Amor Prohibido - Capítulo 2
—Recuerda, cualquier cosa solo sube las escaleras del fondo y yo vendré ¡Por venganza! ¡Que disfrutes tu primer día!
Jimmy vio alejarse a su hermana por el pasillo tras su enérgico compromiso. Tras dos años de escolaridad sabía que a pesar de las buenas intenciones de Yuri, no podía confiar en sus palabras. Nunca la ha conseguido encontrar cuando la necesitaba. No la culpaba por eso. Sabía que esto iba más allá de sus intenciones.
Jimmy quedó en el umbral de la puerta del aula. Junto a su mochila azul y a sus compañeros, parecía poco menos que un niño del jardín de niños perdido en la escuela. Nadie se habría imaginado que ese adorable y retraído conejito era un muchacho a punto de iniciar su segundo grado.
Volver a la rutina. Era más bien un suplicio que un regalo para Jimmy, quien deseaba retrasar lo más posible el primer paso que lo llevaría a un año de infierno. No era solo su serie de dolencias y enfermedades que lo aquejaban desde el día en que nació. La mirada fija que sus compañeros le regalaron volvió a recordarle el año pasado.
—Oye niñito, la sala cuna queda al otro lado del patio —un lobo gris oscuro se acercó a él en tono amenazante. Traía el mismo uniforme que todo el colegio, salvo que no traía corbata.
Tras su exclamación, todos los demás niños lo apoyaron con una risotada general que le atravesó los tímpanos a Jimmy. Además de todas sus enfermedades, también tenía una sensibilidad auditiva que lo enloquecía frente a ruidos estridentes.
De inmediato sujetó sus orejas con sus manos y corrió hacia el interior en busca de algún asiento vacío. Las risas fueron superpuestas por el timbre que indicaba el inicio de las clases. Cuando el timbre se detuvo, Jimmy se atrevió a destapar sus orejas. Por fortuna, las risas habían cesado.
Lentamente y con desconfianza fue soltando sus orejas. Una vez que la maestra Pickles entrara al aula, estaría seguro. Él le tenía un cariño especial. Era como su segunda madre, y esto traía resquemores entre sus compañeros.
Un fuerte chillido reventó sus tímpanos. No sabía lo que pasaba, ni de dónde venía. Solo pudo sentir como un tirón atravesó todo su cuerpo hasta que golpeó su cabeza contra el techo. Un ataque nervioso que lo privó de sus sentidos y de la consciencia del tiempo y del espacio. De lo único que no pudo privarlo fue del dolor, que llegaba a su cuerpo de diferentes maneras.
El primer sentido que pudo recuperar es la visión. La situación que le presentó sus ojos era algo que no lograba comprender. Se encontraba tirado en el suelo en medio de la sala. Sobre su cabeza se encontraba un perro de largas orejas que le caían hacia los hombros y de enormes y finos lentes. La tonalidad roja de su rostro, sus cejas arrugadas y el continuo batir de su hocico mostrando unos filosos colmillos le hacía inferir que estaba furioso. Gracias a que su audición no había vuelto, no recibía los feroces gritos de aquel perro, pero su mente lo ayudaba a imaginarlo. Extendiendo su vista se percató que sus manos estaban estiradas, sosteniendo algo con fuerza. Frente a él se encontraba uno de sus compañeros. Era un cerdo delgado y de piel pálida. Podía notar en sus nalgas que había bajado de peso durante las vacaciones. Pero, ¿por qué podía ver sus nalgas? Siguiendo sus piernas hacia abajo pudo notar que se encontraba aferrado a los pantalones de aquel cerdo. Incluso tenía hasta los calzoncillos abajo.
Antes de que pudiera reaccionar, el perro lo levantó de un pescuezo y lo arrastró fuera de la sala. Intentaba reincorporarse, pero sus extremidades no le respondían. En el trayecto pudo notar que el perro que lo arrastraba traía un traje de tela color marrón. Se notaba que su tenida era vieja; estaba roída y con olor a naftalina. Al notar aquel aroma se percató que el olfato había regresado.
