Patitos! Este capítulo en particular quería estrenarlo la semana pasada, pero supongo que ya sabrán lo que pasó. De veras lo siento. Por lo pronto, espero que este capítulo sea de su agrado, y que compense el retraso.

PD: a pesar de la represión policial, nos encontramos felices por la instalación de la convención constituyente. Tenemos la esperanza de que ahora sí empieza el camino hacia un Chile mejor.


Amor Prohibido - Capítulo 61

—¿Dónde estoy?

Yuri abrió sus ojos con lentitud. La luz le molestaba. Sentía que había pasado demasiado tiempo en la oscuridad. Mientras los abría, intentaba recordar qué había pasado, fallando estrepitosamente. Escuchaba que el viento mecía las ramas de unos árboles cercanos. Un cielo púrpura le dio la bienvenida. La brisa fresca la invitaba a olvidarse de los problemas.

La pequeña se levantó rápidamente. Se encontraba sentada sobre un césped fresco y verde. Cerca de ella había un par de árboles frondosos de hojas color verde oscuro. El trinar de las aves se oía por lo fondo. Pudo ver arbustos cargados con flores de múltiples colores. Era un lugar alegre y tranquilo. Yuri miró hacia todas partes intentando buscar algo familiar. Solo había naturaleza en un campo infinito. No parecía tener mayor compañía que el canto de las aves.

Se puso de pie y se dispuso a caminar. Pronto olvidó todo propósito, dejándose llevar por el ambiente. Unos sapos saltaban y croaban en un charco cercano. El sol se reflejaba sobre el agua cristalina de un lago que se encontró por el camino. Podía sentir la frescura de una brisa ligera revolotear entre sus orejas.

Cuando se había olvidado hasta de su propio nombre, oyó una voz detrás de ella:

—¡Hey Yuri!

La pequeña se volteó alzando sus orejas. Se encontró a un felino cruzado de brazos junto a un árbol. Pudo notar que tenía orejas de gato, cachetes de leopardo, bigotes de pantera y colmillos de león. Estaba vestido con un traje ejecutivo y una corbata. El conjunto era completamente blanco, desde el saco hasta los zapatos. El desconocido le regaló una sonrisa confiada.

Ambos se miraron fijamente, a la espera de que alguien diera el primer paso. Yuri lo analizó desde la distancia. Lo encontró alto, flacucho y de largas extremidades. Sus bigotes se movían cuan antenas parabólicas en busca de señal. El felino dio un par de pasos hacia ella, cosa que la alertó.

—No tengas miedo —le dijo conservando su inquieta sonrisa—. Debo darte la bienvenida al jardín de las almas perdidas.

Yuri arqueó una ceja intrigada.

—¿Quién es usted? —fue la primera pregunta que lanzó.

—Mi nombre es Pablo —contestó con una reverencia.

—¿Qué hago yo aquí? —volvió a preguntar la pequeña.

—Bueno, eso depende.

—¿De qué?

—¿Qué es lo último que recuerdas?

La pequeña intentó hacer memoria. Todo recuerdo previo a la estadía en aquel sitio se había nublado completamente. Solo la paz, la tranquilidad, y la incertidumbre, invadían su mente. Algo más allá, respecto a su origen, propósito, y destino, era un tema muy denso para la Yuri del presente.

—¡Vamos! ¡Intenta hacer memoria! —insistió el felino—. ¡Cielos! ¿Por qué a todos les pasa lo mismo? —cuestionó rascándose la cabeza y mirando a las nubes.

La pequeña intentó nuevamente. Una sensación de amargura fue su única respuesta.

—Lo siento… no puedo… no quiero —balbuceó con timidez.

—Vaya, eso es un problema —Pablo la miró con preocupación—. Se supone que mi deber era ayudarte a liberar tu poder Woo Foo interior antes de que termines muriendo en el mundo de los vivos.

—¡¿Woo Foo?! —exclamó la coneja de repente con sorpresa y emoción.

—¿Ya te acuerdas? —preguntó el felino esperanzado.

