Amor Prohibido - Capítulo 60
—Bienvenidos a la clase de reforzamiento de matemáticas. Hoy veremos el funcionamiento del interés compuesto —un viejo búho con sus plumas cargadas con polvo y canas recitaba con lentitud.
El sopor se hacía insostenible para todos los estudiantes, especialmente para Yenny. Ella y Susan se habían inscrito en el curso de reforzamiento de matemáticas para evitar reprobar el ramo. La coneja hacía un esfuerzo poderoso para evitar quedarse dormida. Sabía lo que tenía en juego. No iba a reprobar el año por culpa de los números. Aunque, el desafío parecía insostenible.
El golpe de la puerta logró despertarla completamente. Pudo ver a una pelícano ingresar. Era la señorita Quincy, maestra de matemáticas de secundaria. Mientras se preguntaba qué hacía allí, vio entrar a nada menos que a su hermano Jacob.
La profesora se acercó al búho y cuchichearon en susurro. Por más que Yenny aguzó el oído, no pudo oír nada. Jacob les regaló una mirada en general al grupo de estudiantes, para luego centrar la vista en su hermana.
—Al parecer tenemos a un nuevo estudiante —anunció el búho con su característico tono adormilado—. Viene de la clase de la señorita Quincy, quien me dijo que ha sido el único en sus veinticinco años en esta escuela que ha logrado superar el desafío.
Tras una pausa, prosiguió:
—Estimados, les presento a Jacob Chad.
La impresión se extendió entre los quince estudiantes que se encontraban en clases. Yenny era sin duda la más sorprendida de todos. Sabía que su hermano era bueno en casi todas las materias del colegio, pero superar el desafío de la señorita Quincy era otro nivel. Todos habían acordado que aquel desafío había sido creado para no ser resuelto. ¿Era tan siquiera posible?
Con una venia, el búho despidió a la pelícano. El silencio regresó al salón. Al menos era un silencio que podía mantener despierta a la audiencia.
—Jovencito —el búho le dirigió la palabra a Jacob—, antes de pedirte que tomes asiento, debo hacerte una pregunta.
—Sí, dígame —el conejo se volteó para responderle con amabilidad.
El búho se acercó a su escritorio, y sacó un mazo de cartas. Jacob pudo observar que en su reverso aparecía el reconocible logo del juego de cartas «UNO». También le llamó la atención que el mazo era mucho más delgado de lo usual. Normalmente un mazo de Uno contiene ciento ocho cartas. El mazo del búho contenía alrededor de veinte cartas.
—Observa bien estas cartas —el profesor pegó en la pizarra cada una de las cartas que tenía entre sus plumas. Jacob no entendía cómo es que las cartas quedaban pegadas sin ninguna clase de pegamento en particular. Vio como pegaba en total dieciséis cartas. Eran ocho cartas rojas numeradas del uno al ocho, y ocho cartas azules numeradas del uno al ocho.
—Debes escoger una carta y romperla —le pidió.
Los demás estudiantes observaban con una expectación jamás imaginada para la clase del profesor Packham. Un viejo búho que hacía de las matemáticas algo mucho más aburrido de lo que cualquiera pudiera imaginar.
—¿Qué? —preguntó el chico extrañado.
—Pero —continuó el profesor levantando una de sus plumas en señal de advertencia—, luego, con las restantes, deberás armar la mayor cantidad de grupos que puedas, tales que la cantidad de cartas de cada grupo sea la misma y que la suma de todas sus cartas también resulte el mismo valor.
Todo el mundo centró la vista en la pizarra, con sus relucientes cartas pegadas. Jacob aún no se podía creer que el profesor le estuviera presentando un desafío como ese.
—Escoge sabiamente —le aconsejó el búho colocando sus alas tras su espalda.
Los estudiantes comenzaron a cuchichear detrás de Jacob. Casi todos se cuestionaban el porqué de lo que estaba sucediendo. Que alguien menor fuera enviado a una clase de un curso superior. Que alguien hubiera superado el desafío de la señorita Quincy. Que el profesor Packham dejara de ser un aburrido maestro. Que trajera una porción de un mazo de Uno. Que estuvieran viendo cómo pone a prueba a un niño. Era un espectáculo que no imaginaron ni siquiera por casualidad.
