En memoria de Amada Trinidad Candia Riquelme. Gracias a ella conocí a Yin Yang Yo.
Amor Prohibido - Capítulo 71
—Buenos días.
Ella Mental se desperezó inconsciente de su entorno. Se encontraba sobre su cama en su habitación. La cama parecía inmensa con sus dos plazas. La tigresa se encontraba bien arropada con cinco frazadas, un cubrecama de polar y más ropa. Su habitación se encontraba tan desordenada como siempre la había tenido desde que se había mudado a aquella cabaña en Alaska. Abrió los ojos luego de restregárselos. Le parecía haber oído una voz saludándola, pero se lo atribuyó a su imaginación.
Lentamente se volteó hacia un costado. Por un momento le pareció ver a Carl instalado en una silla. Tuvo que voltear varias veces para convencerse de la verdad. Hubiera saltado con el corazón a mil por hora si no fuera porque la escena no era para nada repentina ni atemorizante. Ahí se encontraba la cucaracha con un tazón verde humeante.
—Te traje un café —le dijo ofreciéndole el tazón.
Mientras aún se cuestionaba por qué él estaba allí, recibió el tazón humeante. Bebió un sorbo inconsciente y sintió el dolor en su lengua.
—Sopla primero —le advirtió Carl tras una leve risa mientras la tigresa soplaba con vehemencia.
—¿Qué haces aquí? —tartamudeó entre toces.
—Todo terminó —sentenció Carl con seriedad.
—¿Eh? —cuestionó alzando una ceja.
—¿No te acuerdas?
La mente de la tigresa quedó en blanco. Poco a poco el color empezó a invadirla. Recuerdos que no sabía de su existencia la asaltaron de pronto. Eran como una visión de la memoria de otros, para luego recibir la sensación de haberlo vivido. Era una sensación de no recordar aquellas imágenes para luego sentir que eran tan propias como su vida. Nunca había sentido una confusión mental tan extraña. Carl la observaba estático cuan celador. Pareciera que las piezas lentamente iban cuadrando.
A kilómetros de distancia, Yin se encontraba prácticamente aislada de todo el mundo, encerrada en su cuarto del hospital. El silencio era su mejor y única compañía. Estaba al tanto de todo, y eso le repercutía en la mente. Apenas había despertado, Jobeaux fue el único rostro familiar que pudo ver. No sabía cómo sentirse al respecto. No podía cuestionar la realidad. No especialmente luego de que él se encargara de poco a poco explicarle los hechos. Fue él quien le contó de la pérdida de uno de sus gemelos. Fue él quien la mantenía al tanto respecto al estado de salud de Yuri. Fue él quien le contó la situación del resto de sus hijos. Fue él quien le comentó de su situación legal. Fue él quien le informó que había dos policías haciendo guardia justo afuera de su cuarto. Fue él quien le confesó que Yang se había logrado salvar de su prisión. Fue el quien le reveló cuánto había repercutido en el mundo su relación con su propio hermano.
Era demasiado. Se hundía en un mar de problemas revolcados en el silencio y la soledad. Sentía que su vida se había hecho añicos. No tenía a nadie. No tenía nada. Todo lo había perdido. No quedaba nada para ella. El más grande de sus secretos ya era de conocimiento público. Su mayor temor era una realidad que la esperaba tras cruzar el umbral. Su familia había quedado destrozada. Sus hijos, su pareja, estaban tan lejos que no podría tan siquiera alcanzarlos. Se sentía tan fuera de esta realidad que todo le parecía ciencia ficción. No le quedaba otra que despedirse de su pasado.
Su jueguito de la familia feliz terminó.
El golpe de la puerta la despertó violentamente. Sin esperar respuesta, la puerta se abrió, dando paso al ya tan conocido goblin.
—Hola Yin —la saludó—. ¿Cómo te encuentras hoy?
La coneja quedó en silencio. ¿Qué responder ante aquella pregunta? No tenía una respuesta que lograra convencerla.
—Vengo de cuidados intensivos —le contó cerrando la puerta detrás de sí—. Me informaron que Yuri acaba de despertar.
—¿En serio? —Yin sitió el remezón de su cerebro ante aquellas palabras.
—Te dije que ella era fuerte —le comentó Jobeaux acercándose a la cama con una enorme sonrisa—. Ahora se encuentra en revisión. Haré lo posible para que te dejen verla.
