Amor Prohibido - Capítulo 63

—¡Papá!

A Lina no le importó chocar con un par de enfermeras despistadas, ni casi voltear a un anciano. La chica corrió directamente hasta el fondo del pasillo. La puerta abierta le daba la bienvenida a una habitación humilde. Sobre una cama, se encontraba recostado un anciano de piel calipso. Parecía grueso, fofo, acabado, con múltiples yesos y vendajes. Traía un cuello ortopédico, su pierna izquierda enyesada, y su brazo izquierdo en el mismo estado.

—¡Papá! ¿Qué te pasó? —insistió Lina con un temblor en su voz.

—Hola hija —respondió su padre con voz débil.

—Papá… —musitó sin poder creerse lo que estaba viendo.

Tras su despido del colegio St. George, la chica consiguió empleo en una clínica psiquiátrica en aquella misma ciudad. El doctor Zepbrep, director de la clínica, fue su profesor en la universidad. Al reconocerla, recordó que era una flamante alumna, y decidió contratarla de inmediato. Fueron los días más increíbles de su vida. El viejo sapo parecía ser un ser muy metódico, masticando cada momento de su vida, pero en realidad tenía una mente aguda y una mirada completa. Podía lograr descubrir cosas al interior de las personas que ni ellos mismos se habían descubierto.

—Ayer volvió el pequeño Jimmy Chad a mi consulta —el doctor interrumpió el silencioso almuerzo en su oficina. Ambos comían legumbres de un táper recién calentado en el microondas.

La mirada sorpresiva de Lina confirmó sus sospechas.

—Creo que el niño está perdido —continuó ajustándose sus anteojos—. La familia no me ha hecho caso de las advertencias.

—¿Cuáles advertencias? —preguntó Lina con preocupación.

El sapo centró su mirada en su táper con legumbres, revolviéndolas con lentitud con su cuchara.

—Señorita Swart —prosiguió con voz grave—, usted me dijo que conocía a esa familia. ¿No es verdad?

—Sí —se apresuró en contestar—, le conté todo lo que sabía sobre ellos, y el por qué prefería mantenerme distante del caso.

—¿Todo? —la mirada del sapo fue disparada hacia Lina con la potencia y velocidad de un balazo.

Ambos quedaron en silencio. Lina, luchando contra aquella mirada que amenazaba con arrancarle la verdad. El doctor, observándola sin siquiera pestañear. Ella le había dicho todo lo que sabía sobre los Chad, todo menos el hecho de que los padres del pequeño eran hermanos. Conociendo al doctor, sospechaba que no era necesario decírselo para que por lo menos lo llegara a intuír.

—Hija… estoy bien, tranquila —la voz de su padre la trajo de regreso a la realidad.

Lina corrió apenas se enteró del accidente de su padre. Simplemente dejó todo tirado. Apenas alcanzó a avisarle al doctor Zepbrep de las noticias. Tomó el siguiente bus que salió de la ciudad, y en unas pocas horas se encontraba en su pueblo natal. No saludó a nadie. No se detuvo ante nada. Simplemente preguntó por su padre, y se dirigió corriendo hacia su habitación.

—Me dijeron que tuviste un paro cardiaco —respondió la chica con voz temblorosa.

—Los doctores exageran —respondió su padre desviando la mirada—. Fue solo que me caí de las escaleras. Estaba arreglando el techo, me empezó a doler el pecho, perdí el equilibrio y me caí.

—Papá —balbuceó la chica sujetando una de sus gruesas manos. Su padre le sonrió débilmente—. Nunca debí dejarte solo…

—Hija… —balbuceó su padre.

—…debí quedarme aquí contigo… —siguió haciendo caso omiso.

—Hija…

—…debí acompañarte y ayudarte en las cosas de la granja…

—Hija…

—…tú ya no puedes solo con todo lo que hay que hacer…

—Tengo que hablar contigo —la interrumpió.

Ella quedó en silencio mientras que él siguió con la mirada a la enfermera, quien estaba haciendo unos ajustes al monitor cardiaco. La enfermera se retiró, y Lina cerró la puerta en busca de un poco de privacidad. Se volteó hacia su padre, para luego acercar una silla y sentarse a su lado.

—Listo —anunció—. ¿Qué es lo que querías decirme?

—Verás —su voz se agravó mientras no dejaba de mirar al techo—, hay algo que debo decirte.

—¿Qué es? —repitió su hija con interés mientras volvía a sostener la mano de su padre.

