Amor Prohibido - Capítulo 42

—Bodega 341 —musitó Carl mirando una pequeña hoja de papel que traía entre manos.

El atardecer teñía de un color dorado toda la extensión. El enorme edificio extendía una enorme capa de sombra que contrastaba con la luz de los soles en su despedida. Cada entrada tenía una cortina metálica cerrada. Sobre cada portal había un número que lo identificaba. El edificio se extendía por tres pisos de altura. Carl recorría la extensión del lugar. Mientras buscaba el punto de encuentro, observaba cada detalle del lugar. El lugar parecía encontrarse limpio a pesar de lo descuidada de la fachada. Las escaleras de acceso a los pisos superiores eran de metal recubierto con pintura blanca que se estaba borrando. Era un edificio ubicado a las afueras de la ciudad. Poca gente venía a estos lugares, ni mucho menos a esa hora. Era un lugar olvidado, sin dios ni ley. Solía ser usado para negocios ilegales. Era perfecto para la mafia del Patriarca.

Había sido una invitación enviada a través de Mónica. Ella fue su pañuelo de lágrimas una vez más. Sentirse entre sus brazos fue como regresar a la cuna de su felicidad. El mundo podía caerse a pedazos. Él moriría feliz entre sus brazos. Le regaló la calma que tanto necesitaba, y una bofetada de yapa.

—Necesitaba escapar de ahí —le relataba mientras estaba recostado en su regazo en aquel sillón—. No… no podía seguir con esta mentira. Cada día me atrapaba y me destrozaba. Tenía la enorme necesidad de levantarle el ánimo, de verla sonreír. Nunca me había sentido tan bien con su sonrisa, con sus abrazos, con sus besos… ¡Oh esos besos! Eran tan dulces, suaves, adictivos. Los sentía como una caricia al alma. Ella de verdad tiene un corazón tan dulce y noble detrás de toda esa carcaza de dureza y frialdad. No, simplemente no podía seguir ahí fingiendo ser su esposo. ¡Este sentimiento me estaba atrapando cada día más! ¡No quería tenerlo, no quería sentirlo! Me sentía mal por sentirme bien. ¡Era una locura!

—Carl, ¿te estás enamorando de Yin? —la pregunta de parte de Mónica fue directa y cortante.

—¡No cielos no! —la cucaracha se reincorporó escondiendo su rostro con sus palmas. Preferiría morir a admitir aquello.

—Carl —la yegua empezó a acariciarlo lentamente por su espalda—. Yo no te voy a juzgar ni nada de eso. Sabía que era una de las posibles consecuencias tras hacerte pasar por alguien más durante mucho tiempo. Fueron no sé, ¿dos meses? Tenías que salir de allí de todos modos.

Carl se volteó a la chica, y recién cayó en cuenta que se lo había dicho todo a su novia.

—Mónica, yo… —comenzó a hablar con vergüenza.

—Tranquilo, ya pasará —la sonrisa por parte de la yegua lo avergonzó aún más—. No es hayan hecho el amor o algo así —continuó despreocupada.

La mirada fija de parte de su novio encendió las alertas.

—¿Carl?

La cucaracha no reaccionó. Su respiración se había cortado. Su memoria lo lanzó directo a aquella primera noche en que recién había salido del hospital. Su mente lo encerró en aquel recuerdo con el propósito de dejarlo morir allí. Cada detalle comenzó a aflorar como dardos que lo habían logrado alcanzar.

Una fuerte bofetada lo arrancó violentamente de aquel punto muerto. El dolor se apoderó de su mejilla derecha. Por un momento temió llegar a perder un diente. Poco a poco se volteó hacia su novia. Su mirada comprensiva había desaparecido. En su lugar parecía como si cualquier paso en falso le llegaría una segunda bofetada que sí podría arrancarle un diente.

—¿CÓMO PUDISTE? —le gritó—. ¿CÓMO TE ATREVISTE A HACERLO?

Carl iba a hablar. El dolor y la sorpresa le habían trabado la boca. El discurso solo quedó en las intenciones.

