Amor Prohibido - Capítulo 59
—Efectivamente, tras la revisión de los resultados de los exámenes, se puede concluir que usted es perfectamente fértil. Es más, su probabilidad de provocar un embarazo es casi del cien por ciento, por lo que debe cuidarse en sus relaciones sexuales en caso de no desear tener más hijos.
El pingüino azul vestido con una impoluta bata blanca hablaba con autoridad. Aquella afirmación descolocó a Yang, quien sintió la contrariedad con sus recuerdos. Aquella escena de la vasectomía le parecía tan clara como la que sus ojos le estaban mostrando en aquel preciso instante.
—¿E-está seguro? —balbuceó temeroso.
El doctor afirmó con la cabeza enérgicamente.
Las cartas estaban echadas sobre la mesa, creando una estrategia de confusión sobre el conejo.
—Debió ser una vasectomía mal hecha —intervino Yin colocando su mano sobre la de él, afirmada sobre su rodilla.
El conejo se volteó hacia su izquierda. Allí estaba ella, regalándole una sonrisa conciliadora.
—Es lo más seguro —respondió el médico mientras se balanceaba sobre su silla acolchada.
La contradicción lo aturdió por varios días. Su mundo dio millones de vueltas en demasiado poco tiempo. Sus hijos se habían enterado de la verdad. Sus hijos, se habían enterado, de todo. Su esposa estaba embarazada. Su esposa, esperaba, gemelos. Volvería a ser padre, en un mundo en donde era más vulnerable para ser apuntado con el dedo. Necesitaba un respiro, exigía un respiro. Lamentablemente, la vida no escucha las plegarias de nadie.
Les tenía miedo a sus hijos. Temía que con tan solo toparse con ellos le trataran el tema. El gran tema. Más de una vez sí ocurrió. Por lo menos una vez por hijo. Jack le preguntó qué había visto en su madre. Jacob le preguntó por sus verdaderas fechas de cumpleaños y los recuerdos de su primera infancia. Yuri le preguntó por sus abuelos. Yenny le preguntó sobre cómo se dio cuenta que se había enamorado de su propia hermana. Jimmy le preguntó por su infancia en la academia Woo Foo.
Por cada asalto de parte de sus hijos, cambiaba de tema, se desviaba, o buscaba una excusa para escapar. Simplemente no estaba preparado para enfrentar la verdad. ¿Por qué tenía que hacerlo? Habían logrado ocultarlo por décadas. Todo, hasta que de la nada apareció su supuesta madre y les lanzó la verdad. Esperaba que Yin lograra voltear la situación y evitar tal confrontación, pero no. Como un balde de agua fría, y mientras se encontraba fuera de servicio, ella soltó todo. Lo hizo sin siquiera preguntarle. No tenía las fuerzas para seguirle el ritmo. Un enorme monstruo lo confrontó sin aviso, y lo hizo papilla.
Le tenía miedo a su esposa. Yin actuaba como si nunca hubiera besado a Sara. No se imaginaba que a esta altura eran más que besos los que compartía con ella. Lo que debería ser horas en el jardín se habían convertido en horas en su habitación. Las horas fuera de su hogar eran las mejores de su día. No existía ese miedo persecutor tras una confrontación que le dejaba más heridas que otra cosa. Entre los brazos de la cierva encontraba la paz que había perdido en su hogar. Sara también lo sabía todo, pero jamás lo encaró. Jamás le hizo la menor de las preguntas. Jamás le hizo el menor de los cuestionamientos. Lo recibía con los brazos abiertos y el corazón latiendo. Le daba las fuerzas que necesitaba para enfrentar el día a día.
Encontraba aquellos días tan molestosamente contradictorios. Sus hijos cuando se acercaban al tema, no lo hacían en un tono incriminatorio. A lo más se encontraban cargados de curiosidad. Les habían abierto las puertas de su pasado. Algo nuevo que los deslumbraba. Pero, ¿por qué no lo juzgaban? Lo trataban como si con eso hubiera hecho un acto heroico. ¡Un acto heroico! ¿Qué tiene de heroico meterse con tu propia hermana? ¿Cómo lo hizo Yin para lavarles el cerebro de esa forma? ¿Dónde están las críticas, los gritos? ¡Se lo merecía! A falta de un dedo recriminatorio, su propia mente estaba fabricando uno. Había sido descubierto. El juego se acabó.
