Amor Prohibido - Capítulo 90
—¡Mónica! ¡Tráeme otra caguama!
En una choza que a duras penas podía sostenerse de pie en medio del campo, un viejo caballo se encontraba instalado en un viejo sillón. Se encontraba molesto, puesto que su viejo televisor acababa de hacer cortocircuito. Ese viejo armatoste en blanco y negro era su única entretención en medio de la nada. Vociferaba maldiciones con furia a la espera de que el alcohol le hiciera olvidar el enojo y hastío por perder su única diversión.
El caballo era enteramente marrón, con una crin desgarbada negra. Solo llevaba puesto unos shorts grises y una camiseta abierta sin botones color azul marino, bastante desteñida y con unas cuantas manchas oscuras. Relinchaba furioso en la medida en que debía tragarse la espera por tener su cuerpo cargado de cerveza.
—¡Ya van! —se oyó una voz juvenil y cantarina.
Desde un rincón oscuro apareció una yegua de pelaje completamente gris junto con una bandeja que traía una botella con un litro de cerveza. Venía pobremente vestida con un viejo vestido granate desteñido y remendado. Con rapidez se acercó al viejo caballo acercándole la bandeja.
—¡Ya era hora! —le recriminó arrancándole la botella y bebiéndola de golpe.
La joven Mónica lo observaba con temor, ocultándose tras la bandeja. Luego de catorce años de vida, se había acostumbrado a la miseria de vida que tenía junto a sus hermanos. Junto a ello, también debió acostumbrarse a ese monstruo que se relamía con la cerveza que era su padre. A pesar de aquello, no podía estar de pie a su lado sin sentir que todo su cuerpo se remecía ante el terror.
—¿Necesitas algo más? —le preguntó la yegua intentando sonar tranquila.
El caballo eructó tras la última gota de cerveza, para luego dejar la botella vacía junto a un montículo de botellas que tenía junto al sillón. Se volteó hacia su hija, y lanzó una larga y estridente risotada. Su aliento podrido llegó hasta la yegua.
—Mónica, ven aquí —la invitó más animado—. Siéntate en el regazo de tu padre —agregó golpeando su pantorrilla derecha libre.
Sin siquiera poder controlarlo, Mónica retrocedió asustada mientras negaba con la cabeza semioculta tras la bandeja.
—Ven aquí —volvió a invitarla inclinándose.
El terror de Mónica aumentó, esta vez congelada en su sitio.
—¡Ven aquí! —la actitud benevolente de su padre cambió drásticamente. Se puso de pie y agarró con violencia a su hija de la cintura, forzándola a sentarse en su regazo. La bandeja que ocupaba para ocultarse la soltó en el intertanto, cayendo al suelo con un ruido sordo.
—Mi hija querida —le decía el caballo con una sonrisa lujuriosa mientras le acariciaba la crin. La joven yegua tenía la respiración entrecortada, mientras era prisionera gracias al otro brazo de su padre que la sostenía por la cintura—, cada día te vuelves más hermosa.
De inmediato se lanzó para besarle el cuello. Mónica, aterrada, intentaba empujarlo para zafarse, pero era como empujar una muralla de concreto. Estaba atrapada, aterrada, mientras su padre se aprovechaba de ella. Tenía miedo. Tenía asco. Su voz fue robada por el miedo y la desesperanza. Sabía que por mucho que gritara, nadie estaría ahí para ayudarla.
Sin ser prevenida, el caballo le lanzó un profundo beso en la boca. Era agresivo. Era imponente. Su lengua le asemejaba una babosa que amenazaba con atorarse en su garganta. Quería retroceder, pero la tenían bien atrapada con una mano en su nuca. Su respiración apenas era oída.
Marcelo estaba ingresando a la choza por un vestíbulo contiguo. A pesar de sus dieciocho años, su cuerpo alto, grande y fornido le daba la apariencia de alguien cercano a los treinta. Traía un saco cargado con un montón de pesadas herramientas de trabajo colgando en su espalda. Tenía desde un chuzo, una pala, un rastrillo, un hacha, un pico, entre otras cosas. Se encontraba pobremente vestido con una camiseta amarillenta, unos pantalones oscuros de lino atados a la cintura con una cuerda, y un sombrero de paja. Él era el único sustento económico de la familia. Con sus hermanos menores haciendo lo que podían en la casa, y con su padre simplemente dedicándose a beber, no le quedaba otra que salir a trabajar.