Los recuerdos vinieron de golpe, como aquella explosión que la arrancó de allí. Estaba con sus amigas revisando las cuevas de San George. Llevaban todo el año en eso. En vez de encontrar el tesoro del fundador, se encontraron con viejos tesoros que estudiantes antiguos habían dejado. Era lo último que podía recordar.

—¿Qué fue lo que pasó? —preguntó temiendo la respuesta.

El felino colocó sus manos tras su espalda, y con un fulgor en su mirada, respondió:

—Una explosión te mató.

La boca de la pequeña se abrió tanto que fácilmente podía caber su puño adentro. Aquella respuesta era la que sospechaba y temía afrontar. ¿Ella… estaba muerta?

—¿Estoy en el paraíso? —balbuceó intentando cerrar la boca con sus manos.

—Digamos que estás en la antesala del paraíso —contestó el felino acercándose un par de pasos—. Te retuve aquí porque aún no es tiempo de que cruces el portal definitivo.

—¿Qué? —volvió a preguntar confundida.

—Escucha —el felino frunció el ceño—, no tenemos tiempo que perder. Sé que tú sabes que tienes un poder Woo Foo sin precedentes, pero que no has utilizado jamás. Es momento de que lo liberes. Si no lo haces, tu alma no regresará a tu cuerpo y morirás definitivamente.

Solo se podía escuchar la brisa del viento. Yuri se quedó congelada. Sus preguntas se agolparon en su mente, provocando aún más confusión de la que tenía. ¿Por qué él sabía todo eso? ¿Podía regresar a la vida con su poder Woo Foo? ¿De verdad estaba muerta? ¿Esto no era uno de sus tantos sueños raros?

—¿Qué? —balbuceó nuevamente la pequeña.

—Prepárate Yuri —el felino extendió su mano y junto a esta se materializó una espada. Era grande, brillante, con una empuñadura dorada. La tomó de la empuñadura y se preparó para la primera estocada.

La pequeña apenas alcanzó a reaccionar cuando el felino dio el primer golpe. Fue más bien gracias a sus reflejos que fue capaz de esquivarlo.

—¡Oye! ¿Qué haces? —le gritó desde el suelo a un par de metros de distancia.

—Ven pequeña, no te voy a hacer daño —respondió en tono psicópata mientras que de un salto llegó hasta donde ella.

Sus reflejos nuevamente la ayudaron a agacharse a tiempo antes que el felino la decapitara. Inmediatamente lanzó cortes verticales mientras ella rodaba por el césped esquivándolos uno a uno. Cuando pudo alcanzar suficiente distancia colocó un pie en el suelo. De un salto se abalanzó varios metros hacia adelante mientras Pablo justo lanzó un golpe en donde hace instantes se encontraba la pequeña, enterrando la espada en el suelo.

Yuri se volteó asustada al tiempo en que el felino lograba destrabar su espada.

—¡Ven aquí! ¡Ven y enfréntame! —le gritó mientras se lanzaba para darle una nueva estocada.

Yuri se lanzó hacia atrás, dio la vuelta y se echó a correr. Detrás de ella y muy cerca de su espalda, la seguía Pablo regalándole cortes al aire, con la esperanza de acertarle a alguno. Yuri no podía reducir la velocidad. Si lo hacía, perdería literalmente la cabeza. Por más que aumentaba la velocidad, su contrincante lograba alcanzarla. Debía hacer algo pronto o terminaría por cansarse.

El St. George quedó literalmente con un agujero quemado en el medio. Solo imagine un costado del edificio, divídalo en tres partes de arriba abajo, y borre la del medio, colocando negras quemaduras en los bordes del corte independiente del material atravesado. Solo carbón y cenizas podían verse por todos lados. Lo que no fue alcanzado por la explosión tampoco quedó en buen estado. Parte de varias murallas se hicieron trizas y cayeron al suelo. Restos de la techumbre salieron volando a varios metros de distancia, afectando a edificios aledaños. El ruido de la explosión no dejaba escuchar los gritos y gemidos de los sobrevivientes, aterrados por la pronta llegada de la muerte. Los vidrios desaparecieron de todas las ventanas. Todo era una destrucción deplorable. Los equipos de rescate ingresaban lentamente, aterrorizados por lo que fuera que hubiera causado tanto daño.