—Voy a dejar a mi esposa —sentenció en el silencio.
Sara se estaba vistiendo desde el otro lado de la cama cuando aquella frase llamó su atención. Se volteó lentamente, temiendo despertar de aquel sueño. Yang se encontraba con el torso desnudo y un calcetín en sus manos. Se volteó ante el silencio, topándose con la mirada brillante de la cierva. Le regaló una sonrisa como respuesta a la sorpresa estancada en su rostro.
—¿Qué? —pudo pronunciar Sara.
—Eso —contestó Yang con simpleza—. Voy a dejar a mi esposa.
Era una de las frases más apreciadas por una amante. Sara no esperaba recibir tal premio. Sabía que era más que un imposible en su caso. Él era casado con cinco hijos, y dos más en camino. En circunstancias así le era difícil, por no decir imposible, separarse. Todo sin olvidar que su esposa era una de las mejores abogadas de la ciudad. No le saldría para nada barato.
—¿Estás seguro? —preguntó sin poder borrar la impresión de su rostro.
—¡Pero claro! —exclamó con alegría—. Tú has sido mi principal soporte en estos días tan difíciles. Además, ya no siento nada por ella. ¿Para qué insistir con eso?
Yang se recostó sobre la cama para alcanzarla. Sara se puso de pie y retrocedió. Recordaba aquella noche en que lo llevó al hospital tras un problema de salud de uno de sus hijos. Lo veía como el padre de familia que daba todo por los suyos. Era la admiración que le había regalado un poco de consuelo en momentos oscuros. Por lo mismo, se había hecho la idea de ser la segunda en su vida mientras durara esta aventura. El cambio de papeles la desconcertó.
—¿Ocurre algo? —le preguntó borrando la sonrisa de su rostro.
—Pero —las preguntas se atropellaban en su cabeza—… ¿Cómo lo harás? —pudo resumir la mayoría de ellas en una sola.
—Bueno —comenzó rascándose la barbilla—, tendría que empezar por decirle a Yin. Lo haré esta noche.
—¡¿Qué?! —lanzó la exclamación Sara. No quería que tomara una decisión tan precipitada, especialmente si involucraba el futuro de tanta gente. En su subconsciente, surgió el miedo de entrar a jugar a la cancha como la futura señora Chad.
Yang levantó sus orejas. En su solución ideal, no había problemas que opacaran sus metas. Pensaba que aquella noticia alegraría a la cierva. El temor que empezaba a posarse en su rostro lo descolocó.
—¿Ocurre algo? —volvió a preguntar.
—¿Y qué hay de tus hijos? —insistió Sara esperando crear un obstáculo que pudiera protegerla.
—Apenas llegue a un acuerdo con Yin, será fácil poder compartir a los niños —respondió Yang arrodillándose sobre la cama—. Me gustaría que me vinieran a ver de vez en cuando, no lo sé, algún fin de semana. Será fácil porque todos vivimos en la misma ciudad. Claro, tendría que también pagar pensión de alimentos y todo eso. Pero nunca me han faltado manos para conseguir trabajo y obtener dinero —agregó con esperanzas.
—¿Y… los gemelos? —volvió a preguntar Sara.
—¡Vamos! Que me separe de ella no significa que abandone a mis hijos —respondió Yang—. A los gemelos no les va a faltar un papá. Bueno, igual espero que eso no te moleste.
—¿Qué? —alcanzó a balbucear la cierva cuando de un salto Yang se puso de pie junto a ella.
—Sara, lo de Yin ya es definitivo —le dijo en susurro mientras sujetaba sus manos—. Ahora yo quiero armar una nueva vida lejos de todos los problemas. Tú eres la paz que me da vida. Yo… ya no puedo vivir sin ti.
La cierva no alcanzó a reaccionar. Yang la rodeó en un abrazo. Pudo sentir el calor de su torso peludo. Una calidez que la acunaba en un paraíso sereno. Pronto le correspondió el abrazo, sintiendo como dos corazones latían a la par.
No podía creer lo que estaba viviendo.
—¡¿En serio?! —exclamó Lucio entre fuertes y molestas risotadas.