Un escalofrío recorrió de golpe todo el cuerpo de Yin. La coneja apretó los puños sobre las sábanas.
—¿Ocurre algo? —le preguntó el goblin al notar aquella reacción.
Aunque tenía deseos de volver a ver a su hija, de poder abrazarla, de poder sentirla, su vergüenza era superior. Sentía que le había fallado. Sentía que les había fallado a todos sus hijos. Sentía que le había fallado hasta a Yang. Así se explicaba su desaparición. Se sentía responsable por la familia que había construido. Había dejado que el secreto se terminara por filtrar al mundo. Ahora su familia se hallaba pisoteada por el escrutinio público. ¿Con qué cara podría ver a Yuri frente a eso? La había perdido. La había condenado a un hogar de menores. Le había destruido la familia.
Tenía que solucionarlo, aunque se le fuera la vida en ello.
—¿Yin? —preguntó el goblin con cautela. Estaba acostumbrado a esos baches de silencio en que la coneja terminaba perdida en su interior.
Jobeaux la observó con pesar. En medio de todo el drama solo estaba ayudando en lo que podía, aunque sabía que nada era suficiente. Hubiera querido leer su mente, calmar sus pesares, pero no sabía cómo hacerlo. Prefería callar y estar allí para ella.
La puerta nuevamente interrumpió el momento, ayudando a la coneja a escapar del pozo de las culpas.
—Me pregunto quién será —dijo el goblin tras oír los golpes.
Abrió la puerta con desconfianza, encontrándose con un extraño felino envuelto en un traje blanco.
—Buenas tardes —lo saludó con cortesía quitándose su sombrero—. Mi nombre es Pablo Schneider, abogado y antiguo amigo de la señora Yin Chad. Por casualidad, ¿ella se encuentra en esta habitación? Pregunté en recepción y me indicaron que se encontraba acá.
Jobeaux lo observó con ojo clínico de arriba hacia abajo, concluyendo con una sensación de desconfianza. Aquella sonrisa esbozada era demasiado risueña para alguien normal.
—Espere un momento —el goblin le cerró la puerta en la cara.
Jobeaux regresó junto a Yin, quien se volteó a mirarlo.
—¿Te suena alguien llamado Pablo Schneider? —le preguntó.
La coneja negó con la cabeza. No tenía las fuerzas ni las ganas de echar a volar sus recuerdos en busca de aquella persona.
—Afuera hay un tipo extraño que está preguntando por ti —le comentó rascándose la barbilla—. Decía que era un abogado. ¿No será algún colega tuyo? Es una especie de gato con orejas de zorro y colmillos de puma, ¿o era de chita? Ya no recuerdo bien. Lo que sí, estaba vestido completamente de blanco.
La mezcla de las palabras «felino» con «blanco» activó de un golpe sus recuerdos. Solo se podía tratar de una persona. Un nombre le vino a la mente, coincidiendo con el que Jobeaux recién le había mencionado.
—¡Pablo Schneider! ¡Claro que lo recuerdo! —exclamó de improviso.
Su memoria la llevó a los días de la universidad. Literalmente el primer día ella le tendió una mano para levantarlo del suelo. Él era un tipo muy alegre y simpático, con un dejo de ansiedad que cubría con una risa nerviosa. Se habían vuelto amigos durante aquellos años mientras estudiaban derecho. Tras el nacimiento de Jacob no lo volvió a ver. Una mezcla de sentimientos encontrados le cayó de golpe al percatarse que aquel amigo de antaño se encontraba de regreso.
—¿Quieres que lo deje pasar? —le consultó el goblin.
—¡Por supuesto! —exclamó la coneja.
Del otro lado del umbral lo vio venir. No había cambiado mucho desde la última vez que lo había visto. De pronto, pareciera como si los años no hubieran transcurrido en esta vida.
—¡Yin! ¡Qué alegría verte! —exclamó el felino con una sonrisa mientras se aproximaba a la cama.
—¡Pablo! ¡Qué sorpresa! —su visita le iluminó la vida a la coneja.
—¡Han sido tantos años! —respondió el felino alegre.
Se sentó en la silla y ambos terminaron por tomarse de las manos. Yin olvidó sus pesares en un instante. Se sentía como en aquellos días de universidad. Días en que luego de una tarde de clases, tenía la seguridad de que al volver a casa la recibiría su esposo con sus hijos.
