Amor Prohibido - Capítulo 84 (Amor Poliamoroso - Capítulo 4)
—Hemos llegado.
Los bolsos, maletas, cajas, carteras, habían aterrizado en el suelo. Yang rodeó a Yin con su brazo sobre los hombros, observando orgullosos su nuevo hogar. A su alrededor, cuatro conejitos observaban expectantes su entorno. El quinto conejito, un bebé de unos tres meses, dormitaba tranquilo en su coche. Los otros cuatro lentamente se fueron introduciendo a través del pasillo que les daba la bienvenida. Todo era tan nuevo, tan limpio, tan pulcro. Aún se podía percibir el olor a plástico en el aire. El nuevo hogar se veía lustroso en su máximo esplendor, algo completamente desconocido para todos.
—¡Quiero elegir cuarto! —exclamó de improviso un conejito de pelaje verde botella corriendo por las escaleras.
—¡Oye! ¡Yo primero! —lo siguió una conejita color púrpura corriendo para arrebatarle la que fuera que su hermano escogiera.
Sus padres los vieron subir por las escaleras, oyendo sus gritos de sorpresa, sus risas, su alegría y sus impresiones frente al segundo piso.
—¡Guau!
—¡Es enorme!
—¡Mira esta vista!
—¡Yo quiero este cuarto!
—Ya está la cuna de Jimmy aquí.
—¿Por qué le dieron el cuarto más grande?
—¿Porque es el menor y el consentido?
—¿Entonces cuál es mi cuarto?
Los padres se miraron entre ellos y se sonrieron mutuamente. Ellos habían preseleccionado las habitaciones de cada uno de sus hijos de acuerdo a las necesidades familiares. Lo importante era que cada uno tenía su propio cuarto, lo que es posible solo en una casa grande. Por fin ellos podían respirar el espacio en el ambiente. Ya habían dejado atrás el hacinamiento que estaban sintiendo.
—¿Mami? —una voz aguda interrumpió sus pensamientos al momento en que Yin sintió un leve tirón desde la falda de su vestido.
Al bajar la mirada, se encontraron con un pequeño conejito rubio de pelaje largo y enmarañado. Sus ojos lilas se veían aumentados a través de su anteojos de marco negro y plástico.
—¿Dónde está Yuri? —les preguntó con su vocecita.
En ese segundo los padres barrieron el entorno con la mirada en busca de su hija. Cuando el miedo comenzaba a apoderarse de ellos, unas risas infantiles llegaron a sus oídos provenientes desde el fondo.
—¡Yuri! —exclamó Yang corriendo hacia el fondo en dirección al patio trasero.
Efectivamente, una pequeña conejita rosa corría por el pasto con torpeza y una alegría infinita. Se cayó un par de veces, pero se logró poner de pie inmediatamente, continuando su carrera. Su padre se alivió al verla a salvo, y su corazón se contagió de alegría al verla tan feliz. La observó correr desde un extremo al otro del patio hasta que se lanzó bajo la sombra de un aromo y se quedó acostada, jadeando cansada mientras miraba el paso de las nubes.
Yang se acercó a ella, y se recostó junto al tronco, al lado de su hija. La pequeña le regaló una débil sonrisa. El conejo respiró profundo, sintiendo este momento. Pudo observar su nueva casa desde atrás. Le parecía una enorme y sencilla casa, con paredes blancas, ventanas cuadradas y algunos arbustos rodeándola. Su corazón se infló de orgullo al ver el fruto de su trabajo. En realidad era de Yin. Había ganado un par de casos importantes que le dio a la familia la soltura económica necesaria para mudarse a un lugar mejor. Regresó su mirada a la pequeña, y la abrazó como si fuera su pequeño gran tesoro.
Durante el resto del día se dedicaron a desempacar. Los mayores tuvieron el trabajo de desempacar sus propios juguetes y cosas. Yin se encargó de los más pequeños y Yang del resto de la casa. Para el conejo le era increíble lo que estaba viviendo. Se encontraba desempacando las cosas del cuarto que compartiría con Yin. sacaba uno a uno los portarretratos con fotos que congelaban momentos del pasado. La mayoría eran fotografías de ellos dos. Selfies locas tomadas en tiempos de juventud, en los días en que recién se habían fugado de casa. Otras pocas estaban acompañadas de sus hijos. Habían estampado el momento preciso en que cada uno de los cinco conejitos eran unos pequeños peluditos. ¿Todos los bebés son bonitos? ¿Especialmente si son peludos? Aquellas imágenes lo afirmaban.