—¿Qué rayos está pasando? —le susurró Susan a Yenny.
La coneja estaba atenta a la situación. Veía a su hermano, atento a las cartas. Vio al búho atento a cualquier movimiento del muchacho, con una sonrisa de satisfacción. Jacob no movía un músculo. Jamás lo había visto tan concentrado.
—Entiendo que la señorita Quincy lleve demasiado tiempo con su famoso desafío —comentó el profesor—. De seguro tras tantos años, su sistema tuvo una falla. No te sientas mal, muchacho. Prometo dejarte en esta clase y no molestarte en nada. De seguro podrás aprender cosas nuevas, si es que logras entenderlas…
—Lo tengo —lo interrumpió el conejo.
—¿Qué? —el búho creyó oír mal.
Jacob se ajustó sus lentes. El vidrio de sus anteojos emitió un potente brillo. Se acercó a la pizarra, tomó el siete rojo, y lo rompió delante de sus ojos.
Un grito ahogado se esparció por toda el aula.
—¿A sí? ¿Y cuáles serían tus grupos? —comentó el búho sin poder escapar de la impresión.
De inmediato Jacob empezó a reorganizar las cartas delante de todo el mundo. Mientras trabajaba, el conejo pudo sentir que las cartas se encontraban imantadas, explicando el motivo por el cual no se caían de la pizarra. Podían pegarse y despegarse con suavidad las veces que fueran necesarias. Fue algo que facilitó su trabajo.
Finalmente se pudo observar que las cartas conformaban cinco grupos. El primer grupo contenía el ocho azul, el dos rojo y el tres rojo. El segundo grupo contenía el ocho rojo, el dos azul y el tres azul. El tercer grupo contenía el siete azul, el cinco azul y el uno rojo. El cuarto grupo contenía el seis rojo, el seis azul y el uno azul. El último grupo contenía el cuatro rojo, el cuatro azul y el cinco rojo.
Todo el mundo quedó estupefacto observando el resultado. El búho observó con sumo cuidado cada detalle de la pizarra, en busca de alguna falla.
—Todos suman trece —musitó.
—Así es —respondió Jacob triunfante.
El silencio era sepulcral. Ni siquiera volaba una mosca. Aquel espectáculo sirvió más que un litro de bebida energética tomada al seco.
—¡Explica cómo lo hiciste! —exigió el maestro.
—¿Tiene un plumón? —le preguntó el chico.
Aún incrédulo por lo que estaba pasando, el búho extrajo un plumón color negro de su bolso y se lo entregó al conejo.
—Bueno, la suma de los valores de las dieciséis cartas es setenta y dos —explicó destapandolo—, por lo tanto al multiplicar la cantidad de grupos que debía formar por la suma de los valores de cada grupo más el valor de la carta que debía romper, tenía que darme setenta y dos.
Sobre la pizarra escribió la ecuación «GX + C = 72».
—Suponiendo que C sea el valor de la carta a romper, G la cantidad de grupos, y X la suma de las cartas al interior de cada grupo, tenemos esta ecuación —agregó subrayando la ecuación de la pizarra—. Ahora bien, al romper la carta, nos quedarán quince cartas, por lo tanto G solo puede tomar un valor divisor de quince.
Luego de esto, escribió a un costado «G = {1, 3, 5, 15}».
—Si G fuera igual a quince, todos los grupos tendrían una carta, pero estos grupos no podrían sumar el mismo valor porque las cartas no son iguales —continuó tachando el quince de la lista de posibles valores de G—. Por lo tanto, y como queremos la mayor cantidad de grupos posibles, el único valor posible es cinco —agregó encerrando en un círculo dicho valor.
—Ahora bien, para saber cuánto deben sumar cada grupo y cuál es el valor de la carta a romper, se debe cumplir lo siguiente:
Debajo de la primera ecuación escrita, escribió «X = (72 - C) / 5».
