Patitos! Lamento no haber actualizado la semana pasada. Estamos pasando por un periodo de reestructuración que ha desordenado un poco nuestra frecuencia de actualización. Pero, ¡calmación! Esto será temporal. Pronto recuperaremos nuestra frecuencia habitual (y de paso podríamos lanzar alguna actualización sorpresa entre semana).
Por lo pronto les mando un desafío: si descubren la relación entre este capítulo y la inciclopedia, háganosla saber. Si le aciertan, les regalaremos… un patito de hule. Sabemos que nadie lo conseguirá XD.
Amor Prohibido - Capítulo 64
—¡Señor! ¡Aléjese de ahí!
Yang de inmediato se volteó ante la exclamación. Vio a unos cinco bomberos aproximarse hacia él.
—¡Salga de ahí! —le advirtió un rinoceronte—. ¡Puede ser muy peligroso!
De inmediato el conejo se puso de pie, tomando de la mano a un Jimmy que apenas estaba escapando de su trance.
—¿El muchacho está bien? —le preguntó el rinoceronte tan solo a unos pasos de los conejos.
—Está bien —a Yang aún le salía la voz temblorosa—. Está vivo.
El resto de los bomberos se repartieron por el lúgubre sitio. Todos se encontraban atentos, inspeccionando cada detalle de la escena. Un par de ellos ya se encontraba tomando medidas con una cinta para medir.
El rinoceronte los observó con incredulidad por un momento.
—¿Desde cuándo están aquí? —preguntó.
—Acabo de llegar —Yang rodeó a su hijo con un brazo—. Vine apenas lo vi aquí.
—¿Y tú pequeño? ¿Puedes decirme qué pasó? —volvió a preguntar el bombero.
Los segundos de silencio dieron la única respuesta que podía dar el niño.
—Será mejor no presionarlo —le aconsejó su padre—. Debe estar asustado por lo que pasó.
—Me lo imagino —respondió el bombero con voz sombría—. Según nuestras estimaciones, cerca de aquí se encuentra el epicentro de la explosión. Les recomiendo que se vayan hacia la salida —agregó apuntando hacia su derecha—. Esta zona está muy debilitada y podría haber derrumbes.
—¿Ya saben la causa de la explosión? —les preguntó Yang.
—Aún no —respondió el rinoceronte—, pero estamos en eso —le sonrió.
—Bien, muchas gracias —Yang levantó a Jimmy y se alejó rápidamente del sitio con su hijo en brazos.
Mientras tanto, en las cuevas de St. George, Yenny aún no se rendía. Sus manos se encontraban bañadas en su propia sangre. Aún intentaba levantar inútilmente aquellas rocas, llamando desesperadamente a su hermana.
—¡Yuri! —gritaba casi sin voz mientras aún golpeaba con sus puños las dichosas piedras.
Las niñas que la rodeaban se encontraban aterradas. Estaban congeladas en su sitio, sin saber cómo reaccionar. El espectáculo que la coneja les estaba regalando era estremecedor. La idea de que sus amigas se encontraran aplastadas debajo de esas rocas les remarcaba a una edad demasiado temprana la fragilidad de la vida. El imaginarse no volver a verlas nunca más, no oírlas, no volver a jugar con ellas. Era un vacío que las amenazaba con tragárselas en cualquier momento. La vida se va con un resoplido del viento.
—¡Yenny! ¡Retrocede! —se oyó una voz que estremeció por completo el momento.
La coneja, al voltearse, pudo verlo a contraluz. El maestro Jobeaux se aproximaba a ella corriendo, como un ángel de la guarda. El corazón se le paralizó por un instante ante el tsunami de emociones que lo agolparon en tan solo un instante de haberlo visto. Casi como un acto reflejo, la chica se hizo a un lado, obedeciendo sus órdenes.
El goblin se detuvo en seco y extendió una palma en dirección del muro de piedras.
—¡Transfoomación! —gritó al tiempo en que un rayo celeste claro emergió de su palma en dirección a las rocas.