La cafetería recibió uno de los peores daños. La pared lateral que daba al patio simplemente se vaporizó. Todos los muebles volaron directamente hacia el muro opuesto hasta quedar insertados en ella, empalando a más de un estudiante. El techo superior se vino abajo, lanzando a más de un estudiante que se encontraba en un salón de estudio y un pasillo a unos cinco metros de altura. El piso con cerámicas a cuadros amarillos y cafés fueron cubiertas por una gruesa capa de carbón negro que borró todo color. Frente a la pared destrozada, lo único que sobrevivió intacto fue una enorme bola brillante color celeste. Era de alrededor de cuatro metros de diámetro. Resistió estoica tanto la explosión misma como el golpe de todos los escombros.

La esfera desapareció, mostrando que dentro de esta se encontraba Jack, Yenny y Susan. Jack tenía los brazos extendidos. Había usado su campo Foo para protegerlo a él, a su hermana y a su amiga. Su rápida reacción les salvó la vida. El silencio se hizo aterrador. Las chicas no se podían creer lo que estaban viendo. Caos, destrucción, dolor, muerte. ¿Por qué? ¿En qué momento? ¿Desde cuándo? Nadie se atrevía a decir una palabra. Nada podía explicar lo que estaban viendo. Parecía una escena de película. Un terrorífico apocalipsis que los atrapó sin previo aviso.

—¡Francesca! —gritó Jack con terror antes de salir corriendo a través del espacio en donde hasta hace segundos había una pared.

—¡Jack! ¡Espera! —exclamó su hermana antes de ir a su siga.

Ella y Susan salieron a la siga del conejo. Intentaban no prestar atención al desolador paisaje que atravesaban o lo perderían de vista. Fue un desafío más que imposible. Edificios dañados, escombros por todas partes, humo, fuego. Era como si una bomba hubiera aterrizado justo en el colegio. Yenny simplemente apagó el cerebro. Corría en modo automático sin perder de vista a Jack. Pronto a Susan se le comenzaron a caer las lágrimas mientras hacía un esfuerzo por no dejar de correr. El miedo la perseguía a muy corta distancia. Podía ver gente tirada, con charcos de sangre. Se intentaba convencer de que solo estaban heridos. Que pronto llegaría la ayuda y se podrían salvar. Un intento vano frente a una cruel realidad.

Tras atravesar un par de caminos de tierra, llegaron a un patio junto a un enorme sitio eriazo. Jack cayó de rodillas, derrapando casi un metro en el suelo. Lo que las chicas se encontraron detrás de él era un escenario espantoso. Había una estudiante tirada en el suelo. Por sus manos rosáceas pudieron intuir de quién se trataba. Un enorme trozo de concreto había caído sobre su cara, esparciendo charcos de sangre por su alrededor. Yenny abrió completamente los ojos presa del terror mientras se tapaba la boca. Cuando su mente estaba asociando un nombre a aquel cadáver, Susan la interrumpió con un grito desgarrador. Fue un grito de pánico, de terror, de un miedo que atraviesa mentes y gargantas. Un grito que fácilmente pudo ser sentido por sobre todo lo que quedaba de la escuela. Un grito que trizó la mente de Yenny. Un grito digno de lo que estaban viviendo, de lo que estaban presenciando.

—Llama a tus hermanos, ¡ahora! —Yin le ordenó a Jacob mientras no dejaba de tocar la bocina.

Aquella orden fue tajante y directa. Jacob no podía negarse, ni razones tenía de hacerlo. Ambos se hallaban presos del mismo terror. La Santa Muerte nuevamente visitaba a su familia, amenazando con llevarse a alguno de los suyos. El chico sacó su teléfono de su mochila. Casi se le cayó un par de veces entre que lo tomaba desde el interior de su bolso hasta que finalmente pudo sujetarlo con sus dos manos. No podía dejar de temblar. El locutor desde la radio no ayudaba mucho en el momento. Menos los bocinazos desesperados de su madre, ni los improperios lanzados al aire.

