Amor Prohibido - Capítulo 67

—¡Por aquí!

Los gritos distantes se perdían en el éter que rodeaba a los conejos. Yang abrazaba a su esposa mientras no podía despegar la vista del macabro hallazgo. Yin temblaba, a punto de colapsar. Las primeras lágrimas fueron derramadas. Lágrimas de pavor. Lágrimas de miedo. Lágrimas de incertidumbre. Era un vacío que ocultaba sus peores temores. Una vida destrozada. Era el fin del camino para este matrimonio incestuoso.

Yang notó que el peso entre sus brazos aumentaba. Al voltearse, vio a su esposa desfallecer como una torre al derrumbarse. La sujetó con fuerza antes de caer al suelo. Su corazón latía más rápido que el aletear de un colibrí.

—¡Yin! —balbuceó aterrado.

Su corazón saltó de un golpe a la garganta al notar un charco de sangre en el suelo a la altura de los pies de su esposa.

—¡Yin! —la comenzó a remecer temiendo perderla para siempre tras aquel desmayo.

Su mundo se desmoronaba a cada segundo. ¿Era acaso una prueba? ¿Un castigo por su infidelidad? ¿O por su acto de incesto? ¡Válgame castigo de Dios! Había hecho tantas cosas malas en su vida que por cualquiera de ellas se merecía las penas del infierno. Pero ¡Dios no! ¡Su familia no! Poco a poco perdía a su esposa entre sus brazos sin tener ni la menor idea de qué hacer. Un cadáver a su lado lo amenazaba como fantasma del pasado. Los gritos exteriores que lentamente se acercaban le recordaban que no podía confiar en nadie afuera de ese cuarto. Había perdido a sus hijos. No podría ayudarlos. ¡Ni siquiera podía ayudarse a sí mismo! ¿Desde cuándo era tan patético? ¡Tan miserable! El hedor lo asfixiaba cada vez más, ahogando sus ideas. La frustración secuestró su garganta, atrapándola en un nudo.

—Yin —balbuceó con lágrimas en los ojos.

Sus nervios estaban destrozados. Lentamente se arrodilló, aun teniéndola entre sus brazos. La abrazó con fuerza, con la vaga esperanza de transmitirle un poco más de vida. No se había percatado de lo importante que era ella para él. Había estado a su lado desde antes de nacer. Nunca lo abandonó. Siempre estuvo ahí. Siempre pudo contar con ella. Imaginarse una vida sin ella le era imposible. Una vida sin ella no existía para él.

La puerta se abrió de golpe dando paso a Jobeaux. El goblin venía acompañado de una comitiva de policías, Yenny, Jacob, Jimmy y el grupo que había seguido a la familia durante todo este tiempo. Gracias a sus habilidades Woo Foo, el goblin pudo percibir la energía de los conejos y encontrarlos en el lugar. El grito de Yenny dio la señal de alerta de lo que presenciaron las primeras personas en atreverse a ingresar en aquel cuarto. Todos los ojos se quedaron pegados en aquel cadáver en descomposición en medio de la habitación.

—Por favor, ayúdenla —rogó Yang aún con su esposa entre sus brazos, atrayendo la mirada de los primeros intrépidos que habían puesto un pie en el lugar.

La noche había caído sobre la montaña Denali. Ella Mental luchaba por reincorporarse a su asiento tras aquel golpe a traición. No se esperaba que la cucaracha supiera los mismos trucos que ella. La lectura mental forzosa le permitía desenterrar hasta las intenciones más profundas de su víctima, a cambio de dejarle una fuerte resaca. Era un truco difícil, especialmente si se lograba hacer rápido para sorprender al oponente. No se esperaba que aquel patético sentado frente a ella pudiera tomarla desprevenida.

En el asiento del frente, Carl luchaba consigo mismo por no hacerla pedazos. Tras varios fracasos en aquella pérdida de tiempo llamada damas chinas, decidió jugar rápido y leerle la mente con la intención de descubrir la ubicación del amnesialeto. Deseó jamás encontrarse con lo que se topó.

