Amor Prohibido - Capítulo 30
—¡Oye! ¡Fíjate por donde vas!
Carl había tenido hasta ese minuto uno de sus mejores días. Llegó hasta su pueblo natal en busca de la corbata y tirantes Woo Foo que curan. Ingresó a la academia Woo Foo abandonada. La armería parecía totalmente desvalijada, salvo precisamente por la corbata y tirantes buscados. De colores vistosos, la cucaracha por un momento sintió las mejillas ardiendo ante la posibilidad de tener que usar ese atuendo. Ante un ruido sospechoso, de inmediato se guardó la prenda y se escondió. Con alegría, pudo ver como Jobeaux llegaba con bastantes rasguños, para caer de rodillas decepcionado al no encontrar el objeto que Carl había sustraído segundos antes.
Todo iba de acuerdo al plan. La cucaracha incluso se aprovechó de robar una fotografía tirada en el suelo de la academia. Un antiguo recuerdo que estampaba a la familia que alguna vez habitó entre sus paredes.
Nunca hay que tentar a la suerte. Carl entendió eso a la mala. Al voltear por una esquina, chocó de frente con alguien. Recibió la queja del otro mientras intentaba ponerse de pie. Quedó congelado al reconocer con quién había chocado. De todas las personas del universo, ¿tenía que ser él? Eso demostraba que el mundo era muy grande y aquel pueblo era demasiado pequeño.
—¿Carl? ¿Eres tú? ¿En serio eres tú? —su interlocutor también logró reconocerlo. Su sonrisa genuina al reconocerlo le daba una mala espina.
—¿Herman? —respondió la cucaracha con voz temerosa.
No, no, no, ¡NO! Su vida solo había mejorado desde el día en que había abandonado a su familia. Jamás tuvo una buena relación con su hermano. Su madre simplemente lo odiaba. Jamás conoció a su padre. Los recuerdos tras su experiencia de «familia» eran por lo menos horribles. Descansó de muchos traumas el día en que decidió continuar sólo. Lo último que deseaba en su vida era volver a caer en el mismo infierno del cual apenas pudo escapar cuerdo.
—¡Es un milagro! —exclamó su hermano mientras lo abrazaba con fuerza. Al sentir sus pulmones a punto de reventar, comprendió que su súper fuerza aún no lo había abandonado—. ¡Justo iba a ir con un amigo mío que es detective e iba a ayudarme en tu búsqueda! ¡Y qué cosas! ¡Te encuentro así de fácil!
Carl no podía pensar con claridad. Además de la presión del abrazo, la euforia con que su hermano lo estaba recibiendo no tenía lógica alguna. Derechamente exigía una explicación.
—Un momento —Carl creó un aura rojiza a su alrededor que empujó a Herman hacia una distancia prudente. Sonrió al notar que su magia era más poderosa que la fuerza de la hormiga—. ¿Qué está pasando aquí?
—Mamá te necesita —expuso la hormiga con rapidez—. Está muy enferma y su último deseo es volver a verte.
Carl deshizo el aura. Quería verse imponente. Ya no era el chico que partía con el alma herida. Años de experiencias y aventuras lo habían convertido en alguien diferente. No se iba a dejar arrastrar de nuevo al sitio donde había sufrido tanto.
—Lleva un mes exigiendo poder volver a verte —continuó Herman con pesar.
—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Carl con dureza.
—Tiene un cáncer terminal —respondió la hormiga—. Todos los médicos que hemos consultado nos han dicho que no hay nada más que hacer. Solo esperar.
Al no encontrar la respuesta acertada, la hormiga prosiguió con algunos sollozos.
—La verdad han sido los días más horribles de nuestras vidas. Mamá llora y sufre dolores a diario. Ni siquiera la morfina puede calmarla. Ambos sabemos cuál es el final de ese dolor, y eso me aterra.
Carl no podía sentir pesar por su madre. Le era literalmente imposible. Solo albergaba un odio que no quería volver a sentir. Mucho menos podía sentir algo por su hermano. A pesar de que era la primera vez en su vida que lo podía ver tan devastado, no era capaz de empatizar con él. Años de golpes, palabras hirientes, humillaciones, pueden dejarse atrás, pero no pueden ser olvidadas. Su suspicacia le hacía temer que todo pudiera ser una trampa para volver a atraparlo.