—¿Cuántos años fueron? ¿Doce? ¿Trece? ¿Qué te hiciste? —le preguntó la coneja—. Cuando volví del postnatal de mi tercer hijo te desapareciste.
—Fue un postnatal algo largo —comentó el felino con una risa nerviosa soltándole una mano—. En ese momento decidí dejar mis estudios de derecho y me escapé de mi familia, la ciudad y el país.
—Fue un cambio radical —comentó la coneja.
—Fui a parar a la India —le explicó—. Allí aprendí muchas cosas. Algunos truquillos aburridos, otros interesantes —agregó riendo nerviosamente.
—¿Y cuándo terminaste tus estudios?
—Allá en India los terminé —le respondió—. Convalidé mi título acá, y aquí me tienes —el felino le sonrió con amabilidad.
—¡Vaya! Suena increíble.
—Te preguntaría cómo te ha ido en la vida, pero eso está saliendo en todas las noticias —continuó el felino soltando una risilla nerviosa—. De verdad lo siento mucho —agregó mirándola con seriedad—. Digo, no quisiera sonar impertinente, pero, ¿cómo?
—Preferiría no hablar de eso —le respondió.
—Sí, te entiendo.
Pasaron unos segundos silenciosos, amenazando con agriar el ambiente.
—Pero no importa —el felino volvió a sonreír—. Tuve la fortuna de conocer a algunos de tus hijos. El otro día, por ejemplo, había ido a visitarte a tu oficina. No te encontrabas, pero si me topé con tu hijo Jack. ¡Es enorme! Somos casi de la misma estatura —comentó largándose a reír—. Y pensar que la primera vez que lo vi era tan solo un pequeño conejito.
—¿En serio te encontraste con él? —la tensión había descendido para Yin—. Ya tiene catorce. ¡Espera! ¡En estos días cumplía quince! ¿Qué día es hoy?
—Diez de octubre —le informó Jobeaux.
—Su cumpleaños ya pasó —continuó con pesar—. Y pensar que ya estaba pensando cómo celebrárselo hasta antes de todo lo que ocurrió —levantó la vista hacia Pablo y continuó—. Hace poco fue el cumpleaños de Jacob, y fue todo tan tranquilo. Los niños comieron pastel, Jacob recibió muchos regalos…
—Tranquila Yin —intervino Pablo—. Te prometo que volverás a reunirte con tus hijos.
A la coneja se le cortó la respiración. La realidad nuevamente volvía al ataque.
—Yo además de venir a saludarte y todo eso, te venía a ofrecerte mis servicios —Pablo le contó con seriedad—. Sé que después de lo que pasó, vas a necesitar asistencia judicial y…
—Recuerda que también soy abogada, Pablo —lo interrumpió—. Puedo defenderme sola.
—¡Vamos Yin! —insistió el felino—. Como dicen por ahí, dos cabezas piensan mejor que una. ¡Quiero ayudarte! Además, lo voy a hacer completamente gratis. ¡En serio! No te voy a cobrar nada de nada. ¿Qué me dices?
—Que agradezco tu oferta, Pablo —respondió la coneja—, pero no quiero involucrar a más personas de las necesarias en este asunto.
—¡Vamos! Para mí no es problema —insistió presionando su mano sujeta—. Además, sé que estás delicada por tu embarazo. Debes cuidar a tu hijo que viene en camino. ¡Déjame a mí los papeles legales! Te prometo que te sacaré en limpio.
Aquella mirada tan pulcra y decidida del felino y aquella sonrisa de antaño eran una invitación a la confianza. A pesar de ello, no podía olvidar que el tema en que se encontraba involucrada era delicado, demasiado delicado para confiárselo a alguien. ¿Sería capaz alguien como Pablo de ayudarla realmente? ¿Alguien realmente podía ayudarla en momentos como este?
—Vamos, ¿qué me dices? —insistió Pablo con una sonrisa ansiosa.
—Está bien —Yin aceptó tras un suspiro.
—¡Excelente! —exclamó con emoción—. Sé que un caso de incesto de este calibre es algo demasiado difícil de dar vuelta, pero ¡no te preocupes! ¡Estás frente a un profesional!
La coneja no pudo más que sonreír como respuesta. La visita de Pablo fue un salvavidas entre un mar de oscuridad.
Mientras tanto, en una oficina subterránea, un demonio en miniatura leía el periódico ofuscado.
—No puedo creerlo —masculló apretando las hojas con sus puñitos—. De verdad no puedo creer que se haya salido de control.