—Debo encontrar un valor para C entre uno y ocho tal que setenta y dos menos C sea divisible por cinco —prosiguió—. Los únicos valores posibles son dos y siete.
El muchacho escribió debajo de la segunda expresión escrita «C = {2, 7}».
—Tenía cuatro posibles cartas a romper —continuó Jacob observando brevemente al profesor—. Si rompía un siete, la suma de cada grupo debía ser trece. Si hubiera roto un dos, dicha suma debía ser catorce.
Mientras hablaba, escribía debajo de su última expresión las expresiones «C = 2 - X = 13» y «C = 7 - X = 14».
—Luego de decidir qué carta romper —continuó Jacob entregándole el plumón al búho—, existían muchas combinaciones para conformar los grupos. La verdad elegí la primera que se me ocurrió —agregó con una risa nerviosa.
El profesor recibió el plumón sin poder cerrar el pico de la impresión. La sorpresa se esparció en toda la clase, junto con la confusión. Varios de los presentes no entendieron lo que acababa de suceder. Solo sabían que era un problema difícil, y por la expresión del maestro, al parecer aquel chico lo había resuelto correctamente. Susan y Yenny se regalaron miradas furtivas mientras esperaban cualquier reacción de los que estaban al frente del salón. Jacob le sonreía al maestro sin poder evitar sentir la presión de los nervios y la ansiedad esparcidos por el aula.
—V-vete a tu asiento —balbuceó el profesor apuntando a un pupitre ubicado en la tercera fila a la izquierda. Aún no podía creer lo que acababa de ocurrir.
La clase había acabado. Era la hora del almuerzo. Jacob se unió junto a su hermana y Susan.
—La verdad el interés compuesto es bastante fácil —les decía mientras caminaban por los pasillos de la escuela con sus manos tras su nuca. Se encontraba tranquilo. No esperaba seguirle el ritmo a aquel curso avanzado, pero lo estaba haciendo—, aunque el desafío con las cartas fue entretenido.
—¡¿Bromeas?! —exclamó Susan—. Aun no entiendo eso del interés sobre el interés y esas cosas.
—Es sólo aplicar una fórmula —espetó Jacob—, aunque lo difícil es conseguir los valores de cada variable, pero eso es cosa de leer el problema con cuidado —agregó pensativo.
Yenny lo observaba con fastidio. No podía evitar sentir celos por su hermanito. No se esperaba que fuera tan bueno en matemáticas, al punto de superarla a ella misma, que se encontraba cuatro grados más arriba. A este paso tendría que pedirle ayuda a él si quería aprobar matemáticas. Lo encontraba demasiado humillante.
—¡Vaya! No puedo creer que seas tan bueno en esto —agregó Susan con alegría revolviéndole al chico el pelo de la coronilla con algarabía—. A este paso vamos a tener que pedirte que seas nuestro maestro para salvar matemáticas.
—¡¿Qué?! ¡No! —exclamó Yenny de improviso. Tarde se dio cuenta que había hablado de más. Pronto tuvo el par de ojos de su amiga y su hermano frente a ella—. Digo, quiero decir —agregó con nerviosismo—… Jacob tiene suficiente con tener que ayudar a Yuri a salvar el año, ¿no es verdad?
—Yuri es un caso perdido —sentenció Jacob—, pero creo que puedo ayudarla a pasar de curso. De todas formas, cualquier cosa las puedo ayudar —agregó con amabilidad.
—¡Qué eres lindo! —Susan revolvió el cabello del conejo con más ímpetu—. Yenny, no sabía que tu hermanito fuera tan genial. ¡Dejó al profesor Packham con la boca abierta! ¡Jamás creí que vería algo como eso!
—Je, muchas gracias —respondió incómodo alejándose de Susan—. Bien, debo irme —se detuvo de improviso mientras se intentaba peinar con sus manos. Se encontraban justo en una esquina, en el cruce de dos pasillos—. En la tarde no podré asistir a clases. Debo ir con mamá a mis chequeos médicos.
—Está bien —le respondió Yenny con una sonrisa—, solo cuídate.