Tras un suspiro, el anciano continuó:

—Es curioso. Es algo que no creí que fuera posible, pero creo que me había olvidado de alguien.

—¿Cómo es eso? —le preguntó extrañada.

—Nunca te lo había dicho porque me había olvidado completamente de ella —prosiguió con un tono apagado—, y recién ahora, que desperté en esta cama, me acordé de su existencia.

—¿A quién te refieres?

El perro se volteó hacia ella, y respondió:

—Tienes una tía.

—¿Una tía? —preguntó intrigada.

—Su nombre es Yanette —prosiguió—. Era mi hermana mayor.

—¿Yanette? —preguntó aún más intrigada.

—Ella era muy buena —respondió su padre con una sonrisa—. Era fuerte, valerosa, trabajadora, intrépida. Siempre conseguía lo que quería, lo que la ha llevado a no rendirse jamás.

—¿Y qué fue de ella? —volvió a preguntar Lina.

—No-no lo recuerdo —balbuceó el anciano—. Lo último que recuerdo de ella es que íbamos a la feria estatal a armar nuestro puesto de… ¡tiro al blanco! —exclamó jubiloso—. Eran tiempos sencillos en donde los niños no usaban esa cosa del Internet que luego…

—¡Papá! —le interrumpió Lina—. ¿Qué pasó con la tía Yanette? ¿Por qué no la recordabas antes?

—Te juro que no lo sé —comentó su padre con pesar—. He puesto todo mi esfuerzo en recordar la mayor cantidad de detalles posibles desde que desperté. Solo recuerdo algunos momentos de nuestra infancia. ¿Te conté de la vez en que atrapamos a una luciérnaga? —agregó con una sonrisa—. La tuvimos encerrada en un frasco por una semana, admirando su brillo. Luego el bicho murió. Ahí nuestra madre nos enseñó que si amamos algo, debemos dejarlo libre.

—Oh —musitó la chica.

Aquella tarde su padre se quedó conversando sobre su hermana recién encontrada en su memoria. Lina lo dejó hablar, con la esperanza de descubrir más detalles que pudieran dar con su paradero. Además, su padre rejuvenecía al recordarla. Su mirada brillaba y su sonrisa se posó en sus labios. Eran anécdotas sencillas, que hasta ella había vivido en su infancia en la granja. Lamentablemente, más allá de su nombre, no pudo sacar mayor información de relevancia.

Yanette Swart. Era una gran sorpresa saber que existían más familiares. Más allá de su padre, no tenía más familiares conocidos. Su madre murió luego de su nacimiento, y nunca tuvo más hermanos. Al menos no que recordara. La idea de olvidar a un familiar y luego recordarlo de la nada le intrigaba demasiado. Esto, para nada, se iba a quedar en un simple misterio.

Mientras tanto, la verdadera Yanette Swart se encontraba en las andadas. Se estaba tomando un tazón de leche con café en el comedor de la casa de Richard. La cebra había salido al cumplimiento de su deber como policía. Ella aprovechaba gran parte de su día libre para completar su vida social. Aquella tarde en particular se encontraba esperando a alguien. Se daba el lujo de recibir visitas en casa ajena. La cebra aún se encontraba despistada, a la espera de la hermana Daria. No se daba cuenta ni de lo sucedido en su propia casa.

El timbre irrumpió sus pensamientos. De inmediato y manteniendo la calma, se acercó hacia la puerta de entrada.

—Te estaba esperando —le anunció a su visita con una sonrisa.

—Hola, traje a un amigo —respondió ingresando una araña. A pesar de los años, la edad prácticamente no había tocado a Freddy Garamond. Solo se podía notar el paso del tiempo a través de su voz más anciana.

—¿Cómo que un amigo? —preguntó la coneja intrigada.

—¿Yanette? ¿Eres tú? ¿De verdad eres tú? —una segunda voz cargada de impacto la obligó a voltearse.

Frente a ella se encontraba una anciana gárgola. Gris, arrugada, jorobada. Parecía que se estaba cayendo a pedazos con el paso de los segundos. Tenía una voz anciana, arrastrada, suplicante. Cada molécula de su esencia suplicaba acabar con aquel calvario llamado vida.

—¿Quién es usted? —preguntó Yanette confundida.

—¿Qué ya no te acuerdas del viejo Kraggler? —respondió acercándose a la coneja.

—¿Qué? —la coneja le regaló una mirada de absoluta confusión para luego voltearse hacia la araña.

—Es un gran amigo mío —le explicó Freddy—. Cuando le conté que te había vuelto a encontrar no se lo podía creer. ¡Insistió en volver a verte!

