Amor Prohibido - Capítulo 12
—Estoy embarazada.
A pesar que esas palabras cambiaban el curso de su vida, Yang no podía sentirse más calmado. Frente a los ojos azules de la chica que más ha amado, no podía sentir perturbación aunque el mundo se estuviera cayendo a pedazos. Aquella noche, la luz de la luna llena más grande se colaba por la habitación, embelleciendo aún más el brillo de aquel par de luceros. Solo quería besarla, abrazarla, y disfrutar de cada microsegundo que durara ese momento. Esa mirada era su paz. Era su mundo. Era su vida.
Tomó sus manos con cuidado mientras le regalaba una sonrisa. Poco le importaba a esa altura que fueran tan solo un par de adolescentes de no más de diecisiete años, que no tuvieran absolutamente nada con qué mantener a su futuro hijo, o peor, que la chica que estaba frente a él era su propia hermana gemela. Para él, era la consolidación de un amor que se fue forjando cual flor en el desierto. Todo lo demás eran pequeños contratiempos que no serían capaces de derrotarlos. El amor es más fuerte.
Finalmente cumplió su cometido y le regaló un delicado y largo beso. La coneja sintió la paz en su corazón. Pudo sentir la serenidad que él lograba transmitirle. Comprendió que aquel beso era un compromiso de amor eterno. Que estaría a su lado aunque tuvieran que atravesar la peor de las tormentas. Con su mente más fría podía tener una comprensión de lo fuerte que podía ser esa tormenta. Tenía miedo. Miedo al rechazo. Miedo al juicio público. Miedo a perder a su bebé. Miedo a perderlo a él. Con un beso Yang la arrancó del nubarrón del peor caso, para prometerle que estaría con ella hasta la muerte.
—Yang —balbuceó tras el beso, mientras que él se hallaba perdido en sus ojos. Quería armar un plan para el resto de sus vidas. Nada podría volver a ser igual—… ¿Qué haremos ahora?
—Pues, para empezar tendríamos que conseguir dinero —respondió aterrizando a la pregunta—. Podría dar palizas por dinero.
—¿Qué? ¡No! —respondió extrañada ante la sencillez de la respuesta—. Digo, ¿qué le diremos a los demás? ¿Qué le diremos al Maestro Yo?
La aflicción llegó nuevamente a su voz al recordar a su viejo maestro que terminó convirtiéndose en su padre.
—No te preocupes, Yin —respondió el conejo con decisión entrelazando sus manos con las de ella—. Prometo asumir la responsabilidad.
—¿Qué? ¡No! —exclamó Yin casi al borde del espanto—. ¡No podemos hacer eso!
—¿Por qué no? —preguntó él. La mirada de su hermana se encargó de responderle que era la pregunta más estúpida que podía hacer a esta altura del partido—. ¿Sabes qué es lo que más deseo? —prosiguió el conejo desafiando los hechos—. Tener una familia contigo. Presentarte ante el mundo como mi esposa. Caminar junto a nuestro hijo, sin ninguna clase de miedos o vergüenza.
—Pero sabes que no se puede —Yin intentó hacerlo entrar en razón—. Mira, tengo un plan. Yo diré que lo que me pasó fue un desliz con alguien y que asumiré mi responsabilidad como madre soltera. Y además tú podrás acompañarlo como su tío…
—¿Qué? —exclamó Yang como si le hubieran ofendido.
—Y si alguien pregunta por el padre, le diré que… que… no lo sé, que fue una aventura con un desconocido por una noche, ¡que no existe! —con sus palabras la chica pretendía aclarar la incertidumbre, sin comprender que solo estaba hiriendo el orgullo de su hermano.
—¡Olvida eso! —exclamó molesto poniéndose de pie—. ¡Ese niño me va a decir papá!
—¡Yang entiende! —respondió la chica mientras lo seguía—. Tú y yo somos hermanos. ¡No puedes asumir la paternidad!
—¡¿Por qué no?! —exclamó el conejo volteándose alzando la voz.
—¿Aún no entiendes el problema en el que estamos metidos? —le increpó la coneja—. ¿Qué crees tú que van a decir los demás? Nuestros amigos, Lina, Coop, ¡el maestro Yo!
