Acto 1 - Escena 4

Lejos del camino.

Recorrieron con rapidez una distancia formidable, saltando entre las rocas hasta cruzar un río que separaba la extensión de tierra dañada por la serpiente, adentrándose en el bosque profundo que se erguía sobre sus cabezas con imponente presencia.

Bankotsu bajó a Kagome cuando supo que nada detrás de ellos los perseguía, fue cuando perdió el rastro del youkai que pudo respirar tranquilamente. Apenas fue depositada en el suelo Kagome miró al mercenario con ojos furiosos, pero cualquier ira se desvaneció al darse cuenta de su entorno.

— Bankotsu… ¿Dónde estamos? —al ver que el joven no contestaba, inmerso en ver el lugar, levantó la voz con nerviosismo—. ¡Responde!

— Niña, Kagome, como sea… deja de llorar —Bankotsu se tomó el puente de la nariz con los dedos y suspiró. ¿Es que esa mujer no podía quedarse callada? —. Estamos al sur, y solamente me detuve porque ese monstruo ya no estaba tras de nosotros.

Kagome bajó la mirada.

— Entonces ya puedes devolverme…

— ¿Ahora? Ni hablar. No seré carnada fresca de esa cosa.

— ¡Tú me has traído aquí así que sabes como regresar!

— Disculpame por salvar tu miserable vida, mujer, pero no volveré allí sin mi alabarda.

Bankotsu puso los brazos en jarras, mirando desafiante a Kagome. Ambos se midieron con los ojos, mientras la discusión subía y bajaba de tono en acusaciones que dejaron de tener sentido a los cinco minutos. Kagome sabía que debía de agradecerle por haberla salvado del youkai, pero no se sentía cómoda junto a él. El miedo insuperado mezclado con la bruma emocional de sus visiones solo hacía que Bankotsu diera el mismo efecto que la novocaína: una insensibilidad bruta de toda su cordura.

Pero su conciencia también le decía que no debía de ser muy dura con el mercenario. No solamente porque era un asesino a sangre fría que podría partirla en dos con sus manazas, sino que en sus ojos podía ver un terror que no había previsto en esa persona. Una debilidad amanecía en su mirada azul, y poco a poco afloraba un poco más haciendo que Kagome sintiera el peso de la culpa en su estómago.

Lentamente se acercó a él, cruzada de brazos.

— Mira, agradezco que me hayas salvado, de verdad… pero no podemos alejarnos de nuestros grupos —se plantó frente a él con sus ojos oscuros reluciendo de empatía, intentando sonar comprensiva y no temerosa. Bankotsu solo se le quedó mirando con el ceño fruncido, uno que lentamente se iba desvaneciendo—. Yo necesito mis flechas y tú la alabarda, o si no estaremos perdidos.

Bakotsu se echó hacia atrás con dos pasos. Sintiendo el calor de la sacerdotisa cerca y los sentimientos que no eran suyos recorriendo la piel cual serpiente. No, no quería sentirlo. Quería estar enojado con ella.

Quería mantener su orgullo si no podía mantener su fuerza.

Señaló el camino a sus espaldas.

— Si quieres volver, puedes hacerlo.

Kagome jadeó de sorpresa. Pero, ¿Por qué estaba sorprendida?

¿Qué ganaba creyendo que había bondad en Bankotsu?

— ¡Es imposible, de verdad! No puede ser que no quieras ni siquiera volver por tu alabarda—. Como Bankotsu no contestó su tono mordaz, exclamó sin pensar:—. Bien, ¡Entonces me iré sola!

Caminó cuesta abajo hacia el sendero que había señalado Bankotsu, y el mercenario solamente se quedó con las cejas alzadas mirándola. Se apoyó en un árbol y esperó, viendo la silueta de Kagome desaparecer entre los otros árboles a prisa furiosa.

Al cabo de cinco minutos, la sacerdotisa se vio aparecer nuevamente con el ceño fruncido mucho más definido, y se escuchaba como maldecía por lo bajo.

— No sé volver sola —admitió a gruños cuando se acercó lo suficiente a Bankotsu.

Él estalló en risas.