—¡Lo haré! —exclamó mientras se alejaba corriendo por el camino opuesto.
—¡Y no corras! —le gritó de vuelta Yenny temiendo que la agitación pudiera afectar a su hermano. Por fortuna, ese no fue el caso.
Durante el almuerzo, Jack aprovechó de alejarse de su grupo. Usando una excusa barata, pudo conseguir escaparse a los tejados de la escuela. Era un lugar tranquilo, en donde solo el viento y el tronar de las aves lo acompañaban. Las clases, por muy raro que pareciera, fueron un respiro para él. Alejado de sus amigos, podía finalmente escapar del recuerdo de su propio error. Usando excusas simplonas, como el tener que ir al baño o ir a dejar un libro a la biblioteca, se alejó de sus amigos durante los recreos. No quería estar junto a ellos. No desde que le encararon su secreto más profundo y doloroso.
Los pocos instantes en que se vio obligado a compartir con ellos no volvieron a tocar el tema. Fingieron que no sabían que sus padres eran hermanos. Pero él sabía que ellos ya sabían. Sabía que mentirles era imposible. La verdad era más dura, más fuerte, que sus propias fuerzas. Ya… lo sabían… Era su derrota. Era su fin. El hambre lo carcomía, pero no iba a bajar con ellos. Llegando a casa comería algo. Por mientras, el hambre era la menor de sus preocupaciones.
—¿Jack?
El conejo se volteó sobresaltado. Pudo ver a Francesca escalando el tejado equilibrando a duras penas una bandeja cargada de comida. Traía dos boles de consomé, un plato cargado con puré y otro cargado con nuggets, dos jugos en caja, dos manzanas, un enorme trozo de pan y cubiertos para dos personas.
—¡¿Francesca?! —exclamó sobresaltado mientras corría a ayudarla. Pronto, ambos se encontraban instalados sobre el tejado, con la bandeja en medio de ambos.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó sin mirarla.
—Si quieres alejarte de nosotros, necesitas mejores excusas —le respondió la cerdita—. Nunca vas al baño a las diez y media. Te cerraron la cuenta de la biblioteca hace cuatro años cuando jamás devolviste «El prisionero de Azkaban». ¿E ir a almorzar con tu hermana? Recién me encontré con Yenny y dice que no te ha visto en todo el día.
Jack suspiró. Sabían que eran excusas terribles, pero esperaba que sus amigos al menos entendieran que quería estar solo.
—¿Por qué viniste? —volvió a preguntar el conejo.
—Supuse que debías tener hambre —respondió acercándole la bandeja—. Es martes de nuggets. No alcancé a conseguir salsa, pero supongo que de todas formas serán ricos —agregó con una sonrisa.
El conejo ni siquiera se inmutó, a pesar que el rugir de sus tripas insistía en que agarrara algo de la bandeja.
—¿Jack? —Francesca rompió el silencio al ver a su novio tan quieto.
El conejo gruñó suavemente.
—¿Estás así por lo que dijo Boris? —se atrevió a preguntar.
Jack cerró los ojos con fuerza, con la vana esperanza de borrar los problemas de su realidad.
«Tus papás son hermanos». Eran las palabras del lobo.
—Entonces… ¿Es verdad? —Francesca preguntó con cuidado ante el silencio del conejo.
Jack se volteó hacia ella dispuesto a negarlo. Simplemente se quedó con la boca abierta, incapaz de emitir el menor de los sonidos. Cualquier fuerza, valor, ímpetu, se había borrado de su corazón. En cambio, el miedo lo paralizaba. Lo abrazaba inyectándole su veneno. Pronto, se esparció por cada célula de su ser, deshaciendo su alma poco a poco.
«¡Yin y Yang Chad son hermanos gemelos!».
Aquella frase de la anciana aún se replicaba en su consciencia. Lo atrapaba cuando se encontraba vulnerable. Lo golpeaba con cada latido de su corazón. Le dolía tanto, que no sabía cuánto tiempo más podría aguantar fingiendo que todo estaba bien. ¿Por qué? ¿Por qué le tocó esa mendiga suerte?