Poco a poco, uno a uno, iba ubicando los retratos en torno a la habitación. Era un viaje a la nostalgia, una aventura al triunfo, un heróico camino. El día en que comenzaron esta aventura prohibida no tenían absolutamente nada seguro. Imaginaba que el día en que naciera la hija que Yin esperaba, terminarían apresados y perdiendo a la bebé entre los centros del estado. Jamás imaginó que durarían ocho años y contando. Más que los problemas del incesto, los problemas que más los aquejaron fueron los económicos. Afortunadamente, nada de lo que sufrieron pudo superar la unión familiar. Un amor que traspasó a la pareja y que envolvió a los pequeños en un ambiente cálido y seguro. A partir de ahora, este alto en el camino les daría el respiro necesario antes de continuar con lo que deparara el futuro.
No se había dado cuenta de que se había quedado pegado viendo un retrato que tenía entre manos. Se sentó sobre la cama que solo tenía el colchón encima. Era un retrato hecho de cartón pintado con témpera de muchos colores. Era de él con Yin, en el cuarto que tenían en su antigua academia Woo Foo. Estaban sentados en la cama de Yin, abrazados muy efusivamente. Sus miradas se encontraban a tan solo un par de centímetros de distancia. La sonrisa de ambos demostraba que aquel era el mejor minuto de sus vidas. Eran jóvenes, aparentemente para aquel minuto tendrían entre dieciséis o diecisiete años. El Yang que los observaba no pudo evitar sonreír. Su amor por ella se mantenía intacto desde ese minuto. Una locura de amor cuya llama aún ardía en sus corazones. Jamás se cuestionó sobre quién tomó la foto o por qué estaba en ese portarretrato.
Corría el año 2022. El coronavirus iba en retirada puesto que el mundo se había hecho naturalmente resistente al virus. Las mascarillas poco a poco eran abandonadas por la sociedad. En su reemplazo, la viruela del mono pretendía ser la siguiente amenaza. El calentamiento global amenazaba con acabar con el agua, algo que se estaba cumpliendo en latinoamérica. Las olas de calor, de lluvia, polares, erupciones volcánicas y tsunamis mantenían ocupado a gran parte del planeta. Afortunadamente, Argentina le regalaba una alegría a la región ganando el Mundial de Fútbol en Qatar. Mientras, Estados Unidos le buscaba pelea a Rusia en Ucrania. Medio Oriente seguía bajo el azote del Estado Islámico, mientras Europa resistía la crisis económica y la rabieta de los antivacunas.
Jimmy había nacido tres meses atrás, en uno de los partos más complicados que había tenido Yin. Su embarazo de por sí había sido complicado. La habían amenazado de ni siquiera bajarse de la cama bajo el castigo de sufrir un aborto espontáneo. Tras el nacimiento de Yuri, no se esperaba recibir otro hijo bajo las mismas circunstancias de la pandemia. Era una amenaza que se multiplicaba tras dar a luz a un hijo tan débil. Eran días de terror ante el peligro de que esa pequeña vida se esfumara. Yin se encargaba metódicamente de cuidarlo, medir sus signos vitales, y darle su medicina. Habían sido días agobiantes. Yang también se preocupaba, pero su labor era la de tranquilizar al resto de sus hijos. No podía permitir que el pánico se esparciera.
Aquella noche la familia cenó toneladas de pizza. Era lo más simple y fácil de mandar a pedir y comer. Era una fiesta por la inauguración de la casa propia. Yin bajaba luego de atender a Jimmy. El pequeño se había quedado dormido luego de su leche materna. La coneja cada vez sentía mayor confianza al dejar a solas al pequeño. Su instinto le decía que viviría. Yang mientras alimentaba a Yuri sobre su silla para bebés. La pequeña insistió en su pataleta hasta que él metió un trozo de pizza en la licuadora y le dió el colado a cucharadas. A su lado, Jacob lidiaba con un pedazo doble de pizza, manchándose completamente en el intertanto. Jack y Yenny aprovechaban para convertir la merienda en un concurso de comida.