Se detuvo en el umbral de la entrada oyendo con atención el silencio. Era un lugar pobre y descuidado, con las paredes de maderas roídas y con agujeros, y sin ninguna entrada de luz que realmente lograse iluminar el interior de manera eficiente. Era un lugar deprimente, que te invitaba a acurrucarte en un rincón y sufrir con la miseria. El silencio lo encontraba perturbadoramente intranquilo. Movió las orejas con tal de oír claramente. Además del trinar de las aves en el exterior, no parecía oírse nada más.
Caminó lentamente hacia el interior. Dejó la puerta abierta para tener un poco más de iluminación del exterior. Sus pies descalzos apenas eran oídos sobre el piso de tierra. Le bastaron unos cuantos segundos para llegar al living y encontrarse con la escabrosa escena. Su padre se encontraba instalado en su sofá con su hermana sobre su regazo. La tenía sujeta con un brazo en torno a su cuello mientras le daba un efusivo y forzado beso. Con su otra mano se encontraba incursionando debajo de su falda. Mónica intentaba forcejear, pero sus fuerzas y el cansancio la alejaban cada vez más de su libertad.
Marcelo no lo pensó dos veces. Se acercó hacia el caballo a grandes zancadas mientras sacaba su pico de hierro desde el saco de su espalda. Mientras que al viejo caballo ni siquiera le importaba lo que ocurría en su entorno, Marcelo estampó la punta de la herramienta en la nuca de su padre. Fue un golpe firme, certero y efectivo. Ante el golpe, de inmediato soltó todo agarre, oportunidad que Mónica aprovechó para escapar. El viejo caballo cayó de bruces al suelo, con el pico ensartado en la nuca.
Mónica, al borde del ataque de histeria, se acercó a su hermano para abrazarlo mientras se largaba a llorar descontroladamente. Marcelo la recibió entre sus brazos mientras aún temblaba de miedo. El golpe de adrenalina se estaba acabando, dejándolo con un vacío aterrador y desgarrador. Su hermana lloraba desconsoladamente sobre su hombro. No sabía qué hacer ni cómo reaccionar. Su mente se había nublado por completo. Sus ojos estaban fijos en el pico enterrado en la cabeza de su padre, incrédulo por todo lo que acababa de suceder.
—¿Qué pasó? Wooooow… —un joven caballo de pelaje y crin negro con un diamante blanco en la frente entró en escena. Al igual que sus hermanos, estaba pobremente vestido con una camiseta amarillenta y unos shorts rojos desteñidos.
Impactado con la sanguinolenta escena, el potrillo se quedó absorto y casi sin respiración. Lentamente, y apegado a la pared, se acercó a sus hermanos, hasta estar prácticamente al lado de ellos. Con apenas doce años, el menor de los hermanos Gonzales ya había sido testigo y víctima de la violencia de su padre. Desde que tenía memoria, sabía del gusto de su progenitor por darle palmetazos en la nuca. Aunque de más pequeño le dolía —y hasta lloraba—, con los años terminó por acostumbrarse. A pesar de aquello, prefería mantenerse lejos de su padre. El verlo ahí, tirado, muerto, lo desconcertó de sobremanera. No se imaginaba que fuera posible acabar con la vida de quién parecía jamás ser borrado de su vida.
—Vamos al patio ahora —les ordenó Marcelo con voz firme a sus dos hermanos.
En silencio, los tres caballos abandonaron la habitación oscura.
Marcelo, Mónica y Marcos Gonzales nacieron bajo el seno de una familia pobre y conflictiva en los campos perdidos al interior del estado de Chihuahua, cerca de la Ciudad de Juárez, en México. Desde que los tres tenían memoria, su padre, don Marcelo Gonzales Videla, ha sido un caballo violento y con problemas alcohólicos. Su madre, doña Uberlinda García Tapia, era una mujer noble y cariñosa con sus hijos. Siempre intentaba consolarlos e intentaba protegerlos cada vez que su esposo se pasaba de copas. Ante aquel monstruo en cambio, ella era sumisa y servicial, aceptando cualquier castigo por parte de su violento marido.