De inmediato las rocas desaparecieron, para dar paso a una lluvia de pétalos de rosas rojas que fueron cayendo lentamente en la medida en que despejaban la escena. Una cigüeña de unos siete años se encontraba acurrucada en un rincón. Parecía como si estuviera congelada y que jamás se volvería a estirar. Ya hacia el centro del lugar, se encontraron tirada a una gatita siamesa, y…
—¡Yuri! —Yenny corrió hacia su hermanita apenas pudo reconocerla.
Podríamos decir que era lo que quedaba de ella. La conejita y la gatita se encontraban rodeadas de un charco seco de sangre. Yenny levantó a su hermanita sin importarle manchar el ya sucio uniforme escolar. El terror de encontrarla en ese estado simplemente podía arrancarlo de su alma gritando y llorando con desesperación. La remecía con la esperanza de sentir aunque fuera la menor de las señales de vida. Sus lágrimas cayeron a borbotones, sin poder creer lo que estaba ocurriendo, lo que estaba viviendo. Yuri Chad era la chica más suertuda del mundo. Podía vivir verdaderos golpes y caídas, y salir ilesa. Parecía ser de plástico. Al parecer su fortuna se acababa de terminar.
—¿Te encuentras bien? —Jobeaux en tanto se acercó a la cigüeña.
La ave poco a poco bajó sus alas para toparse con los bondadosos ojos del goblin. No tenía la voz para responder. Simplemente asintió lentamente con la cabeza.
—¿Puedes moverte? —le volvió a preguntar.
Simplemente no tuvo respuesta. Un par de sus amigas se le acercaron.
—Ayúdenla —les pidió mientras se alejaba de allí.
Se acercó a la gatita que estaba tirada en el suelo. Un par de niñas observaban la escena presas del terror. Jobeaux no pudo evitar darle una rápida mirada a Yenny. No esperaba verla en tan amarga escena. Lloraba desconsoladamente mientras abrazaba el cuerpo de su hermanita. Un agujero se formó en su corazón.
Se hincó junto a la gatita, y le tomó el pulso en el cuello.
—Está muerta —se le escapó la sentencia.
El grito ahogado de las niñas que lo observaban le indicó que habló muy alto. Lentamente, se alejó de la gatita. No parecía tener más de diez años. Lentamente su cuerpo era cubierto por los pétalos de las rosas. El destino que había terminado con su vida estaba lejos de ser un regalo. No se atrevía a levantar la vista y enfrentar a Yenny. Descubrir que Yuri había sufrido un destino similar era por lo menos doloroso.
De pronto lo sintió. Una energía Woo Foo. Se iba debilitando. No sabía el cómo, el dónde ni el por qué. Solo lo sabía. Su instinto le decía que debía revisar a Yuri. Su instinto le decía que debía salvar una vida. Su instinto debía lidiar con el miedo. Un miedo a enfrentar una horrible realidad. Un miedo a enfrentar un dolor que no pudiera tolerar.
—Déjame ver —de inmediato se arrodilló junto a Yenny. Prácticamente se estaba dejando llevar por sus propios pies.
La chica no opuso resistencia, y dejó que acercara su mano al cuello de la pequeña. Su corazón dio un vuelco al sentir signos vitales. Al parecer la fortuna no había abandonado completamente a Yuri.
—Está viva —soltó—. ¡Está viva! ¡Está viva! —exclamó mientras la euforia se apoderaba de él.
—¿Está viva? —preguntó Yenny aún incrédula.
—¡Está viva! —repitió el goblin entusiasmado—. ¿Está viva? ¡Está viva! —su tono cambió rápidamente a preocupación.
Sin que Yenny pudiera oponer resistencia, Jobeaux tomó a la pequeña entre sus brazos, y se dirigió corriendo hacia la salida.
—¡La llevaré al hospital! —anunció—. ¡Yenny! ¡Encárgate de estas niñas! ¡Llévalas hasta donde sus padres!
—¡Jobeaux! —exclamó aún impresionada por lo que estaba ocurriendo.
—Estará bien —el goblin se volteó y le regaló una sonrisa.
Mientras aquella mirada calaba fuerte en el corazón de la coneja, el goblin se fue corriendo con la pequeña a cuesta. Yenny salió corriendo hacia la salida, solo para verlo alejarse dando largos y rápidos saltos por entre los prados que formaban parte de los terrenos vecinos.
