Amor Prohibido - Capítulo 89
—Buenas noches, señorita.
Con sigilo, Yenny se encaminaba por un camino oscuro a un costado de los sembradíos de maíz. Se encontraba envuelta en una chaqueta gruesa que había encontrado y que le quedaba tan grande que podía hasta cubrirse la cabeza. No era tanto por el frío, sino por el temor a que la reconocieran. La noche se encontraba despejada y con una luna llena que permitía una buena vista de los cultivos. La coneja se encaminaba junto a una plantación de abetos que le regalaban sombra y oscuridad para mantener el anonimato.
Aquella oración pronunciada casi junto a sus orejas le provocaron un respingo que por poco la matan de un infarto. Saltó más de un metro antes de caer al suelo. Su corazón dio un golpe tan fuerte que por poco y sentía que se le reventaba. Una vez en el suelo, tiritaba de miedo mientras se cubría con la chaqueta para evitar ser reconocida.
—No tenga miedo, soy solo yo.
Con el paso de los segundos sin ser herida ni atacada, la coneja prefirió descubrirse. Entre la penumbra pudo descubrir a Lucio. El león le sonreía con amabilidad mientras le extendía una mano para ayudarla a colocarse de pie. Parecía muy paciente esperándola tan quieto como una estatua.
—¿Q-q-q-qué e-e-e-está ha-ha-ha-ciendo a-a-a-aquí? —balbuceó aún asustada.
—Nada —respondió con tranquilidad—. Simplemente estaba tomando un paseo nocturno.
La escena continuó estática. Yenny, apenas controlando su temor ante la presencia del león. Lucio, esperándola con la mano extendida con una paciencia que nadie imaginaría que tendría.
—Le recomiendo que se ponga de pie —insistió el león—. Hay muchas arañas venenosas que salen por las noche en estos lugares.
Fue suficiente motivación para que la coneja se colocara de pie. Se aferró a la mano regordeta y peluda del felino y se levantó de un salto.
—¿Qué es lo que usted está haciendo aquí? —prosiguió Lucio con amabilidad mientras colocaba sus manos en la espalda.
—También daba un paseo —respondió la chica desviando la mirada. Agradecía en el fondo de su ser que el león no conociera sus reales intenciones.
—Entonces no le importará que la acompañe —respondió Lucio.
La coneja abrió la boca intentando responder, pero su mente no le dió palabra alguna para defenderse. En silencio, ambos continuaron por el camino a paso lento. Yenny se sentía más que incómoda ante la silenciosa presencia del león. Necesitaba buscar una excusa para quitárselo de encima y poder llegar a su destino. El león lanzaba esporádicas miradas hacia el sembradío de maíz. El temor de la coneja se acrecentaba cada vez más al imaginar que en uno de sus vistazos se pudiera topar con el goblin.
—¿Por qué está tan abrigada? —lanzó el león repentinamente—. Hasta dónde puedo notar, la noche es cálida, y eso que suelo ser friolento.
—Yo —balbuceó pensando en una respuesta rápida—... no es tan cálida como cree. Probablemente su pelaje le impide notar esta brisa friolenta.
—Creí que su pelaje también la protegía de la ventisca —comentó Lucio.
—Aún así tengo frío —contestó Yenny con un tono cortante.
Siguieron caminando a paso lento en la medida en que la coneja veía cómo ambos pasaban de largo del desvío que tenía que tomar para llegar hasta donde Jobeaux. La coneja sentía desesperación ante la presencia del león, quien no la dejaba de vigilar ni por un momento.
—Le recomiendo que deje de ver a ese sujeto —Lucio lanzó de pronto su frase quebrando el silencio—. Es muy mayor para usted.
Las palabras congelaron a Yenny, quien se quedó de pie a medio camino. Lucio dio un par de pasos más hacia adelante antes de voltearse. La observó con mirada hipnótica, mientras que ella era presa del terror.
—¿Qué edad tiene él? —prosiguió el león con tono conciliador—. Al ojo, parece tener la edad de sus padres. Mientras, sé que usted aún es menor de edad. Ambos terminarán en problemas si siguen con esto.