—Carl —insistió su hermano sospechando lo que pasaba por su cabeza—, sé que no hemos sido la mejor familia del mundo. De eso hemos estado reflexionando en este último tiempo. Mamá es la más afectada. Sabe que su vida se está acabando, y no quiere irse sin tu perdón. Por favor —la desesperación lo obligaba a hablar cada vez más rápido—, solo dale una última oportunidad. Ven con nosotros, escúchala, cúmplele el último deseo a una moribunda. Te juro que no volverás a saber de nosotros nunca más.
En su mente, la cucaracha buscaba una excusa para salir de este embrollo. No encontraba correcto ni educado dejarlo de forma cortante. Su discurso le impedía restregarle todo lo malo que le hicieron en el pasado sin quedar como un vengativo ser sin corazón. Pero aun así no quería atarse a ese compromiso. ¿Tenía que esperar una amenaza de muerte para pedirle perdón? ¿Por qué no lo hizo cuando aún la necesitaba? Estaba en un punto de no retorno. Ninguna disculpa podía cambiar las cosas.
De improviso, la hormiga se arrodilló frente a su hermano y se aferró a sus pantalones de franela.
—Por favor —sollozaba desesperado—, yo mismo te pido perdón por no haber sido un buen hermano contigo. Debí haberte cuidado y protegido, pero el favoritismo de mamá me cegó. ¡Perdóname! —exclamaba mientras secaba sus lágrimas con los pantalones.
—Por favor, basta, basta —le rogaba Carl avergonzado. La gente a su alrededor comenzaba a voltearse, y temía que demasiado escándalo llamara la atención de la policía. Con cautela intentaba zafarse de la hormiga, pero no podía conseguirlo.
—Para mí, mamá es lo más importante que tengo —Herman se aferraba con fuerza a la pierna de su hermano—, y haría lo que fuera por ella. ¡Por favor Carl! ¡Ella te necesita! Sé que no ha sido la madre perfecta, ¡pero dale una última oportunidad en su vida! Solo te pido una. Un simple momento para darle una última sonrisa. Te juro que no volverás a saber de mí después de esto.
Carl comenzaba a ponerse nervioso. Sentía que Herman estaba pasando de la ridiculez con su llanto, y que podría traerle problemas si este show continuaba. Llegó al punto de encontrar mejor reencontrarse con el hogar que tanto lo despreció, a extender esta escena por un minuto más.
—¡Está bien! ¡Está bien! Iré contigo —aceptó mientras forcejeaba con más fuerza para quitárselo de encima.
—¿De verdad? —Herman se detuvo en seco y lo observó con ojos llorosos, incrédulo ante la respuesta.
—Sí, si —respondió la cucaracha—. Iré contigo, hablaré con mamá, escucharé lo que quiere, y me iré. ¿Contento?
Herman tardó en responder. ¡Creía tan distante y lejana una respuesta afirmativa! Cuando Carl comenzó a convencerse de que era una mala idea haber aceptado, recibió un fuerte abrazo de su hermano.
—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! —respondió con un nudo en la garganta.
Carl apenas podía respirar ante el yugo que lo asfixiaba. Nuevamente su aura lo empujó un par de metros de distancia. En otro tiempo esto hubiera sido el motivo de una pelea. Ahora Herman, con más madurez, comprendía la situación. No podía dejarse llevar o no podría cumplir el último deseo de su madre.
—Solo vamos —respondió Carl con hastío.
En silencio, ambos hermanos se dirigieron de regreso a casa. Carl, aunque pretendía no aparentarlo, se sentía como un cerdo siendo arrastrado al matadero. No había notado que acababa de ser transportado al 2007. Aquellos años en que solo era un niño. Aquellos años en que su gran propósito en la vida era ganarse el amor de su madre. Aquellos años en que los gemelos Chad acostumbraban a darle una paliza. Una rabia interna se iba acumulando a cada paso que daba. Quería gritarle a su madre apenas la viera. ¿Por qué demonios no fue una buena madre con él? ¿Cuál fue su crimen? ¿Acaso nacer había sido su único crimen? ¿Qué culpa tenía él de su propia existencia? ¿Por qué merecía todo su rechazo?
