Amor Prohibido - Capítulo 8

—Bien alumnos, como sabrán, la señorita Lina Swart es la nueva orientadora de la escuela, y hoy ha venido a darles una charla que será de vital importancia para sus vidas —el director Dankworth infló el pecho de orgullo frente a los treinta adolescentes que lo observaban fijamente. Los últimos grados escolares tenían la importante misión de decidir qué hacer con sus vidas a la hora de egresar. Para eso Lina se encontraba a su lado. Tras su presentación, sería el turno de ofrecerles una charla general al penúltimo grado sobre cómo tomar correctamente tamaña decisión.

—Muchas gracias director —respondió—, sé que para muchos sonará bastante preocupante tomar esta decisión, pero no hay que tenerle miedo. Quiero que entiendan que si se equivocan no es el fin del mundo, y que si logran conocerse a sí mismos, podrán tomar la decisión correcta.

Mientras Lina hablaba, no le quitaba la vista a Yenny. Tras la explosión de la escuela, su trabajo se redujo a un confinamiento en su hogar. Con el pasar de los días, la idea que apuntaba a un matrimonio entre Yin y Yang se había diluido entre sus recuerdos, hasta el punto de considerarlo parte de su imaginación. Llegó a considerar que ese matrimonio que vio con cinco hijos afuera de la escuela no eran la misma pareja de hermanos con quienes había compartido durante su infancia. Tan solo era un desliz de su cerebro, un alcance de nombre y apariencia. Pronto dejaría de prestarle atención al asunto, quedando en el olvido en medio de un montón de otros pendientes.

Aquel primer día tras el retorno a las clases, ella se topó cara a cara con la hija mayor de este matrimonio. Era inevitable el parecido con sus progenitores, y no se refería necesariamente a la pareja que vio afuera de la escuela el primer día. Su físico era idéntico a aquella Yin que vio en la heladería la última vez antes de desaparecer del pueblo sin dejar pistas. Su pelaje era una mezcla perfecta de los colores de los gemelos. Y sus ojos, eran exactamente los mismos que Yang le presentó la primera vez que se conocieron en esa feria durante su infancia.

Yenny por su parte, estaba lejos de la sala de clases. Con sus dos padres ahora trabajando y dos de sus hermanos en el hospital, la vida se había vuelto cuesta arriba. Sus responsabilidades y preocupación hacia su familia aumentaron. Esto le absorbía gran parte de su vida. ¿Vocación? ¿Futuro? Primero debía solucionar su presente. A su lado Susan hacía lo posible mediante morisquetas para traerla de regreso a la Tierra.

Tras la retirada del director, Lina presentó un discurso que podría haber interesado a más de alguien, pero que a nuestra protagonista le costaba interiorizar. A pesar de todos los problemas, ambos padres acordaron que debía vigilar a Jack, impidiéndole asistir a sus clases de Woo Foo. Ella lo encontraba absurdo. Jack era quien mejor podía cuidarse de todos los hermanos, y quien incluso podría ser de ayuda en medio de este caos, incluso a pesar de su inmadurez. A pesar de sus alegatos, la orden quedó zanjada. Ella pensaba hablar seriamente con él después de clases en busca de respuestas.

—¿Aun no entiendo por qué es una pregunta vocacional el saber si te gusta el olor a gasolina? —Susan se encontraba comentando el test vocacional que Lina les había entregado tras su charla.

Ella y Yenny se encontraban fuera de la sala caminando por los pasillos del colegio una vez finalizadas las clases. Yenny caminaba en silencio en dirección fija a la sala de música. Allí solía ensayar Jack junto a su banda. Susan caminaba a su lado de forma distraída, mientras intentaba arrancar a su amiga de su preocupación.

Susan era una osa parda con una dulce sonrisa. Tenía una estampa de delicadeza, simpleza y alegría. Amaba tomar las cosas con ligereza, minimizando lo más posible las preocupaciones. Con su chaleco sin mangas color rojo sobre su blusa colocada descuidadamente, se la podía ver caminando despreocupada, sonriéndole a todo y a todos, pero sin fijarse en su propio camino. Su torpeza también formaba parte de su currículum vitae. Desde la primaria se había llevado bastante bien con Yenny. Eran más parecidas de lo que las personas pudieran imaginar, mientras que en sus diferencias solían complementarse bastante bien.