—N-no se-se-sé d-d-de qué está hablando —balbuceó la coneja con dificultad para mover la boca.
El león suspiró pesadamente. A pesar de todo, no quería encararla tan duramente. Solo quería que entendiera a la buena de que eso que hacía con Jobeaux estaba mal.
—Sé que tienes una relación con Jobeaux —prosiguió manteniendo la suavidad en su voz.
—¡No! —se le escapó un grito de desesperación por parte de la coneja—. ¡No es verdad!
El león retrocedió aturdido por el grito. Yenny se envolvió con más fuerza con la chaqueta, esperando con eso terminar de cubrir lo que queda de la realidad que amenazaba con escapar. Tenía ganas de arrancar, pero el miedo por quedar descubierta era mayor.
Aquella relación se había convertido en uno de sus secretos más profundos. Jobeaux había sido un soporte vital en aquellos días de martirio en la casona de los Swart. Sin su presencia y su compresión, ella simplemente se habría vuelto loca. A él le había contado cada pensamiento, cada idea, cada temor, cada sentimiento. El odio, la ira, la rabia, la pena, la depresión, todo pudo salir de su interior gracias a él. Perderlo de alguna forma era como perder la vida para ella.
—No quisiera llegar al extremo de tener que chantajearla —prosiguió el león con la ayuda del silencio—, pero tengo imágenes que lo comprueban. Puede simplemente creerme, o exigir las imágenes, pero nada de eso cambia los hechos que tanto usted como yo conocemos.
Una suave brisa se coló por entre los abetos, para luego descender y cruzar entre los dos hablantes. Fue una brisa que se coló hasta el alma de Yenny. Se sentía atrapada frente a los ojos de un león que sonreía con cinismo. Sus ojos brillaban sin la necesidad de mayor luz que la ofrecida por la noche.
—¿Q-q-qué q-q-q-quieres d-d-d-de mí? —tartamudeó derrotada mientras intentaba controlar el miedo que la empujaba a largarse a llorar con desesperación.
—Quiero que no lo vuelva a ver más —sentenció—. Si usted me promete no volver a encontrarse con él a solas, yo le prometo guardar el secreto.
—¿Q-q-qué? —balbuceó incrédula ante la situación que se encontraba presenciando.
—Es algo simple —Lucio sonrió—. Usted debe dejar de seguir tentando al peligro. Al final del día es una víctima de ese sujeto.
—¿De qué está hablando? —cuestionó frunciendo el ceño.
—He visto muchas cosas en este mundo —prosiguió Lucio con serenidad—. La pedofilia es una de ellas. Degenerados buscan chicas envueltas en graves problemas que apenas pueden sostener. Prometen ser su apoyo a cambio de propasarse con ellas sin que se den cuenta. Mientras, las pobres chicas creen estar enamoradas, siendo que en realidad solo están agradecidas de recibir un poco de apoyo. Agradecimiento que por supuesto, no merecen debido al aprovechamiento que hacen.
—¡Ya basta! —le gritó al tiempo en que sus primeras lágrimas rodaron por sus ojos—. ¿Quién eres tú para dártelas de moralista ahora? ¿Acaso crees conocerme? ¡Tengo dieciséis años! En varios estados ya soy mayor de edad. Además, ¿qué son dos años más?
—¿Qué edad tiene Jobeaux? —zanjó el felino.
—¿Eso importa? —farfulló la chica.
—Muchísimo.
Yenny apretó los dientes envuelta en rabia. Le regaló una mirada asesina. Apretó los puños al interior de su chaqueta. Se iba a quitar a ese sujeto de encima por las buenas o por las malas.
—Debes empezar a diferenciar a la gente que desea ayudarte de verdad de quienes solo se quieren aprovechar de tí —prosiguió el león—. No puedes caminar con ingenuidad, o como dicen por ahí, caerás en las patas de los caballos.