Eran aquellos días sencillos del lejano año 2009. Erádicus acababa de ser desterrado y a su vez los gemelos Chad habían descubierto que el panda que los había entrenado era su padre. Evidentemente, Erádicus despidió a sus secuaces. Ya no les servían para nada. Desde ese día, Ella Mental se fue junto con Indestructi Bob a recorrer el mundo en busca de nuevas aventuras.

—¿Por qué estamos aquí? —le preguntó la enorme bola de destrucción llamada Bob.

Ambos se encontraban ocultos entre los arbustos del jardín trasero de la academia Woo Foo. El primer sol con suerte comenzaba a iluminar los cielos, eliminando la necesidad de alguna fuente de luz artificial. Desde su escondite podían ver las puertas corredizas completamente abiertas, dando la entrada al cuarto de los gemelos. En su interior, ambos conejos dormían en sus respectivas camas. En aquellos años se encontraban disfrutando de sus apenas doce años, ignorantes del futuro que se estaba a punto de avecinar.

—Shht —lo calló la tigresa—. No hables tan fuerte o nos van a oír —agregó en voz baja.

Bob, en medio de su confusión, continuó observándola en busca de alguna señal comprensible.

—Vamos a dejarles un pequeño regalo a estos Woo Foo antes de partir —le informó con malicia mientras dirigía su mirada hacia el interior de aquella habitación.

Con su magia, hizo aparecer su báculo dorado con una bola de energía brillante y roja. Cerró sus ojos, y en completa concentración, pronunció su hechizo apuntando su báculo hacia la entrada:

Mentes confusas, almas hambrientas,

Corazones ardientes que a la carne tientas;

Haz que este par encuentre el amor,

Y se entreguen al pecado embriagador.

De la bola brillante de su báculo emanaron un par de rayos rojizos que a la velocidad del trueno se abalanzaron contra los conejos. Alcanzaron la nuca de cada uno de ellos, y con un simple clic les dieron un simple golpe antes de desaparecer. La calma del amanecer regresó al lugar.

—Bob no entender —concluyó la enorme bola con piernas aún confundido.

—Eso no importa —respondió Ella—. ¡Vámonos ya!

De inmediato la tigresa tomó de la mano a su compañero y escaparon del lugar. Si no fuera porque Bob comprendió las indicaciones de su amiga, Ella no podría haberlo arrancado del lugar ni con todas sus fuerzas.

—¡¿Por qué hiciste eso?! —le gritó Carl de vuelta al presente.

—Era una simple broma —respondió Ella intentando superar el dolor—. El hechizo de amor confundidor solo dura un par de días. Supongo que tú mejor que nadie sabe eso. Lo que no me esperaba era que se extendiera por tantos años y… —la tigresa no pudo continuar. Le llegó un ataque de risa que no le ayudaba para nada en la superación de la resaca.

—¡¿Una broma?! —exclamó la cucaracha a punto de explotar—. ¡¿Hiciste todo esto… POR UNA BROMA?!

Mientras la tigresa no podía controlar su risa, Carl la sujetó del cuello y la levantó de su asiento.

—Revierte el hechizo ¡AHORA! —le escupió en su cara.

Aquel rápido movimiento detuvo inmediatamente el ataque de risa de la Ella. Recién logró preocuparse de la situación al ver la furibunda mirada de la cucaracha. La falta de aire que comenzaba a sentir tampoco ayudaba a su situación.

—No puedo —balbuceó a duras penas mientras comenzaba a sentir la fuerza de su agarre—. Ese hechizo debió perder su efecto hace años.

La presión se hizo más fuerte.

En el hospital la adrenalina no daba a vasto. Cientos de heridos llegaban a cada instante. Los decesos ocurrían con una frecuencia que nadie deseaba. Yin recibió los primeros auxilios con la inmediatez más apremiante que podía ofrecer un hospital colapsado. En la sala de espera, los gritos de dolor no ayudaban a calmar los nervios de nuestros protagonistas. Una enfermera se encargaba de tratar las manos heridas de Yenny. La policía se había hecho cargo del cadáver. La identificaron como Mónica Gonzales y se la llevaron a la morgue del mismo lugar para pericias posteriores. Las malas noticias no cabían en ninguna mente perturbada.