En el fondo Susan sabía perfectamente por lo que pasaba su amiga. No le gustaba ser directa, encontraba inútil decirle «¡Hey anímate! ¡Esto va a pasar!». Era mejor invocar al espíritu de la creatividad y encontrar una manera ingeniosa de sacarle una sonrisa. Yenny por su parte podía intuir los pasos de su amiga. Era bastante predecible, pero en aquel instante no era un buen momento para hacer como si no pasara nada. Su preocupación paso a paso era reemplazada por su curiosidad, y el conocer el trasfondo de lo que realmente ocurría era su gran meta.

—Por cierto, ¿a dónde vamos? —Susan comentó repentinamente.

—A la sala de música —respondió Yenny sin despegar la vista.

—¡¿La sala de música?! —exclamó la osa emocionada. No era común que Yenny se dirigiera a donde estaba su hermano, pero siempre era una emoción inminente toparse con su amor secreto.

Yenny, como en casos anteriores, también había adivinado las intenciones de su amiga. Y es que era evidente para casi todo el mundo su amor por el conejo, para todos menos precisamente el aludido. Una sonrisa leve fue el triunfo para la osa. Valió la pena tanta parafernalia.

El colegio St. George se caracterizaba por ser enorme. Esto se veía reflejado en la distancia recorrida por ambas amigas al recorrer desde su salón ubicado al final del pasillo del tercer piso a la sala de música ubicada en el sótano bajo el patio de la primaria. Tras recorrer pasillos, escaleras, salones y patios, finalmente se encontraron frente a frente con la puerta metálica entreabierta de la sala buscada. Desde su interior se podía escapar el sonido de una guitarra, un bajo y una batería, además de un sintetizador digital. Susan se alisaba su falda a cuadros y llenaba sus expectativas, mientras que Yenny abría con lentitud la puerta.

Los cinco músicos se voltearon tras una pausa al ver movimiento desde la entrada.

—¡Vaya! ¡Miren a quién tenemos aquí! —saludó un lobo flaco y alto que sostenía un bajo— ¿Qué hacen estas bellas doncellas por un lugar como este?

—Jack, tenemos que hablar —Yenny fue directo al grano.

El aludido estaba guardando su guitarra eléctrica. Estaban cerca de la hora de almuerzo y de todas formas el ensayo debía finalizar. Se sentía resignado a que aquella frase fuera pronto disparada por su hermana. Tras el discurso recriminatorio de sus padres, era más que obvio que Yenny sería la siguiente.

Tras una lluvia de chiflidos por parte de sus compañeros, una cerda salió de detrás de la batería y se acercó al conejo.

—Entonces nos vemos mañana, ¿verdad? —le dijo con voz rasposa—. Espero que puedas repetir ese solo que improvisaste hace un rato ¡Fue increíble!

—Por supuesto Francesca —respondió con una sonrisa de auxilio. Esperaba que ella pudiera invocar una intervención divina que lo pudiera salvar de otro castigo. Por otro lado, Francesca interpretó esa sonrisa como una señal de afecto que llegó a su corazón y se reflejó en sus ojos.

Tras la despedida, Jack pasó por el umbral de la puerta, en donde se encontraba Yenny y su amiga.

—Hola Jack —disparó Susan con timidez.

—Eh, hola —respondió con amabilidad. Estaba tan preocupado por su eventual suplicio que había olvidado casi por completo la presencia de la osa. Al menos ese saludo fue suficiente para calmar la ansiedad de ella.

Se dirigieron al exterior, en donde había cientos de niños corriendo y jugando. Se dirigieron hacia el interior de un pasillo techado, lugar escogido por Yenny para conversar.

—Bien, ¿puedes decirme qué te pasa? —comenzó Jack a la defensiva.

—Mira, tenemos que hablar en privado —Yenny le lanzó una mirada Susan, quien pudo captar la indirecta.

—¡Oh! Pues los esperaré en la cafetería, ¡Nos vemos Jack! —se despidió Susan mientras se retiraba con prisa. Jack alzó una ceja ante su mención, pero Yenny se encargó de traerlo al aquí y al ahora.

—Mira Jack, hay algo que me preocupa de todo esto, y quisiera respuestas —comenzó—. Tú sabes que mamá y papá me pidieron que te vigilara.