—¡No me importa! —gritó de vuelta—. Si ellos no quieren aceptar lo nuestro, ¡pues que se vayan al demonio!
—¡Yang! —la chica intentaba con todas sus fuerzas mantener la calma—. ¡Por favor entiende!
—¡Bajen la voz! —se oyó una voz rasposa desde afuera—. ¡No me dejan ver la novela en paz!
Esa advertencia fue más que suficiente para congelarlos a ambos. A diferencia de lo que Yin podía interpretar, Yang entendía perfectamente la situación, y le daba rabia. El amor que había encontrado en ella superaba el tabú del incesto, al menos para él. Le enojaba que los demás no pudieran verlo del mismo modo. Quería que se pusieran en sus zapatos, que miraran a través de sus ojos, que lo entendieran. La desesperación por la incomprensión externa lo llevaba a la frustración, y a la ira.
—Escúchame Yin —de inmediato sujetó las manos de la coneja antes que ella pudiera reaccionar—, te prometo que vamos a salir adelante, que vamos a ser una verdadera familia. Tú, yo, y nuestro bebé.
—Yang, yo… —intentó replicar la chica, pero fue callada por un beso.
Yang no tenía plan alguno para respaldar esa promesa. Solo sabía que debía cumplirla. Ellos se merecían una oportunidad de ser feliz en la sociedad. El camino era intrincado, por no decir imposible.
—¿Sabes Yang? —el maestro Yo recibía un tazón de café hecha por su hijo mientras se estiraba echado en su sofá—, nunca me había sentido tan orgulloso de ti.
—¿A qué viene eso? —no era común esos halagos de parte del viejo y mañoso panda.
—No lo sé —confesó tras un suspiro—. Quizás sea porque estoy más viejo y más emocional.
El conejo quedó prisionero de su propio cuerpo congelado mientras veía cómo su maestro comenzaba a beber de su tazón. Su recuerdo de hace tan solo minutos preparando el café con veneno para ratas lo motivaba a arrepentirse del paso que estaba dando. Pero era demasiado tarde. El tazón comenzaba a ser vaciado.
—Hmmm, se nota más dulce de lo normal —confesó—. En fin, ¿de qué estábamos hablando?
Le había echado azúcar adicional para evitar que se percatara del peligro por el sabor.
—¡Ah sí! —contestó el viejo antes de que Yang respondiera—. Te quería pedir un favor.
El silencio fue interpretado por el padre como una aceptación de los términos por parte de su hijo.
—Prométeme que tú y tu hermana continuarán con la academia cuando yo ya no esté con ustedes.
—¿Qué? —pudo balbucear el conejo.
—Ya estoy viejo —respondió melancólico—, incluso más de lo que era cuando ustedes eran niños, y no estaré aquí para siempre.
El panda volteó su mirada, encontrándose con la de su hijo, y prosiguió:
—Ustedes son la última esperanza del Woo Foo, bueno, ustedes y sus amigos. No quisiera que este legado muriera conmigo. El Woo Foo ya estuvo en peligro de extinción una vez. No quiero que eso se vuelva a repetir.
El silencio ya no era lo deseado por el panda. Yang no quería quedar atado ante esa promesa. El Woo Foo era sinónimo de una familia que él no quería preservar. Quería formar una nueva familia a raíz de los restos de los lazos anteriores destruidos. Si quería tomar a Yin por esposa, debía dejar atrás el hecho de que era su hermana. Debía dejar atrás la academia, el Woo Foo, sus amigos, el pueblo. Debía dejar atrás a su padre.
—Por favor —el panda sujetó la mano de su hijo, en un último intento rogativo de ver cumplida su última voluntad.
Yang no quería responder, no se atrevía a responder. Aunque la mentira en un momento así era la mejor salida, el silencio lo hacía sentir menos culpable. Pero, la moribunda mano de su padre sosteniendo la suya hacía intolerable cualquier resistencia. ¿Quién era él para negarle la última voluntad a su propio padre? Pero, el camino estaba tomado. Él no podía cumplir.