— ¿Alguna señal?

Sango bajó de Kirara, que pronto volvió a transformarse en una gata común. La Taijiya negó con la cabeza, con los ojos rojizos de la angustia.

— Es como si hubieran desaparecido del mapa — su voz se sintió ahogada, algo que Miroku encontró extraño—. ¡Es imposible que haya escapado así!

El monje se acercó para ponerle una mano en el hombro.

— Por Dios, Sango, ¿estás bien? —no pudo evitar preguntar.

Ella asintió, poco convencida. Evitó su mirada en todo momento.

— Es que no puede ser que haya sido capturada tan pronto…

Algo en su voz le dijo a Miroku que no estaba siendo sincera con sus sentimientos, pero no dijo nada al estar en evidente momento de estrés. Solamente abrazó a la exterminadora, que le correspondió rodeando su cintura con los brazos.

El aroma del veneno todavía estaba marcado en la armadura de Sango, haciendo que a Miroku le arda la nariz, pero no quiso dejarla ir de sus brazos.

— Todo va a estar bien, te lo prometo —le dijo.

Ambos se dirigieron hacia la tienda de campaña que habían armado para InuYasha, que reposaba para curar sus heridas por el veneno. La piel todavía se le veía rojiza, y sus ojos lagrimeaban al sentir el miasma que quedaba a su alrededor. Incluso se había lavado el cabello y atado en un moño, evitando que toque su piel irritada. Apenas llegaron, Miroku volvió a cambiar las compresas a otras más frescas y fue por fin que el hanyou hizo lo posible para mantener los ojos abiertos.

— ¿Alguna pista de Kagome?

— Todavía no, pero volveré a buscar cuando Kirara recupere fuerzas —al igual que la exterminadora y el hanyou, la pobre youkai pantera había sido desestabilizada por el veneno que quedó pululando en el aire—. ¿Cómo te encuentras?

— El dolor cesa de a poco, ese maldito youkai exótico salió de la nada…

— Y como apareció, también desapareció —Sango tomó el agua con hierbas medicinales que estaba al lado de InuYasha y empapó un trapo en ellas, para luego pasarla por las zonas que su armadura no pudo proteger—. Era rápido como una estrella fugaz, pero, ¿por qué atacar ahora?

— Quizás iba por los fragmentos de la perla —razonó Miroku, mirando a sus amigos.

— No tenemos fragmentos de la perla, monje… —quiso exclamar con dificultad el hanyou, incorporándose lentamente.

Miroku negó con la cabeza.

— Pero Bankotsu sí— al ver la cara desconsolada de InuYasha envuelta en una máscara de resistencia quiso decirle que todo estaría bien, pero en ese momento Shippo llegó.

— No he encontrado nada por el sur, ¿ya se fijaron en las otras direcciones? —inquirió preocupado el kitsune.

Miroku y Sango negaron con la cabeza y el infante llenó sus ojos de lágrimas.

— Vamos, Shippo, no llores —InuYasha le dedicó una sonrisa poco propia de él—. Te aseguro que recuperaré a Kagome muy pronto y estará a salvo.

Shippo miró con emoción al hanyou y asintió, mordiéndose el labio para no llorar. Quería ser un niño fuerte.

— Hasta entonces deberás quedarte en la aldea con Kaede, Shippo —dijo Sango, y cuando el kitsune quiso refutar agregó;—. Ese youkai era algo que no habíamos visto antes, y puede hacer mucho daño.

— Nos sentiremos mejor si sabemos que estás a salvo junto a la señorita Rin —endulzó Miroku con una sonrisa.

Shippo no dijo nada más para persuadir a su grupo, de todos modos… ¿Qué podría decir? tenían razón, y era lógico no interferir para estar a salvo. Se convenció a sí mismo qué sería de más utilidad en la aldea cuidando a la anciana Kaede y a Rin, que se quedarían desprotegidas si es que llegaba a haber más de esos youkais exóticos.