—Sí, yo tampoco me lo esperaba —Lucio se encontraba frente a él en el asiento opuesto.
—¡Tú eras el primero que debía preverlo! —le gritó el patriarca tirándole el periódico—. ¡Tú me recomendaste a Yin en primer lugar!
—Pero señor —replicó nervioso recibiendo el golpe—, cuando lo hice no tenía idea que ella…
—¡Cállate! —le gritó molesto poniéndose de pie sobre su asiento—. Esa tipa está en el ojo del huracán. ¡Fácilmente podría delatarnos! ¿Y sabes lo que eso significa? ¡El fin!
—¿Y qué es lo que tiene en mente?
—Matarlos —zanjó apuntándolo con su índice derecho—. Mátalos a todos. A la coneja, a su esposo o lo que sea, a sus hijos, a los testigos, ¡a todo el mundo! No quiero el menor de los rastros que nos vincule con esos enfermos. ¡¿Entendiste?!
Lucio quedó silenciosamente marcando ocupado. Sentía que era una propuesta demasiado radical para el problema. Confiaba en que Yin no los terminaría delatando. Y si lo intentaba, un simple escarmiento bastaba. Imaginaba una orden como ¡vigílala! O algo así. Encantado se entrometería en el ojo del huracán vigilando sus labios sellados y jamás traicioneros. La idea de usar sus armas era tan solo un recurso desesperado que no tenía en mente aplicar.
—¿Qué no me oíste? —replicó el Patriarca frente a él.
Tras reaccionar, el león se topó con la mirada furibunda de su jefe. Se encontraba sobre la mesa, con su rostro fijo a tan solo unos centímetros del suyo.
—¿Qué? —balbuceó aun confundido.
—¡Mátalos a todos! —repitió su orden.
—P-pero señor —replicó—, ¿no cree sería algo extremo?
—Momentos desesperados requieren medidas desesperadas —respondió regresando a su asiento de un salto—. Querido Lucio —prosiguió con un tono más condescendiente—, eres el asesino más eficiente que tiene nuestra organización. Eres el único que puede tratar un caso tan delicado como este. Nunca has dudado cuando se trata de matar, y espero que esta no sea la excepción.
Era en serio. La orden iba en serio. El león no pudo evitar sentir un escalofrío recorrerle la nuca. El Patriarca tenía razón en una cosa: nunca había vacilado en matar. ¿Por qué ahora era la excepción? ¿Era por ella? Quería evitar llegar a esos extremos, pero la orden era clara.
Debía matar a Yin.
En un lugar cuya ubicación no puede ser revelada, Yang se encontraba con la mente perdida. Se encontraba sentado sobre su cama. Llevaba horas, días así. Era un cuarto con paredes, techo y piso de un cemento liso y sin pintar. Aparte de la cama, solo había una mesita de noche donde había una lámpara. El cuarto era amplio y vacío. Una ventana con rejas le informaba cuándo era de día y cuando de noche. No era tan diferente a la celda que le había tocado visitar. La gran diferencia es que ahora podía salir de allí voluntariamente. A pesar de aquella libertad, no quería hacerlo.
No podía quejarse. Boris le traía la comida tres veces al día en una bandeja. Sara lo venía a acompañar en su silencio. El conejo no hablaba. Ni ganas tenía de hacerlo. Tras la experiencia tan chocante, su interior quedó congelado. No podía hablar. No podía pensar. No podía llorar. Solo vivía, respiraba, existía. Los días pasaban como un halo silencioso. Su corazón en tensión constante lo mantenía en una alerta frente a nuevas amenazas. Lo había perdido todo. Ya no tenía nada. No tenía al amor de su vida. No tenía a sus hijos. No entendía por qué aún seguía vivo.
—Yang.
Aquella voz lo hizo reaccionar por primera vez. Era una voz familiar y desconocida. Al levantar la vista, se encontró ni más ni menos que con Boris. ¿Él le había hablado? Lo quedó mirando fijamente. Quería ratificar si aquella voz era producto de su imaginación.
—La señora Prints me encargó que te pusiera al tanto sobre algo —prosiguió el lobo.
Tanto la voz, su emisor, y el mensaje, sorprendieron aún más al conejo.
—Sígueme —el lobo se dio la media vuelta y se dirigió rumbo a la salida. Se detuvo a medio camino, volteándose tras percatarse que Yang no se había movido. Con un ademán repitió su petición.
