Hoy publicamos más temprano producto de las elecciones en Chile. ¡Anda a votar! Elegimos presidente, senadores, diputados y CORES (consejeros regionales). De todas formas nunca es tarde para recordar nuestra consigna:

El fascismo no tiene cabida en una sociedad libre y democrática.

Ya saben por quién NO votar.


Amor Prohibido - Capítulo 76

—¿Estás lista?

Recién el primero de los tres soles estaba asomando por el horizonte al momento en que Yang cerró la puerta de la academia para siempre. Hace demasiado poco había muerto su viejo padre como para tomar la decisión de dejar absolutamente todo atrás. Pero ya no les quedaba otra. El vientre de su hermana se estaba comenzando a notar y no quería levantar suspicacias.

Ella afirmó con la cabeza, dando la señal para la partida.

Se alejaron un par de pasos. Ambos se voltearon por última vez hacia la academia. Aquel lugar los había albergado durante siete años. Fueron siete años que les cambió la vida. Escapando desde un orfanato, ambos descubrieron al interior de su edificación lo que era una familia. Aprendieron bajo su alero todo lo que era el Woo Foo. Hicieron nuevos y grandes amigos. Conocieron el amor, y el incesto. Recuerdos que dejaron huellas al interior de aquellas paredes que estaban dejando atrás. No había otra alternativa. Había que ser fuertes. Había que dar el salto.

Era un verdadero salto de fe. El futuro era demasiado incierto. Lo único que sabían, era que iban a salir adelante junto con el fruto de su amor que estaba germinando en el vientre de ella. Paso a paso, se alejaban del pueblo que los vió crecer. Paso a paso, se dirigían hacia su destino, su futuro, sus sueños. No habían planificado mucho. Solo habían reunido unas pocas cosas personales y todo el dinero que encontraron. Solo iban a caminar sin rumbo fijo hasta encontrar una oportunidad. Debían llegar tan lejos que su parentesco de hermanos no fuera conocido. Solo en ese instante, podían comenzar a ser llamados marido y mujer.

Caminaron durante todo el día. Se fueron por la orilla de una carretera hasta que tomaron un camino de tierra que parecía abandonado. Almorzaron los frutos de unos árboles frutales que encontraron en el camino. Recolectaron naranjas, manzanas, peras y cerezas. La naturaleza se entremezclaba con la urbanidad de los sectores rurales. Se encontraban con alguna que otra casita pintoresca que echaba humo por su chimenea. Al principio ambos caminaban con nerviosismo, temiendo que alguien los estuviera siguiendo o los reconociera. Con el transcurso del día y de la caminata, se fueron liberando de las ataduras que los mantenían cautivos desde hace años. Ya habían roto varios tabúes y cientos de barreras. Una más era parte de la rutina.

Al atardecer llegaron a un camino principal sin señales siquiera de una aldea. No les importaba mayormente dormir a la intemperie. La primavera les había regalado días agradables y noches frescas. De hecho preferían dormir afuera para ahorrar dinero. Estaban acostumbrados, Durante sus días de entrenamiento más de una vez fueron enviados a misiones Woo Foo que duraban semanas enteras y se veían obligados a dormir en el suelo. Se desviaron por un camino secundario en busca de un lugar tranquilo.

—¡Mira Yang! —exclamó Yin asombrada mirando a través de unos arbustos.

El conejo se asomó y vió la razón del asombro de su hermana. En medio de un prado había un inmenso árbol solitario. No era un árbol cualquiera. Tenía un tronco delgado, pero largas y entramadas ramas disparadas al cielo, completamente cubiertas de pequeñas flores rosas.

—¡Vaya! —comentó Yang con cierto desgano. No era muy fanático de la botánica para que un árbol pudiera sorprenderlo. A diferencia de él, a Yin le fascinaba este tema, quedando impresionada ante la maravilla que presenciaban sus ojos.