InuYasha volvió a recostarse luego de planear otro plan de rescate, frustrado por sus heridas que lentamente se curaban, como si fuese una burla hacia él por haber sido descuidado. Sabía que estaría bien en la mañana, pero la ansiedad por encontrar a Kagome le apretaba el pecho, y la pena por preocuparse si estaba bien era mucho peor. La incertidumbre de no conocer su estado en ese preciso momento era horrible, y lamía su corazón herido por miles de sentimientos con una constancia torturadora. Quería que esté a salvo, necesitaba verla con vida.

Si tan solo se hubiera quedado con ella, todo estaría bien…

— Maldición… —masculló, y lentamente se fue quedando dormido debido al cansancio.

Lo último que pudo ver fue una luna redonda y brillante en el cielo, a través de la entrada de su carpa.

Casi sin querer le pidió con su último pensamiento cuidar de su chica.


Mirando a la luna brillante, Kagome se enjugaba las lágrimas y limpiaba sus mejillas con sus mangas.

Había elegido a mala gana seguir con Bankotsu, al menos en la distancia cautelosa de la desconfianza, hasta volver con su grupo sana y salva. El mercenario parecía no tener intenciones de lastimarla, pero uno nunca sabía con exactitud de lo que era capaz.

Bueno, y un libro abierto no era, por lo que más difícil era saber si estaba a salvo o no. Se abrazó a sí misma y dejó escapar un sollozo.

Ni siquiera InuYasha había salido en su busca… ¿Qué tan lejos se encontraba que apenas podía rastrearla? Incluso si el youkai serpiente estaba por la zona, confiaba en que su hanyou lo derrotaría con su fuerza bestial.

Le aterraba la idea de pensar que algo habría pasado mientras ella se alejaba.

— ¿Por qué estás llorando? —el mercenario se acercó a ella con los brazos cruzados.

Se puso a su lado y la miró de reojo, para luego concentrarse en la luna llena. Kagome negó con la cabeza.

— Estoy preocupada —al ver que Bankotsu enarcó una ceja, ella suspiró—. No me hace feliz dejar a mis amigos cerca de un youkai tan peligroso y no saber qué sucede… no sé si ellos están bien.

— No es algo de lo que tengas control, ¿no? —le respondió él, y cruzando miradas siguió hablando—. Pasaron cosas, te has distanciado, es normal que te sientas de esa manera.

Kagome puso los ojos en blanco.

— Claro, ahora eres comprensivo.

Bankotsu soltó una risa y se encogió de hombros. Se dio la vuelta para volver por donde vino, y en voz alta le dijo:

— Solo te doy una perspectiva distinta, o al menos lo que yo veo. La diferencia es que yo confío en la fuerza de mis compañeros… ¿al menos tú haces eso? — al ver que Kagome no contestó, volvió a reírse—. Van a estar bien, InuYasha seguramente sobrevivirá después de inhalar miasma demoníaco. Ven cerca del fuego o te morirás de frío, que la noche está helada.

Ella se quedó sin palabras, pensando en las palabras del mercenario mientras caminaba hacia la fogata con sus ojos en algo más que el presente. En algo tenía razón, y era que debía confiar en la fuerza de sus amigos. Ellos eran tres luchadores poderosos, con habilidades de otro mundo. Tenía que tener fé que saldrían de ese problema.

Sentándose frente al fuego, miró el cielo estrellado con melancolía.

— Lamento haber sido grosera hace un rato — murmuró.

— Me la pagarás cuando lleguemos a terreno seguro, usarás todo tu dinero o tus encantos para conseguir licor.

Kagome bajó la vista y miró a Bankotsu, que se le veía igual de distraído. Miraba los senderos que daban al bosque con ojos oscurecidos, casi negros por la noche, envuelto en las sombras escénicas del fuego.

No se dio cuenta que se había quedado dormida sentada mientras lo veía hasta que se fue de costado y se golpeó la cabeza. Maldiciendo se volvió a levantar, mirando a su alrededor. El claro donde estaban acampando se veía tranquilo y sin peligro, iluminado por la luna, escondidos por la maleza del bosque profundo. Buscando a Bankotsu, se lo encontró dormido, sentado con su espalda descansando en el árbol cercano.