En el fondo del horizonte lentamente se iba irguiendo aquel castillo en el que había crecido. Cuando se fue durante su adolescencia, juró jamás volver a pisarlo. Nunca imaginó que iba a romper la promesa de aquel adolescente. Mientras, a su lado Herman le contaba todo lo que había cambiado durante todos estos años en el pueblo. A la cucaracha no le interesaba mayormente, hasta que llegó a la parte de los gemelos Chad.
—Hace mucho que no sé de ellos —comentaba Herman—. Solo sé que todo se acabó el día en que murió el panda. Tras su muerte los chicos se fueron del pueblo. Simplemente fue como si se los hubiera tragado la tierra. Supongo que extrañaban demasiado a su padre y se fueron por un cambio de aire. Al menos esa es la historia más comentada en el pueblo.
Cuando Carl al fin quedó expectante con el discurso de su hermano, él se calló. La cucaracha volteó a ver el motivo de su silencio. Herman prosiguió:
—Desde el día en que murió el panda, mamá no fue la misma. Se le notó muy intranquila. Yo sabía que ella quería al panda. Supongo que lamentaba jamás haberle dicho algo, aunque creo que era más que obvio que sí se gustaban. Quizás no le dijo nada por mi alergia, pero por hacerla feliz hubiera vivido con pastillas anti alergia —suspiró—. En fin, supongo que ya es tarde para cualquier cosa.
Ambos siguieron su marcha en silencio. Habían pasado dieciséis años desde la muerte del panda. Entre la muerte del Maestro Yo y la partida de sus hijos, él había conseguido huir de casa. Había alcanzado a ver lo intranquila que se había quedado su madre tras la muerte de Yo, al punto de ni siquiera notar la partida de su hijo. No era de extrañar que quisiera a un extraño más que a él.
Llegaron a la entrada de su casa. Los recuerdos bombardearon a la cucaracha. Ninguno de ellos era agradable. Su familia se encargó de que su infancia y adolescencia fuera un mar de lágrimas y decepciones. Una historia que no le desearía ni al peor de sus enemigos. Carl respiró profundo. El lugar no había cambiado nada con el correr de los años. Una enorme entrada que le daba la bienvenida a un enorme pasillo de piedra. En cada rincón le asaltaba un recuerdo de su infancia. Desde donde su hermano lo golpeaba, hasta las palabras hirientes de su madre, pasando por sus sollozos en secreto por su miserable vida, su soledad por su reputación arruinada, y sus esperanzas cada vez más destrozadas. Una tortura mental.
—Es por aquí —Herman lo guió a través de la casa. La hormiga no sabía qué decirle, temiendo que su hermano se escapara sin llegar a destino. El silencio era el mejor compañero.
El corazón le empezó a latir a Carl. Por primera vez sentía que no estaba preparado para esto. Era como dar un salto en caída libre por primera vez. No sabía cómo iba a reaccionar tras toparse con su madre. Ni mucho menos podía sospechar qué era lo que ella realmente quería de él a estas alturas. Encontraba muy probable que ella le abriera una última herida antes de su partida.
—Es aquí —Herman le informó que del otro lado de la puerta frente a la que se detuvieron se encontraba mamá.
Las piernas comenzaron a temblarle a la cucaracha. Sencillamente no estaba listo para esto. Temía que detrás de esa puerta estuviera la dragona que alguna vez intentó criarlo, lista para someterlo con un solo grito. Pronto se percató que estaba en una pesadilla.
—¿Sabes?, creo que yo iré primero y le diré que estás aquí —se adelantó su hermano al ver el estado de Carl. La cucaracha apenas era capaz de oírlo.
La puerta rechinó con fuerza mientras se abría dejando pasar a Herman. Carl estaba atrapado en una pesadilla. Se quedó estático en su lugar. De otro lado pudo oír los gritos de su madre. Eran exactamente igual a lo que recordaba. No podía moverse. Estaba solo. Pronto sería consumido por su propio pasado. Por idiota. Por caer en la trampa más obvia de todas. No debió volver. Nunca debió volver.