El doctor apareció tras una puerta plegable con su mascarilla, sus guantes quirúrgicos, y su tenida de cirugía.

—¿Cómo está, doctor? —Yang fue el primero en aproximarse, seguido de todos los demás.

—Debo informarles que la paciente Yin Chad se encuentra estable —les dijo con neutralidad—. Está fuera de peligro.

—¡Hay gracias al cielo! —se le oyó decir a Olga. Varios de los presentes pudieron suspirar tranquilos.

—¿Y su embarazo? —insistió Yang.

—Sobre eso —el doctor hizo una pausa que extinguió aquel instante de tranquilidad—… hicimos lo que pudimos.

Los espasmos de terror aterrizaron en todos los presentes. El corazón de Yenny se le revolvió en aquel preciso instante. A sus hermanos se les olvidó lo que era la respiración. El tiempo se congeló mientras un halo de frío los cubrió a todos por completo.

—¡Dígame qué les pasó! —gritó Yang desesperado sujetando al doctor del cuello de su delantal con violencia.

—Ella perdió a uno de los gemelos —respondió directamente—. Perdió a la niña. El niño aún está bien. Está fuera de peligro.

El conejo sintió que las fuerzas se le escapaban. Soltó al doctor y cayó de rodillas frente a él. No podía sentir ni siquiera el aire de su alrededor. El presente, el instante, el todo, la nada, se esfumaron. El aire desapareció. Lentamente caía en un sopor ensordecedor que lo abandonaba en el vacío. ¿Sentir? ¿Qué sentir? ¿Qué es sentir? Morir en paz era su único anhelo. No quería beber de aquella copa. No. No lo podía soportar. No lo podía tolerar. Simplemente no era capaz.

Una calidez extraña rodeó su cuello y espalda. Un amarre que lo arrastró de regreso al momento y lugar. El ruido de fondo y el hospital lentamente se volvieron a materializar a su alrededor. Notó que alguien lo había abrazado por la espalda. Pudo sentir los sollozos de su hija. Yenny lo abrazaba con fuerza mientras no dejaba de llorar. Se sorprendió a sí mismo con un par de surcos húmedos provenientes de sus ojos. Lentamente sujetó las manos vendadas de su hija mientras se entregaba al dolor.

La pelea entre Carl y Ella se detuvo de golpe al notar una enorme energía Woo Foo moverse a gran velocidad. Automáticamente al mismo tiempo ambos se asomaron por la ventana. Quedaron estupefactos al notar el cielo hermosamente despejado. Entre el mar de estrellas desplegado, una estrella fugaz recorría los cielos instalando la firma a aquella obra de arte de la naturaleza. Ambos siguieron con la mirada aquel brillo en movimiento hasta perderse en el espacio sideral. No podían comprenderlo. Podían ver un cielo estrellado. Podían sentir una enorme energía desvanecerse por el mundo. Solo sus corazones podían comprender lo que aquello significaba. Era algo grande que acababa de ocurrir.

—De verdad lamento mucho lo que acaba de ocurrir —la señora Brown acababa de llegar junto a su esposo al hospital.

Los osos habían llegado al lobby del centro médico. Allí se reunieron con los hermanos Chad y Jobeaux. Ya a estas alturas de la noche el lugar se encontraba más tranquilo. La mayoría de las víctimas de la explosión ya habían recibido alguna clase de atención médica. A pesar de ello, el sitio permanecía bastante concurrido para ser tan tarde en la noche.

—Todo ha sido tan repentino y trágico —comentó Jobeaux en nombre de los niños. Ninguno de los tres parecía dispuesto a hablar—. Es por ello que les agradezco en nombre de los Chad que ustedes puedan hacerse cargo de sus hijos hasta nuevo aviso.