Una tarde en que ella estaba tendiendo la ropa en el patio, doña Uberlinda vio cómo su marido sostenía a una pequeña Mónica en su regazo por la fuerza. La pequeña lloraba aterrada mientras que él la abrazaba intentando ahogar su llanto. En ese momento su rabia acumulada estalló. Podía aceptar que él trapeara el piso con su cuerpo marcado por completo con sus golpes, pero no iba a permitir que dañara a uno de sus hijos.
Ante el alboroto, Marcelo y Marcos se acercaron al lugar al tiempo en que su madre iniciaba un forcejeo con su pareja. Mónica se fue llorando hacia donde sus hermanos al tiempo en que don Marcelo padre tomaba del pescuezo a su esposa. Los tres pequeños fueron testigos horrorizados de la muerte de su madre. Su padre la asesinó a sangre fría y a puño descubierto. Los llantos fueron silenciados ante el horror de lo que estaban presenciando.
Marcelo en particular, se encontraba paralizado. Jamás pudo borrar ese momento de sus recuerdos, ni la culpa por no haber intervenido. En ese tiempo era un potrillo de apenas diez años. Se maldijo por lo débil que fue aquel día. Desde ese entonces, su deseo de volverse la persona más fuerte del mundo nació en su interior. No solo pretendía defender a sus hermanos, sino que a cualquier inocente en peligro. Se juró a sí mismo que su madre sería la última víctima que no podría defender.
A su padre poco y nada le importó la muerte de su esposa. Continuaba exigiendo comida y cerveza esta vez a sus hijos. Bebía sobre su sillón y viendo televisión con el cadáver de su esposa aún tirado en el suelo. Si no fuera porque sus hijos lograron armarle una tumba en tres días para enterrarla en el patio, su cuerpo se hubiera podrido en el living de la choza.
Es así como con el correr de los años, los tres hermanos se fueron acostumbrando a aguantar a su violento padre. Una triste ruina que los mantenía en la pobreza y en la miseria. Apenas habían aprendido a leer y a escribir en medio de la soledad y apenas con un ápice de civilización gracias a vecinos que vivían en chozas similares a kilómetros de distancia. A pesar de las dificultades, los tres hermanos eran muy unidos. Sabían que esa unidad y cariño era lo único que les regalaba un poco de felicidad en medio de tanta miseria. Mónica se encargaba de la casa y de atender a su padre por orden expresa de este. Marcelo salió a trabajar en busca de un poco de dinero para sobrevivir. Marcos aprovechaba de mendigar, e incluso robar, para que la comida pudiera alcanzarles a los tres.
Uno de los capítulos más dolorosos y largos de sus vidas había terminado aquella tarde del 2008. Entre los tres armaron una fogata en el patio con la cual prepararon una sopa de papas sobre una olla de aluminio. A pesar de que tenían cocina, no se atrevían a entrar a la casa luego de la reciente muerte de su padre. La noche cayó sobre ellos, y con esta un manto de estrellas que los caballos conocían bastante bien. Se quedaron dormidos en el suelo sobre unas mantas desplegadas. Cerraron los ojos ante el imponente escenario astronómico y se durmieron con la esperanza de olvidarse de todo.
El día siguiente transcurrió silencioso. Entre los tres hicieron un agujero en el patio, junto a la tumba de su madre, y enterraron a su padre. Fue una maniobra que les tomó todo el día. Los días de verano aunque los ayudaban a descansar tranquilos durante las noches, hacía de los días de trabajo en el campo mucho más duros. En silencio, se quedaron parados frente a las tumbas de sus padres mientras que el atardecer hacía lo suyo en los cielos. Mónica había depositado un ramo de violetas sobre la tumba de su madre. Sobre la tumba de su padre simplemente había ensartada una cruz hecha de ramas amarradas. Los soles desplegaban una luz anaranjada sobre todo el escenario. El silencio, la soledad, la tranquilidad, eran abrumadoramente desconcertantes para nuestros tres caballos.