—¡Vamos niños! —exclamó Yin entrando a la cocina—. Guarden un trozo para mí.
Mientras Jack y Yenny alegaban por el último trozo de la caja, Yin abrió una nueva con tal de mantener la fiesta en paz.
—¿Cómo está Jimmy? —le preguntó Yang al momento en que finalmente pudo darle una cucharada del colado de pizza a Yuri sin que terminara manchando algo. La pequeña se tranquilizó al momento de ver a su madre.
—Está durmiendo —respondió antes de darle un mordisco a su trozo—. Estará bien.
Yang simplemente sonrió de vuelta.
Las actividades domésticas habían absorbido la vida de la joven pareja. A los veintiséis años, un joven lo último que desea es hacerse cargo de cinco niños pequeños. Limpiar manchas de comida y vómito del piso, responder a los llantos de cualquiera, acabar con las peleas, encargarse de que se cepillen los dientes, que se bañen, cuidar al bebé para evitar que muera, mantener vigilada a Yuri. A pesar de aquello, nuestra pareja no se sentía avasallada por sus hijos. El secreto era el momento a solas. Una noche abrazados en la misma cama les daba las fuerzas necesarias para enfrentar lo que fuera que el destino les preparara al día siguiente. Aquella noche en particular, era la primera noche juntos en su nueva casa.
Ahí se encontraban. Era una habitación amplia y cómoda. Las luces del exterior lograban atravesar las cortinas oscuras, desplegando una penumbra por todo el lugar. La cama era amplia, blanda, suave. A pesar del largo día, ninguno de los dos conejos tenía sueño. Del abrazo y bajo el alero de la noche y del silencio, ambos disfrutaban de su primera noche de pasión en años. El espacio les ayudaba a no jugar en presencia de sus hijos. Cada pequeño tenía ahora su espacio, su mundo. Un monitor para bebés les informaría cualquier problema con los pequeños. La pareja aún se encontraba en grado uno, con besos y caricias que buscaban encender el momento. Hacía mucho tiempo que Yang no la tenía tan cerca. Desde el anuncio de la delicadeza de su embarazo hacía casi un año que ni siquiera la tocaba ante el temor de perder el embarazo. Ya habían pasado bastante miedo tras el nacimiento de Jacob, y querían evitar la repetición lo más posible.
—No puedo creer que pueda estar contigo —le dijo Yang en un instante en que tuvo la oportunidad de hablar.
—Aprovechemos que la noche es corta —respondió ella sin detenerse.
La pasión apresada por tantos meses se liberó de golpe aquella noche. La lujuria se extrañaba desde aquellos días de juventud en que la amenaza de lo prohibido les entregaba un plus al éxtasis del placer. Las amenazas y remordimientos eran cosas del pasado. Tras ocho años, se habían salido con la suya. El tiempo les había dado la seguridad de que estaban en lo correcto.
Ocho años. Incluso más. Ocho años fueron los cumplidos desde que abandonaron la academia Woo Foo. Ocho años desde la muerte del Maestro Yo. Pero desde antes el amor se había posado entre ellos dos. Desafiando las leyes de la sociedad, Yin y Yang se enamoraron. El inicio de esta idea era incierto. Ambos habían compartido una vida incluso desde el vientre materno. En algún punto la fraternidad debió convertirse en amor, pero ni ellos mismos podían definir el punto de inflexión.
Eso era lo que Yang meditaba tras el torbellino de pasión de aquella noche. La etiqueta de «hermana» de aquella mujer con quien compartía lecho era tan insulsa e insignificante que feliz recibiría un sexto hijo de ella. La dicha era inmensa. Habían recorrido un larguísimo camino desde aquel árbol del amor con que se toparon la primera noche. Volteó su mirada hacia la coneja que dormitaba a su lado. El silencio y el frescor de la madrugada lo tranquilizaba. Sabía que durante el día estaría con sueño, pero amaba disfrutar del momento. La noche te cargaba de dicha cuando has hecho las cosas bien. Él sentía que lo había hecho bien. Tantos vaivenes de la vida lo mantenía optimista para lo que vendrá.