—Entra —Herman se asomó por la puerta, invitándolo a pasar. Carl no se movió—. Mamá quiere verte —no hubo respuesta—. Está feliz de por fin poder volver a verte —agregó con una sonrisa—. No te volverá a hacer daño, te lo prometo.
La cucaracha juntó valor y entró a la habitación. Apenas podía respirar. Sentía un malestar en todo su cuerpo. Los nervios lo estaban comiendo vivo. Apenas podía entender por qué estaba ahí. Prefería saltar por la ventana e ir a parar al otro lado del mundo. Pero no, estaba enfrentando su peor demonio: su pasado.
—¿Carl? ¿Eres tú?
La persona que estaba en cama ya no era lo que había dejado atrás como madre. La imponente dragona escupe fuego hoy apenas era un montón de arrugas a punto de resecarse, envuelta en un pijama de polar y una bata de seda. Los ojos se encontraban hundidos, la dentadura a medias, la mirada cansada, las manos temblorosas. Parecía una ancianita sin fuerzas de dañar ni a una mosca.
Carl se acercó lentamente hacia la cama. Su madre le sujetó un brazo apenas lo tuvo al alcance. Su agarre parecía desesperado, como si temiera que se la llevase un tornado.
—¡Oh Carl! ¿Realmente eres tú? —volvió a preguntar con un hilo de voz.
—Sí, soy yo —respondió la cucaracha.
—¡Oh! ¡No puedo creer que seas tú! —respondió la dragona con ilusión mientras poco a poco acercaba su segunda mano al brazo sujetado—. ¡Carl! ¡Oh mi Carl!
La cucaracha apenas podía tolerar la incomodidad. Solo una vez en la vida lo trató con cariño, y encima fue por culpa de un hechizo. Su madre sonrió débilmente mientras sus ojos se comenzaban a humedecer. Lamentó no preguntar si además del cáncer tenía demencia senil.
—Herman, ¿podrías dejarnos solos? —pidió su madre.
Aquella pregunta encendió las alertas de la cucaracha.
—Si madre —aceptó la hormiga con una reverencia. Carl hubiera rogado que se quedara. La incomodidad sería mayor estando a solas.
—Carl, hijo mío —prosiguió su madre una vez a solas. Su voz se hallaba cada vez más debilitada—. ¡Tantos años que no te veía! ¡Estás mucho más grande y fuerte! ¿A qué te dedicas?
—Soy cazador de demonios —respondió inseguro.
—¡Cazador de demonios! —exclamó—. ¡Eso es algo maravilloso! Estoy muy orgullosa de ti.
Encontraba tan hipócritas sus palabras que llegaba a darle asco.
—Carl —el tono de su madre se apagó—, lamento mucho lo que te hice durante tu infancia. Estoy consciente de que para ti fui la peor madre del mundo. Sé que mis palabras moribundas no compensarán todo el daño que te hice, y no te pido que me perdones. Lo único que te pido es que me escuches hasta el final. Necesito confesarte algo.
El discurso le parecía tan banal a la cucaracha hasta la extraña petición. La confesión había atraído su atención. A pesar que pudiera ser un golpe más grande que todo el daño que ya le había hecho, él quería enfrentarlo de todas formas. Su madre apretó más su brazo ante su silencio.
—¿Qué quiere? —su voz salió más brusca de lo que esperaba. La anciana notó esto.
—Necesito soltar esto antes que me lleve la muerte —rogó—. Tú mejor que nadie sabe que eso será muy pronto. Eres el único que puede hacer algo con este secreto.
Un sudor frío recorrió el espinazo de la cucaracha. Podía sentir el aura del ángel de la muerte aproximarse a esa habitación. Sabía que el alma de su madre no descansaría en paz si no la dejaba desahogarse. Podría haber sido una hermosa venganza, pero él no era así. Además, su espíritu lo perseguiría de por vida, algo que sería molesto para su futuro.