Sintió la presión en su mano. Pudo verlo retorcerse en el sillón, con un fortísimo dolor en el pecho.
—¡¿Maestro Yo?! —exclamó impactado. No esperaba que el veneno actuara tan rápido.
No hubo necesidad de comprometerse a nada. La Santa Muerte se lo había llevado justo a tiempo.
Las cosas sucedieron como un tren a alta velocidad sin frenos ni paradas. Tras la muerte del maestro Yo, ambos habían terminado con sus respectivas parejas para luego abandonar la academia y el pueblo. De una forma intrincada consiguieron papeles falsos, los que permitieron cumplir el sueño de Yang. Comenzaban una nueva vida, él, su esposa, y su hija recién nacida.
Yang despertó con un frío en el cuerpo. Aquellas imágenes surgieron como una pesadilla desplegándose en su mente. Eran recuerdos perdidos que hoy lo encontraron. Estaban bloqueados, escondidos, en alguna parte de su cerebro, protegiéndolo de la culpa. ¿Era el mejor momento para reaparecer? Por supuesto que no. Estaba en un cuarto en penumbra, tirado en un colchón. Tras los barrotes, comprendió que era lo que se merecía. Había cometido un crimen. Aún aquel recuerdo mezclando veneno con café lo recriminaba en su cabeza. ¿Ese fue el precio de sus sueños? ¿El precio del amor? ¿Valía la pena? La culpa lo abrazaba como su única compañía. Mientras Yin y sus hijos estuvieran bien, no le importaba cargar con el castigo por el bienestar de los que amaba.
Café con veneno para ratas. La cuchara dando vueltas al interior del tazón. La mezcla con el agua. Eran imágenes que se quedaron pegadas en su retina. Tantos años pasaron perdidas en el olvido, que escogieron el día perfecto para recriminarle. Se acostó en posición fetal, mientras sus recuerdos seguían torturándolo. Un joven Yang lo apuntaba con una cuchara manchada con veneno. Un Maestro Yo sostenía su mano con pesar, rogando por una última voluntad incumplida. ¿Era acaso la única salida? ¿Qué hubiera pasado si no lo hubiera matado? ¿Podría haber tenido la familia que hoy tenía? ¿No había otra alternativa? Tenía las manos manchadas de veneno. Un espíritu vengativo lo buscaba por todo el mundo para su castigo, y ya lo había alcanzado. Saboreaba cada segundo de tortura.
—Te vienen a buscar —un guardia abrió la reja en busca del presidiario. Al no ver respuesta, lo levantó de un brazo por la fuerza. Un conejo apesadumbrado se dejó llevar por el guardia.
Ahí estaba Yang, con la mirada perdida, frente a frente en una mesa, con una silla vacía. ¿Cómo fue capaz de vivir diecisiete años sin culpa? Ojos que no ven, corazón que no siente. Podía pagar con su vida, su pasado, su historia, su identidad, por la felicidad de los que amaba. Pero, ¿podía pagar con la vida de otro?
Por la puerta frente a él pudo ver entrar a Yin. Venía con su tradicional traje formal usado en su trabajo, junto a su inseparable maletín. Se sentó frente a él con la seriedad profesional que la caracterizaba en horario de oficina.
—Hablé con el juez —comenzó a hablar mientras hurgueteaba en su maletín—, aceptó cambiar tu prisión preventiva por arresto domiciliario. Le presenté los antecedentes sobre Lucio y reconoció que incluso era justificada tu reacción en cierta forma. Cuando Lucio recobre el conocimiento, haré que retire cualquier cargo y quedarás libre. Por lo pronto, tendrás que quedarte en casa, y no podrás trabajar. Igual no te preocupes. Hablé con Sara, quien no tuvo problemas con que no pudieras ir a su casa. De todas formas el doctor me dijo que Lucio volverá en sí en no más de tres días. De aquí a la próxima semana este será un tema olvidado.
Yang no emitió respuesta. Aquellas palabras le parecían un mar de ruido sin sentido. Poco y nada le importaba lo que ocurriera con él ahora.