Con el correr de los días, llegó un día esperado por todas las familias con niños en días de post pandemia: las clases presenciales. El estado de California había anunciado el regreso gradual a las clases presenciales, y nuestros conejos habían decidido envíar a sus hijos a la escuela. Para Yenny y Jack eran literalmente sus primeros días de clases. Aunque Yenny había vivido esa instancia con anterioridad, aquel momento se había quedado en el pasado hacía más de dos años. Jack en cambio, comenzaba su primer día en primer grado.
—¡Mamá! ¡Me pica el cuello! —alegaba Jack mientras intentaba tironear de su corbata.
—Quédate quieto —le ordenó Yin mientras nuevamente se la ajustaba.
—¿Debemos usar estas mascarillas? —preguntó Yenny bajándose la suya a la altura de la barbilla. Era una mascarilla para niños color blanca con estampados de Bob Esponja.
—Aunque la pandemia está en retirada, no quiero que traigan el virus donde Jimmy —respondió su madre mientras peinaba a Jack en contra de su voluntad—, además, aún queda la viruela del mono.
Ambos conejitos se encontraban perfectamente uniformados con sus chalecos rojos y sus corbatas de estampado escocés con tonalidades rojas. Yenny llevaba una falda del mismo estampado de su corbata y que le llegaba hasta las rodillas. Su hermano traía en cambio unos pantalones de algodón color gris y que le quedaban largos.
—¡Vaya! ¡Se ven adorables! —comentó Yang entrando al living—. Es hora de tomarles una foto.
Antes de que Yin comentara algo, el conejo sorprendió a sus hijos con una fotografía. Los pequeños se veían como si estuvieran disfrazados de adultos. Yenny sentía la ansiedad a flor de piel, frente a lanzamiento a la interacción social tras más de dos años de aislamiento. Jack sentía la confusión de no comprender a fondo qué estaba ocurriendo.
—¿Cómo se ven? —Yin se acercó a su pareja y se acercó a la pantalla del teléfono para observar con más detalle la fotografía—. ¡Se ven tan lindos! —exclamó con emoción antes de soltar el teléfono y acercarse a abrazar a sus hijos. Sus hijos le devolvieron el abrazo con el cariño que le tenían a su mamá. En eso se acercaron Jacob y Yuri, y aprovecharon el momento para sumarse al abrazo familiar.
—¿Y yo qué? —alegó Yang con una sonrisa.
Pronto, el conejo se acercó a su familia y les regaló un enorme abrazo que buscaba cubrirlos a todos.
—Estoy muy orgullosa de ustedes —les dijo Yin a sus pequeños uniformados una vez finalizado el abrazo—. Necesito que tomen sus mochilas y sus mascarillas. Debemos partir ahora.
Rápidamente, tanto la madre como sus hijos tomaron sus cosas con rapidez y se dirigieron rumbo a la salida.
—Recuerda Yang, debes darle el remedio del corazón a las nueve —le explicó Yin una vez que alcanzaron la salida—, a la diez la de las alergias, a las once el respirador, a las doce la inyección. Dejé en el refrigerador un poco de leche materna. Debes darle cien mililitros cada una hora. Calientala antes de dársela a setenta y siete grados celsius. ¡Y no te la tomes! —le advirtió en tono amenazante apuntándole con el índice—. También dale el inhalador a Jacob a las once, y sus remedios junto a su colación a las once y media. Ocúpate de sus clases en línea y no lo dejes ver televisión sensacionalista. ¡Y que no se te escape Yuri! No quiero sorpresas cuando regrese.
—Como digas —zanjó Yang aburrido.
Ante la mirada molesta de su pareja, agregó:
—¡Sólo bromeaba! —le dijo con una sonrisa nerviosa—. Me encargaré de todo. Tú ve tranquila.
Yin sonrió conforme, y se volteó dispuesta a emprender la marcha. Yang la tomó de la mano y la obligó a retroceder hacia él. Antes de que ella dijera nada, le regaló un suave beso en los labios.
—Que te vaya bien —le sonrió.
Ella le regaló una sonrisa de regreso mientras los colores se asomaban en su rostro.
—¡Awwwwn! —exclamó Yenny emocionada interrumpiendo el momento.