Se detuvieron frente a una puerta. El perro habló con otro maestro, y luego lo instalaron sobre una silla palmeta. Conocía esa habitación: era la sala de castigo. Sin duda había roto un récord del tiempo que demora un alumno en llegar a detención tras iniciar el año escolar.
Jimmy exhaló con resignación. No era la primera vez que le ocurría algo por el estilo, ni la primera vez que estaba en aquella sala. No solo era el centro de las burlas de sus compañeros por su baja estatura y por sus extrañas enfermedades, sino que era el chivo expiatorio de absolutamente todos. Siempre era él y solo él el culpable de todo lo malo ocurrido a su alrededor, ya sea provocado por otros o por la mano negra del destino que acechaba su vida desde que tenía memoria. Solo su familia y la maestra Pickles abogaban por él, pero la mano negra que asolaba su destino solía ser más fuerte.
La soledad lo ayudó a evitar más problemas. Mientras que poco a poco recuperaba el resto de los sentidos, la soledad era sin duda su gran aliado. Nadie salía lastimado, nadie lo culpaba de nada, y nada podía ocurrir. Comenzó a pasearse por la sala de castigo en silencio, mientras sentía como sus piernas volvían a ser irrigadas. También movía sus manos y sus dedos. Quería volver a tener el control de su cuerpo. Mientras, meditaba e imaginaba cómo terminó bajándole los pantalones a Miguel. En soledad sentía menos temor. Podía ser él mismo. Podía conversarle a las paredes sobre sus teorías y conspiraciones, mientras que ellas respondían con el eco. Más que un castigo, ese momento era un regalo.
Ya más relajado, nuestro pequeño conejo regresó a su puesto. El reloj marcaba las nueve de la mañana. Recordando a su madre, concluyó que era la hora de su remedio para el corazón. No requirió mucha investigación para percatarse que cuando lo trajeron a la sala de detención, no lo trajeron con su mochila. De seguro había quedado en la sala, junto a sus demás compañeros.
El pánico nuevamente lo atacó. No era la primera vez que no se tomaba algún remedio a la hora, ni tampoco la primera vez que no alcanzaba a tomar la pastilla para el corazón. Una vez sus compañeros lanzaron todos sus remedios por el inodoro, sintió una fuerte punzada en el corazón hasta desmayarse de dolor. Posteriormente despertó en el hospital. No, no quería que se repitiera esa experiencia.
Se abalanzó hacia la puerta, para percatarse que estaba cerrada por fuera. No era normal que eso ocurriera. Por lo regular siempre la dejaban abierta y vigilada por algún maestro para evitar que los castigados se fugaran. Al parecer nuevamente su destino intentaba matarlo.
Sentía que el pánico lo asfixiaba lentamente, como cuando casi se muere ahogado en la playa cuando estaba de vacaciones con su familia. El destino lo había intentado matar varias veces en su vida desde que tenía memoria, pero había sobrevivido. No moriría esta vez.
La sala tenía un par de ventana a dos metros de altura que daban al pasillo y que podía acceder subiendo por un estante. De inmediato se dispuso a escalar aquel mueble. Sabía que, conociendo su suerte, el estante no se lo tendría fácil, y así era. El estante era viejo, roñoso y débil. Al primer zarandeo terminaría hecho astillas en el suelo. A pesar de ello, finalmente pudo alcanzar la cima. Se sujetó con firmeza del marco de la ventana para no caer junto con el estante. La ventana se abría levantándose hacia afuera, dejando un pequeño espacio por el que cabía perfectamente. Del otro lado se encontraba el suelo a dos metros. A pesar que temía fracturarse por la caída, al final cayó como si se tratara de un gato. Casi ni sintió el golpe, y encima cayó de pie. Por primera vez el destino le parecía sonreír, y esto le causaba desconfianza.
De inmediato salió corriendo rumbo a su sala. Esperaba que la maestra Pickles estuviera allí, preocupada porque aún no se tomaba la pastilla para el corazón. A los pocos segundos debió reducir la velocidad. Sentía como su corazón golpeaba con fuerza sobre su pecho, y prefirió no forzarlo. Temía que cada segundo que pasara, lo acercara más a la muerte.