A la primera que quiso llamar fue a Yenny. Sabía que solo ella, Jack y él tenían teléfono. En la primera que pensó fue en su hermana mayor. Había interiorizado que en caso de problemas que sus padres no pudieran resolver, ella era a la primera a quien se debía acudir. Con premura buscó su contacto y llamó. Esperaba que tuviera novedades de sus hermanos menores. Con una explosión del tamaño relatado por la radio podía fácilmente haberlos matado a todos. Aquella idea lo torturaba. No era capaz de expulsarla de su cabeza.

Yenny no contestó. Antes de asustar a su madre, decidió probar suerte con Jack. Tampoco contestó. Atemorizado, intentó por tercera vez, esta vez llamando a George. Tampoco contestó.

—No contestan —anunció finalmente asustado—. Incluso llamé a George.

—¿No tienes el teléfono de nadie más de la escuela? —volvió a preguntar su madre.

—Creo que tengo a Susan —contestó el chico revisando sus contactos—. Voy a intentarlo.

—Está bien hijo —respondió Yin sin despegar la vista del frente. Apretó con fuerza el volante, presa de una desesperación que la carcomía por dentro.

—¡Vamos! ¡Muévanse! —gritó la coneja tocando la bocina reiteradas veces.

—No contesta —le anunció su hijo tras oír el tono del final de la llamada.

—¡Ay no cielo santo! —exclamó abatida—. Llama a tu padre. Espero que él pueda llegar al colegio antes que nosotros.

—Sí —respondió Jacob mientras buscaba el número de su padre. Hasta el minuto, no se le había ocurrido llamarlo. Quizás era porque él no estaba en la escuela y no podía darle información inmediata.

En realidad, Yang se encontraba en la casa de Sara trabajando, y no precisamente en el jardín. Ambos se encontraban en la cama de ella teniendo relaciones. Ignorantes de los sucesos, habían dejado todo problema y morbo fuera del cuarto, mientras adentro disfrutaban de su propio nirvana.

Repentinamente, el golpe de la puerta los interrumpió. Un susto repentino los atrapó a ambos en el acto. El conejo se cubrió bajo las sábanas con la vana esperanza de no ser visto. Sara se cubrió hasta la altura del torso mientras observaba con la mirada fija hacia la puerta.

—Adelante —anunció intentando sonar tranquila.

La puerta fue abierta, apareciendo Boris, el mayordomo. Se encontraba con la mirada imperturbable y su traje impoluto.

—¡Boris! ¿Qué se le ofrece? —le preguntó la cierva al verlo con un tono nervioso. No era usual que el lobo interrumpiera de esa forma sus actividades, especialmente las de aquel calibre.

—Señora Sara —anunció con su voz única—, le quiero pedir permiso para retirarme. Ocurrió un incidente en la escuela de mis hijos, y quisiera ver si están bien.

—Sí, sí, por supuesto —aceptó inmediatamente.

El lobo hizo una reverencia, y comenzó a cerrar la puerta.

—Señor Chad —se detuvo a medio camino—, le aconsejo que haga lo mismo —le dijo antes de cerrar completamente la puerta.

Yang se asomó desde debajo de las sábanas con timidez y vergüenza. En el fondo sabía que era fácil que lo pillaran, pero sentía el peso del ojo inquisidor del mayordomo. Además, ¿qué le habrá querido decir?

—Me pregunto qué habrá ocurrido —Sara materializó su duda.

Yang estaba por responder, cuando oyó el tono de su teléfono. Casi sin pensarlo, tomó su teléfono sobre la mesita de noche y contestó sin siquiera ver quién era el emisor de la llamada.

—¿Aló?

—¿Papá? —oyó la voz de Jacob.

—Sí, hijo, ¿qué pasa? —preguntó con preocupación ante el tono de alarmismo de su hijo.

—¿Supiste que la escuela explotó? —lanzó el joven con premura—. Dicen en la radio que la explosión destruyó toda la escuela, y que no hay sobrevivientes. Intenté contactarme con Yenny y con Jack pero no me contestan. Ahora estoy con mamá, atrapados en el tráfico muy lejos del colegio, y no sé nada de mis hermanos. ¿Puedes ir allá y ver qué pasó? De verdad no quiero que mis hermanos…

—Tranquilo, tranquilo —le contestó su padre intentando digerir todo lo que le decían—. Iré a la escuela lo más pronto posible. Tú quédate allá con tu madre, y cuídala, ¿sí? Dile que no se preocupe, que yo me encargo de todos ahora.