Su boca se abría tan ampliamente que lograba escupir los trozos de maní y almendra que la cierva le había convidado como un refrigerio. Le parecía grosera la forma en que se echaba para atrás entre risotadas, amenazando con caerse del sofá. Peor, considerando las razones de sus risotadas. Le acababa de contar lo que Yang le había prometido aquella misma tarde. El león y la cierva aún tenían un plan en pie. Lucio simplemente había aceptado por joder. Jamás le preguntó a Sara sus intenciones profundas al pedirle que enamorara a Yin. Simplemente disfrutaba de ser un don Juan. Además, Yin era una presa más que atractiva. No era para nada fácil. Era lo que le encantaba.
Hoy el marcador se había dado vuelta. Lo que hace algunos meses era una leve ventaja hacia el león, hoy era un triunfo aplastante para la cierva. Sospechaba que la intromisión de Carl fue una intervención que le quitó la ventaja. Lo había visto más de una vez junto con Yin en el parque, las calles, la oficina. Encuentros furtivos que aunque en apariencia parecían ser una amable amistad, sus miradas centelleantes gritaban todo lo contrario. Por fortuna, apenas quedó libre de polvo y paja, el Patriarca envió a la cucaracha a una misión en Alaska. Pasarían meses antes de tener novedades de él. Era la oportunidad perfecta para demostrarle a todos el galán que podía ser.
—¡Lucio! ¡Para! —alegó Sara hastiada de su reacción.
—Perdón, perdón —respondió intentando contener su risa con dificultad—. ¡Pero es que no me esperaba esto! De verdad lo tienes loco.
—¡Lucio! ¡Para! —repitió molesta—. Esto está mal.
—¿Por qué? —preguntó despreocupado mientras agarraba un puñado de frutos secos de un platillo de loza para echárselo de un golpe en su enorme bocaza.
—Solo quería quitarle el marido a Yin. No quería quedarme con él —respondió con pesar—. Ni mucho menos…
Lucio masticaba con desinterés su aperitivo cuando se percató de aquella oración sin terminar. Se volteó hacia ella con un signo de interrogación.
—¿Ni mucho menos qué? —preguntó.
Ella lo miró con pesadumbre y respondió:
—Me enamoré de él.
La risotada que recibió como respuesta acabó con su paciencia. Con todas sus fuerzas lo empujó fuera del sofá. Esto no amainó en lo más mínimo las risas del león, quien se revolcaba en el suelo alfombrado mientras era víctima de un ataque de risa.
—Hay que gracioso —pudo balbucear a duras penas mientras se limpiaba una lágrima que le había salido. Lentamente, se intentaba poner de pie intentando controlar su risa. Un fuerte dolor de estómago fue su castigo por el mal rato regalado a la cierva.
—¡¿Qué tiene de gracioso?! —alegó Sara apenas tuvo la oportunidad de ser escuchada.
—¿Qué tiene de malo enamorarse? —preguntó.
—Que no es bueno meter los sentimientos en los negocios —respondió con seriedad—. Tú lo sabes mejor que nadie.
—Sí, pero ¿qué tiene de malo ahora? —insistió el león regresando a su asiento—. Conseguiste tu objetivo de quitarle el marido a Yin. Lo demás es un premio adicional que conseguiste. ¡Disfrútalo! Si logro que Yin quiera casarse conmigo o algo así, ni tonto digo que no.
Ahora era el turno de Sara de reírse. A diferencia de Lucio, por más que se esforzaba, no podía sonsacar una risa más fuerte que una melodiosa risotada alegre, digna de hadas de cuento.
—¿Tú? ¿Casarte? —cuestionó una vez se había desahogado completamente.
—En pedir no hay engaño —respondió el león rasqueteando el fondo del platillo en busca de las migajas—. Oye, ¿no tienes por ahí un poco de carne? ¿Cómo piensas alimentar a un león como yo con semillitas como estas?
—Tenemos un poco de salame en la cocina —le informó la cierva.
Antes de que pudiera ordenarlo, Boris ingresó a la habitación con una bandeja equilibrándose sobre una de sus palmas. Al presentárselo, pudo ver unas cuantas rodajas de por lo menos diez clases de distintos embutidos cortados finamente.
—¡Uy!, salame Cacciatore —exclamó el león con emoción instantes antes de agarrar por lo menos unas diez rebanadas y echárselas en la boca.