La coneja lo vio perderse con la mirada mientras poco a poco la rodeaban las niñas. En eso, escuchó a su teléfono. Era la llegada de un mensaje. Lo tomó con sus manos a duras penas. Las tenía heridas, con sangre y tierra pegada. La pantalla táctil apenas reconocía sus dedos. Debió limpiarse con su chaleco varias veces para conseguir poder abrir el mensaje. Era de Susan. Le informaba que sus padres habían llegado y se había llevado a Jack a su casa. Lo iban a cuidar hasta que pudieran ir a buscarlo.
Aún se encontraba sonriendo por el mensaje cuando recibió una llamada entrante de parte de su padre. No pudo evitar dar un respingo por la sorpresa que casi provoca que su teléfono terminara estrellado contra el suelo.
—¡¿Papá?! —exclamó tras contestar la llamada aún víctima de la sorpresa.
—¡Yenny! ¡Tengo a Jimmy! —contestó de vuelta.
—¿Ah? —aún no podía procesar bien la nueva información.
—Está bien —se apresuró a responder—. Está vivo.
—¿De verdad? —respondió sintiendo la emoción y el alivio tras comprender lo que eso significaba.
—¡Sí! —podía sentir la alegría en su voz—. Estamos en el patio principal. La entrada está llena de gente. Todo es un caos. ¿Puedes venir?
—Sí, sí puedo —se apresuró a responder.
—¿Lograste encontrar al resto de tus hermanos?
—Jack se fue con los Brown —contestó—.Yuri… —un nudo en la garganta le secuestró las cuerdas vocales.
—¿Yurí qué? —insistió su padre.
—Ella está grave —se esforzó por responder cerrando los ojos—. El Maestro Jobeaux se la acaba de llevar al hospital.
—¿Qué? —comenzó a sentir ese temor de estar a punto de ser regañada.
—Yo solo espero que se encuentre bien —respondió Yenny con voz suplicante.
Solo pudo escuchar la respiración de su padre junto con el caótico ruido de fondo. Se había enojado. ¿No debía haberle dicho que se la entregó al maestro Jobeaux? ¿Cómo justificaría entonces que no la tenía con ella estando grave? ¿Debió haber dicho que se la llevó algún bombero? No era buena para ocultarles cosas a sus padres, ni mucho menos para mentirles.
—¿Papá? —intentó retomar la comunicación con él.
—Está bien —le costaba hablar—. Solo vente lo más pronto posible. De ahí iremos al hospital.
—Está bien —respondió su hija.
No se atrevió a indagar cómo se sintió tras descubrir que el Maestro Jobeaux había intervenido. Tras cortar la llamada, se llevó a las niñas del lugar. Fue a ella a quien le tocó llevar a cuestas el cadáver de la gatita. Debió hacerlo en el más absoluto de los silencios y rapidez, para no remarcar aún más el momento. Dos niñas ayudaban a la cigüeña a caminar. Una caravana silenciosa y en duelo se dirigía de regreso a un edificio destruido.
La van de los Chad había quedado estacionada en un estacionamiento a un par de cuadras de donde Yin tuvo su ataque. La hipopótamo aceptó pagar hasta que vinieran a recoger el vehículo o hasta que le avisaran que debía llevarlo hasta otro sitio.
—¡No toques nada! —le recriminó al sabueso mientras le golpeaba la mano que se acercaba peligrosamente a la guantera.
—¡Auch! Solo quería saber si tenían guantes ahí —se justificó sobándose la mano golpeada. Él se encontraba en el asiento del copiloto mientras que ella se encontraba en el asiento del piloto.
—¡Cielos Olga! Siento que solo viniste hasta aquí para regañarnos —le recriminó la garza desde el asiento trasero.
—Vine aquí para que no causaran un desastre —la aludida les regaló una mirada de pocos amigos—. Si no fuera por mí, esta van terminaría desmantelada.
—Difícil desmantelar esto —respondió la garza estirándose en los asientos traseros—. Aún huele a nuevo.
—¡Sí! ¡Es tan suave! —agregó el sabueso acercando la nariz hacia la guantera.
—¡Ya basta! —esta vez el manotazo le llegó a la nuca.