—Ojalá que ellos estén bien —contestó Jacob con pesar en su voz.

—Estarán bien —intentó animarlo—. Por ahora preocúpate de mamá, ¿de acuerdo?

—Sí papá —oyó decir a su hijo.

—¿Qué pasó? —preguntó Sara a su lado tras ver que la llamada se había cortado.

Yang se quedó un instante con la mirada perdida. Todo había ocurrido demasiado rápido. Sabía de una explosión, y de la preocupación de Jacob y Yin.

—La escuela explotó —respondió saliendo de la cama.

—¡Oh cielo santo! —exclamó la cierva sorprendida—. ¿Y es muy grave?

—No lo sé —contestó el conejo acercando sus pantalones—. Debo ir a ver qué pasó.

—¡Por supuesto! ¡Debes irte ahora! —respondió aún temerosa—. Puede que eso fuera lo que quiso advertirnos Boris.

—¿Sus hijos estudian en el St. George? —preguntó Yang volteándose mientras se colocaba sus pantalones.

—Sí —respondió la cierva—. Yo le pago sus estudios.

Yang afirmó con la cabeza antes de regresar su vista a sus pantalones.

—Papá dijo que irá para allá —le anunció Jacob a su madre mientras cortaba la llamada.

—Qué bueno —respondió Yin tras un suspiro—. Espero que tus hermanos se encuentren bien.

Aunque su padre intentó animarlo, la realidad convencía a Jacob de que la situación era mucho peor de lo quería intentar convencerlo Yang.

En un momento vio cómo su madre comenzó a encorvarse sobre su asiento mientras presionaba su vientre. Sus ojos se encontraban fuertemente cerrados mientras no podía evitar soltar un lastimero gemido.

—¡Mamá! ¡¿Qué tienes?! —exclamó el conejo asustado.

—No… te… preocupes —balbuceó a duras penas—… estoy…

No alcanzó terminar su oración cuando cayó desmayada sobre el volante.

—¡Mamá! —gritó el chico asustado intentando remecerla.

Su mente quedó completamente en blanco. La desesperación se multiplicó en su interior, amenazando con convertirlo en su próxima víctima. De inmediato salió del vehículo, dando la vuelta hasta alcanzar la puerta del piloto.

—¡Mamá! ¡Mamá! —gritaba asustado sin saber realmente qué hacer—. ¡Ayuda por favor! ¡Ayuda! —le gritó al aire en busca de alguna mano amiga.

Los conductores más cercanos se bajaron de sus vehículos, junto con algunos acompañantes. Con cierto recelo, se acercaron a la escena, observando con más detalle lo ocurrido.

—¡Ayúdenme! —gritaba Jacob con desesperación—. Mi mamá… Mi mamá está embarazada. ¡Ayúdenla por favor!

Un jabalí que apenas cabía en su camisa a cuadros se acercó junto a ellos. Se percató de que la coneja estaba desmayada, y miró al conejo.

—Necesitamos una ambulancia —anunció con voz rasposa.

—¿Cómo va a llegar la ambulancia hasta acá? —cuestionó una alce alta y con un vestido largo verde oliva.

—¿Qué le pasó? —cuestionó una hipopótama cercana.

Los cuchicheos hicieron eco en el ambiente en compañía de bocinazos lejanos.

—¡Ayúdenla por favor! —rogó Jacob mientras sentía que un molesto dolor de cabeza comenzaba a atraparlo.

—A ver si me la puedo —el jabalí la levantó con sus brazos sin mayor dificultad—. Puedo ayudarte a llevarla hasta el hospital.

—Yo te acompaño —se sumó un gato atigrado.

—Alguien se tiene que hacer cargo del auto —se sumó una jirafa de unos dos metros.

—Tranquilo, nosotros lo estacionamos —un sabueso y una garza se acercaron al vehículo—, para que no interrumpan el tráfico.

—Yo me encargo de que este par no se robe nada —se ofreció la hipopótamo.