—¿Qué es lo que tiene que decirme? —no podía evitarlo. Quería cortarla en rebanadas con cada palabra. Su madre notó esto, pero no tenía otra opción. Tras un suspiro, soltó el brazo de su hijo, y comenzó su discurso.
»No sé si sabías, pero hace muchos años yo era amiga del Maestro Yo. Fuimos amigos de infancia. Realmente él era alguien divertido. El único problema que tenía eran sus maestros. Los Maestros Ti y Chai fueron muy duros con él. Él sufrió mucho por culpa de ellos. Ese par de idiotas, en nombre de su sentado Woo Foo, cometieron el peor crimen de la historia.
»Yo conoció una chica, de la cual se enamoró. Se llamaba Yanette, y provenía de una familia de campesinos de esta zona. Aunque me dolió que su amor no fuera correspondido conmigo, me alegró ver cómo él era feliz con ella. Sus maestros en cambio, ellos la odiaban, e intentaban separarlos un montón de veces. Incluso más de una vez tuve que ayudarlos para que pudieran verse a escondidas. A pesar de todo, Yo nunca quiso renunciar a su entrenamiento Woo Foo. Esperaba poder vivir de eso al lado de su amada.
—La gota que rebalsó el vaso fue el día en que Yanette quedó embarazada —la voz se había debilitado tanto que Carl terminó sentándose en la cama expectante a sus palabras—. Ti y Chai se enteraron el día en que ella dio a luz. Yo estaba muy ilusionado, aún con la esperanza de poder combinar su vida familiar con el Woo Foo. Yanette dio a luz a dos hermosos conejitos, uno rosa y uno azul…
—Espera —la interrumpió Carl—, ¿acaso Yanette es…?
—Sí —afirmó los pensamientos de su hijo—, ella es la madre de Yin y Yang.
Un silencio helado atravesó la habitación. La revelación realmente atrajo la atención de Carl. Más que saber quién era la madre de Yin y Yang, le interesaba saber cómo desapareció de sus vidas.
—El día en que nacieron —prosiguió su madre—, llegaron Ti y Chai. Con un hechizo Woo Foo, les borraron la memoria a sus padres. Yo cayó con facilidad, pero Yanette luchó. Le aplicaron el hechizo con tal potencia que terminaron por corromperle la mente.
—¿Le corrompieron la mente? —cuestionó Carl intrigado.
—Sí —respondió la dragona—. Quedó en un estado deplorable. No hablaba, no comía. Parecía ausente de este mundo. Solo quedó ahí, con la mirada perdida. Nunca más volvió a ser la misma.
Tras un nuevo silencio, continuó su narración:
»Yo continuó con su entrenamiento olvidando que alguna vez tuvo familia. Los niños fueron a parar a un orfanato hasta que los propios espíritus Woo Foo los trajeron de regreso con su padre. De Yanette no se supo nada. Ti y Chai borraron de la mente de todo el pueblo la existencia de esta historia, incluyéndome.
»Volví a recordar todo hace un par de meses cuando me diagnosticaron cáncer. Toda mi vida pasó por delante de mí, descubriendo esa parte de la historia que habían borrado de mi mente. Con mis últimas fuerzas, me dediqué a buscar información sobre el paradero de Yanette. En mi mesita de noche tengo un sobre con toda la información recopilada.
Su madre se volteó hacia el mueble, invitando a su hijo a abrirlo. Carl lo observó por un instante antes de abrir el cajón.
—Es un sobre completamente blanco —le indicó su madre.
Carl hurgueteó entre varias cosas sin importancia hasta dar con el sobre.
—Ahí se encuentra el nombre completo de Yanette y la dirección del centro psiquiátrico donde fue a parar —le explicó—. Cuando lo descubrí, ya no fui capaz de ponerme de pie. Ya nunca podré volver a reencontrarme con ella, y quizás ella ni siquiera se acuerde que tiene un par de hijos.
La cucaracha abrió el sobre. En una hoja blanca, con tinta azul y una letra clara se encontraba escrito: «Yanette Swart. Centro psiquiátrico "El último atardecer". Paseo Lorem ipsum dolor, 96ª».