El conejo hizo un esfuerzo descomunal para descongelarse a sí mismo. Se puso de pie, y paso a paso, se encaminó hacia la salida. En más de una ocasión sintió que sus pies lo harían tropezar en el camino.
Ambos recorrieron un largo pasillo de cemento. Los focos colgantes eran su única fuente de iluminación. Yang no recordaba cómo había ido a parar allí. Todo había pasado tan deprisa a inconscientemente frente a sus ojos que no tuvo tiempo de meditar. Aquella caminata le estaba haciendo bien. El ejercicio le estaba ayudando a descongelar su interior. La curiosidad por lo que estaba viviendo era el distractor perfecto frente a sus problemas.
Tras una media hora de caminata por un pasillo interminable, finalmente ambos llegaron a destino. Era un cuarto acogedor, con un estilo tradicional de inicios del siglo veinte. Tenía varios muebles y estantes de caoba. El piso de madera estaba cubierto con una alfombra desteñida. Había un par de helechos plantados sobre macetas junto a la ventana. Había un televisor de los años cincuenta sobre una mesita con un mantel con encajes. En medio de la habitación, había una mesa de madera con varios papeles y carpetas sobre ella.
—Yang, la señora me pidió que te mostrara estos papeles —le pidió Boris mostrándole la mesa.
El conejo se acercó. El desorden de los papeles lo confundió aún más. ¿Por dónde comenzar? Lo primero que le llamó la atención fue el recorte de una noticia proveniente de un periódico.
«Gran sentencia al dueño de The Big Old».
El conejo leyó con atención la noticia. Hablaba que un tal Cooper Anton Prints había sido fuertemente castigado tras desfalcar a una empresa de maíz enlatado. Imaginaba que él era el esposo de Sara. Recordó que ella le había confesado que lo había perdido hace poco. La noticia era de hace poco más de un año.
«De acuerdo con las palabras de la abogada querellante, Yin Chad,...»
—Espera —alcanzó a balbucear ante de que su mirada se fijara en una fotografía. La acercó de inmediato, y pudo conocer al exesposo de la cierva. Los años podrían haber pasado, pero pudo reconocer de inmediato al gallo.
—Un momento —balbuceó impactado—. Yo… yo conozco a este tipo.
—Le recomiendo que lea este contrato —Boris le acercó una carpeta abierta.
De modo automático recibió el documento y le echó una rápida leída. Aquellas palabras confirmaron sus sospechas. El antiguo apellido del esposo de Sara era Trevor. Definitivamente era ese pollo.
Regresó su vista a la fotografía, luego a la noticia. Releyó todo. Poco a poco fue tomando más documentos y recortes. Cada uno de ellos era una pieza que formaba el mismo rompecabezas. Coop, el pollo que siempre iba tras la siga de Yin en su infancia y adolescencia, era el esposo de Sara.
—¿Y qué pasó con Coop? —preguntó.
Como respuesta, el lobo le acercó un recorte de un periódico.
«Empresario condenado muere en prisión». Era el titular.
El conejo tomó con rapidez el pedazo de papel y lo leyó con total interés. A grandes rasgos, los carceleros lo habían encontrado sin vida en su celda pocos días después de haber sido condenado. Jamás se llegó a un veredicto sobre las causas de su muerte. No había indicios de suicidio, ni de terceros que hubieran entrado a asesinarlo.
—Usted dijo conocerlo, ¿verdad? —la voz grave de Boris interrumpió sus pensamientos.
—Sí —balbuceó con la mirada aún pegada en la noticia—. Él era el novio de mi her… de Yin hace muchos años —bajó el papel de su vista y lo dejó lentamente sobre la mesa.
—¿Qué has dicho? —una voz familiar lo interrumpió.
Al voltearse, no vio ni más ni menos que a Sara. Estaba de pie en el umbral de la entrada.
—¿Qué acabas de decir? —la cierva se acercó lentamente hasta Yang.
—¡Sara! —Yang exclamó al verla.
—¿Coop fue novio de tu… de ella? —cuestionó con el rostro golpeado por la impresión.
—Fue hace muchos años —le respondió alejándose de ella rodeando la mesa—. Cuando nos fuimos de nuestro pueblo natal, no volvimos a saber de él hasta ahora —de repente se detuvo, mirando hacia la ventana—. Lo que no entiendo es, ¿por qué se involucró en este caso? ¡Estoy casi seguro que ella sabía a quién estaba demandando! ¿Por qué siguió? ¿Por qué no me dijo nada?