—El punto es que esto está llegando demasiado lejos —prosiguió Sara aprovechando que el Lucio se encontraba ocupado.
—No le tengas miedo al amor, Sara —respondió con la boca llena—, solo disfruta mientras puedas. Además, le estás haciendo un favor a Yang.
—¿Cómo así? —preguntó la cierva arqueando una ceja.
Lucio se detuvo en seco. Tragó ruidosamente, y se volteó hacia la cierva con una mirada tan impactada que parecía haber visto a un fantasma.
—No te lo puedo decir —respondió con una seriedad que llamó la atención de la cierva.
—Si es por el hecho de que ambos sean hermanos, puede ser —respondió Sara cruzándose de brazos.
Las pupilas del león se encogieron hasta parecer un par de puntos.
—¡¿Ya lo sabes?! —exclamó retrocediendo hasta casi voltear la bandeja del lobo.
—Bueno, me lo dijo su hijo —explicó Sara.
—¡¿Acaso sus hijos lo saben?! —volvió a exclamar Lucio. Esta vez el lobo alejó la bandeja para evitar otro golpe.
—¿Es que acaso no te enteras de nada? —cuestionó la cierva frunciendo el ceño.
—Es que… este… —el león se encontraba tomando aire. Se había sobresaltado demasiadas veces para ser un ratito. No había hablado mucho con Yin. Casi ni se le veía en la oficina. El Patriarca la había cargado de nuevos casos, así que era raro poder detenerla más que para saludarla.
—¿Ves? Por esas cosas es que jamás vas a casarte con Yin —le increpó la cierva.
—¡Espérate el segundo tiempo! —exclamó reincorporándose—. Con todo lo que se le va a venir, sé que me va a necesitar.
—Suerte con eso —le respondió la cierva con ironía.
Aquella noche Yang se decidió a cumplir su promesa. La vida en su hogar marchaba con normalidad. Toda la familia actuaba con cotidianidad. Se sentaban a la mesa en la cocina, comían lo que Yenny y Jack cocinaran —o pedían comida a domicilio—, conversaban de cosas mundanas. Parecían una familia común y silvestre. Intentaban fingir que todo era normal, que todo estaba bien. Era lo que odiaba Yang. Sabía que estaba al descubierto. Sabía que detrás de esas miradas lilas, ellos lo sabían todo. No quería convivir en aquel ambiente en donde sintiera el peso de la culpa por el resto de sus días. Quería hablar, quería defenderse. El silencio lo amordazaba. El silencio hablaba por él. Así, la vida continuaba con su día a día, atropellando cualquier debilidad que tuviera.
—Mañana dejaré a cargo a Myriam con un papeleo importante —le contaba Yin mientras se arreglaba para acostarse—. Debería hacerlos yo, pero confío en ella. Además, necesito la tarde para comprarle algo a Jack. Se viene su cumpleaños la próxima semana. ¿Querrá una fiesta como la de Jacob? Creo que a los quince los chicos prefieren pasarla con sus amigos. Me gustaría invitar a su novia. Debería preguntarle si tiene planes.
Yang ya se encontraba en la cama recostado. Un zumbido en su cabeza le impedía escuchar la perorata de Yin. Los nervios lo habían congelado como un cazador a su presa. Cada músculo de su cuerpo se encontraba adolorido por la tensión. Ni siquiera se había dado cuenta cuando ella se acostó al lado suyo y lo remeció por el hombro.
—Yang, ¿estás bien? —le preguntó con preocupación. Estaba notando su extraña actitud.
El conejo se dio vuelta. Pudo toparse con los ojos azules de ella. Ojos que lo miraban desde que tenía memoria. Ojos que lo arrastraron a un poderoso sentimiento nostálgico.
Ella entendió lo que necesitaba. Entendió que lo necesitaba. Lo rodeó entre sus brazos, y le regaló un beso en la mejilla.
—No te preocupes, mi amor —le dijo—. Te prometo que pronto no tendremos que preocuparnos de nada de esto. Pronto volveremos a tener nuestras vidas de antes.
Vida de antes. ¿Se referiría a aquella vida en donde había asesinado a su padre? Aquella culpa era una más de las espinas clavadas en su corazón. No, con ella no tenía ninguna vida más, ni de antes, ni de ahora, ni de después.