Le tomó veinte minutos encontrar su sala. El colegio era inmenso, y era la primera vez que tenía clases en aquella sala. Conocía el camino directo desde la sala de castigo hasta otros lugares, como la escalera principal, y desde allí a su nueva sala. Caminó con rapidez, evitando forzar su corazón. En el camino no pudo evitar notar que no se topó con nadie. No había gente en los pasillos, ni ruido desde las aulas. Incluso muchas de esas puertas se encontraban abiertas, mostrando un lugar oscuro y desocupado. Solo cuando por fin pudo alcanzar sus pastillas cardiacas y consumirlas es que consiguió meditar frente a esto.
Eran las nueve y media. No había sufrido ningún altercado cardiaco en la media hora que no pudo alcanzar sus píldoras. Su mochila estaba intacta a pesar de haber estado más de una hora fuera de su alcance y al alcance de sus compañeros. Había podido escapar de la sala de castigo casi por fortuna. La soledad lo había acompañado hasta el exterior. Era uno de los días más afortunados para Jimmy en su vida. Aunque temía que fuera demasiado bueno para ser verdad.
Tomó su mochila con el resto de sus remedios y salió hacia el pasillo. Comenzó a preguntarse por el resto del mundo. ¿A dónde debía ir? Se preguntaba si ya podía irse del colegio. Su casa no quedaba muy lejos, aunque sabía que estaba vacía a esa hora. Podía buscar a alguno de sus hermanos, a fin de cuentas no era tan malo estar acompañado por alguno de ellos. Pero, de seguro estaban junto con el resto del colegio, pero, ¿dónde?
De pronto, sintió un aroma extraño. Intentaba recordar de qué podía tratarse mientras lo seguía inconscientemente. Mientras más se acercaba, más desagradable e inquietante era, pero más se interesaba por su origen.
Llegó al primer piso. Al fondo del colegio se encontraban los gimnasios y un enorme auditorio con capacidad para todo el colegio. Justo cuando su cerebro consiguió descifrar el enigmático olor, escuchó unos aplausos desde el auditorio. ¿Conque ahí estaban?
«… También queremos presentar a nuestra nueva orientadora escolar, Lina Swart…» se escuchaba claramente por el altavoz, atravesando las paredes hasta los agudos oídos de Jimmy. El chico no le prestaba atención al discurso del director Dankworth. Se dirigía con rapidez siguiendo el origen de la fuga de gas. Llegó hasta el gimnasio de básquetbol. Era un gimnasio que se encontraba precisamente al lado del auditorio, y sus duchas colindaban con las paredes del mismo auditorio. Desde el marco de la puerta surgía un olor potente a gas que casi lo hacía vomitar. No se explicaba por qué todo el colegio, ubicado precisamente a un lado del origen de la fuga, no podía notar el olor. Tras ver su reloj y percatarse que aún no le tocaba su inhalador, se dispuso a forcejear con la puerta. Tras comprobar que estaba firmemente cerrada, observó con rapidez su entorno en busca de alguna alternativa.
Casi al instante se encontró con una cuerda atada a un pilar como a unos dos metros de altura. La cuerda sostenía un toldo que se encontraba a unos cinco metros de altura, justo debajo de los ventanales a cuadros que miraban hacia el interior del gimnasio. También pudo percatarse que uno de los cuadros se encontraba completamente abierto. Acercó una banca al pilar para alcanzar la cuerda, y comenzó a escalar por dicha cuerda hasta llegar al ventanal. A pesar de sus dolencias, era bastante ágil. Era algo que en circunstancias normales llamaría la atención, considerando que debido a sus enfermedades estaba totalmente eximido de gimnasia. En su mente solo tenía pensado detener la fuga de gas. ¿Por qué? Ni siquiera entendía sus propios pensamientos. Su cuerpo actuaba casi por inercia, como si estuviera poseído por una fuerza sobrenatural.