Sin pensarlo dos veces, la coneja se dirigió hacia la base del árbol seguida de su hermano. Junto al tronco, ella se maravilló por el mar de flores que se mecían al compás del viento. Giró un par de veces mientras la naturaleza la recargaba de una alegría que solo los colores de aquel árbol le podían dar. A un par de pasos de distancia, Yang la observaba con las manos en los bolsillos. Sonreía conforme y feliz. Le encantaba verla así de contenta. Yin se maravillaba de cosas sencillas, sutiles. El vuelo de un ave, el paso de una ardilla, el crecimiento de una planta. Después de tantos sufrimientos y penurias, se le hinchaba el corazón de felicidad al ver que por fin se posaba una sonrisa en ella.

—¿Sabes qué árbol es este? —le preguntó la coneja una vez instalados bajo su alero. Ambos recostaron sus cabezas sobre el tronco, quedando bajo el mar de pétalos que se mecían en un baile hipnótico.

—No —contestó a secas. Solo podía perderse en la mirada celeste de su hermana mientras la rodeaba con su brazo por sobre el hombro. Ella en cambio lo abrazaba sobre el torso.

—Es el árbol del amor —Yin sonrió—. Es mi árbol favorito.

—Hace un rato dijiste que era el cerezo —objetó.

—Cualquier árbol es hermoso si te cobija junto a la persona que amas —respondió acariciándole suavemente el mentón.

Mientras el conejo le buscaba el significado a aquellas palabras, ella se encaramó y le regaló un tierno beso en los labios. Él se dejó llevar por el momento rodeándola con su brazo libre por la cintura. Ambos quedaron abrazados, sellando el momento con un largo y cálido beso. Era el fin de una era, y el inicio de una nueva historia. Era la promesa de un amor eterno que lucharía contra viento y marea por existir. Un amor que debía volverse fuerte día a día, que tendría que lidiar con cientos de obstáculos. Un amor deseoso por demostrar que podía resistir el paso del tiempo, las dudas, los temores. Un amor dispuesto a enfrentar los prejuicios, a desafiar a la sociedad, y hasta a la propia biología.

Yang no volvió a ver un árbol del amor hasta dieciséis años después. La siguiente vez que se topó con uno fue su perdición.

No había mayor diferencia entre aquel cuarto y la cárcel. Estaba solo, aislado. No sabía cómo estaba girando el mundo allí afuera. El lugar era tan deprimente, más aún con el último golpe. No tenía ganas de seguir en este mundo. No quería pensar, pero no podía evitarlo. Los recuerdos del pasado se revolvía y le enrostraban una historia que quería olvidar. El rostro del debilucho pollo que conoció en su infancia lo visitaba cuando más deseaba olvidar. Recordaba el camino que el ave recorrió para intentar conquistar a su hermana. Los intentos, los rechazos, la dignidad cada vez más destrozada. El momento de gloria cuando finalmente fue digno de la coneja, para terminar siendo la cortina para ocultar una relación aún más turbia. Todo quedó sellado tras su regreso a través de aquel artículo del periódico que Boris le presentó.

Coop era un ave molesta, con un cloqueo constante y un vestuario sacado del siglo antepasado. A los catorce años recibió el apellido Trevor gracias a un ostentoso empresario local que desposó a su madre. En aquel tiempo había cambiado en ciento ochenta grados convirtiéndose en un musculoso confiado que siempre vestía de negro. Yin se enamoró de sus músculos y su estilo, nada más. Yang lo sabía perfectamente. Mientras que las salidas a la feria, al parque y a combatir villanos eran para el pollo, los momentos de intimidad en su habitación eran para él. No le importaba. Él mismo tenía a Lina para los mismos propósitos. Ese era el trato. Ese era el juego. Así era su vida.