Durmiendo casi se veía sereno, sin esa expresión de enojo en su rostro. Kagome pensó que era atractivo, borrando ese pensamiento casi al instante con un recuerdo de ojos dorados.

Pero a pesar de quitar a Bankotsu de su punto de visión, la voz de su consciencia le dijo que podía estar a salvo por esa noche. Tal vez agradecerle en la mañana, quizás confiar un poco más. Ambas locuras que sopesó mientras se recostaba en el suelo, mirando las estrellas, esperando volver a dormir.

Si las contaba, tal vez pase menos para ver a InuYasha otra vez…

Corrían y corrían por el bosque, descalzos y agitados.

Las flechas inútiles sin arco casi se le caían de la espalda y a ella la espada le pesaba como si fuera de su propio tamaño debido al cansancio, jadeando a cada zancada que daba para escapar del fuego y los soldados. Él la miró, ansioso, preocupado de que esté dando los pasos correctos para no caerse y dejarla atrás.

Ella seguía corriendo a pesar de estar roja por la falta de aire y con un corte en el medio de su frente, que hacía la sangre brotar y manchar su rostro de un rojo aterrados. Sus ojos, brillantes como linternas, no dejaban de ver el camino.

Pero de pronto, una flecha le atravesó la pierna derecha.

Aullando de dolor se cayó y él derrapó con sus pies, dándose la vuelta para correr hacia ella. La flecha había atravesado la carne, quizás hasta el hueso, pues estaba en medio de su muslo estancada.

¡Maldición! —ella lloró, mientras sostenía en sus manos la pierna que ya no le respondía.

Él vio las luces de las antorchas acercarse, escuchó los gritos asesinos. El pánico le sacudió los huesos.

Súbete a mi espalda — ella se negó—. ¡Solo sube!

No puedo… — al ver que él intentaba subirla a la fuerza, alzó la voz:—. ¡Es imposible, nos atraparán así!

Él se detuvo para mirarla y ella le puso las manos en el rostro, fijando sus ojos en él. No encontraba palabras de aliento, tampoco alguna idea, y la luz del fuego se acercaba cada vez más: habían rastreado el camino.

Con las lágrimas cayendo, ella murmuró.

Déjame aquí.

Él negó con la cabeza, queriendo no creer sus palabras.

Si piensas que te dejaré, entonces…

Si tú mueres, yo moriré —el llanto quebró su voz, mientras acariciaba el rostro de su amado con sus dedos temblorosos—. Vete, vive…

Pero antes de que él pudiera decir algo, ya era demasiado tarde. La turba iracunda los atrapó, y los primeros gritos que llegaron fueron los detonantes.

Se miraron a los ojos, viendo sus rostros iluminados por el fuego de las antorchas.

Ambos corazones latieron ante el pensamiento, la corazonada, de saber que demasiado tarde tan solo era un poco más de tiempo para volverse a encontrar.

Se abrazaron, apretando los labios y aferrándose al cuerpo del otro. Ella con los ojos bien abiertos, dándole cara al enemigo que venía a darles muerte. Él con los ojos cerrados, sintiendo el aroma de ella a todo su alrededor, anestesiando su corazón para no sentir atravesar las espadas…

… Abrió los ojos con rapidez, sobresaltado.

Se encontraba acostado, y ahora el fuego ya no lo envolvía y nadie estaba entre sus brazos. Miró a su alrededor mientras respiraba de manera desesperada al sentirse ahogado, descubriendo que el escenario era completamente diferente.

Lo único que no había cambiado era el aroma, ese perfume corporal que se mantenía latente en su memoria y cuerpo.

Bankotsu lo buscó en pánico, ese sentimiento que se había alojado en su corazón junto al miedo, y de su brazo izquierdo lo encontró… aferrado a las manos que lo tomaban con miedo.

Bankotsu miró a Kagome a los ojos, y en un tartamudeo quebradizo murmuró su nombre.

Tomándola en sus brazos, abrazándola como si no fuera la primera vez, aliviado porque no sería la última.

— ¡N-no te hicieron nada! —dijo entre sollozos una voz que no era de él, pero que venía directamente de sus labios.


Continuará...