—¡Vamos ya! —exclamó el gato—. Conozco a un amigo en el hospital que nos hará entrar de inmediato.

—Te acompaño —se sumó un labrador alto y musculoso.

—Vamos hijo, todo estará bien —una pata rodeó a Jacob con sus alas y le sonrió maternalmente.

—¡Abran paso por favor! —un gorila manoteó entre los automóviles para ayudar a la comitiva a llegar a la vereda.

—¡Tenemos que ir a toda prisa! —se sumó un caballo de pelaje blanco y crin rubia.

Es así como casi sin darse cuenta, Jacob se dirigía a toda prisa rumbo al hospital por la vereda acompañado de un montón de desconocidos.

—Si te cansas, me avisas —le dijo el labrador al jabalí.

—No te preocupes, es ligera —contestó el aludido sin dejar de correr.

—¿Y qué crees que tenga? —se sumó el gorila.

—Aún respira. Solo está desmayada —sentenció el jabalí.

—Dime niño, ¿esto le pasa muy seguido a tu madre? —le preguntó la pata a Jacob.

—Solo cuando hay mucho estrés —contestó el chico—. Recién nos enteramos de la explosión del colegio en donde estudian mis hermanos.

—Algo escuché de eso —intervino el caballo—. Dicen que murieron casi todos.

—Eso será un problema —acotó el gato—. El hospital estará lleno y será difícil conseguir atención para ella.

—Eso no importa —contestó el gorila—. Entre todos haremos que la atiendan.

Jacob, en medio de la prisa y la euforia, apenas podía agradecer el enorme apoyo que de la nada estaba recibiendo de los desconocidos que lo acompañaban. Gratuitamente se bajaron de sus autos, abandonaron sus labores, y se unieron para salvar a su madre. Su gratitud iba a ser eterna.

Jack se encontraba congelado, de rodillas, junto a ella. De improviso se acercó y le quitó el trozo de cemento que le había caído en su cara. Quería cerciorarse definitivamente de que se trataba de Francesca. El lugar donde había caído cuadraba con el punto del tejado en donde se encontraban y la dirección de la explosión. A la distancia se encontraba tirada la bandeja que le había subido al tejado. La comida desparramada se había ensuciado con el polvo y la ceniza. Una de las cajas de jugos se había reventado, mientras que la otra se hallaba entera a unos metros de distancia.

Apenas el trozo de cemento fue movido, Susan escondió su rostro en el hombro de Yenny. Lloraba desconsoladamente, aterrada por todo. No podía dejar de llorar. Yenny la abrazó con fuerza mientras juntaba valor para voltearse a ver lo que había debajo del cemento. Luego de conseguirlo, se arrepintió de haberlo hecho. Si pretendían identificar a la cerdita mediante su rostro, fallaron estrepitosamente. A Yenny le costó bastante tragarse sus ganas de vomitar ante aquella escabrosa escena. De rostro, solo quedaban trozos de carne, sangre y huesos que se mezclaban en una escena escabrosa. Cerró con furia sus ojos mientras abrazaba con más fuerza a su amiga. Deseaba con todas sus fuerzas olvidar lo que acababa de ver. Aquella imagen quedaría grabada en el rostro de la coneja por el resto de su vida.

Jack estaba sin habla, apenas sin respiración. No movía ni el menor de sus músculos. Su mirada estaba pegada en donde alguna vez estaba el rostro de su novia. Tenía la boca abierta, lanzando de vez en cuando unos gritos ahogados entrecortados. La muerte le había arrebatado a su novia de la forma más rápida, traumática, dolorosa y escabrosa jamás vista. Sentía como si aquel trozo de cemento hubiera aplastado su corazón junto con el rostro de ella. No podía llorar. No podía gritar. No podía moverse. No podía pensar. Solo podía sentir un dolor indescriptible que lo había congelado en su sitio.

De repente pudo sentirlo. Yenny escuchó el teléfono en su bolsillo. Aquella llamada la había devuelto a la realidad. Era el momento de reaccionar.

—¿Aló? —dijo sin siquiera percatarse del emisor.

—¿Aló? ¿Hija? —oyó la voz de Yang.

—¿Papá? —balbuceó intentando recuperar el habla.