Yanette no alcanzó a reaccionar cuando la gárgola sujetó sus manos.

—¡No puedo creerlo que estés viva! —exclamó con profunda emoción—. De verdad… ¡Han sido tantos años! Recuerdo como si fuera ayer cuando Yo se distrajo por tu culpa. ¡Fue tan fácil vencerlo en esos días! ¡Y sus maestros! ¡Debiste ver sus caras! Por poco y me nombran a mí como su nuevo alumno —agregó con una risa desgastada.

—¡Vaya! ¡Para mí también es una sorpresa que sigas vivo! —contestó la coneja—. Ya eras todo un anciano para entonces. ¿Cómo lo hiciste?

—Tengo un truco —respondió la gárgola con una sonrisa.

Se alejó un poco hacia la calle y alzó su índice derecho al cielo. De este, salió un rayo color verde claro, el cual fue disparado directo al cielo. Pronto pudo ver que había atraído a un pequeño gorrión. Parecía ser un pichón de tan solo un par de días. Lo estaban arrastrando contra su voluntad. Apenas lo tuvo entre sus manos, lo mantuvo rodeado con el mismo rayo verde. De un momento a otro, la gárgola cambió completamente. Mientras el pichón se convertía en un esqueleto al borde de volverse polvo, la gárgola había rejuvenecido por lo menos unos cien años. Alto, esbelto, musculoso, fuerte, jovial. Era literalmente lo opuesto a la imagen que había presentado hace instantes.

Yanette quedó impresionada ante tan repentino cambio. La gárgola dejó caer el esqueleto del ave mientras sonreía triunfante.

—¡¿Cómo hiciste eso?! —exclamó sin dar cabida a lo que acababa de ver.

—Es un pequeño truco que aprendí hace unos años —respondió con una voz que sonaba más varonil y firme que hace unos instantes.

—¿Acaso descubriste la vida eterna? —volvió a preguntar la coneja.

—No, pero al menos con esto logro recuperar mi fuerza de antaño, aunque sea por un rato —respondió la gárgola—, y puedo vivir un poco más —agregó guiñandole un ojo.

—Útil, ¿no? —agregó el arácnido detrás de ella.

Luego de eso, los tres ingresaron al hogar. El comedor los esperaba con el desorden que Yanette había dejado mientras esperaba a sus invitados. La mesa estaba servida para tomar el té, junto con distintos aperitivos repartidos azarosamente. La música suave era cortesía de una radio a pilas que estaba colgada junto a una pared.

—Por cierto, lamento mucho lo de tu pierna —comentó Freddy a Yanette.

—Tranquilo, eso pasó hace mucho —contestó la anciana.

—¿De qué me perdí? —intervino Kraggler mientras todos tomaban asiento en sus respectivos lugares.

—Ya sabes —respondió Freddy—, la encontré casualmente el día en que la atropellé. Si hubiera sabido que se trataba de ella, no me hubiera dado a la fuga —agregó con una risa nerviosa—. Por fortuna, su amiga es bastante insistente, y me encontró de inmediato. ¡Un poco más y me encierra para siempre! Según entendí, ella era la asistente de una prestigiosa abogada. Ese tipo de cosas te abre muchas puertas.

—Myriam es la asistente de mi hija —comentó Yanette regresando a su tazón.

—Espera… ¿Tu hija es abogada? —Freddy sintió que se atragantaba con su propia saliva.

—¿Tienes hijos? —secundó Kraggler intrigado.

—Sí —respondió Yanette cruzándose de brazos—. Supongo que habrán oído hablar de los gemelos Chad, ¿no?

—Son… ¡¿Los hijos del panda?! —exclamó Kraggler sin caber en sí—. ¡¿Son esos conejos?! ¿De verdad son… tus hijos?

—Creí que era evidente —respondió la coneja con sarcasmo.

—¡Increíble! —exclamó Kraggler impresionado—. ¡Ese par de chicos eran muy irrespetuosos! —agregó molesto—. El azul me rompió una oreja. ¡Y jamás se disculpó! —agregó molesto.

—Lamento lo ocurrido —respondió Yanette sin emoción—, pero como sabrás, jamás tuve la oportunidad de ser su madre, por lo que ocurrió lo que terminó ocurriendo.

Lentamente, regresó su tazón a su sitio. Freddy se tensó. Kraggler captó el ambiente.

—¿Qué terminó ocurriendo? —preguntó la gárgola con cuidado.

Yanette se acercó a la gárgola con una mirada seria.