—¡Para nosotros no es ningún problema! —exclamó la señora Brown con emoción—. Ya en estos momentos tenemos a Jack en casa. Susan lo está acompañando.

—No es problema para nosotros cuidar de todos los chicos el tiempo que sea necesario —se sumó el señor Brown.

—Por cierto, ¿qué fue lo que le ocurrió al señor Chad? —preguntó la osa con curiosidad.

Nadie tuvo que dar una respuesta. Por el costado vieron salir a Yang esposado y acompañado de dos policías. El conejo no interpuso resistencia alguna. Acababa de terminar perdido en el vacío de su propia mente. Había llegado al destino final de su travesía que había comenzado hace dieciséis años. Los presentes los vieron avanzar hasta cruzar el umbral de la salida del recinto.

—¡Vaya! ¿Por qué lo llevan preso? —preguntó el señor Brown sin despegar la vista de los policías.

—Es una larga historia —contestó Jobeaux encogiéndose de hombros.

—¡Sí Braulio! —lo criticó su esposa con dureza en la mirada—. ¡No puedes dártelas de chismoso en un momento como este!

—¡Perdón, perdón! —se disculpó el oso aún confundido—. Es solo que quería saber. No sabía que era algo delicado.

—En fin —intervino Jobeaux—. Ya es tarde, y es momento de que se lleven a los chicos.

—¡Yo me quiero quedar aquí! —reaccionó Yenny sujetando una mano del goblin con sus manos vendadas—. ¡Por favor! ¡Necesito quedarme aquí!

—Yenny, no —le respondió con tranquilidad sujetándole un hombro con su mano libre—. Tu lugar es junto a tus hermanos. Yo me quedaré aquí, y cualquier cosa que ocurra con Yuri o Yin te la haré saber.

—Pero… —la chica intentó replicar. Ella se sentía responsable por todos. Sentía que estaba abandonando a su hermanita al dejarla en el hospital mientras ella se iba del lugar. Ella era quien se sentía responsable de montar guardia mientras sus hermanos descansaban en casa de Susan. No podía irse de allí en un momento tan crítico como ese.

—Yenny —la interrumpió el goblin—, tus hermanos te necesitan ahora más que nunca. Deben permanecer unidos frente a lo que se está a punto de avecinar

La coneja se quedó congelada en su sitio mientras intentaba lidiar con aquellas palabras difícilmente comprensibles.

—Pero sé, que pase lo que pase —continuó con una sonrisa—, van a salir adelante. Confío en ti, y en tus hermanos.

La coneja luchaba por no temblar. Sus padres ya no estaban allí. Ella era la mayor. Era su deber estar junto a sus hermanos. No pudo evitar pensar en Yanette y en su amenaza. Debía impedir que se cumpliera. El dolor no fue impedimento para apretar la mano de Jobeaux. Su mirada brillante la invitaba a confiarle hasta la vida. Si hubieran sido otras las circunstancias, le habría robado un segundo beso. Era un ángel que había llegado a cambiar su vida. Con él en su vida, sentía la confianza de cumplir con su deber. Le devolvió la sonrisa con una suavidad que atrapó al goblin.

Mientras Jobeaux quedaba hipnotizado por su mirada, la chica lo atrapó en un repentino abrazo. Su corazón se disparó en latidos mientras que el repentino acto congeló el tiempo.

—Gracias —le oyó decir en un susurro en la oreja.

Le devolvió el abrazo con ternura. Se sentía en las nubes al tenerla tan cerca. Era tan cálida, tan bella. No le importaba el uniforme desastrado, cubierto de polvo y sangre. Su propia ropa tenía manchas de sangre. Había sido un día doloroso, pero su abrazo borraba cada mal recuerdo. Todo lo vivido parecía un mal sueño entre sus brazos. Se sintió atrapado con sus sentimientos en la masa. Por un momento olvidó incluso que ella tan solo tenía dieciséis años.

Lentamente se separó del abrazo. En cámara lenta la vio alejarse junto a sus hermanos y a los señores Brown. Los vio cruzar el umbral de la puerta, y subirse a un viejo automóvil estacionado afuera. Se quedó atornillado en aquel sitio, intentando comprender lo que acababa de pasar.

