Martes… odio los martes.
La misa de un martes a la mañana, es un tanto aburrida. El santuario estaría vacío, a no ser por una pareja de ancianos que tienen la costumbre de no perderse ninguna misa.
Por la tarde, aprovecho para salir a correr, un poco, no demasiado. Hace tiempo, le había prometido a mi padre que intentaría mejorar mi estado físico. En un principio me costó mucho mantener esta rutina pero con el tiempo logré acostumbrarme. Incluso mientras corría hacia nota mental de todas las cosas que quería hacer en la semana.
Después de correr algunos kilómetros me hallaba cubierto de sudor y respirando con dificultad. Aquel sudor escurría por mi cuello, hombros y espalda, mi cabello se encontraba empapado, cada respiración se sentía como un castigo.
Esto era un castigo…
Desde ayer, comencé a odiarme a mí mismo. Kohaku Nakamura… era claramente una mujer interesante y bien educada, que vino a mí, a pesar de no ser católica, en busca de palabras de ayuda pero en lugar de verla como un cordero en necesidad de orientación, fui incapaz de fijarme en cualquier otra cosa que no fuera su boca mientras hablábamos.
Yo soy un sacerdote. Juré a Dios no conocer otro cuerpo mientras viviera, ni siquiera el mío propio, si nos poníamos técnicos al respecto. No era correcto tener el tipo de pensamientos que tenía sobre Kohaku.
Se suponía que debía ser el pastor del rebaño, no un lobo hambriento que despertó esta mañana moliendo sus caderas contra el colchón porque tuvo un sueño muy intenso con Kohaku y sus pecados carnales. La culpa me atravesaba todo el cuerpo por el recuerdo.
Me voy al infierno, pensé. No hay manera de que no vaya al infierno.
Me sentí muy culpable, no sabía si podría controlarme si la volvía a ver.
No, eso no era del todo cierto. Sabía que podría, pero no quería. Lo que era un problema.
Si de algo estaba seguro, era que debía confesar mi pecado a Dios abierta y honestamente.
Mi plan sería ducharme, leer un libro y luego pasar una larga hora de oración y pedir perdón.
Y fuerza. Sí, pediría por eso también.
La próxima vez que viniera a Kohaku, tendría que encontrar una manera de decirle que no podía ser su confesor de nuevo. El pensamiento me deprimió por alguna razón, pero había sido un sacerdote el tiempo suficiente para saber que a veces las mejores decisiones son las que tienen el costo de infelicidad a corto plazo.
Me sentía más ligero ahora que tenía un plan a seguir. Esto sería mucho mejor; todo iba a estar bien.
—¿Padre Ishigami?
Esa voz. A pesar de que solo la escuché dos veces, se carbonizó en mi memoria.
Fue un error, pero de todos modos me giré para mirarla.
Por lo visto, Kohaku también corría. Llevaba un sujetador deportivo y pantalones cortos… muy, muy cortos, apenas cubrían su perfecto culo. El sudor goteaba de ella también, y aunque no tenía lápiz labial rojo, su boca se veía aún más sorprendente sin él, y lo único que me salvó de mirar su boca con avidez fue el hecho de que sus tonificados muslos, plano estómago y prominentes tetas se hallaban en semejante demostración.
Mierda…La sangre corrió a mi ingle.
Ella me estaba sonriendo, entonces me di cuenta, dijo algo y no le presté atención.
—Lo siento, ¿qué? —Mis palabras salieron duras, sin aliento. Hice una mueca, pero pareció no importarle.
—Que no te imaginaba corriendo—dijo.
Si no estuviera tan destrozado por correr y el calor, me habría sonrojado.
Di un paso más cerca, y sus ojos se movieron a través de mi torso, barriendo hasta donde mis pantalones cortos colgaban bajo en mis caderas. Cuando se encontró con mis ojos otra vez, su sonrisa se desvaneció un poco. Podría jurar que los pezones de Kohaku estaban duros. Parecían pequeños puntos, en su sujetador deportivo.
Cerré los ojos por un minuto, obligando a mi verga hinchada a calmarse.
—No te gusto mucho, ¿verdad? —preguntó, y eso me trajo de golpe al presente. ¿Estaba loca? ¿Pensaba que mis incontrolables erecciones a su alrededor eran un signo de disgusto?
—Fuiste tan agradable la primera vez que fui. Pero siento que te hice enojar de alguna manera. —Bajó la mirada a sus pies.
—No me hiciste enojar —dije, aliviado al ver que mi voz sonó más normal, en control y amable—. Estoy muy agradecido de que hayas encontrado suficiente valor en tu experiencia como para regresar a la iglesia.
Estaba a punto de decirle que debía encontrar un nuevo lugar para confesarse, pero ella habló antes de que pudiera seguir.
—Encontré valor en ella, sorprendentemente. En realidad, me alegro de haberte conocido. Vi en el sitio web de la iglesia que tienes horario de oficina solo para hablar, y me preguntaba si, ¿podría visitarte en algún momento? No por una confesión necesariamente…
Gracias a Dios por eso.
—Pero, no sé, quiero hablar de otras cosas. Estoy tratando de iniciar una nueva etapa en mi vida, sin embargo, sigo sintiendo como que falta algo. Como si el mundo en el que estoy viviendo estuviera de alguna forma plano, desocupado. Y después de las dos veces que hablé contigo, me sentí... más ligera. Me pregunto si la religión es lo que necesito, pero, sinceramente, no sé si es algo que quiero.
Su admisión despertó el instinto sacerdotal en mí. Tomé una respiración profunda, diciéndole algo que le dije a muchas personas, pero aún quería decir cada pedacito tanto como la primera vez que lo dije.
—Creo en Dios, Kohaku, pero también creo que la espiritualidad no es para todos. Puedes encontrar lo que estás buscando en una profesión que te apasione, o en viajar, o en una familia, o en cualquier otra cosa. O podrías encontrar otra religión que te quede mejor. No quiero que te sientas presionada a explorar la Iglesia Católica, por cualquier motivo que no sea el interés o curiosidad genuina.
—¿Qué pasa si el sacerdote es increíblemente sexy? ¿Eso es una buena razón para visitar la Iglesia?
Estaba en shock, sobre todo porque sus palabras mordían mi tenso autocontrol, y de pronto, Kohaku se echó a reír.
—Relájate —dijo—. Bromeaba. Quiero decir, si eres increíblemente sexy pero no es la razón por la que estoy interesada. Por lo menos —me dio otra mirada de arriba abajo que hizo que mi piel se sintiera como si estuviera cubierta en llamas—, no es la única razón. —Y entonces ella corrió lejos, se despidió agitando la mano, mientras me regalaba una gran sonrisa.
Dios… necesito una ducha fría.