—Ellos dos terminaron revolcándose en uno de los más prohibidos actos carnales entre ellos, para terminar engendrando cinco hijos.

—¿Qué? —Kraggler se sentía más aturdidos por la forma en que fueron lanzadas aquellas palabras que por su significado.

—Que ellos decidieron cometer incesto y tuvieron hijos —le aclaró Freddy sirviéndose un poco de leche.

—¿Qué? —la gárgola se volteó hacia el arácnido, esta vez sorprendido por el contenido del mensaje.

—La verdad a mí también me sorprendió al descubrirlo —continuó Freddy con una sonrisa irónica.

La gárgola repartió su mirada confusa entre sus dos acompañantes, buscando alguna evidencia que le convenciera de creer, o de no creer.

—Por favor, Kraggler —intervino Yanette con seriedad—, si te he dicho esto, es para que nos ayudes. Y, por favor, no vuelvas a repetirlo nunca más, ¿está claro?

—Pep… perop —tartamudeó aún incrédulo—… ¿estamos hablando de Yin y Yang Chad? ¿Esos conejos rosado y azul, hijos del panda?

—¡Te dije que no volvieras a repetirlo! —le gritó Yanette poniéndose de pie en una postura amenazante.

—Bueno, bueno, no volveré a tratar el tema —respondió un Kraggler aún confundido y atemorizado por la situación mientras se encogía en su asiento.

Yanette regresó a su asiento. La música de fondo logró calmar los ánimos.

—Hablando de eso —Freddy rompió el silencio—, esta mañana me paseé por la corte, y encontré esto.

De su bolsillo sacó un sobre arrugado que le entregó la coneja.

—¿Qué es esto? —preguntó Yanette recibiendo el sobre.

—Es la denuncia por incesto sobre Yin y Yang —respondió—. Conseguí una copia.

Ante aquellas palabras, la anciana se apresuró en abrir el sobre. Contenía un par de hojas de oficio cuidadosamente dobladas, pero arrugadas tras ir en el bolsillo de la araña.

—Llegó recién hoy —prosiguió—, y no está a nombre de Myriam como lo esperabas. Seguro que ella tiene sus lealtades en otro lado.

—¿Y quién puso la demanda? —preguntó la coneja leyendo el papel con atención.

—Un tal Boris Paddon —respondió el arácnido.

—¿Y quién es Boris Paddon? —preguntó Yanette alzando la vista.

Freddy solo se limitó a encoger los hombros.

Lentamente, la sonrisa se posó en el rostro de la coneja. Al levantar la vista, su alegría se hacía evidente.

—Señores, llegó el día de recuperar a mis nietos —anunció.

Sus dos acompañantes simplemente se limitaron a mirarse entre ellos.

Mientras tanto, una tormenta de nieve caía sobre la montaña Denali. La montaña Denali es considerada la montaña más alta de América del Norte. Ubicada en la cordillera de Alaska, es un lugar que espanta a todo buen explorador en días tan tormentosos como aquel. La nieve había cubierto de hielos eternos aquellos terrenos, mientras que el frío podía congelar hasta al más valiente.

Ninguna advertencia lograría detener los pasos de las cuatro patas de Carl Garamond. La cucaracha había llegado hasta esas latitudes gracias a una misión que le había encomendado el Patriarca. Era simple: matar a alguien. Era un pobre diablo que se les había escapado y se les había escondido en aquel recóndito lugar. Lo que para toda la mafia del Patriarca era una misión que demoraría años, a Carl le tomó menos de veinticuatro horas. Tras analizar el caso, descubrió que aquel pobre diablo no era más que una víctima de aquella mafia. Lo dejó libre, no sin antes regalarle un amuleto de ocultamiento, para que así ni siquiera él pudiera detectarlo.

Por supuesto, esa no fue la información que le entregó al Patriarca. Le informó que el sujeto era muy esquivo y que tomaría su tiempo encontrarlo. Tiempo que en realidad usaría para sus propios asuntos.

Escalar una montaña en esas condiciones no era fácil. Aunque Carl estaba usando un hechizo para mantener su calor corporal, además de uno de levitación, y estaba ocupando un grueso abrigo de piel, no podía evitar sentir que sus extremidades comenzaban a acalambrarse. Debía encontrar el lugar exacto. Él sabía que en esa montaña se encontraba el amnesialeto.

Paso a paso, centímetro a centímetro, debía encontrar el punto exacto. Era difícil. La montaña era inmensa. La nieve caía sin cesar. Solo su instinto era su guía. En su mente solo había espacio para su objetivo. Era lo único que lo empujaba a no decaer en aquel abrumador paraje.