—Tú no me conoces —la coneja dio media vuelta en dirección hacia el desvío—. No te metas en mi vida o lo lamentarás.
—No tomes el desvío —le advirtió el león conservando su tranquilidad—. Regresa a casa, acuéstate en tu cama y descansa. Si vas donde Jobeaux, cuando regreses, tu madre tendrá las fotografías.
La coneja no le hizo caso. Emprendió su marcha a paso rápido. Pronto, sintió que el león se había quedado atrás. Un largo suspiro le ayudó a soltar toda la tensión. La noche continuaba siendo tranquila, tal y como la había encontrado. Aquel torbellino dejado por el león más bien parecía una pesadilla formulada por su imaginación.
Cuando llegó al desvío, sus pies pisaron suelo fuera de las sombras de los árboles. La luz de la luna parecía brillante como el día frente a sus ojos acostumbrados a la oscuridad. A pesar de que esta vez tenía el camino libre hacia su objetivo, la coneja no siguió dando pasos. Se quedó de pie, estática, junto al sembradío de maíz. Algo dentro de ella le impidió seguir avanzando. Un escalofrío recorría su cuerpo entero de pies a cabezas. Observó hacia todas partes en busca de alguna pista. Sentía la soledad en el aire. ¿Era posible que Lucio la estuviera observando? Si sabía lo de Jobeaux, era muy seguro de que sí. Su advertencia parecía ser bastante real.
¿Y si de verdad hablaba con mamá? ¿Por qué justo ahora tenía que regresar? Tenía que decirlo: estaba mejor sin ella. No, nunca, jamás, pudo tragarse eso de que sus padres fueran hermanos. Había momentos en que se convencía más, como momentos en que desechaba todo avance. Desde que se le escapó su aura Woo Foo que Jobeaux le había advertido que tenía que controlar sus emociones. Simplemente le estaban pidiendo demasiado. Encargarse de sus hermanos, vigilar que su abuela no les hiciera algún daño, lidiar con la presión social de ser llamada «hija del pecado», la interrogante de esa extraña carta, el paradero de sus padres… ¡Era demasiado! Encima ahora se sumaba ese sentimiento tan desagradable interponiéndose a su única vía de escape que había camino al desvío. ¿Era… culpa? ¿Miedo? Por más que deseaba superar ese sentimiento, simplemente no podía.
Ni siquiera se dio cuenta cuando sus pies dieron la media vuelta y se fue corriendo por el camino de regreso a la casona. Gruesas lágrimas nacieron de sus ojos y bajaron por sus mejillas hasta su mentón. Lágrimas que terminaron por humedecer gran parte del pelaje de su rostro sin siquiera darse cuenta. Se descubrió la cabeza sin importarle quién la reconocía. Corría y corría en medio de la noche a sabiendas de lo que estaba haciendo, y que dentro de ella no podía evitarlo.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —Yanette se puso de pie ofuscada ante la afrenta.
Carl había ingresado al medio de la habitación sin siquiera pedir permiso. Desde el umbral de la entrada, Yin y Pablo observaban atónitos la acción. Jacob fue tomado por sorpresa ante todo lo que estaba ocurriendo.
—El Amnesialeto —sentenció—, está aquí.
—¿De qué estás hablando? —insistió la anciana ofuscada, para luego centrar su mirada en los otros dos—. ¿Ustedes saben algo?
—¡Carl! —Yin decidió ingresar a la habitación—. ¿Qué te hace creer que el Amnesialeto está justo en este cuarto? —le recriminó apuntando al piso con su índice.
—La misma premonición que me hizo salir de la ciudad en primer lugar —le explicó sin despegar su vista de su revisión por cada rincón de la habitación.
—¿Y en dónde estuviste? —insistió Yin.
—En Alaska —respondió abalanzándose sobre un armario para comenzar a revolver todo lo que se encontraba.
—¿A sí? ¿Y qué pasó? ¿Tu instinto te falló? —replicó Yin molesta con las manos en la cintura.