—Porque quería matarlo —sentenció la cierva con seguridad.
Yang se volteó ante aquellas palabras. La mirada de la cierva estaba cargada con una seriedad bordeando el odio. Jamás la había visto así.
—El caso fue un montaje —le explicó con una mirada fulminante—. A mi esposo lo involucraron en esa estafa. Supe que ella había estado detrás de todo eso. Jamás entendí por qué lo hizo o qué quería con él, hasta ahora.
—No puedes estar hablando en serio —replicó Yang—. O sea, es extraño que Yin haya estado metida en la demanda de Coop, pero de ahí a involucrarse en su muerte…
—¡Claro que lo hizo! —lo interrumpió con un grito. Sus ojos empezaron a humedecerse—. ¿Acaso no viste esos papeles? —agregó apuntando hacia la mesa—. Es la evidencia de la estafa. ¿Acaso no leíste la noticia? ¡Fue una muerte inexplicable! ¿Quién más que alguien con Woo Foo podría hacer eso?
—¡Ella no sería capaz de matar a alguien! —replicó el conejo.
—¿Estás seguro? —cuestionó la cierva.
El impulso quedó cortado. No pudo evitar recordar el peso de la culpa tras la muerte del Maestro Yo. En el momento en que se lo confesó a Yin, ella actuó de forma tan… fría. No se inmutó, no replicó, no lo encaró. El tema pronto pasó a segundo plano. Mientras él aún veía al fantasma de su padre en su subconsciente, ella se alejaba cada vez más de su vida. ¿Acaso no le importaba? ¿No le importaba su padre? ¿No le importaba el crimen cometido?
La duda había sido sembrada.
—Yang —Sara hizo un esfuerzo por calmarse—, ella le tendió una trampa. Lo encerró para facilitarle su muerte.
—No puede ser posible… —replicó el conejo desviando su mirada.
—La evidencia está sobre la mesa —Sara se aproximó a paso lento—. Documentos, correos, transferencias, escuchas telefónicas. Todo apuntaba hacia la estafa. Yin planificó todo esto.
La cierva quedó frente a Yang. El conejo desvió la mirada. La duda lo hacía temblar.
—Ella conocía a mi esposo —continuó la cierva con dolor—. ¿Qué es lo que tenían pendientes ambos para terminar así? ¿Acaso…?
—¡Ya basta! —desahogó un grito que le rasguñó la garganta—. ¿Qué quieres? ¿Venganza?
Yang le regresó la vista directo a los ojos de la cierva. Le regaló una mirada iracunda. Sus ojos comenzaron a inundarse de las tan esquivas lágrimas.
—¿Dime qué quieres? —le gritó a la cara.
—Quiero que sepas la verdad —respondió la cierva con firmeza—. Quiero que sepas con qué clase de persona estabas compartiendo tu vida…
—¡¿Me vas a venir a enseñar a mí quién es Yin?! —le gritó desbastado—. ¡Tú! Con suerte la has visto una vez en tu vida. ¿Me vas a venir a enseñar a mí? ¡He estado con ella desde antes de nacer, maldita sea! —sus sollozos comenzaron a apoderarse de él, dificultándole el habla—. ¡Ella no es un monstruo! Ella es la conejita más dulce y tierna que jamás podrías conocer. ¡Ella no mataría ni una mosca!
—¿Ni siquiera por su familia? —Boris interrumpió el momento.
Ambos se voltearon extrañados. Fue una interrupción tan anticlimática, que las lágrimas de Yang cayeron cuan cataratas, sin el menor de los sollozos.
—Boris, ¿qué es lo que quieres decir? —se le acercó Sara.
—El lobo suspiró, y prosiguió:
—No me gusta hablar sin evidencia, pero debo decirles que poco antes que detuvieran al señor Prints, él me había solicitado entregar unas cartas a una dirección. Me dijo que fuera por la noche y que fuera discreto. Aprovechando que los sobres no estaban sellados, aproveche de leer una carta sin que él supiera.
—¿Y qué decía? —se adelantó Sara.
Aquella noche helada, el lobo se detuvo bajo un faro cercano a la casa de Yin. Abrió el sobre y extendió el papel. Con letras recortadas de revistas, decía:
«Sé que estás casada con tu hermano, Yin».