—¿Estás bien? Jacob me llamó y me contó lo de la explosión —habló con rapidez.

—Yo —demoró en responder—… Jack y yo estamos vivos.

—¿Pero están bien? —insistió Yang—. ¿Cómo están el resto de tus hermanos?

—Sí, sí, estamos bien —respondió a duras penas.

—Voy camino a la escuela —anunció su padre—. Quiero que recojas a tus hermanos y los lleves a la entrada. Si alguno está herido, me llamas. ¿De acuerdo?

—Sí, sí —contestó sin poder pensar claramente.

—Yenny —prosiguió Yang—, te quiero mucho.

La coneja se quedó sin palabras. Pensó en sus padres, en sus hermanos, en su familia. Pensó en el peligro que corrían, y que era su turno de actuar. Era la hermana mayor después de todo.

—Papá yo… —balbuceó sin hallar las palabras.

—Sé valiente. Sé que lo harás —agregó su padre.

La llamada se cortó sin que ella se diera cuenta.

Yenny regresó la vista a la escena. Ya no le impresionaba tanto como hace segundos. Tenía claro lo que debía hacer.

—Susan —le dijo a su amiga—, quédate con Jack. Iré por mis hermanos.

—¿Qué? —balbuceó extrañada.

—Volveré —afirmó antes de salir corriendo.

Susan no alcanzó a replicar. A los pocos segundos la vio perderse de vista.

Yenny siguió corriendo a través del escenario devastador, intentando poner en orden sus ideas. Jack estaba al cuidado de Susan. Jacob estaba con mamá. Yuri y Jimmy tenían un paradero desconocido. No tenía la menor idea de dónde podía estar su hermano, pero sí sabía dónde podía estar Yuri.

—Las cuevas de San George —musitó.

Las cuevas se encontraban en un sector alejado del edificio. Yenny se sintió aliviada al notar que la vegetación no se veía afectada por la explosión en la medida en que se alejaba del sitio del suceso. Tenía la esperanza de que su hermanita estuviera bien después de todo. Ella solía ser muy afortunada en estas situaciones. Salió ilesa del accidente de la otra vez. Esas ideas comenzaban a tranquilizarla.

Yuri mientras tanto se encontraba corriendo, perseguida por un extraño felino que pretendía rebanarla con una espada. En eso, el ruido de una multitud llamó la atención de ella. La pequeña no lo pensó dos veces y cambió su rumbo hacia la dirección del ruido. Pronto vio a un centenar de niños y jóvenes caminando en procesión desde el sur hacia el norte. Eran por lo menos unas doscientas personas. Eran de todas las especies, tamaños, colores y formas. Todos tenían entre seis y diecisiete años. Lo que a la pequeña le llamó la atención, era que todos vestían una capa blanca que los cubría desde el cuello hasta dos dedos bajo la rodilla.

La pequeña se entremezcló entre la muchedumbre, con la esperanza de que el felino la dejara en paz. Los chicos caminaban lentamente como si se trataran de zombis. Pronto notó que sus ojos no tenían pupilas. Eran completamente blancos. Con una mezcla de temor y curiosidad, la pequeña se acercó a uno de ellos y lo remeció. El desconocido hizo caso omiso de ella y continuó con su marcha.

—¿Hola? —preguntó a un segundo chico mientras pasaba su mano frente a su rostro. Este no le hizo el menor miramiento.

—Seguro te preguntarás quiénes son ellos, ¿no? —Yuri dio un respingo tras oír la voz del felino tan cerca de ella.

La chica se volteó y pudo verlo detrás de ella con las manos en la espalda y una sonrisa burlona.

—¿Quiénes son ellos? —le preguntó.

—Ellos son tus compañeros de la escuela —respondió—. También murieron en la explosión.

—¡¿Qué?! —exclamó incrédula.

—Y ahora se dirigen al más allá —agregó el felino apuntando hacia el destino de la muchedumbre.

Yuri no pudo distinguir nada. Solo había una luz enceguecedora. En la medida en que los chicos se acercaban hacia la luz, estos desaparecían tras su brillo. La pequeña observó impresionada como paso a paso, sin miramientos, sin siquiera pensar ni dudar, cada uno de ellos se acercaba hacia dicha luz. Entre todos los rostros de mirada blanca, pudo reconocer a uno.