El sonido de un teléfono interrumpió el momento. De inmediato la hipopótamo comenzó a buscarlo guiada por el sonido. El sabueso abrió la guantera de inmediato sacando la cartera de la coneja. La abrió, encontrando con facilidad su teléfono.
—¿Aló? —contestó con curiosidad.
—¡Dame eso! —Olga se lo arrancó de sus manos apenas lo vio contestando—. ¿Hola? —contestó la llamada.
—¿Aló? —contestó un muy confundido Yang—. ¿Con quién hablo?
—Mi nombre es Olga Roberta Elizabeth Olivia de las Mercedes Sprout —contestó con orgullo—. ¿Con quién tengo el gusto?
—Este… soy Yang Anacleto Chad —contestó un tanto inseguro—. ¿Por qué tiene el teléfono de mi esposa?
—¿Usted es el esposo de la señora Chad? —preguntó la hipopótamo mientras alejaba al par de curiosos que se le estaban acercando demasiado para oír el chisme—. No tiene idea de lo que pasó…
Se hubiera largado a contar toda la historia si no fuera porque desde la ventana se apareció el gorila. Golpeó con tanta fuerza la puerta, que la hipopótamo dio un respingo que la empujó a soltar el teléfono, regresando a las manos del sabueso.
—¡La señora Chad despertó! —exclamó—. Debemos llevar esto al hospital. ¡Rápido! ¡Rápido!
—¡Sube ahora! —le ordenó Olga mientras aún intentaba procesar lo que estaban ocurriendo.
—¿Me pueden decir qué es lo que está pasando? —se pudo oír el grito de Yang desde el teléfono.
—Eh sí, hola, verá… —el sabueso no pudo continuar cuando la hipopótamo le dio un codazo al mismo tiempo en que encendía el motor.
—Permiso —decía el gorila mientras empujaba a la garza haciéndose un lugar en la van.
De inmediato la van salió de los estacionamientos, a una velocidad y unos giros dignos de un auto de carreras. El sabueso soltó el teléfono, tirándolo al piso del vehículo. El gorila y la garza lidiaban con atraparlo, pero cada vez que estaban por alcanzarlo, un movimiento brusco de la van lo alejaba.
—¡Muévanse imbéciles! —gritaba la hipopótamo molesta mientras conducía completamente a la ofensiva.
Alcanzó a cruzar dos esquinas con luz amarilla, y una en luz roja. En esta última intersección, dejó atrás un choque entre dos vehículos provocado por su culpa. Con una velocidad que ya estaba superando el máximo permitido casi atropelló a una anciana y voló el techo de un puesto de fruta callejero. El sabueso se encontraba encogido en su asiento de copiloto, amarrado con el cinturón de seguridad con dos vueltas, y rogando por su vida. Detrás, el gorila y la garza luchaban por alcanzar el teléfono.
—¿Hola? —la garza por fin había alcanzado el teléfono gracias a una luz roja que pudo atrapar a la van. Lamentablemente, nadie contestó.
—Rayos, cortaron —informó con pesar.
Al mismo tiempo, nuevamente el teléfono comenzó a sonar. No lo pensó dos veces para responder.
—¿Podemos contestar? —Frank le pidió permiso a Olga.
—¡Dense prisa! —les ordenó mirándolos a través del espejo retrovisor.
—…y eso fue lo que básicamente sucedió —le alcanzó a oír a la garza apenas se volteó para cumplir las órdenes de la hipopótamo.
—¿Ya le dijiste? —el gorila arqueó una ceja confundido.
—Sí, no se preocupe, ahora vamos —la garza cortó la llamada—. Oigan, acabo de hablar con el esposo de la señora Chad. Nos dijo que lo fuéramos a buscar junto a sus hijos al colegio, y de ahí lo llevemos al hospital —agregó inclinándose hacia adelante entre los asientos del piloto y copiloto.
—¿Dijo que fuéramos al colegio? —preguntó Olga sin soltar el volante.
—Ajá —afirmó—. ¿Crees que podamos hacer esa escala?
—¡Seguro! —exclamó—. Ellos son los dueños de esta van. ¡Vamos allá!