Yin se quedó un rato más a su lado. No hubo reacción de su parte. Parecía congelado, estático, con la mirada perdida en la nada. Casi ni había sentido el abrazo de Yin. Ya no era lo mismo. Solo tenía ganas de llorar. Ganas que se acababan en sus lagrimales. Ella pudo notarlo. No quería aceptarlo, pero desde aquella visita al médico, Yang se estaba volviendo más distante. Sus respuestas eran cada vez más cortas y genéricas. Era una actitud tanto para con ella como para sus hijos. Los mayores se sentían un tanto más liberados con esa actitud. Los menores comenzaban a sentir el vacío de su presencia. No hizo nada, confiando que el tiempo solucionaría todo. En aquel momento se dio cuenta que se había equivocado.
—Yin —el conejo se volteó hacia Yin. Ella esperaba el dardo, el veneno, el golpe, la bala. ¡Cualquier cosa! Todo con tal de recibir algo.
—¿Sí? —respondió tratando de sonar lo más tranquila posible.
«Quiero el divorcio». Estaba a una oración de comenzar a romper una relación que nació prohibida. Era algo que no debió ser, pero jamás le importó. Habían llegado demasiado lejos. El peso de la historia detuvo de un solo golpe aquella frase. Su boca, sus cuerdas vocales y sus neuronas motoras confabularon en su contra con tal de no dejarlo hablar.
En cambio, finalmente pudo llorar.
A la mañana siguiente, Jack ingresó a la escuela mostrando naturalidad. Quería decirle al mundo que todo estaba bien. En particular aquella mañana su mente se encontraba en blanco. Se estaba acostumbrando a tanto embrollo. Había sido fácil gracias a sus amigos. El frescor de la mañana lo animaba de sobremanera. Hubiera deseado aprovechar aquellos rayos solares haciendo cualquier actividad al aire libre en vez de perder el tiempo al interior de la escuela.
Apenas alcanzó a poner un pie en su salón de clases cuando fue arrastrado a un rincón. Cayó sentado sobre una silla ubicada en una esquina al otro extremo de la entrada. La luz del exterior del techo de la sala fue cubierta por la penumbra.
—Jack, ¿es eso cierto? —de pronto, el conejo pudo reconocer que se encontraba rodeado por todos sus amigos de la banda. Charlie fue quien le dirigió la palabra.
—¿Qué cosa? —preguntó confundido.
—¡Qué tus papás son hermanos! —exclamó en un susurro.
Un sudor frio recorrió la espalda del conejo.
—¿Q-q-qué? —musitó con voz temblorosa.
—Mi papá trabaja en la mansión de la señora Sara Print —le informó el lobo—. ¿No es ahí donde tu papá trabaja de jardinero?
La tensión se repartió por cada músculo del cuerpo de Jack, para luego segur con un calambre que lo habría tirado al suelo de no encontrarse sentado. Intentó ocultar su pavor ante aquella revelación. Su mente se nubló completamente. La respiración comenzó a agitarse. El corazón latía como locomotora a alta velocidad. No podía reaccionar.
—Jack, tranquilízate —le pidió Francesca—. Cuando Boris nos lo dijo no lo creíamos…
—¿Entonces es cierto? —la interrumpió el mono tapándose la boca. Habló tan fuerte que todos los demás lo obligaron a bajar la voz.
—¡No! —exclamó intentando superar su terror—. ¡No es cierto! —su voz lo traicionaba.
—¿Entonces por qué te pones así? —cuestionó el lobo.
—Ya, tranquilo —le dijo Francesca en un tono maternal mientras lo abrazaba con un brazo. Le regaló un beso en la frente tratando de consolarlo. El golpe era demasiado profundo.
—Eh… mejor olvida el tema —intervino el labrador nervioso, sin esperarse la reacción de su amigo—. Mejor hagamos como que nunca pasó, ¿de acuerdo?
Los demás estuvieron de acuerdo sin esperar el consentimiento de Jack.
El mayordomo de Sara era el padre de su amigo Boris. Jack le había dicho la verdad a Sara. Sara se lo dijo a su mayordomo. El mayordomo se lo contó a su hijo. Su hijo se lo dijo a sus amigos. Sus amigos se lo dijeron a Jack.
El karma lo había golpeado de vuelta.