Yin. Cada día la extrañaba más. Si pudiera escoger a alguien con quien compartir su soledad, sin duda la escogería a ella. Extrañaba su compañía, su presencia en su vida. Extrañaba escuchar su voz, oír su risa, compartir su vida. Extrañaba su determinación, su paciencia, su belleza, su delicadeza. Extrañaba su aliento en el beso, su cuerpo sobre el de él. Extrañaba su esfuerzo, su ímpetu, su inteligencia. Extrañaba cuando ponía órden en su familia, cuando llegaba del trabajo, cuando cenaban juntos.

La había perdido por una ilusión. Se había dejado llevar por un sentimiento que se rompió como huevos en el suelo. Aunque Sara había sido muy amable durante aquel cautiverio, ya nada era igual que antes. La distancia aumentó especialmente luego de descubrir que ese mismo molesto pollo fue su esposo. No podía evitar ver a aquel plumífero cuando se volteaba a verla. La pasión había muerto.

En aquel momento una cosa le aquejaba. Aquella dulce y tierna conejita que no quería lastimar ni siquiera a los trolls de aquel juego de la feria, contrastaba completamente con la descubierta en su cautiverio. ¿Realmente había matado a Coop? Le costaba creerlo. ¿Ella, una asesina? Si a él, que se consideraba más rudo, aún le carcomía la conciencia la muerte de su padre, ¿qué sería de ella, cargando una muerte? Su cautiverio era un mar de preguntas sin respuestas.

—¿Yang?

La puerta se había abierto, dando paso a la cierva. Traía una bandeja con comida. Por la sopa, la porción de pan y el vaso de leche, infirió que se trataba de la cena. La luz exterior proveniente de la ventana le confirmó la hora del día.

El conejo suspiró. No tenía mucho con qué mantenerse ocupado. Sara le había preguntado varias veces si necesitaba algo con qué distraerse. Él se negó en todas las ocasiones. No era un conejo que disfrutara del encierro. Prefería distracciones al aire libre. No podía evitar recordar frente a esto los días en que usaba a sus hijos como excusa para salir durante la cuarentena de la pandemia del Coronavirus hace una década atrás.

—Te traje la cena —le informó mientras se acercaba y se instalaba junto a él sobre la cama—. La sopa la hice yo misma.

—Gracias —respondió escuetamente. Nuevamente un silencio gélido se cruzó entre ambos.

—¿Estás bien? —Sara intentó atravesar el hielo.

—Sí —respondió centrando su vista en la bandeja colocada sobre su regazo. No había mucha comida. Últimamente no estaba comiendo mucho de todas formas.

—No debimos decirte lo de mi esposo —confesó la cierva con pesar.

El silencio la invitó a proseguir.

—Desde que te contamos con Boris has estado… diferente —se sentía la duda de pisar por terreno desconocido—. Quisiera saber qué pasa por tu cabeza.

El conejo sintió el abrumante peso sobre sus hombros. La presión sobre su cabeza aumentó de golpe, junto con la desesperación de tener que dar una explicación.

No actuó a tiempo. la cierva tomó la iniciativa. Lo rodeó con uno de sus brazos por sobre el hombro, hasta tenerla a un par de centímetros cara a cara.

—¿Dónde está el Yang que me prometió amor eterno? —la voz de la cierva sonaba afligida y temblorosa—. ¿Dónde está el conejo que me había prometido divorciarse de su esposa para quedarse conmigo? ¿Dónde quedó toda la ilusión?

Yang no era de piedra. Aquel momento le paralizó el corazón. A fin de cuentas le había seguido el juego a Sara. Ella estaba tan comprometida con esta relación que no era sencillo acabarla. Lamentaba haberla aceptado. Lamentaba tantas cosas. Su vida prácticamente era una seguidilla de errores. Ni siquiera se dio cuenta cuando ella posó sus labios en los suyos. Ella buscaba un poco de amor a través de este gesto. Él ya no sentía nada.