Un brusco giro en ciento ochenta grados amenazó con lanzar a todos sus ocupantes de la van. De inmediato la hipopótamo aumentó la velocidad. Como un bólido se dirigieron hacia el St. George.
—Creo que ya me siento bien.
Yin se encontraba en una de las salas de espera del Hospital. El lugar era un caos de dolor y sufrimiento. La cantidad de heridos y muertos provenientes del St. George era abismal. El personal médico no daba abasto. Junto a ella se encontraba su hijo Jacob, don Thomas el Jabalí y Larry el labrador.
—De todas formas deben ver que su hijo se encuentre bien —le pidió el jabalí con cierto nerviosismo.
Los gritos desgarradores y desesperados eran un desafío para los nervios de cualquiera. La coneja no quería causar problemas a sabiendas que en aquel edificio había mucha gente que necesitaba atención médica con más urgencia. Sus hijos eran su prioridad sobre ella misma. Abrazaba a Jacob como si fuera lo único que le quedaba en este mundo.
En aquella misma sala de espera estaban recibiendo atención médica aquellos quienes estaban menos graves. Había niños y jóvenes que principalmente tenían esguinces y fracturas. Sus padres los abrazaban agradeciendo internamente de que no hubiera pasado a mayores. Los niños lloraban por el dolor. Ninguno de ellos era alguno de sus hijos. Eso le hacía imaginar que habían sufrido un destino peor. De tan solo imaginarlo regresaba su dolor en el vientre. Dolor que buscaba ocultarlo para no agregar más problemas a la situación.
—Ya va a llegar Mark con el doctor —comentó el labrador.
—Lo dudo mucho —respondió Yin sujetando su vientre—. Este lugar es un caos.
Los gritos de auxilio y llamados de ayuda agregaban más aprensión sobre su cabeza. Imaginaba que ese llamado hacía referencia a alguno de sus hijos. ¡Qué no daría por revisar a cada uno de los pacientes ingresados! Quería saber por lo que más fuera si alguno de ellos era uno de sus hijos. El no saber qué estaba pasando le hacía aún más daño.
De pronto, unos cuantos metros frente a ella, pudo verlo. Estaba segura de estar viendo la espalda de nadie más que Jobeaux. Había llegado con alguien entre sus brazos. De inmediato una enfermera lo recibió y se llevó a ese alguien hacia el interior.
—Por favor, sigan a ese goblin de allá —les rogó apuntando hacia adelante con su índice—, y díganme a quién trajo.
—Ya lo vi —el labrador estaba observando casualmente aquella escena y tenía identificado al goblin.
Con rapidez y agilidad terminó alcanzando al goblin. Lo siguió tan de cerca hasta prácticamente olerle su nuca mientras la enfermera llevaba a la pequeña hacia una camilla disponible. Finalmente la dejó sobre un par de sábanas extendidas en el suelo a un costado de un pasillo.
—¿Qué? ¡Cómo se le ocurre dejarla aquí! —alegó el goblin molesto.
—Lo sentimos. No tenemos dónde más dejarla —respondió la enfermera.
—¡¿Acaso no te das cuenta que se puede morir?! —el goblin sujetó a la enfermera del cuello de su uniforme—. ¡Tráele aunque sea una camilla! ¡Ahora!
—¿Y qué quiere que haga? —la enfermera se soltó con brusquedad—. ¿Qué le haga aparecer una cama con magia?
Larry observaba por todos lados en busca de la dichosa cama. Aquel pasillo era demasiado concurrido. Fácilmente podían pisar a la pequeña coneja si no se miraba por donde pasar. Vio que sobre una camilla al interior de una sala había un ratón con un yeso en el brazo. Se encontraba sentado sobre la cama, evidentemente menos grave que la pequeña que acababan de tender en el suelo.
—¡Allí! —les informó con energía apuntando en dirección a su reciente descubrimiento.
Ambos se voltearon y descubrieron el mismo tesoro que el labrador. La enfermera recogió a la pequeña al tiempo en que Jobeaux corría a sacar al niño y su familia de la cama. De inmediato recostaron a la pequeña y la enfermera comenzó a conectarla al monitor de signos vitales.
—Muchas gracias —Jobeaux se volteó hacia el labrador.