—¿Acaso no sabes lo que esto significa? —la yegua lo sujetó con firmeza de los hombros—. ¿No te das cuenta que podrías ser el padre del bebé que está esperando Yin?

Aquella frase arrancó a Carl de sus hirientes recuerdos. Fue un golpe violento en el cerebro que simplemente lo vació. El terror lo agarrotó desde los pies, subiendo rápidamente hasta la cabeza para luego repartirse por todo el cuerpo. Un ruido chirriante lo ensordeció mientras que la falta de aire lo comenzaba a marear. Mónica lo remecía fervorosamente. Exigía una reacción por parte de la cucaracha. Parecía estar vacío por dentro. Su alma yacía encerrada bajo una avalancha de emociones. No podía reaccionar.

—No… es imposible —balbuceó mientras se ponía de pie.

Finalmente fue capaz de tomar el control de su cuerpo. Se paseó frenéticamente por toda la habitación. Quería soltar cualquier músculo agarrotado. Estaba tomando el control de su mente. Estaba procesando aquella frase. ¿Él? ¿Padre del bebé de Yin? Las posibilidades eran reales, y eso le aterraba.

—No puede ser —prosiguió sin dejar de pasearse—. Ella…, ella…, ella lleva más tiempo de embarazo del que estoy con ella. Debe ser de Yang, de eso no cabe duda.

—Carl —respondió Mónica tras un suspiro—, revisé la información del hospital. Oficialmente lleva tanto tiempo de embarazo como tú haciéndote pasar por Yang. Si él no lo hizo con ella poco antes de la fiesta de la mafia, tú eres el padre.

Las posibilidades se habían incrementado monstruosamente. Un sudor frío comenzó a recorrerle el cuerpo. Imaginarse las implicancias lo aterraba. Ya podía ver a Yin envuelta en llamas dispuesto a enseñarle el infierno tras enterarse de todo. Ya podía imaginar a Mónica dándole la espalda por lo que recién le acababa de confesar. Ya se podía ver solo, muerto por dentro. Podía ver las lágrimas derramadas por su culpa. No, no debía ser.

—No, no, no, no, NO —estalló de pronto. Se volteó decidido hacia su novia—. Ese bebé es de Yang. Es problema de ellos dos. Yo no tengo nada que ver con eso. ¡Nada!

Ante la reacción, Mónica no hizo más que sonreír. Siempre le había causado gracia verlo así de nervioso. Parecía un verdadero show circense que borraba todas sus preocupaciones. Se paseaba nervioso por todo el cuarto repitiéndose a si mismo frases inteligibles. De vez en cuando se escuchaba un «ese bebé no es mío», «es de Yang», «es problema de ellos, no mío». Era como si esperara que desapareciera el trecho entre el dicho y el hecho.

—Míralo por el lado bueno —intervino la chica cruzando las piernas—, si es tu hijo, ya no sería un hijo del incesto. Eso podría salvarlo de cualquier problema genético, ¿verdad?

Carl paró en seco. Ella esperaba el gran clímax de su performance con cierta ilusión.

—¡Eso es! —exclamó emocionado volteándose hacia ella—. ¡Yin tiene problemas en su embarazo! ¿Sabes lo que eso significa?

La cucaracha se acercó tanto hacia la yegua que parecía que ambos respiraban del mismo aire.

—¿No? —respondió con incomodidad.

—¡El bebé viene con enfermedades congénitas! —estalló retomando su paseo por el cuarto—. ¿Y sabes lo que eso significa?

—¿No? —era la moneda de cambio para continuar con el show.

—¡Es hijo del incesto! Por lo tanto no es mi hijo —concluyó satisfecho.

El silencio se hizo presente entre ambos.

—¿Estás seguro de que así funcionan las cosas? —preguntó Mónica extrañada.

—¡Por supuesto! ¡Tiene que ser así! —respondió Carl. Un temblor en su voz indicaba lo contrario a su seguridad. Aquella teoría era un salvavidas al que se aferraba con fuerza ante el peligro de la locura.