Carl intercambiaba miradas entre el papel y su madre. Era un dato que, en manos de Yin y Yang, podía cambiar sus vidas para siempre. ¿Por qué tenía que ser él el intermediario?
—¿Herman sabe de todo eso? —le cuestionó.
—No —le respondió su madre—. Le he intentado decir, pero él no me quiere creer. Piensa que estoy desvariando, que estoy loca. Él nunca fue bueno en entender estas cosas.
—N-no lo entiendo —los nervios estaban tomando su voz—. ¿Qué se supone que quiere que haga con esto?
—La verdad no puede seguir oculta, Carl —su madre se apresuró en sujetar la mano libre de la cucaracha—. Esos tipos destruyeron a una familia por culpa de sus caprichos del Woo Foo. Yanette merece volver a ver a sus hijos aunque sea una vez más. Por favor Carl, no dejes que la verdad se pierda. Además, Yin y Yang merecen saber qué ocurrió con su madre.
Tenía un punto. La verdad debía prevalecer. Sin embargo, la verdad se interponía con los planes de la cucaracha. Nuevamente centró su mirada en la dirección. Conocía el lugar. Se encontraba a las afuera del pueblo. Podía dar un vistazo rápido antes de partir. Aún quedaba tiempo para la fiesta del Patriarca.
—Carl —oyó un hilo de voz—. Gracias por escucharme.
Al volver a centrar su vista en su madre, la encontró con los ojos cerrados. Su sonrisa débil quedó plasmada para siempre en su rostro. Se acabó.
Carl no pudo quedarse un simple rato como deseaba. Más bien por respeto y por su última historia contada, se quedó para los funerales. Herman lloraba como un niño pequeño. Desconsolado, derramaba lágrimas y mocos. Carl fue el único que estuvo ahí para apoyarlo. Poca gente fue al funeral. La mayoría eran desconocidos. Los pocos conocidos con los que se topó era gente sin importancia para él.
Sentía un vacío en su interior. Ella confió en él para depositar su último gran secreto. Podía entenderla. Herman jamás fue bueno en temas delicados. Él por su parte, sentía una enorme responsabilidad graficada en aquel papel. La única herencia recibida por su madre fue un secreto.
Tras el final del responso, Carl se fue de la ciudad. Caminó paso a paso hacia su siguiente destino. Se dirigió al famoso centro psiquiátrico. Daba un paso delante de otro. Aún sentía la consternación por la reciente revelación. A pesar que lo meditó bastante, aún le costaba creer todo lo contado. Había sido mucha información en poco tiempo. Habían pasado demasiadas cosas. Quería empezar a confirmar la información. Quería armar este rompecabezas.
—Buenos días, ¿en qué podemos atenderlo? —una amable yegua con un uniforme completamente blanco se instaló frente a él apenas puso un pie al interior del edificio. El lugar se encontraba en la cima de una colina. Los pasos finales fueron mucho más difíciles para la cucaracha.
—Buenos días —respondió Carl—, busco a Yanette Swart. ¿Está internada en este lugar?
La yegua no respondió. Carl pudo notar su rostro de espanto.
—Sí —contestó finalmente—. ¿Es un familiar suyo?
—Soy un enviado de sus hijos —no demoró en responder—. Ellos quieren confirmar si ella está aquí. La han estado buscando por todo el país.
—Okey. Sígame —la enfermera se volteó indicándole el camino.
El lugar era demasiado blanco para su gusto. Los objetos más oscuros que podía encontrar eran variantes del tono pastel. De vez en cuando se topaban con otra enfermera con el mismo uniforme, recorriendo los pasillos sin desviar siquiera la mirada. Había muchos cuartos con puertas grises. Carl sospechaba que pudieran tratarse de más pacientes.
—La señorita Swart lleva treinta y cuatro años en este lugar —le explicaba la enfermera durante el trayecto—. No se ha sabido absolutamente nada de ninguna clase de familiar o amigo. Esto no ha servido de mucha ayuda a la hora de tratarla con su enfermedad.
—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Carl.