—Estaba. Llegué tarde —respondió la cucaracha escuetamente lanzando unos zapatos que encontró en el piso del armario.
—Esto no está resultando —se quejó Yanette poniéndose de pie—. Vas a dejar tus estupideces ¡Ahora! —exclamó furiosa agarrando a la cucaracha del cuello de su abrigo.
De un tirón, lo sacó de su revisión del armario. Lo levantó del cuello hasta dejarlo a la altura de su mirada. Solo en ese momento la cucaracha se percató de lo alta que era. Era una altura compartida por sus hijos desde la adolescencia. Su mirada era furibunda, molesta. Algo que por primera vez le permitió arrancar su objetivo fijo de su mente obsesiva. Por fin podía ver las cosas en perspectiva. Su afán en completar ese pequeño tramo de su larga y engorrosa misión lo había empujado a la desesperación.
—¿Qué demonios pretendes entrando al cuarto de Jacob y desordenando todas sus cosas? —le recriminó con un tono cortante mientras lo remecía del cuello de su abrigo.
—Creo que tengo lo que buscas —Jacob interrumpió el momento, atrayendo la atención de todos.
En silencio, el conejo abrió el cajón de su mesita de noche. Tras un par de segundos revolviendo cosas, se encontró con lo que buscaba. Era una pequeña bolsita de terciopelo azul del tamaño de un puño. Al abrirla, se encontró con…
—¡El Amensialeto! —la impresión de Carl lo empujó a soltarse del agarre de la anciana, y a acercarse despavorido hacia el conejito. Antes de que Jacob alcanzara a reaccionar, la cucaracha le había arrebatado el amuleto de las manos. Lo observaba con total detención, sin poder creer el fruto de su trabajo. Había sido una de sus misiones más especiales, y, finalmente, lo había conseguido.
—¿De dónde lo sacaste? —le preguntó Yin a su hijo, aún incrédula por lo que estaba pasando.
—Martita me lo dio —respondió con simpleza—. Me dijo expresamente que se lo diera a Carl apenas lo viera.
—¿Quién? —Yin arqueó una ceja.
—Esa humana hiperrealista. Con la que te peleaste al otro lado del portal —le explicó su hijo.
—¿Quién? ¿Esa tonta? —cuestionó la coneja.
—¡Oigan! —repliqué desde el salón de narración omnisciente.
—¡Admite que fuiste muy bruta! —gritó Jacob desde su cama.
El silencio fue la única respuesta. ¿Qué? No voy a extender una discusión inútil.
—Es real —Carl repentinamente interrumpió el silencio.
Antes de que Yin pudiera reaccionar, la cucaracha se volteó hacia ella. El rostro del insecto llegaba a brillar producto de su alegría interna. Se controlaba de sobremanera para no terminar saltando y bailando por toda la habitación.
—Tenemos el Amnesialeto —le dijo—. ¡Tenemos el Amnesialeto! ¿Sabes lo que esto significa?
—¿Qué? —masculló comenzando a sentirse contagiada con la emoción de la cucaracha.
—¡Con esta cosa podremos detener a Denis! —exclamó mostrándole el amuleto—. ¡Con esto por fin podré atrapar al bogart! ¡Con esto podrás hacer que todo el mundo olvide que te casaste con tu hermano!
—¿De verdad? —aquello último fue un subidón de adrenalina para la coneja.
—¡De verdad! —exclamó Carl sin poder controlar su emoción—. ¡Se solucionaron todos nuestros problemas!
La emoción estalló en ambos. Un grito en conjunto le siguió un emocionante abrazo mientras saltaban de alegría. La efervescencia era inmensa en el par, quienes se olvidaron por completo del entorno. Pablo, Yanette y Jacob los observaban sin poder comprender la emoción de ellos dos. ¿Cómo esa cosita dorada y rara podría ser la solución a todos sus problemas?
Marcelo Gonzales no podía estar en una situación más opuesta a la celebración de Carl y Yin. Hacía apenas unas horas había recibido una llamada con noticias sobre Mónica.