—Solo tienes que firmar unos papeles, y te llevaré a casa —extrajo unos papeles y un lápiz de su maletín—. ¿Ocurre algo? —agregó al ver la nula reacción del conejo.
No sabía qué responder. Al ver su mirada perdida, su esposa se asustó.
—¿Hay algo que quieras decirme? —preguntó con preocupación.
—Yin, yo… —una cosa era asumir la culpa, otra, verbalizarla.
—¿Si? —la coneja suavizó el tono, en la búsqueda de la confianza suficiente como para permitir que él pueda contarle lo ocurrido.
El silencio se hizo presente en aquel momento. Una pared invisible detenía las palabras de Yang. No podía cargar con la culpa. Una culpa de diecisiete años que se cobraba con intereses en solo una tarde. Pero, ¿debía decirle a ella?
Yin entendió la gravedad del problema cuando vio rodar las primeras lágrimas por las mejillas de su esposo. Aún nadie podía hablar. El corazón comenzó a latirle con fuerza. No alcanzaba a salir de un problema cuando entraba en otro. ¿Cuándo iba a acabar esta ola de desastre?
Yin se puso de pie, se dirigió hacia su esposo, y lo abrazó. La calidez de dicho abrazo quebró al conejo, quien terminó por largarse a llorar. Quería pedirle perdón. Más que mal también le había arrebatado a su padre. También lloró y sufrió su muerte. Le costó mucho arrancarse de su propio pasado para construir un nuevo futuro. La forzó a este cambio tan radical.
Yang se aferró a la cintura de Yin mientras el llanto no cesaba. Ella por su parte intentaba consolarlo acariciándole la cabeza. No entendía totalmente lo ocurrido. Planeaba conversar con él en la intimidad de su cuarto, en su casa, pero sí o sí abandonar la cárcel lo más pronto posible. Aunque aún preservaba el temor por ser espiada con un micrófono escondido, no encontraba otro lugar más seguro para hablar. Mientras tanto, solo quedaba esperar a que su dolor se desahogara a través del llanto.
—Yo… yo maté al maestro Yo —balbuceó su confesión. Pronunciar aquellas palabras lo comenzaron a liberar. Las lágrimas también ayudaban a limpiar su alma.
Al no ver respuesta de su pareja, se armó de valor para repetir su confesión.
—Yo maté al maestro Yo —repitió en un tono más seguro.
—Tranquilo Yang —le respondió ella—. Hablaremos de esto en la casa.
No se sentía escuchado. Esperaba gritos, retos, una cachetada. Una escena que expiara su culpa. Nada. Nada ocurrió. El abrazó prosiguió. Las lágrimas se agotaron.
—¿Qué no lo entiendes? —exclamó alejándose de su regazo—. ¡Yo maté al maestro Yo! ¡Me merezco estar en la cárcel! ¡Me merezco estar aquí!
—¡Yang basta! —le recriminó la coneja—. Vamos a hablar de esto en la casa. Por ahora ¡firma esto! —le ordenó acercándole los papeles y el lápiz con brusquedad.
Él no podía creer su reacción. Se imaginaba que ella no había escuchado bien o no había comprendido el significado de sus palabras. Ante la falta de un nuevo inquisidor que le ayudara a pagar su propia culpa, el aire lo empezaba a abandonar.
—Yang —intervino Yin adelantándose a sus pensamientos—, yo sé lo que hiciste.
Un escalofrío recorrió su cuerpo.
—Pero ahora firma y nos iremos a casa —le ordenó.
Jimmy se encontraba secuestrado al interior de una cueva. Se encontraba amarrado a una silla, obligado a ver unas imágenes en una pantalla holográfica. A su alrededor, objetos difíciles de distinguir por la penumbra. Cerca de él, el bogart disfrutaba con emoción la escena de tortura.
—¡Está vivo! —exclamó con emoción.
Carl se acercaba al lugar con sigilo. Gracias a su magia, consiguió encontrar la ubicación del pequeño. Se sorprendió al percatarse que su pequeña brújula lo guiaba directamente a su pueblo natal, en particular al monte en donde alguna vez se ubicaba la cueva del Maestro de la Noche. Al interior de la cueva, pudo ver las imágenes a las que se hallaba sometido el pequeño.