—Una variante de amnesia con pérdida de su capacidad cognitiva —respondió la enfermera—. Un día ella apareció en la puerta de nuestro centro, y desde entonces la estamos cuidando aquí. Ella no recuerda nada, no dice nada. Con suerte reacciona a los días cálidos y a nuestras atenciones. Sabemos su nombre gracias a su documentación, pero a pesar de que hemos puesto avisos en los diarios, nadie respondió por ella.
—Vaya, eso es muy lamentable —contestó Carl.
—Sí —respondió la enfermera sin evitar mostrar molestia en su voz—. Hay gente muy cruel que abandona a sus seres queridos solo porque los consideran una carga. ¿Dónde está el amor en todo esto? La señorita Swart lleva años abandonada a su suerte, ¡y a nadie le ha importado! ¿Es que acaso no tienen consideración?
—La peor parte es que les arrebatan a sus hijos —agregó Carl—. Ellos tienen alrededor de treinta y cuatro años de edad, y fueron abandonados en un orfanato.
—¡Ay Dios mío! —exclamó la enfermera.
—Ellos jamás supieron de su madre —agregó Carl—. Hace poco dieron con la pista de este lugar, y me enviaron a verificar la información.
La enfermera se volteó y lo miró sin hablar.
—Toda una familia fue destruida —agregó la cucaracha—. Es momento de repararla.
La enfermera le sonrió. Ambos siguieron su camino hasta llegar a su destino.
—Aquí es —le informó abriendo una de las puertas.
A la luz solar colada por una ventana, pudo ver a una coneja morada instalada en un sillón. Era bastante vieja. Sus cejas estaban poblándose con canas. Su pelaje se veía crespo como el algodón. Su mirada celeste se encontraba perdida en otra dimensión. Era idéntica a una versión anciana de Yin y Yang. Lo que vio era una evidencia más que real de lo contado por su madre.
—Señora Yanette —la enfermera se acercó con cautela a la anciana—, tiene visita.
Carl se acercó detrás de la enfermera. La anciana se volteó hacia la enfermera, para luego regalarle una mirada vacía a la cucaracha. No pudo evitar recordar a Jimmy con esa mirada. Definitivamente era matriarca de toda esa familia.
—Él viene a verla —le informó la enfermera—. Pasa, pasa —le indicó a Carl.
Él se acercó y se arrodilló frente a ella. La coneja le regaló el único tipo de mirada que era capaz de dar.
—¿Usted es Yanette Swart? —fue lo único que se le vino a la mente preguntar.
—Él viene de parte de sus hijos —agregó la enfermera con emoción—. ¡Sus hijos la han estado buscando todos estos años! ¡No es maravilloso!
La señora sencillamente no entendía nada de lo que le estaban diciendo.
—Espere un poco —Carl recordó la foto que había recogido de la academia, la sacó de su bolsillo y se la presentó—. Esta es su familia.
En treinta y cuatro años, la coneja tuvo su primera reacción. Sostuvo la foto entre sus manos, las cuales temblaban como si tuviera Parkinson. De sus ojos comenzaron a brotar lágrimas, mientras el sollozo no se hizo esperar.
—Yo —balbuceó con voz entrecortada. Luego, abrazó la fotografía, aferrándose a un pedazo de felicidad que creía perdida.
Carl y la enfermera se quedaron estáticos, respetando la reacción de la anciana. La cucaracha no pudo evitar emocionarse ante el hecho. El nudo en su garganta pudo evitar que brotaran sus lágrimas. Sin duda estaba haciendo un acto noble.
Su propia madre no merecía haberlo sido, pero terminó criando a dos. Una madre desconocida, que de seguro hubiera sido mejor madre que la suya, nunca tuvo la oportunidad siquiera de conocer a sus hijos. La vida era muy injusta. Tenía la esperanza de poder revertirlo.
«Hay Carl, ¿cómo no fuiste capaz de reconocerme?» pensaba la enfermera que estaba justo al lado de él. Mónica no hizo mucho para esconder su identidad. Solo se cambió el peinado, cambió el color de la sombra de sus ojos y se echó más rubor. La única explicación era que Carl estaba demasiado preocupado como para reconocer a otra personas. Se quedó en silencio a su lado, observando como la esperanza comenzaba a brotar en el corazón de una anciana.
Ya habría tiempo para secuestrarla.