—¿Y ahora qué haremos?
Marcos fue quien rompió el silencio durante la cena. Nuevamente cenaron en el exterior en torno a la fogata. Sus hermanos lo miraron fijamente. Aquella era precisamente la misma pregunta que tenían en sus cabezas pero que no se atrevían a formular a falta de respuestas.
—Si fuera por mí, me iría de este lugar —comentó Mónica con pesar aferrándose a su tarro con sopa.
—¿Y por qué no nos vamos? —propuso Marcelo—. No tenemos a nadie aquí, y este lugar solo me trae malos recuerdos.
—¿Y a dónde vamos a ir? —cuestionó su hermana.
—Al único lugar donde un mexicano que no tiene ni para comer puede ir —respondió Marcelo con seriedad.
—¿La frontera? —preguntaron ambos caballos al unísono.
—Pep-pero… ¡Es muy peligroso! —alegó Mónica.
—Además no tenemos nada por allá —agregó Marcos encogiéndose de hombros.
—Si nos quedamos de brazos cruzados de todas formas nos vamos a morir de hambre por acá —insistió Marcelo cruzándose de brazos—. Si entre morirme aquí y morir luchando por una oportunidad lejos de aquí, prefiero lo segundo.
Sus hermanos se miraron entre ellos con curiosidad antes de regresar la vista al caballo.
—Yo no quiero seguir aquí —insistió Marcelo—. En Estados Unidos le pagan demasiado bien a los inmigrantes por trabajos simples. Allí realmente tendremos la oportunidad de ser alguien en la vida. No lo sé, estudiar, tener una profesión, tener una casa que no tenga piso de tierra, no volver a preocuparnos nunca más sobre qué comer o qué vestir, porque tendremos todo al alcance de la mano.
—¡Suena increíble! —Marcos comenzaba a convencerse.
—Pero Marcelo —insistió Mónica—. Allá todos hablan inglés. ¿Cómo le vamos a hacer con el idioma?
—¡Pues se aprende! —exclamó el caballo—. Tú eres inteligente. No te va a costar nada aprenderlo.
—¿Allá hablan otro idioma? —cuestionó Marcos desconcertado.
—Es muy parecido al español —contestó su hermano—. No será muy difícil acostumbrarse.
—Creo que primero tendríamos que por lo menos aprender un poco del otro lado —intervino Mónica—. ¿No les parece?
—Eso ya lo tengo en mente —respondió Marcelo con una sonrisa mientras apuntaba con su índice en la sien—. Primero haremos una parada en Ciudad de Juárez, que está cerca de aquí. Allí atravesaremos a la ciudad de El Paso, que está pegada a Ciudad de Juárez pero del lado de Estados Unidos, y desde allí debemos ir lo más al norte posible hasta abandonar Texas.
—¿Seguro que será fácil cruzar por allí? —cuestionó su hermana pensativa—. Ese lugar debe estar muy vigilado.
—¿Por qué tenemos que abandonar Texas? —agregó Marcos confundido.
—Para la primera pregunta, mi idea es establecernos en Ciudad de Juárez hasta que tengamos un plan para cruzar la frontera —respondió Marcelo—. Para la segunda pregunta, a los texanos no les gustan mucho los inmigrantes, así que estaremos más a salvo en cualquier otro estado del norte.
Mónica y Marcos se miraron entre ellos. El potrillo le sonrió.
—Yo voy a donde ustedes vayan —les dijo.
—Yo voy a ir sí o sí —contestó su hermano—. ¿Tú qué dices, Mónica? —agregó dirigiéndose a la yegua.
—Yo —la yegua observó hacia su entorno. Pudo ver con la luz proyectada de la fogata parte de la choza que tenían al fondo. Era un lugar deprimente que además de pesar le causaba pesadillas—... Está bien, si ustedes dos están decididos a ir, iré con ustedes.
Ambos caballos sonrieron ante la respuesta.
—Además, Marcelo tiene razón —agregó la yegua—. No tenemos nada aquí, y prefiero alejarme de este sitio.