Carl suspiró. Se encontraba frente a la bodega 341. A diferencia de la mayoría, esta se encontraba abierta. Entró sin mayores miramientos. El lugar era oscuro, sucio, oxidado. Algunos rayos del atardecer se colaban a través de los ventanales hasta el interior. Aunque no era suficiente luz, si lo era para él. Entre el laberinto de estantes metálicos y cajas polvorientas, se encontró con un ascensor oxidado, custodiado por un sujeto desgarbado.

—Carl Garamond —lo llamó.

Él se acercó al ascensor y asintió con la cabeza.

—Tenemos que esperar —respondió tajante el sujeto cruzándose de brazos.

—¿Esperar qué? —preguntó Carl.

—No eres el único invitado.

La invitación directa. Mónica le había advertido que el Patriarca quería verlo en persona. Hace mucho que debía presentarse ante él. Por su causa había llegado a la ciudad en primer lugar. Pero el caso del bogart terminó atrapándolo en una historia completamente diferente. No debía, jamás, olvidarse del por qué estaba allí.

¿No era el único invitado? Poco le importaba a quién más había llamado. Debía concentrarse en su caso, en su propia misión. Desde hace mucho había escuchado de cierto misticismo del llamado patriarca, y quería comprobarlo. De ser necesario, acabaría con el problema aquella misma tarde.

Detrás de él oyó algunos pasos. Se volteó y se encontró con la última persona que deseaba volver a toparse.

—Perdón por el retraso, pasamos por unas Jack Daniels de camino —era la voz de Lucio—, la hamburguesa claro está. No se bebe en hora de trabajo —agregó guiñando un ojo. Parecía con buen ánimo, en especial debido a la compañía con la que se encontraba.

Yin lo acompañaba silenciosamente. De ser posible intentaba desviar la mirada, centrándose en la lúgubre decoración.

—Bien, entren aquí —el vigilante del ascensor corrió la reja del aparato. Se encontraba bastante oxidada y emitió un sonido chirriante. Yin de inmediato miró al frente y se encontró con la mirada de Carl.

Al verla, él sintió unos inmensos deseos de abrazarla, de reencontrarse con ella, de decirle que todo había sido una pesadilla. El problema: había abandonado su disfraz. Se percató del cruel cambio tras recibir su mirada. De haber podido, lo habría matado en aquel momento. Por alguna razón no hubo reacción de su parte, pero su mirada le informó que hubiera derramado su venganza asesina en aquel instante. En cambio, la ley del hielo fue suficiente respuesta.

Una vez descorrida la cortina, un cajón mohoso y oxidado de dos metros cuadrados los recibió. Los tres ingresaron al lugar mientras el vigilante accionaba algunas palancas para activar el aparato. Carl hacía lo imposible para no mirar a sus acompañantes. El silencio se había hecho tan incómodo que apenas lo dejaba respirar. No entendía por qué se sentía así. Yin estaba a un par de centímetros de él, pero se sentía a una galaxia de distancia. ¡¿Por qué?! Antes no sentía nada de eso a su lado. Quería arrancarse esa sensación del alma, pero no sabía cómo hacerlo. ¿Por qué? Quería preocuparse de sus asuntos, pero tenía que estar allí. Tenía que sentirse así. ¿Qué cambió? ¿Fue la convivencia? ¿Fue el día a día? Conoció un lado de ella que jamás imaginó que siquiera existiera en su ser. Ese lado quería volver a sentirlo, quería volver a vivirlo. No, lo correcto era aceptar que no volvería a pasar. Nunca más. Debía agradecer que no lo estuviera matando ahora. No sería capaz de defenderse.

—¡Muévete! —la exclamación de Lucio lo trajo de regreso al presente. Antes de reaccionar, el león le dio un empujón obligándolo a dar un par de pasos hacia adelante. Nuevamente se encontró con la mirada fastidiada de Yin.

Se encontraban en el sótano de la bodega. Probablemente se encontraban en el piso menos diez. Era mucho más grande de lo que se imaginaban. Iluminado con tubos fluorescentes, el lugar proyectaba largas y oscuras sombras entregando un aire tétrico. Parecía como si en cualquier esquina los atacaría un monstruo feo y peludo.