Jack bajó las orejas y desvió la mirada. No era la intención de Yenny incomodarlo, más bien quería respuestas. Respiró hondo y continuó:

—¿Por qué ellos no quieren que vayas a tus clases de Woo Foo?

Esa era una pregunta que a él también le recorría la mente desde aquella pelea con su padre. No había podido más que teorizar frente a lo que el propio maestro Jobeaux le había contado. Una respuesta oficial le era desconocida.

—La verdad yo tampoco quisiera hacer esto —confesó su hermana—. Con Jacob y Jimmy en el hospital, con Yuri metiéndose en problemas casi todos los días, con papá y su nuevo empleo y mamá con su eterno trabajo, creo que más que vigilarte, deberías ayudarme a lidiar con todo este problema. Si no existe una razón justificada para tener que impedir que vayas a esas clases, pues podríamos hacer un trato.

Jack le devolvió una mirada de extrañeza. Los hechos estaban tomando un rumbo inesperado.

—Solo dime qué pasó —le pidió ella.

—Pues la verdad tampoco lo sé —respondió Jack—. Nuestros padres jamás me han dado una respuesta concreta sobre qué les molesta. Solo puedo deducir que a ellos no les agrada el maestro Jobeaux. Según él, ellos se conocían de niños.

—¿En serio? —las cejas de Yenny demostraban su extrañeza ante el relato de su hermano.

—Todo me parece muy raro —concluyó Jack.

—Pues podríamos intentar averiguarlo —propuso Yenny—. Te cubriré las espaldas y podrás ir libremente a tus clases, pero a cambio necesito que no te metas en problemas y que le saques la mayor cantidad de información posible a tu maestro.

—Esas son dos cosas —alegó Jack.

—Bueno, solo averigua todo lo que puedas —aceptó—. La actitud de papá y mamá frente a esto de las artes marciales me parece muy rara, y vamos a llegar hasta el fondo de todo esto.

Jack sonrió. Todo estaba saliendo mejor de lo que esperaba. Yenny estiró su mano.

—¿Tenemos un trato?

Jack respondió el saludo.

—Tenemos un trato.

Ambos decidieron ponerse en marcha rumbo a la cafetería.

—Por cierto, ¿por qué es tan importante para ti esto de las artes marciales? —preguntó Yenny.

—Bueno, no sabría explicarlo —respondió su hermano—. Simplemente fue algo que pasó a primera vista, y pasó.

—Pero creí que tu afición era la música —alegó la coneja.

—También lo es —respondió—, puedo perfectamente hacer las dos cosas a la vez. Tal vez algún día hasta pueda combinarlas.

Tras un breve silencio, Jack agregó:

—Me gustaría poder dedicarme a algo que pudiera mezclar todas mis pasiones.

—Al menos lo tienes más claro que yo —respondió su hermana con una sonrisa.

—Bueno, tú podrías dedicarte a mandar —respondió Jack con una sonrisa pícara—. Siempre has sido buena en eso.

Una leve sonrisa se acomodó en Yenny mientras proseguían su kilométrico camino rumbo a la cafetería.

Un Porsche deportivo rojo iba surcando las calles a toda velocidad, hasta que de repente se detuvo elegantemente a medio camino. La experticia de su conductor le permitió evitar un inminente atropello con su lujosa máquina. En medio de la calle había una niña tirada en el suelo. Acababa de caerse en medio del camino del vehículo a su muerte segura. Era una coneja rosa de ojos lilas a cuyo conductor lo lanzó hacia el pozo de sus recuerdos.

—¡Oye niña qué haces ahí! —el conductor se bajó del automóvil, molesto y asustado. Era una cucaracha vestida con un traje de franela color mostaza y con unos lentes de sol colgando de su camisa naranja. Sus dos pares de patas se colocaron frente a la niña mientras la ayudaba a ponerse de pie.

—Yo… yo… me caí —balbuceaba mientras se limpiaba el polvo de su uniforme.

—Dime, ¿cómo te llamas? —le preguntó el extraño mientras se cercioraba que su auto no la hubiera atropellado con solo el aire empujado por su loca carrera.

—Yuri —respondió la pequeña—. ¡Oh no! ¡Debo ir al hospital!