Luego de esto, los caballos terminaron su cena y se dispusieron a dormir. Lentamente, las llamas se fueron apagando hasta desaparecer, borrando toda iluminación. Tras el desvanecimiento de la última llama, Marcos despertó de golpes. El caballo despertó bajo el alero de la luz de las estrellas. Se quedó observándolas hipnotizado. Repentinamente se volteó hacia su costado. Vio a Marcelo dormir plácidamente. En el rincón en donde debería estar Mónica solo vio las mantas arrugadas.
Se puso de pie, y pudo ver una sombra en un lugar cercano a la tumba de sus padres.
—¿Mónica? —el potrillo no podía observar bien de quién se trataba la sombra, gracias a la poca iluminación de la noche.
—¡¿Marcos?! —la voz de su hermana le confirmó sus sospechas—. ¿Qué haces aquí?
—No puedo dormir —respondió el potrillo—. ¿Te puedo acompañar?
—Está bien.
El caballo se sentó junto a su hermana, mirando hacia la tumba de sus padres. El silencio de la noche era acompañado por el canto de los animales nocturnos. Se podía respirar la tranquilidad y la paz se podía contagiar con facilidad.
—Mamá es lo único que me queda aquí —repentinamente, Mónica rompió el silencio—. ¿Te acuerdas de ella? —la yegua se volteó hacia su hermanito.
—Algo —contestó el potrillo. Tenía cuatro años cuando murió su madre. Sus recuerdos eran escasos.
—Era muy buena con nosotros —prosiguió Mónica con pesar—. Cuando eras bebé te hizo un osito de trapo con unas mantas viejas. Jamás te despegabas de él. Lo llamaste Bobby.
El potrillo no pudo más que sonreír. Poco y nada recordaba de aquellos recuerdos felices en donde una yegua gris con un diamante blanco en la frente le sonreía cada vez que se volteaba de sus quehaceres para vigilarlo.
Un pesado suspiro de su hermana lo trajo de regreso al presente.
—Creo que tendremos que dejar todo atrás —le dijo—, lo malo y lo bueno.
—Mamá hubiera querido que nos fuéramos —respondió Marcos—. Ella hubiera querido cualquier cosa que fuera mejor para nosotros.
Como respuesta, Marcos sintió que Mónica lo envolvía en un cálido abrazo. Él le respondió el abrazo. Se sentía mejor. Se sentía más acompañado. Él estaba dispuesto a jugársela por un futuro mejor. Ambos se quedaron juntos hasta que el alba empezó a aclarar.
A la mañana siguiente, de la fogata preparada tan solo quedaban las cenizas. Los hermanos Gonzales armaron un pequeño saco cada uno con sus cosas más valiosas. Cargados con lo esencial y con un presupuesto de dos mil pesos mexicanos, emprendieron la marcha rumbo al norte. Abandonaron la pequeña choza, escenario de tantas tragedias. Abandonaron su pasado inútil. Se lanzaron en disposición a un futuro mejor, en dirección al norte.
Se abrió el telón sobre un escenario sencillo en donde me subí. Solo había un atril con un micrófono en el medio. Me dirigí hacia el centro. Una luz brillante me iluminó desde arriba. Me aclaré la garganta antes de dirigirme a los lectores.
—¡Damas y caballeros! —mientras hablaba, comenzó a escucharse el tema «Conquest of Paradice»—. Hoy es un día muy importante para nosotros. Un domingo quince de marzo del año 2020, Editorial El Patito Feliz publicaba su primer trabajo. Era una historia de Yin Yang Yo en donde esta pareja de hermanos iba a dejar al colegio a sus cinco hijos, implantando la idea del incesto entre ambos. Comenzaba con aquella mítica frase «Comenzar es lo más difícil del mundo». Era una frase no solo dirigida para la familia Chad, sino que además era un mensaje propio de la Editorial. Éramos patitos nuevos que recién comenzábamos a surcar aguas desconocidas.
»La primera historia que quedó seleccionada, comenzó como una idea de una chiquitita Pinkie. Corría el año 2007, yo no tenía cable, pero mi tía, que en paz descanse, quién vivía en otra ciudad, sí. Fue allí cuando conocí la serie Yin Yang Yo. El shippeo entre ambos fue casi inmediato. Es allí, cuando surgió la idea del incesto en esa pareja, en una época en que la inocencia y la falta de Internet me ayudaron a forjar una idea clara y pulcra de una historia de la cual tan solo podíamos ver su espíritu.