Mientras iban a bordo del vehículo, Yenny comenzó a preguntarse sobre Jack. No lo había visto desde la escuela. Había quedado muy mal tras la muerte de Francesca. Había sido una de las muertes más traumáticas jamás antes vista. Sumarle a la noticia lo de mamá lo acabaría. Temía que recaía sobre ella el deber de informarlo. De romperle el corazón apenas recompuesto tras la pérdida de Francesca. Le costó mucho tan siquiera comprender lo de su hermanita perdida, y cuando apenas lo hizo, su mundo se le vino abajo.

Yanette… En aquel instante cayó en cuenta en la coincidencia de nombre. Le hubiese gustado saber de dónde había sacado su madre el nombre para su hija perdida. Lamentablemente, jamás lo preguntó y jamás se lo dijeron. Era paradójicamente doloroso que aquella pérdida tan dolorosa compartiera nombre con aquella anciana tan malvada. Esa niña de todas formas no merecía recibir tamaña herencia.

Era mucho en qué pensar. Demasiado que procesar. En aquellos momentos tan oscuros agradeció la presencia de Susan. Ella la recibió con un gran abrazo conciliador. Un abrazo que le dejó presente que no estaba sola. Ella y sus padres fueron muy amables. La recibieron con una cena sencilla pero abundante. Ella apenas pudo comer. Tenía el estómago anudado. Jacob y Jimmy tampoco comieron mucho ni hablaron tampoco. Hubiera dado lo que fuera para que no estuvieran pasando lo que estaban pasando. Lamentablemente, el destino parecía ensañarse con su familia. Todo esto la superaba.

No vio a Jack. El conejo fue instalado en el cuarto de invitados y desde ahí no volvió a salir. No bajó a cenar. Susan le llevó la comida en una bandeja, y bajó diciendo que no quiso comer absolutamente nada. Le contaron que se quedó pasmado, en silencio, con la mirada perdida. Aquella descripción era tan parecida a la de su padre mientras era llevado por la policía. Cuando toda esperanza se esfuma, ya no hay razones para respirar.

Esa noche ella se quedó en el cuarto de Susan. La osa le ofreció su propia cama, mientras ella extendió un saco de dormir a su lado. Jacob y Jimmy fueron instalados en el living de la casa. Ella conocía aquel lugar a la perfección. Era una casa grande hecha de cemento y madera de roble. Tenía adornos tradicionales hechos de madera y papel. En el segundo piso se encontraba el cuarto matrimonial, el de su hija y el cuarto de invitados en donde pernoctaba Jack. El cuarto de Susan parecía ser pequeño por culpa de todos los muebles mal organizados. Las paredes estaban tapizadas de posters de distintas boys band. Tenía dos roperos atestados de ropa, un escritorio cargado de libros y una cama ocupada casi a la mitad por ositos de felpa. También tenía un sofá y un televisor en el único rincón de la pared no cubierta de posters.

Carl no se dio cuenta en qué momento se había quedado dormido sobre el sofá. Recién se percató de aquello cuando Ella Mental lo despertó. Se sentía confundido mientras restregaba sus ojos y se estiraba sobre el mueble. La mañana había arribado sobre la cabaña. La chimenea aún conservaba su fogata incandescente. Ella se encontraba de pie junto a él con un tazón humeante.

—¿Chocolate caliente? —le ofreció con una sonrisa.

—Gracias —se lo recibió aun somnoliento.

Tras beber un sorbo, terminó por quemarse la lengua.

—Sopla primero —le aconsejó la tigresa aguantándose la risa.

Aquel dolor producto de la quemadura lo despertó más rápido que el shock de cafeína más fuerte del mundo. Apuntó su mirada seria hacia Ella.

—¿Me vas a dar el amnesialeto? —le preguntó.

—Aún me debes un juego de damas chinas —le respondió.

Carl suspiró. Sabía que después de todo, debía regresar al ruedo.