—¿Estás bien? —la cucaracha sintió la presión en su pecho ante esas palabras.

—Sí, estoy bien —respondió la niña ya más recompuesta—. Es solo que debo ir a ver a mi hermano al hospital.

—¿Sabes? Justamente yo iba en esa misma dirección. Si quieres te llevo —se ofreció el desconocido.

—Está bien —la niña emocionada, se subió a aquel monstruo velocista. Los consejos de sus hermanos mayores de no subirse a los autos de desconocidos se fueron por un saco roto.

Sorprendido ante la actitud, la cucaracha tomó el volante de su vehículo, y de inmediato se pusieron en marcha.

—¿Vas a ver a alguien al hospital, Carl? —le preguntó la pequeña en una inmediata confianza.

—Sí, tengo una novia que es enfermera en el hospital, y quedamos de vernos —respondió el aludido—… ¡Hey! ¿Cómo sabes mi nombre? —agregó extrañado.

—Sale en esa tarjeta —Yuri apuntó a una tarjeta colgada por una cinta en el espejo retrovisor. La tarjeta versaba «Hola, soy Carl Garamond».

—Ah —la cucaracha se quedó sin palabras. Aunque la pequeña le recordaba a cierta coneja que había conocido en su infancia, en realidad mientras menos supiera del significado de su parecido, mejor sería para su vida.

Llegaron al hospital, y la cucaracha estacionó su Porsche en los estacionamientos subterráneos. Se bajó junto con la pequeña, y juntos llegaron hasta el primer piso del recinto.

Ese día Yin y Yang se toparon temprano en el hospital. Yin se encontró con un agujero en su agenda, que quiso rellenar con una visita a sus hijos. Yang por su parte recibió un permiso de parte de la propia Sara de salir temprano para acompañar a sus hijos. Los doctores habían informado que ambos chicos estaban fuera de riesgo vital. Solo había sido un enorme susto para la familia.

Tras una jornada de visitas, ambos se encontraron afuera de la puerta del cuarto de Jacob.

—¿Sabes Yang? —comenzó Yin—. Me consuela mucho saber que al menos Jacob se está tomando para bien todo esto.

—Sí, él es alguien muy fuerte —agregó Yang. Él sospechaba del «pero» que continuaba.

—Pero no puedo decir lo mismo de Jimmy —agregó Yin. Aunque su actitud era similar a la que tenía antes del último ataque, en general nunca ha sido un chico muy alegre. Le preocupaba que esa actitud derivara en alguna clase de depresión.

—No te preocupes, Yin —Yang la abrazó—, él es más fuerte de lo que imaginas. Es normal que se vea así de triste, sus enfermedades lo han golpeado demasiado fuerte. Pero en el fondo él lucha día a día por salir de esta.

Yin sonrió, no tanto por las palabras vacías de su pareja, sino por el hecho de sentirse entre sus brazos. Tantos días de rutinas, problemas, desafíos y molestias, le habían hecho olvidar el calor de un abrazo. Olvidando los protocolos, le devolvió el abrazo. Una sonrisa apareció en el rostro de Yang. Era ese amor, sutil, honesto, perseverante, el que fue capaz de romper poco a poco hasta las más duras de las barreras, colocándolos en donde se encontraban ahora. El recuerdo de todos esos desafíos superados con un beso llegó a ambos. Un beso que significaba mucho más que un beso. Un beso que prometía seguridad, apoyo, compromiso. Un beso que te daba una fuerza que te permitía hasta detener el tiempo. Nada era imposible en aquel instante.

Un beso se convirtió en la primera piedra de esta historia.

Al giro de un pasillo Carl se topó en la cara y con creces con ese recuerdo de infancia que hace unas horas amenazaba con saltar de su poza. Él recordaba perfectamente a los gemelos Yin y Yang durante su infancia. Nunca esperó volver a encontrarlos años más tarde, ni mucho menos compartiendo un apasionado beso.

—¡Mami! ¡Papi! —Yuri corrió al encuentro de sus padres. Fue el grito perfecto para llamar la atención de la pareja. Carl no tuvo escapatoria. Los gemelos acababan de atraparlo con la vista.

El terror llegó al mismo tiempo para ambos.

Un beso se convirtió en el primer petardo de su destrucción.