—¿Aló? —oyó la voz aguda de la cacatúa enfermera con quién había hablado el día en que Yin salió del hospital.
—¿Sí? —preguntó el caballo.
—¿Hablo con… Marcelo Gonzales?
—Sí, con él —respondió con seriedad.
—Hola, habla con Myrtha, usted habló conmigo hace un tiempo preguntándome por su hermana, Mónica, ¿se acuerda?
—Sí, sí —la atención remeció la mente del caballo, quien por un instante hasta se olvidó de respirar—. ¿Tiene noticias sobre ella? —agregó con aprensión.
—Sí, verá —le explicó—, resulta que… no sé cómo decirle esto —agregó con un suspiro pesado.
—¡Hable ahora! —exclamó sintiendo la desesperación corriendo a flor de piel.
—Resulta que esta tarde me mandaron a hacer turno a la morgue —continuó con un tono grave—, y no sé qué me dio por revisar las etiquetas de los cadáveres. ¡Y ahí encontré el nombre de ella! Lo abrí. ¡Y era una yegua gris! ¡Tal y como me la describió!
—¡¿Cómo que está muerta?! —bramó el caballo.
—Lo-lo lamento mucho —balbuceó temerosa—. Ne-ne-cesitamos que venga a reconocer el cuerpo. La policía está investigando un eventual homicidio.
Y ahí se encontraba él. La morgue era un lugar frío, pero no tanto como su interior tras encontrarse con Mónica. La yegua se encontraba acostada sobre una cama metálica, con los ojos cerrados, cubierta solo con una sábana blanca a excepción de su cabeza. El caballo apretó los puños con furia mientras luchaba consigo mismo frente a esta realidad. Hacía demasiados años que no la había visto como para terminar reencontrándose con ella en la morgue.
Del otro lado de la cama, Myrtha lo ponía al tanto de lo que había descubierto.
—Murió de un golpe en la cabeza con un monitor de signos vitales. Encontraron su cuerpo con meses de descomposición en una habitación secreta que había en el hospital. La policía ya tiene el arma homicida y unas huellas dactilares. Más allá de eso, la investigación ha quedado estancada. Sí usted confirma que se trata de su hermana, ayudaría mucho para resolver el misterio de su muerte.
El caballo apretó los puños con fuerza mientras un par de lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas.
—Realmente lamento su pérdida —agregó la cacatúa.
—Vengaré tu muerte, hermana —masculló por lo bajo.
La mañana llegó con el brillo de los tres soles en el horizonte. Carl se había pasado toda la noche en el despacho del señor Swart tratando de averiguar cómo hacer funcionar el Amnesialeto. Encontró un pequeño botón en la parte trasera que apretó de todas las formas posibles. Aplicó toda clase de trucos, hechizos y magia para activarlo. Absolutamente nada funcionaba. Se paseaba en torno a la mesa observando el amuleto ubicado en el medio. Yin y Pablo se habían quedado acompañándolo, pero el amanecer los encontró completamente dormidos.
Carl se dejó caer sobre la silla junto al escritorio con frustración. ¡¿Cómo era posible que no fuera capaz de activarlo?! Cuando lo había visto en uso parecía tan fácil. Era prácticamente cuestión de pedir un deseo. Con nada podía recibir señales de vida por parte del aparato.
—¡Yakko!
El grito duro y firme lo despertó de golpe. La cucaracha se estaba quedando dormida tras una noche de insomnio cuando fue despertado de golpe por ese grito. Frente a él se encontraba la figura imponente de su cuñado.
—¡Marcelo! —fue Yin quien lo saludó despertando de golpe—. ¡Me asustaste! —agregó desperezándose y estirándose. La coneja se había quedado dormida sobre un sofá, mientras que el felino despertaba desde suelo.
—Encontré a Mónica —le dijo a Carl sin perderlo de vista.
—¡¿Qué?! —Carl despertó como si se hubiera tomado diez litros de bebida energética.
—Está muerta —sentenció el caballo.
En ese momento, el interior de Carl se volvió más helado.