El otro lado del ventanal se encontraba oscuro como la noche. Esta vez no era como cuando escapó de la sala de castigo. El olor era insoportable, y la caída incierta. Estaba entre los cinco y los seis metros de altura. No sería una caída fácil. ¿Por qué mejor no pedía ayuda? Con su historial de suerte, ¿encontraría precisamente ayuda? Prefería no arriesgarse en la ayuda y sí arriesgarse en la caída.
Por una nueva buena fortuna, Jimmy cayó sobre algo blando, demasiado blando. Como si se tratara de una cama elástica, todo el peso recibido lo empujó de regreso lanzándolo a un destino incierto. Se golpeó la espalda contra la pared, justo en donde habían unos interruptores que encendían algunas luces. Bastó con que una simple bombilla explotara, provocando la chispa que generó una explosión aún más grande.
—Sí Yin, no te preocupes, estoy llegando al colegio. Sí, mantendré a los niños en la casa hasta que llegues —Yang se encontraba conduciendo la van de regreso al colegio mientras hablaba con sus manos libres. La mansión Lancaster no se encontraba tan lejos del colegio St. George, y hasta allí pudo sentir la explosión. Tras enterarse por los dueños lo que había ocurrido en el colegio, de inmediato regresó allí a por sus hijos.
Al estacionarse frente a la entrada, pudo ver a sus cuatro hijos mayores. Se encontraban con la ropa chamuscada, despeinados, y manchados con ceniza y polvo.
—¿Están bien? —preguntó bajándose de inmediato del vehículo.
—Estamos bien —le respondió Jack.
—¡Oh qué bien! ¡Gracias al cielo! —respondió Yang un tanto más calmado mientras abrazaba a sus cuatro hijos— ¡Esperen! ¿Qué hay de Jimmy?
—Pues lo encontraron en el lugar en donde ocurrió la explosión—le explicó Yenny—, ¡pero está bien! Ahora está en la dirección.
La seriedad regresó a Yang, quien se dispuso a ir a buscar a su hijo.
—Suban a la van. ¡Ahora! —le ordenó al resto de sus hijos, quienes obedecieron sin chistar. Pocas veces se veía a Yang actuar de modo tan autoritario, pero el contexto no ameritaba menos.
Ingresó al colegio. Su fachada no mostraba daño alguno, pero en la medida en que iba cruzando los pasillos pudo notar la conmoción del ambiente. Había muchos niños igual de chamuscados que sus hijos, algunos llorando, y adultos desesperados corriendo de un lado a otro. Desde un patio pudo observar el pilar de humo que apuntaba hacia el origen del accidente. Cuestionaba lo «bien» que podía estar su hijo en relación a lo que le contaba Yenny. ¿Acaso lo vio? Si lo vio, ¿por qué no lo trajo consigo? Si no lo vio, ¿cómo puede asegurar que está bien?
A grandes zancadas de inmediato se encontró en la dirección. Vio a su hijo sentado en una silla acolchada, y sin importarle nada corrió a abrazarlo.
—¡Papá! —exclamó el pequeño.
—¡Jimmy! —exclamó Yang.
—¿Estás bien? —preguntó su padre mientras lo observaba con detención tras finalizar el abrazo. No parecía herido, aunque sí su uniforme estaba para ser desechado. Tampoco parecía enfermo, ni con algún síntoma de algún ataque.
—Si papá —respondió el muchacho. Tras la explosión quedó inconsciente, y al despertar se encontró con una señora que lo cuidó hasta que pudo recuperarse completamente. Le habló de sus remedios y lo ayudó con su inhalador y sus pastillas para la diabetes.
—Señor Chad —intervino el director Dankworth—, de verdad lamento mucho lo sucedido. Si no fuera por la señorita Swart, quien encontró a su hijo de entre los escombros, pues no sé qué habría sucedido.
—No se preocupe director Dankworth, lo importante es… —Yang se volteó para hablar con el director, cuando se fijó en ella. Logró reconocerla de inmediato, de igual forma que ella lo reconoció hace algunas horas.
—¿Lina? —preguntó.
—Yang —respondió ella.
Fue ahí en donde sintió un vuelco en su corazón.
