se convirtió en un controversial inquilino del clero en los últimos años, pero todavía me atenía con sumo cuidado a este.

Yo soy el tipo de sacerdote que inspiraba confianza. Y eso involucraba que fuera increíblemente circunspecto, pública y privadamente, cuando se trataba de sexualidad.Así que a pesar de que su risa ronca resonó en mis oídos el resto del día, firmé y deliberadamente comprimí el recuerdo de su voz y continué con mis deberes, siendo la única excepción, que recé uno o dos rosarios extra por esa mujer, pensando en su súplica. Necesito saber que todo estará bien.Tuve la esperanza de que donde quiera que estuviera, Dios se encontraba con ella, consolándola, igual que me consoló a mí tantas veces.

Me quedé dormido con las cuentas del rosario apretadas en el puño, como si fueran un amuleto para alejar los pensamientos no deseados.

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Mi parroquia es pequeña, usualmente hay uno o dos funerales por mes, cuatro o cinco bodas al año, misas casi todos los días, y los domingos más de una vez. Tres días a la semana, guio los estudios bíblicos, una noche a la semana ayudo con el grupo juvenil, y cada día, salvo por los jueves, ocupo horas de oficina para los feligreses que nos visitan. También corro unos pocos kilómetros cada mañana y me obligo a leer quinientas páginas de algo no relacionado en absoluto a la iglesia o la religión. Ah, y paso mucho tiempo viendo series, una de mis favoritas es The Walking Dead

Mantenía mi mente bastante ocupada, de esa manera, puedo ser perdonado por haber tenido aquellos pensamientos sobre esa mujer misteriosa.

Alguien acababa de salir del confesionario, y también me alistaba para levantarme y salir cuando escuché a alguien entrar en la cabina. Pensé que tal vez sería Ukyo de nuevo, no habría sido la primera vez que volviera a entrar porque recordó algún nuevo pecado poco importante sobre el que olvidó decirme.

Pero no. Era esa ronca voz conocida, la voz que inspiró mis rosarios extras la semana pasada.

—Soy yo otra vez —dijo la mujer, con una risa nerviosa—. Ehm, ¿la no-católica?

Mis palabras salieron más profundas de lo que pretendía, más recortadas. Un tono que no usaba con una mujer en un largo tiempo.

—Te recuerdo.

—Oh —dijo, sonando un poco sorprendida. Como si no hubiera esperado realmente que la recordara—. Qué bueno. Supongo.

Se movió un poco y, a través de la mampara, vi indicios de la mujer detrás: cabello rubio, piel blanca, un destello de lápiz labial rojo.

También cambié ligeramente de posición, inconscientemente, mi cuerpo de repente al tanto de todo. De mis pantalones hechos a la medida

—Usted es el Padre Ishigami, ¿verdad? —preguntó.

—Ese soy yo.

—Vi su foto en el sitio web. Después de la semana pasada pensé que tal vez sería más fácil si sabía su nombre y cómo se veía. Ya sabe, más como que le hablaba a una persona y no a una pared.

—¿Y es más fácil?

Vaciló.

—Realmente no. —Pero no dio más detalles y no la presioné, en gran parte porque intentaba adiestrarme lejos de la multitud de deseos inverosímiles que se agolpaban en mi mente.

No, no puedes preguntarle su nombre.

No, no puedes ir a abrir la puerta para ver qué aspecto tiene.

No, no puedes pedirle que solo te diga acerca de sus pecados carnales.

—¿Está lista para empezar? —pregunté, tratando de redirigir mis pensamientos de nuevo a lo que nos ocupaba, la confesión.

Sigue el guion, Senku.

—Sí —susurró—. Sí, estoy preparada.