»Con el correr de los años aprendí muchas cosas. Desde qué era un fanfiction hasta qué era el incesto. Todos aquellos aprendizajes, triunfos, caídas, logros, derrotas, me prepararon para el día en que me encontré con el pato. El día que nació la Editorial tuve la oportunidad de presentar varias ideas de fanfictions. De entre todas, quedó seleccionado este concepto de ver a Yin y Yang juntos. Fue como a partir de allí, y un plazo aproximado de dos semanas, terminé de darle forma a esta idea de crearle una familia a estos conejos. El primer capítulo de este fic fue el fruto de todo ese trabajo.
»¡Y henos aquí! Dos años más tarde. ¡Noventa capítulos! Y toda una trayectoria forjada cada semana hasta tenernos hasta aquí. Personalmente no puedo creer lo lejos que hemos llegado. Hasta aquí han podido conocer más a fondo tanto a Yin como a Yang, o al menos mi versión de los conejos, a sus hijos y a otros tantos personajes que con el correr de la historia han entregado su aporte. Espero que cada uno de ellos les haya parecido interesante a su respectivo modo. Que de la mano con los personajes hayan podido interiorizarse en sus dilemas, en el drama de esta historia, y por qué no, que ojalá más de alguno se haya ganado parte del corazón de ustedes.
»Yo, desde aquí, solo deseo que hayan disfrutado de esta historia hasta aquí, no haberlos aburrido con tremenda extensión, y que tengan altas expectativas para los capítulos que nos van quedando. Nos encontramos a unos cuantos meses del final, y, como dice mi mentor Aranis: «Hay muchas formas de contar una buena historia, lo que las hace interesante es la forma en cómo se cuentan». Espero que les guste cómo llevo esta historia y que se queden hasta el final.
—¡Ya basta de tanto discurso! —me gritó el pato subiendo al escenario. Al mismo tiempo, la música se detuvo—. Guarda algo para el centésimo episodio.
—¡Guau! —exclamé sorprendida—. No puedo creer que estemos tan cerca del capítulo cien.
—¡Olvida eso! —me gritó el pato casi a mi lado—. ¡Es momento de celebrar!
Mientras comenzaba a escucharse la melodía del «Cumpleaños Feliz» en un piano, Yin y Yang subían al escenario llevando un pastel sobre un carrito. Era un enorme pastel de chocolate de tres pisos. En su cima había dos velas largas y delgadas encendidas.
—¡Feliz cumpleaños! —exclamaron ambos al unísono.
—¡Gracias! —exclamó el patito aleteando alegremente.
Yin, con su magia Woo Foo, levitó al patito hasta las llamas de las velas, lugar en donde sopló con fuerza apagandolas de inmediato.
—¡Bravo patito! —exclamé emocionada aplaudiendo con ahínco.
—¡Feliz aniversario del patoverso! —saludó Yang.
—Muchas felicidades —agregó Yin juntando sus manos.
—¡Hora de mi regalo! —exclamó el pato volteándose hacia mí.
—¡Por supollo! —exclamé—. Hoy tenemos a un artista muy especial para celebrar estos dos años de Amor Prohibido. ¡Vaya fanfiction oye! ¡Noventa capítulos! Y se ve como si fuera el primero.
—¡Chiwa! Una montaña rusa de emociones —comentó Yin. Fue ahí en donde me fijé en su mano vendada.
—Y ni hablar de las aventuras —agregué—. Por cierto, Yin, lamento mucho lo de tu mano. Ese día en el crossover la cosa se descontroló un poco.
—No te preocupes —la coneja me contestó con una sonrisa—. Al menos Jacob sigue vivo y bien. En caso contrario no estarías aquí ahora.
Ambas nos largamos a reír de la ironía de esta historia.
—¡Oye! ¡Mi regalo! —alegó el pato.
—Hablando de pollos fritos —comenté—. ¿En dónde se metió Jacob? Conociéndolo, sería el primero en colarse.