Ella notó la indiferencia. Era como besar a la pared. Tan fría, tan dura, tan indolente. Ella se había terminado enamorando. Se había terminado ilusionando. Su venganza, sus intenciones, su misión, absolutamente todo, había pasado a segundo plano. No encontraba el momento de mostrarle el test de embarazo. Estaba lista, dispuesta a ayudarlo a borrar su pasado. Aún le quedaban recursos para comenzar una nueva vida junto a él. Viajar a aquel idílico y escondido lugar del mundo en donde no lo reconocieran como el conejo incestuoso. Todo con tal de iniciar una nueva vida junto a él, y su futuro hijo.

—Yang —se separó de él y lo tomó de las manos—. Te prometo que recuperaré ese amor perdido —intentaba mantenerse estoica a pesar de sentirse muriendo por dentro—. Por tí, por mí, y por nuestro hijo —colocó una de sus manos sobre su vientre.

Yang la observó con la mirada vacía. Dentro suyo aún se cuestionaba qué tan cierto era que Yin hubiera matado a Coop.

—¿Yang? —la cierva comenzó a preocuparse—. ¿Estás ahí? —pasó su mano por frente de sus ojos para llamar su atención.

El conejo agitó su cabeza para lanzar sus problemas lejos. Nuevamente se sentía perdido en el tiempo y el espacio. Le pasaba demasiado a menudo de lo que debería.

—Perdón —dijo finalmente—. ¿Qué decías?

—¡Que estoy embarazada! —anunció con alegre esperanza—. ¡Vas a ser papá!

Eran palabras sin significado para el conejo. La mirada vacía regresó a sus ojos, cosa que nuevamente preocupó a la cierva.

—¡¿Yang qué te pasa?! —el miedo estaba comenzando a tomar control de ella. Se puso de pie y lo observó directo a sus ojos.

En un último intento por mantener el control, Yang respondió:

—Lo siento —dijo agarrándose la cabeza—, es solo que estoy cansado. Mañana estaré mejor —agregó regalándole una sonrisa nerviosa.

La cierva no hallaba cómo reaccionar. No se esperaba tal reacción tras el anunció de su embarazo. Parecía tan distraído que temía que hubiera algún vestigio de aquel problema cerebral que tuvo la otra vez. Aquella teoría comenzaba a cobrar fuerza en Sara.

—Traeré a un psiquiatra apenas pueda —dictaminó.

—No, no, no —respondió negando repetidamente con la cabeza—. Estoy bien.

—Estás más distraído que de costumbre —afirmó—. Comes poco, casi ni hablas, no respondes.

—Debe ser el encierro —la interrumpió.

—Sabes que no podemos salir —le explicó regresando a su asiento—, no mientras no pase el asunto.

Yang nuevamente suspiró pesadamente. Tampoco podía concebir que la noticia de su relación incestuosa se hubiera difuminado por todo el planeta. Le parecía un chiste de mal gusto de Sara. Aunque, en contra de sus propios recuerdos, también le costaba creer que la policía estuviera al tanto de su caso. Se sentía flotar en el purgatorio, ante la espera del fin de la eternidad. Su vida era una obra de teatro mediocre.

Nuevamente se encontraba solo en el cuarto. Ni siquiera se dio cuenta de cuándo Sara se fue. La sopa se enfrió sobre su regazo. No valía la pena beberla. Dejó la bandeja junto a la cama. La duda sobre la realidad de los hechos le empezó a molestar como picazón en la espalda. Tenía la fiera necesidad de volver a ver a Yin. Quería abrazarla, sentir su calor, escuchar su voz, tener sus manos, su cuerpo. Quería hablar con ella. Necesitaba que ella le dijera la verdad. No podría creer en la muerte de Coop en sus manos a menos que ella se lo dijera con sus propias palabras.