—Yo, debo irme —Yin escapó del segundo idílico, cayendo de golpe en la realidad.
De inmediato, se encaminó rumbo al auto que tenía estacionado, mientras llevaba de cada mano a cada uno de sus hijos mayores.
—Bien, ya son las ocho. ¿Qué quieren hacer primero? —habló Yang tras cerrar la puerta y voltearse hacia el resto de sus hijos. En ese momento se percató que Yuri no estaba presente.
—Jacob, ¿en dónde está tu hermana? —preguntó intentando ocultar su temor.
—No lo sé —el conejito se encogió de hombros.
En ese momento Yang se puso en marcha. Revisó cada rincón de la casa, el patio trasero, el segundo piso, el ático, el tejado, el antejardín, las calles aledañas. No estaba en ninguno de sus escondites antiguos, no estaba en ningún lado.
—¿Yuri? —preguntaba el conejo en cada rincón en donde intentaba probar suerte.
Yang entró en su habitación probando suerte en aquel sitio. Un fuerte y repentino mareo lo envolvió obligándolo a sentarse sobre la cama. Parecía como si el mundo hubiera entrado en una licuadora y girara a máxima velocidad. El segundo síntoma que cayó sobre el pobre conejo fue el dolor de cabeza. Fue un dolor agudo y generalizado. Era como si una fuerza interna amenazara con hacerla estallar mientras que una fuerza externa amenazara con aplastarla. No pudo evitar gruñir de dolor. Intentaba resistirse a gritar para evitar asustar a Jacob. Aún así el dolor era lo más insufrible jamás vivido.
«Yuri…»
Sintió que algo húmedo cayó por sus labios hasta su mentón. Al pasarse un par de dedos notó que era sangre. Era sangre que provenía de su naríz. Sangre que caía cada vez con más fuerza. El dolor no lo dejaba pensar. El mareo le impedía diferenciar el arriba del abajo. No pudo evitar lanzar un grito desgarrador. Un grito de rendición. Un grito de auxilio ante un dolor del que no podía escapar. Un último grito antes de irse a negro.
«Yuri…»
Balbuceaba un Yang maltrecho tirado en el suelo.
—¿Yang? ¡Yang!
—¡Oh cielos!
—¿Puedes escucharme? ¿Hola?
Yang se encontraba en la misma habitación matrimonial, pero que había sido completamente desvalijada. Junto a él, Carl intentaba revisarlo para descubrir su estado de salud. A su lado, Ella Mental e Indestructi Bob lo observaban absortos, impresionados, con curiosidad. El conejo traía su ropa cubierta de polvo y manchas de dudosa procedencia. Tenía los ojos enrojecidos y con sangre de narices. Se encontraba despierto, pero parecía confundido. Balbuceaba cosas inteligibles. Carl lo iluminaba con una linterna, en un intento de hacer un diagnóstico.
La casa que la familia Chad había comprado un día del 2022, hoy estaba en su peor estado. Había sido completamente desvalijada. Se habían llevado absolutamente todo: ropa, utensilios, herramientas, aparatos, hasta muebles, plantas, cables y cañerías. Incluso el aromo plantado en el patio había sido arrancado de raíz. Las paredes habían sido rayadas y meadas. Todos los vidrios se habían roto. El lugar olía a una mezcla inmunda de orina, alcohol y marihuana. En uno de los cuartos del segundo piso había una reunión de vagabundos y una orgía auspiciada por las drogas duras. Yang se encontraba tirado en el cuarto matrimonial totalmente alejado de esta realidad.
—Está mal —sentenció Ella.
—Debemos llevarlo al hospital. ¡Ahora! —replicó Carl volteándose hacia la tigresa.
—Llamaré a una ambulancia —anunció Ella sacando un teléfono de su bolsillo.
Bob no dijo una palabra. Observaba al conejo luchar por su vida mientras Carl continuaba con su observación. La cucaracha temía que su última incursión a su mente hubiera causado este efecto. Aquella sospecha —sumado al hecho de que a fin de cuentas era el esposo y hermano de Yin—, lo atornillaron junto a él. Intentaba hacerlo reaccionar. Esperaba que despertara, que hubiera un final feliz al final del túnel.
No sabía que el camino de Yang estaba marcado.