—¡George! —de inmediato, se fue corriendo hacia la tortuga.

Él chico no le hizo ni el menor de los casos, a pesar que Yuri se esforzó por retenerlo con todas sus fuerzas de los hombros.

—¡George! ¡George! ¡Despierta! ¡Soy yo! ¡Yuri! —le decía cada vez más preocupada.

—¡Déjalo! —le ordenó Pablo—. Ya está muerto. Déjalo descansar en paz.

—No puede ser —respondió con lágrimas en sus ojos—. ¡George! ¡George! —insistió tozuda.

El felino la agarró del cuello de su chaleco y lanzó a unos diez metros de distancia.

—¡Déjalo! —insistió molesto—. Él ya está muerto. Si sigues así, los vas a dejar vagando aquí en ese estado por el resto de la eternidad.

Ambos vieron como la tortuga retomó su camino al mismo ritmo que los demás.

Yuri lo comprendió todo. Todos y cada uno de los marchantes estaban muertos. El dolor de cada uno de sus amigos y familiares era seguro allí en la Tierra. Pudo imaginar el llanto de los padres, de los hermanos, de los amigos. Imaginaba el sufrimiento de Jacob al enterarse de la muerte de su mejor amigo. Esa conclusión perturbó a la pequeña, quien no pudo más que largarse a llorar desconsoladamente. Tampoco pudo evitar imaginar el dolor de su propia familia al encontrar su cadáver. El llanto de sus padres, de sus hermanos. El velorio, el funeral, el último adiós. El llanto se acrecentó ante esto. No quería causarle tanto dolor a su familia.

—Aún tienes una oportunidad —le dijo el felino adivinando sus pensamientos—. Si logras activar tu poder Woo Foo, podrás regresar donde tu familia.

—¿Mi poder Woo Foo traerá de vuelta a toda esa gente? —le gritó de improviso—. ¿Mi poder Woo Foo podrá evitar tanto dolor y muerte?

Tras un silencio, Pablo respondió:

—El dolor es inevitable.

Esa no fue una respuesta que convenciera a Yuri.

De un salto, la pequeña se puso de pie. El dolor se volvió rabia. Intentó darle un golpe con su propio puño. Estaba tan ensimismada que ni siquiera se fijó que el puño lanzado era diez veces más grande que su propio puño, y que estaba rodeado de un fuego celeste cielo. Pablo retrocedió a tiempo antes de ser alcanzado. No tuvo tiempo de reaccionar. Yuri lanzó un segundo puño con su mano izquierda. Los golpes se multiplicaron y se acrecentaron tanto en intensidad como en velocidad.

—Vamos, eso es —musitó el felino con una sonrisa mientras esquivaba los golpes. A cada segundo le costaba más.

Yuri simplemente daba golpe tras golpe. En el intertanto lloraba y gritaba de rabia. No entendía por qué tenía que pasar todo esto. No entendía por qué tenía que morir tanta gente.

La sonrisa de Pablo se borró cuando Yuri le alcanzó el pecho, marcando una enorme quemadura sobre su ropa blanca. El felino se dio cuenta que si no se cuidaba, lo iba a terminar matando.

Repentinamente, sus piernas dejaron de reaccionar. Pablo cayó al suelo mientras que Yuri se abalanzaba sobre él con un enorme puño en llamas. No podía moverse. No podía esquivarlo. Era muy rápida. Cerró sus ojos con fuerzas esperando su final. Se había excedido con su plan. Ahora pagará las consecuencias.

Un fuerte golpe se escuchó muy cerca de él. Era como si una piedra hubiera golpeado una campana gigante. Abrió con lentitud sus ojos y vio un campo de fuerza traslúcido color gris frente a él, mientras Yuri salía disparada hacia atrás. Sorprendido, abrió completamente los ojos intentando convencerse de lo que estaba viendo. De inmediato, se volteó hacia todos lados intentando averiguar qué pasó. Cuando se volteó hacia atrás, pudo ver a alguien familiar.

Era Marcelo.