Sus puños del dolor rompieron la pared de concreto como si fuera cartón. El ímpetu de la búsqueda de respuestas fue suficiente motivación para regresar al ruedo. No sabía dónde estaba ni a dónde iba. Solo quería correr. Quería volver a sentir la libertad, el aire fresco, sus piernas recobrando su labor en el mundo.

Estaba rodeado de árboles y ramas. Parecía estar inmerso en un bosque, cargado de matorrales que le impedía encontrar alguna ubicación. El conejo más bien disfrutaba del momento de estirar las piernas mientras buscaba hacia dónde apuntar su destino. Saltaba de rama en rama, de arbusto en arbusto. Eran grandes zancadas que le recordaban aquellos días en que practicaba Woo Foo. Acción, movimiento, la alerta de una comadreja hiperactiva. Solo era pensar menos y correr más. Era pan comido para él.

—Sí, sigue corriendo,Yang Chad.

Desde una ventana ubicada en la azotea del edificio que mantenía cautivo a nuestro conejo, Boris lo observaba a través de unos binoculares. Su sonrisa de satisfacción lo acompañaba mientras el conejo exploraba el lugar bajo la luna llena. Detrás de él, sobre un sillón, se encontraba Sara. Un profundo corte a la altura del cuello se desangraba contínuamente. Podría hablarse de un feroz degollamiento, al borde de la decapitación. Una cuchilla de guerra, filosa, brillante, de mango negro, causante del corte, yacía enterrada completamente sobre el vientre de la víctima.

El lobo, tras voltearse a ver la macabra escena, y regresar a la ventana, no pudo evitar lanzar una gruesa, tétrica, rasposa, y aterradora risotada.

Todo estaba sucediendo de acuerdo al plan.

En medio de la noche Yang corrió, saltó, voló. Finalmente salió a un prado que le permitió ver mejor hacia adelante. Las sombras palidecieron frente a la luz de la luna. El conejo prácticamente cayó de rodillas frente a lo que de improviso lo golpeó a través de sus ojos.

Era el árbol del amor.

Era el mismo árbol que hace dieciséis años albergó sueños de juventud. El árbol que protegió a dos fugitivos que buscaban desafiar a la misma naturaleza con su amor. ¿Lo habían conseguido? ¿Realmente habían logrado superar todos los obstáculos? Finalmente el incesto es una serie de infinitos obstáculos. Jamás se pueden superar todos. Había fallado en el último.

Se acercó y se arrodilló frente al tronco. Las flores se mecían igual que hace dieciséis años. El tiempo parecía no haber transcurrido. Ya le parecía ver a Yin dando vueltas mientras disfrutaba del espectáculo. Recordar su sonrisa fue una puñalada en su corazón. Las lágrimas brotaron repentinamente. El árbol era el único que podía consolarlo. Se aferró a su tronco mientras los sollozos aumentaban su intensidad. Hubiera dado lo que fuera por regresar a aquella noche hace dieciséis años. Por volver a tenerla entre sus brazos. Por vivir la ilusión de un futuro cargado de incertidumbre y amor.

El conejo había conseguido lo imposible, y lo había perdido todo.

Cuando las lágrimas se habían acabado, el conejo simplemente se quedó tirado en posición fetal junto al tronco. Deseaba un abrazo de su hermana. Algo que lo consolara. Una pista del camino que debía recorrer. Se sentía tan perdido en medio de la noche.

No. Ese no era el final. No era la derrota para Yang. Mientras él pudiera respirar, había esperanza. Cargado de una naciente determinación, se colocó de pie. Las ramas meciéndose le daban el impulso para avanzar. Apretó los puños mientras se secaba las lágrimas sueltas.

Aún podía recuperar a su familia.

Dejando atrás al árbol, se puso en marcha a toda prisa. A partir de este punto sabía cómo continuar.

Contra viento y marea. Contra todo el mundo. Contra la propia naturaleza. Contra su pasado, sus errores, la autora, contra absolutamente todo, él estaba dispuesto a luchar.