«Ustedes son hijos del pecado. Unos malditos hijos del incesto. Una blasfemia para la existencia».
Eso era él, aunque quisiera negarlo. Un error en este mundo. Pronto todos lo sabrían. Pronto todos lo apuntarían con el dedo. Pronto todos lo rechazarían. Pronto, estaría sobrando en este mundo. El día en que terminaría cumpliendo la voluntad de su abuela se estaba acercando. No esperaba que fuera tan pronto. Le daba miedo lo rápido que estaba pasando todo. Ni siquiera se dio cuenta cuando empezó a llorar a sollozos.
—¡Jack! —exclamó Francesca sorprendida. De inmediato, movió la bandeja hacia su otro costado y se acercó a él rodeándolo con sus brazos. Le costaba creer lo que estaba pasando. Cuando Boris lo dijo, todos consideraron que se trataba de una broma estúpida. La reacción de Jack los descolocó. Era difícil de creer una frase como esa. El incesto no es muy común como para que de pronto los padres de tu novio, amigo, compañero, fueran parientes.
Jack había sido vencido por el miedo, la vergüenza, la rabia. Comenzó a llorar sin consuelo, con la esperanza de que sus lágrimas pudieran limpiarlo de alguna forma. No podía evitar pensar en el rechazo del mundo tras enterarse de aquel secreto. Francesca, quien estaba a su lado, cuando se convenciera de la verdad, le daría la espalda. No querría seguir con alguien que tenía los genes retorcidos. No iba a engendrar un hijo que le saliera un monstruo. Le daría asco. Un asco doloroso. Todos se alejarían de él como si tuviera lepra.
—Ya, tranquilo, todo va a estar bien —intentaba consolarlo con voz suave. Le acariciaba la espalda con suavidad mientras recibía sus lágrimas sobre su hombro. No le importaba lo que Boris había contado, solo quería que Jack se sintiera mejor.
¿Sentirse mejor? ¿Eso era posible? Lo hecho, hecho está. Hoy, era su círculo de amigos quienes lo sabían. Mañana sería toda la escuela. Antes del final de la semana lo sabría el mundo entero.
«Cuando la policía te detenga a ti y a tu hermano por el asqueroso acto que hicieron, esos hijos del pecado vendrán arrastrándose hacia mí para evitar terminar torturados en un hogar de menores».
Su familia terminaría por disolverse. Imaginaba a sus padres en la cárcel. Imaginaba a su madre forzada a practicarse un aborto. Se imaginaba a él y a sus hermanos expulsados de su casa, mientras esta era demolida. Imaginaba el llanto de Yuri y Jimmy al ser arrastrados hacia un auto que los llevaría quién sabe dónde. Imaginaba a su familia forzada a tomar un camino diferente cada uno, para no volver a verse nunca más. No se había dado cuenta que estaba abrazando a Francesca con más fuerza que antes.
—Estoy aquí, no te preocupes —le decía la cerdita en tono maternal, sin poder imaginar con certeza lo que pasaba por la mente de su novio.
Jack no podía hablar. No hallaba las palabras para explicar nada. El miedo lo había dominado por completo. Imaginó a su padre, aferrado en el regazo de Sara, como un salvavidas, para evitar ser arrastrado por dos policías. La cierva, con un ademán, conseguía que los policías dejaran en paz a Yang. La escena terminaba con un beso entre ambos.
—¡NO! —gritó con todas sus fuerzas. Bruscamente se separó de Francesca y se alejó un par de pasos hacia el otro extremo sujetando su cabeza. Respiraba con dificultad. Sus ojos amenazaban con salir de sus órbitas. Su corazón latía con furia. La cabeza empezaba a dolerle. Estaba aterrado.
—¿Jack? ¿Estás bien? —preguntó la cerdita con temor.
Él no la escuchó. Francesca estaba demasiado lejos de su dolor. Era mejor así. Eran aguas demasiado profundas. No lo dejaban respirar. Era preso de la desesperación, del pesar, del dolor. Era víctima del miedo.