—Por nada —el perro le regaló una alegre sonrisa mientras cerraba los ojos risueños—. Por cierto, mi nombre es Larry Fitzgerald —se presentó con un tono más serio—. Yin Chad me envió a averiguar quién es usted y a quién estaba trayendo.
—¿Qué? ¿Yin? —el estupor se apoderó del goblin. Terror que pudo leer el labrador.
—¿Qué? ¿Ocurre algo? —respondió confundido.
—¿En dónde está? —preguntó Jobeaux con seriedad.
—Está en este hospital —respondió con rapidez—. Tuvo algunos problemas con su embarazo, pero está consciente y dice sentirse bien.
La impresión no abandonó al goblin.
—Por casualidad, ¿ella es su hija? —le preguntó el labrador en el intertanto mientras apuntaba hacia la cama de la pequeña coneja.
—Sí. Es Yuri —le respondió Jobeaux dando un rápido vistazo hacia ella—. Está grave.
—Oh cielos —exclamó en voz baja.
—Llévame donde Yin. ¡Ahora! —le ordenó con el ceño fruncido.
Más que nada el mareo por la situación, terminó por empujar al labrador a obedecer. En un par de segundos lo estaba guiando por pasillos atestados de gente, gritos, dolor y heridos. Era todo un desafío poder esquivar todo eso. Por fortuna, esto no era problema para ninguno de los dos.
Finalmente llegaron a la sala de espera. La coneja era ahora acompañada por Mark el gato y un leopardo con bata.
—¡Yin! —exclamó Jobeaux.
La coneja se impresionó al verlo frente a ella. No esperaba siquiera volver a verse nuevamente las caras, ni mucho menos en esas circunstancias. Más aun así, ahí estaba, de pie, observándola con preocupación.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Sí —contestó tratando de parecer lo más firme que podía—. Me acaban de dar un calmante para el dolor. Espero pronto ponerme de pie.
—Sí pero… ¿tu embarazo? —para el goblin fue toda una sorpresa enterarse de aquella novedad.
—Todo saldrá bien —insistió la coneja.
Jobeux quería replicar. ¿De verdad sería hijo de Yang? ¿Otro hijo del incesto? ¿Qué rayos pasaba por sus cabezas? Eran preguntas que le molestaba; que amenazaban con fugarse de su boca. Los tantos pares de ojos desconocidos lo obligaron a desistir en su lanzamiento.
—Oiga, dice que la niña que traía era su hija —intervino el labrador tras el silencio del goblin.
—¿Qué? —cuestionó asustada.
—Tranquila. Yuri estará bien —respondió Jobeaux.
—¡¿Es Yuri?! —exclamó.
—Le cayeron unas rocas encima —explicó—, pero es fuerte. Sobrevivirá.
—Debo ir a verla —respondió mientras rápidamente se ponía de pie. El mareo y el dolor regresaron de golpe, regresándola en un instante a su silla de plástico azul.
—¡Tranquila! —exclamó el doctor—. Debes guardar reposo. No te puedes alterar.
—Pero es mi hija… —replicó la coneja.
—Escucha Yin —intervino Jobeaux sujetándola de los hombros para evitar que nuevamente se intentara poner de pie—: Yuri tiene un poder Woo Foo descomunal. Pude sentirlo cuando la rescaté —su mirada llegaba a quemar—. Tengo fe en que va a sobrevivir. Ella puede hacerlo. Tiene el poder.
El silencio obligó a Yin a tragarse cualquier intento sobre cualquier cosa.
—Además —continuó el goblin—, me encontré con Yenny. Ella está viva y está bien. Se quedó en la escuela en busca del resto de sus hermanos.
—¿Yenny está bien? —balbuceó.
—Sí —el goblin le sonrió.
Yin no pudo evitar responderle con un enorme abrazo. Era el momento, la adrenalina. Era la alegría por recibir la certeza de que uno de sus hijos estaba bien. Era el agradecimiento por salvar a su hija. Su alma pudo sentirse un poco más ligera. El goblin la recibió sin quejarse. Sabía que el momento obligaba a centrarse en el presente olvidando todo pasado.
Lo importante era estar vivos.