Era la verdad. Toda la verdad. Desde la relación de hermanos que sus padres habían forjado durante la infancia, el punto de quiebre en la adolescencia, hasta el giro de la historia en su juventud, permitiéndoles forjar la familia que conocía hoy por hoy. La escena particular frente a la que fue testigo lo estremeció. Era demasiado familiar. Él estaba ahí.
Hace diecisiete años Carl se había decidido a abandonar a su familia. Nunca había recibido siquiera una gota de aprecio desde ahí. Ya estaba harto, pero necesitaba dinero. Fue entonces cuando fue contratado en una tienda de abarrotes de la mano de un viejo sabueso que buscaba un ayudante. Había sido contratado usando un disfraz de perro. No quería ser reconocido en el pueblo, ya que era despreciado por la mayoría de sus habitantes. Por fortuna, su excelente habilidad con el disfraz, le ayudó a evocar los recuerdos del sabueso de su hijo perdido, asegurándose aquel trabajo.
—Buenos días —uno de sus primeros clientes en su primer día de trabajo era precisamente Yang.
—Buenos días, ¿qué se le ofrece? —Carl respondió con amabilidad, esperando no ser reconocido.
—Necesito un paquete de veneno para ratas, ¿a cómo lo vende?
—Tengo este paquete de cincuenta gramos a tres dólares con veinticinco.
—Excelente.
Así se realizó la inocente transacción. Transacción que jamás imaginó terminaría en un homicidio. El cruce de dos vidas puede ocasionar resultados impresionantes e inimaginables. ¿Habría detenido a Yang de tal crimen de haberlo sabido? El experto en magia que había llegado al rescate sin duda lo habría hecho de haberlo sabido. Sobre joven rechazado que buscaba una oportunidad en la vida no podía responder. Tal vez no lo podría haber evitado, pero sin duda lo habría intentado. De haberlo sabido.
El pequeño Jimmy era testigo involuntario de tal atrocidad. Era demasiada información. Era la destrucción del aprecio por sus padres. Era el final de una familia. Era el antes y después en una vida muy joven. Era demasiado para ocho años de vida. Debía detener esto. Aquí y ahora.
Con un rayo directo contra el bogart, la cucaracha hizo su heroica entrada.
—¡Hey! ¿Acaso no sabes tocar el timbre? —se quejó el espectro esquivando el rayo.
—Déjalo en paz —ordenó mientras desaparecía los amarres del pequeño con un simple movimiento de sus manos. El pequeño no se movió. Parecía hecho de piedra.
—Ñee, quédatelo —aceptó el bogart—. Mi cometido está cumplido. Ahora solo queda esperar.
Carl, aunque sorprendido ante la respuesta del espectro, no bajó la guardia. Si había un truco bajo la manga, lo descubriría.
—¿A qué te refieres? —cuestionó.
No tuvo respuesta.
Los segundos pasaron en una de las cámaras más lentas jamás imitadas por la tecnología. El espectro estaba por desaparecer. Carl estaba dispuesto a atraparlo. Esta vez sería definitivo. El bogart también estaba dispuesto a ir un paso más adelante del mago.
Cuando comenzaba el desvanecimiento, un huracán de luz roja surgida de las propias manos de la cucaracha comenzaron a succionarlo. El bogart se dejó llevar. La fuerza de succión aumentaba la fuerza de su golpe final. Carl se arrancó un collar del cuello y lo colocó en el ojo de su huracán. Si resistía el golpe, podría atrapar al bogart en el collar. Si no, era probable que el bogart pudiera escapar, más no podría asegurarse la vida del mago.
Carl se percató de las intenciones del espectro demasiado tarde. El golpe venía a medio camino a la velocidad de un tren bala. Solo esperaba lograr atrapar al bogart. Así no podría hacerle más daño ni al pequeño ni a nadie. No importaba si el costo era su propia vida.
Finalmente el choque se dio, y una explosión lanzó lejos todos los aparatos ocultos entre la sombra. Jimmy fue lanzado lejos, chocando contra una de las paredes, quedando inconsciente. De Carl y del bogart no se supo nada más.