Al llegar a una pequeña cima, cayó de rodillas. El sudor que caía de su frente quedaba congelado en la punta de su nariz. Aquella mezcla entre el calor y el frío le hacía sentir agotado. Levantó la vista y sonrió. Encontró lo que estaba buscando.

Frente a él se encontraba una cabaña de madera. No era pequeña pero tampoco una mansión. Parecía bien cuidada, resistiendo las asperezas del clima. Se encontraba cubierta de nieve, pero el viento no arrancaba ni siquiera el quitasol de una terraza que se hallaba instalada a un costado. Al lado de la cucaracha, pudo ver un poste de buzón de madera con un buzón metálico azul cielo. A Carl le causó gracia imaginar que alguna vez un cartero llegase a ese lugar a entregar el correo.

La cucaracha de inmediato se puso de pie y se fue casi corriendo hacia la entrada de la cabaña. Golpeó un par de veces la puerta con fuerza. No parecía estar abandonado, ni mucho menos que se encontrara vacía en ese momento. La luz de la chimenea se colaba por las ventanas y por debajo de la puerta.

La puerta fue abierta, apareciendo una tigresa. Era joven, esbelta, de cabello anaranjado y ojos lilas. Su pelaje corto era cubierto con un vestido de cuero castaño. Parecía como si los años no hubieran transcurrido en ella.

—¿Carl? ¿Carl Garamond? —preguntó al reconocerlo.

—Sí, soy yo, Ella Mental —respondió la cucaracha.

Casi sin pensarlo, la tigresa lo invitó a ingresar a la cabaña, antes de que el frío se colara. La cucaracha ingresó, encontrándose con un lugar acogedor y bien cuidado. El lugar era iluminado por una vasta chimenea encendida. Había frente a ella un acogedor living con sillones mullidos una mesa de madera sobre una peluda alfombra. Más lejos se encontraba el comedor sobre otra mullida alfombra. Había varios estantes cargados de libros, una escalera al fondo que daba al segundo piso, y varios trofeos y cabezas de animales colgados de las paredes.

—¿A qué has venido? —la tigresa lanzó su pregunta apenas cerró la puerta tras de sí.

A ella jamás le ha agradado Carl. Desde la primera vez que lo vio hace más de dos décadas, siempre le pareció alguien desagradable, asqueroso, vomitivo. Por fortuna, no tuvo que tratar mucho con él. Tras la derrota de Erádicus (que fue más rápida de lo que pudiera prever), se fue del pueblo y no supo nunca más de él hasta aquella tarde nevada. Esa misma sensación desagradable regresó al tenerlo nuevamente ante su presencia.

—Vengo por el amnesialeto —respondió directo volteándose hacia ella—. Sé que tú lo tienes.

—¿El amnesialeto? —preguntó aturdida por el extraño pedido.

—Sí, el amnesialeto —contestó Carl con seriedad—. Aquel antiguo amuleto del Maestro de la Noche que permite controlar la vida y la memoria de todo el mundo…

—Sí, sí, sé para qué sirve ese amuleto —lo interrumpió con fastidio—. Lo que pregunto es para qué lo quieres.

—Es asunto mío —contestó directo.

—Desde que viniste a pedírmelo también es asunto mío —contestó en el mismo tono—. Además, agradece que te lo estoy pidiendo por las buenas. Fácilmente podría leerte la mente y descubrirlo por mi cuenta —Ella Mental se cruzó de brazos.

—Es una larga historia —se defendió Carl.

—Tenemos tiempo —respondió Ella acercándose a la chimenea—, además, no podrás negarte a mi invitación.

De su frente emergió un rayo rojizo, el cual apuntó directamente hacia un estante. Del estante, con el rayo, trajo una caja cubierta de polvo. Cuidadosamente la depositó sobre la mesita frente a la chimenea. Destapó la caja y lo que descubrió fue…

—¿Un tablero chino? —preguntó Carl al ver el tablero de madera con sus respectivas fichas en su lugar.

El tablero era de una madera que, aunque vieja, parecía bien conservada. Tenía un montón de agujeros formando así una estrella de seis puntas. En cada punta todos sus agujeros conservaban una ficha de madera pintados de color. Cada punta tenía fichas del mismo color. Los colores eran verde, amarillo, naranja, rojo, morado y azul.

—Si quieres obtener el amnesialeto, tendrás que ganarme en una partida —respondió la tigresa con una sonrisa.