La cerdita se puso de pie y se acercó a él cargada de incertidumbre. No sabía cuál sería la siguiente reacción de Jack. Todo era tan impredecible. Debía estar preparada para lo que fuera.
Al final del día, todo era culpa de él. Si no le hubiera dicho aquel secreto a Sara, hoy no lo tendría esparcido por la escuela. Debía arreglar el problema. No podría hacerlo solo.
—¡Jack! ¡No! —gritó Francesca aterrada.
Ella vio como el conejo saltó desde el tejado. Se encontraban sobre un edificio de tres pisos, de los cuales cada uno era altísimo. Aquel salto podía herirlo gravemente en el mejor de los casos. Ese no era problema para Jack Chad, guerrero Woo Foo en entrenamiento. El piso para él fue como caer sobre almohadones. Desde arriba, Francesca vio como el conejo se fue corriendo atravesando el patio sobre el que había caído.
—¿Qué rayos fue eso? —una gatita siamesa de unos diez años observó la escena sobre el tejado junto a un árbol desde un jardín cercano.
—¿Qué le habrá pasado? —preguntó Yuri a su lado. Se encontraba pensativa mientras se acariciaba la barbilla.
—¡Leslie! ¡Yuri! —les gritó una voz desde una cueva cercana—. ¡Rose acaba de encontrar una caja llena de tazos metálicos de hace treinta años! ¡Venga a ver! ¡Son al menos unos mil!
Ambas chicas se miraron entre ellas con sorpresa.
—¡Ya vamos! —les gritó la gatita antes de que ambas chicas emprendieran la carrera hacia la cueva.
Jack siguió corriendo rumbo a la cafetería. Sabía que era hora de almuerzo, y la única persona que podría ayudarlo en una situación como esta se encontraba allí.
—¡Yenny! ¡Necesito tu ayuda! —exclamó respirando agitadamente.
Estaba de pie con sus palmas apoyadas sobre la mesa. Frente a él, su hermana se quedó con un nugget a medio camino de su boca.
—¿Qué tienes? —preguntó arqueando una ceja.
—Mis amigos ya lo saben —farfulló.
—¿Qué cosa? —cuestionó confundida.
—Ellos ya saben que nuestros padres son hermanos —lanzó.
—¿Qué cosa?
Jack se volteó al oír aquella voz. Se topó con Susan, quien se estaba aproximando a la mesa de su amiga. Quedó estática, con una ceja arqueada y la boca entreabierta.
—¡Jack! —exclamó Yenny llamando la atención de su hermano—. ¡Eres un idiota!
No hubo tiempo para una mayor reacción.
El reloj marcaba las dos de la tarde con dieciséis minutos y treinta y dos segundos.
Jacob se encontraba en el asiento del copiloto al interior de la van junto a su madre. El vehículo se encontraba atrapado en medio de la congestión vehicular. Yin había ido a buscarlo justo después de las clases de la mañana. Almorzaron en un restaurante cercano antes de partir hacia el hospital. El embotellamiento en que quedaron atrapados empezaba a mermar la paciencia de la coneja.
Repentinamente, la cumbia bailable que se oía desde la radio fue reemplazada por un repentino informativo.
—Nos encontramos a las afueras de la escuela St. George —anunció una voz masculina—, desde donde ocurrió una enorme explosión. Desde lo poco que puedo ver, puedo decir que gran parte del edificio se encuentra completamente destruido. Los equipos de emergencia están arribando al lugar. Están saliendo demasiados heridos. Es muy probable que haya muertos y gente atrapada al interior.
Un sudor frío recorrió la frente de madre e hijo.
—Recordemos que hace unos meses también hubo una explosión en el colegio producto de una fuga de gas —prosiguió el locutor con la voz presa por el miedo—, pero esta vez, por lo que puedo apreciar, es una explosión cien veces más grande. Los daños son cuantiosos e incalculables. Las vidas perdidas aún no son contabilizadas.
La congestión vehicular se convirtió en una prisión para ambos conejos. La voz del locutor se convirtió en una tortura para ambos.