—Creo que es por acá —los guió Lucio.

Ambos siguieron al león en silencio. Carl se sentía más calmado. Pudo voltearse a ver a Yin, encontrándose casualmente con su mirada.

—¿Qué? —preguntó ella hoscamente.

—Nada —Carl regresó su mirada al frente—. No me esperaba verte por aquí.

—Yo tampoco te esperaba aquí —respondió la coneja—, aunque debí suponerlo. Trabajas con el patriarca.

—Tú también —le recordó la cucaracha.

—Al menos no me meto con tus hijos —le recriminó apretando la mandíbula.

—Ni siquiera tengo hijos —alegó la cucaracha. El recuerdo de la reciente conversación con Mónica volvió a su cabeza. No pudo evitar mirar fugazmente al vientre de la coneja. Pronto eliminó aquella estúpida idea de su cabeza. Ese bebé no era su problema.

—Es aquí —Lucio les avisó que era el fin del trayecto.

Se encontraban frente a una puerta blanca desgastada. Estaba iluminada por un tubo fluorescente en su parte superior y dos sujetos estaban custodiándola. Lucio los saludó amigablemente, cosa a la que los guardias accedieron.

—Traigo a nuestros invitados —les avisó.

Los guardias los miraron, mirada respondida con nerviosismo por ambos. Amablemente ellos accedieron. Uno de los guardias giró la perilla y entró primero.

—Pueden pasar —informó tras un instante de espera.

Los tres recién llegados ingresaron a la oficina precedidos por Lucio.

El lugar parecía ser más acogedor que el exterior. Los muebles de madera parecían nuevos y las paredes estaban recubiertas con terciopelo verde oliva. A pesar de todo, parecía ser un lugar humilde, que pretendía pasar por bajo perfil. Del otro lado del escritorio había alguien leyendo un periódico con hojas tan grandes que era imposible ver aunque sea un rastro del lector.

—Señor Patriarca —Lucio le regaló una pequeña reverencia—. Le traigo a los dos recién llegados. Lamento la demora, pero ambos andaban medios perdidos. Vamos, tomen asiento —agregó dirigiéndose a Yin y Carl.

Ambos se sentaron en las sillas de maderas dispuestas sin dejar de mirar en dirección al misterioso patriarca.

—Bienvenidos sean mis amigos —respondió el sujeto dejando de lado su periódico—. Miren lo que nos trajo el destino —agregó con una sonrisa.

Quien se encontraba del otro lado era un demonio en miniatura. Tenía la piel roja, barba abundante, ojos color miel y un par de cuernos adornaban su frente. Se encontraba vestido con un traje de empresario y traía un reloj de oro en su muñeca. En su totalidad no alcanzaba los cincuenta centímetros de altura. Parecía un niño pequeño sentado sobre la enorme silla. Sus pies se encontraban lejos de tocar el suelo.

—¿Denis Trevor? —balbuceó Yin apenas sin habla. El demonio le sonrió satisfecho.

—Veo que aún te acuerdas de mí, Yin —respondió—. Bueno, hay cosas que jamás se olvidan.

—Perdón, ¿ustedes se conocen? —intervino Lucio con curiosidad.

—¡Oh claro! —respondió el demonio—. Jamás olvidaría a mi casi nuera.

—¿Casi nuera? —Lucio se encontraba aún más interesado.

—¡Qué recuerdos! —Denis se recostó sobre su asiento giratorio—. Hace muchos, muchos, muchos años ella salía con mi hijo Coop. Claro, hasta la muerte del padre de ella. De ahí no sé qué le dio que simplemente terminó con el pollo y se fue de la ciudad con su hermano, ¿verdad?

Yin no respondió. Había caído directo a la boca del lobo. Presa del terror, temía una pronta descompensación. De esto se percató con rapidez Carl. Él conocía toda la historia de primera fuente. Cuando Yin tenía alrededor de catorce años, la madre de Coop se casó con un empresario forastero que se instaló en la ciudad, convirtiéndose de inmediato en padrastro de Coop. Todo calzaba. Él tenía parte del poder del Maestro de la Noche. Era fácil quitárselo al torpe de Coop. La cucaracha la observaba con atención, alerta ante el menor de los problemas.