—Debe venir en camino —respondió Yang mirando su reloj—. Dijo que se vendría con sus hermanos.
—¡Quiero mi regalo! —me gritó el pato lanzándome al suelo y parándose encima mío.
—¡Ya! ¡Tranquilo pato! —exclamé volteandome para quitármelo de encima.
Mientras me levantaba y me limpiaba el polvo, Yang aprovechó de comentar:
—Por cierto, ¿cuánto le falta a este fic?
—Durará lo que tenga que durar —respondí.
—A este paso vamos a tener que esperar un tercer aniversario —comentó el conejo.
—En lo personal, me gustaría eso —comenté—, aunque todo depende de cuánto esté aburriendo actualmente.
—¡Ya dame mi maldito regalo! —alegó el pato molesto.
—¡Oh sí! —exclamé—. Para nuestra fiesta de aniversario, tenemos a alguien que vendrá a poner el ritmo esta noche.
Me aclaré la garganta mientras tomaba el micrófono:
—¡Con ustedes! ¡Para este fic, el patoverso y todos los lectores del mundo! ¡Chico Trujillo!
En un escenario conjunto se subió un hombre con abundante barba blanca. Con gafas de sol, un sombrero que cubría su calva, su camiseta floreada, shorts cortos, hawaianas y sus músicos al fondo, inició con la fiesta apenas pisó el escenario.
Esta es la escoba, esta es la escoba
Esta es la escoba, esta es la escoba
Esta es la escoba, esta es la escoba
Esta es la escoba, esta es la escoba
Al igual que el año anterior, todos los personajes de este fanfic saltaron al escenario para comenzar a bailar y disfrutar. Del pastel prácticamente se olvidaron, oportunidad que aprovecharon Brick y sus secuaces para llevárselo. Podemos agregar además a los personajes que se sumaron en el último año al fanfiction, como Marcelo, Kraggler, Roger, Ella Mental, entre otros.
—¡Martita! Tú y yo tenemos una conversación pendiente —en medio de la fiesta, Jacob me interceptó tomándome del brazo.
—¡Jacob! ¡Al fin apareces! —exclamé con una sonrisa—. ¡Olvida las mañas! ¡Vamos a bailar!
Antes de que él reclamara algo, lo tomé de ambos brazos y comencé a dar vueltas con él en medio de la muchedumbre. Cuando el chico comenzó a marearse, lo solté y me escapé entre la multitud.
La efervescencia de la música le regalaba la energía suficiente a todos para bailar sin detenerse. El salto de todos amenazaba con echar abajo el escenario. La alegría, algarabía y energía se contagiaban por cada rincón del lugar, dispuestos a olvidar todo lo malo que cada uno había vivido hasta entonces.
—¡Esta fiesta está recién comenzando! —Yin se apartó del público para dirigirse a los lectores—. Mañana la editorial prepara…
—¡Yin! —la interrumpió su hermano—. Ya no tenemos que hacer esta pega.
—¿A no? —preguntó ella desconcertada.
—¡No poh! —exclamó él—. Si Wanda ayer ya puso al tanto a todos los lectores de lo que vamos a celebrar esta semana.
—¡Es verdad! —exclamó ella—. Entonces, ¿qué hacemos ahora?
—Un… ¿Besito de despedida? —le preguntó Yang con una sonrisa nerviosa.
Ella aceptó acercándose al conejo y regalándole un beso en los labios.
—¡Eso son mis tórtolos! —los interrumpí acercándome a ellos con una copa de champaña en mi mano—. ¡Vamos a celebrar mejor! Que dos años no se cumplen todos los días.
—¡Vamos! —Yin aceptó junto con su hermano. Tomándolo de la mano, lo arrastró en medio de la fiesta en busca de besarse nuevamente mientras pasaban desapercibidos.
—¡Salud! —exclamé alzando mi copa, al tiempo en que apareció el pato para tirármela lejos.
Esta es la escoba, esta es la escoba
Esta es la escoba, esta es la escoba
Esta es la escoba, esta es la escoba
Esta es la escoba, esta es la escoba
¡Feliz Aniversario! Les desea Editorial El Patito Feliz.