—Y miren a quién más tenemos aquí —prosiguió el demonio girándose hacia la cucaracha—. Carl Garamond. ¡Quién te viera y quién te ve!

La cucaracha simplemente lo miró con seriedad y sin hacer el menor de los movimientos.

—¿Y qué pasó con su hijo? —preguntó Lucio.

—Murió en un incidente en la cárcel hace poco —respondió el demonio—. Pero como dicen por ahí, cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana. ¡Ajá! Yo hablando de Dios. ¡Qué locura!

Tanto el demonio como el león se echaron a reír. Carl miraba a Yin de reojo viendo cómo ella se tensaba apretando los puños sobre su falda. El demonio sabía, al igual que todo el pueblo natal, que Yin y su esposo eran hermanos. ¿Es que acaso esperaba que un hecho de esa envergadura pudiera ocultarse con tanta facilidad? Ya no era tiempo de recriminaciones. No podía permitir que ante tanta presión ella terminara perdiendo al bebé, o la vida.

—¡Ya llegué! —se oyó una voz a través del hogar Chad. De inmediato aparecieron las cabezas de Yuri y Jacob desde la cocina. Los hermanos Chad se encontraban cenando y ellos eran quienes estaban más cerca de la puerta.

—¡Papá! —gritó Yuri al verlo. La chica recorrió el pasillo hasta abalanzarse y sostenerse con su abrazo de Yang.

—¡Mi pequeña! Me alegra mucho volver a verte —respondió Yang con una enorme sonrisa mientras le acariciaba la cabeza a la conejita.

—¡Papá! ¿Cómo te fue en el trabajo? —preguntó Jacob acercándose en segundo lugar.

—Fue un día tranquilo —respondió Yang.

Más atrás venía Jimmy y Jack. El mayor venía comiendo un sándwich de jamón y queso con despreocupación. El menor se detuvo en seco al toparse con la mirada con su padre. No, él no era su padre. Tampoco era Carl. Era alguien más. Podía notarlo en su mirada. Podía notarlo en aquella aura invisible que lo rodeaba. Podía sentirlo en el aire. Podía sentirlo en el ambiente que compartían. Fue una sensación totalmente opuesta a la sentida cuando Carl era quien usaba la máscara del rostro de su padre. Al primer instante, un frio lo congeló en su sitio. La piel de gallina se extendió por todo su cuerpo. Se le levantaron los pelos de la nuca. El corazón comenzó a latir aceleradamente. Sus cinco sentidos le informaban que no existía señal de peligro. Era que inexplicablemente el miedo se apoderó de él.

—¿No crees que es algo tarde para llegar a casa? —le preguntó Yenny, quien se sumaba a la reunión.

—No eres mi esposa para pedirme explicaciones —le respondió regalándole un beso en la frente—. Por cierto, ¿dónde está tu madre?

—No ha llegado —respondió.

—¡Ah! ¿Y a ella no la controlas?

—Al menos ella avisó que llegaría tarde —sentenció la chica.

—Bueno, lo siento por preocuparlos —finalizó—. Mientras tanto, ¿ya están cenando?

Jimmy tuvo la fortuna —o infortunio— de que nadie se hubiera percatado de su reacción. Rápidamente intentaba luchar contra ese extraño miedo para volver a tomar control de su cuerpo. Caminaba torpemente mientras Yang guardaba su abrigo y su bolso para luego dirigirse a cenar a la cocina. No entendía por qué se sentía así. Le asustaba aún más sentir ese inexplicable miedo. Tragó saliva muchas veces para evitar largarse a llorar. No quería que nadie más se diera cuenta. No sabría cómo explicarlo.

—¿Todo bien? —Jack se dio cuenta.

El pequeño se volteó y vio a su hermano con tranquilidad degustando su sándwich.

—Sí —balbuceó con todo el esfuerzo que estaba dando para evitar quedar congelado.

—Bien —Jack parecía conforme con la respuesta.