Amor Prohibido - Capítulo 91

—Bien, aquí estamos.

Frente a un imponente edificio de estilo gótico se encontraba nuestra cucaracha. Armado solo con una mochila desgastada en su espalda, su cuello llegaba a torcerse de tan arriba que llegaba a mirar con el propósito de hallarle el fin a tamaña infraestructura. Era un enorme castillo de piedra con cientos de torres que se elevaban como enredaderas hasta perderse en la estratósfera. Esto, sumado a su ubicación en medio de la nada, la hacía aún más llamativa. La pobre cucaracha se sentía aún más inferior frente a tamaña mole. ¿Realmente merecía estar allí? Las ganas de dar media vuelta y marcharse comenzaban a dominarlo, pero a sabiendas de que no tenía pasado, simplemente terminaba atornillado en aquel sitio con mirada de idiota.

Llegar hasta allí no había sido fácil. Con una vida marcada por el maltrato de su familia, fue un milagro haber sacado fuerzas de su interior para atreverse a huir de allí. Había pasado toda su vida buscando ganarse el cariño de su madre, hasta que un golpe de la vida le demostró que eso jamás lo alcanzaría. El día en que salió de casa, cortó aquel lazo marcado por el dolor. Ya no tenía absolutamente a nadie en este mundo. Estaba completamente solo.

Cruzó medio país con este sentimiento. Solo sabía que debía huir de ese pasado, más no hacía dónde. Había aprovechado que muchos conocidos se estaban yendo del pueblo. Los gemelos Chad se habían escapado tras la muerte de su padre panda. El padrastro de Coop había enviado lejos al pollo para heredar algún día sus empresas. Lina se había ganado una beca para estudiar psicología fuera del pueblo. Otros también se habían ido del pueblo. ¿Por qué él no? Ya no le quedaba nada allí. Más, ¿a dónde ir?

Las vueltas de la vida lo llevaron hasta la escuela de Hogwarts. Todo por su más reciente sueño de convertirse en cazador de demonios. ¿Por qué? Algo tenía que hacer con su vida. Según los consejos de quienes se había topado en su trayectoria, era lo mejor que podía hacer ya que tenía poderes. Y es que en serio, lo heredado de su pasado solo eran sus poderes mágicos y su habilidad para disfrazarse. De sus talentos rescatados, lo mejor era convertirse en un cazador de demonios.

Aquella mole que actuaba de edificio le hizo replantearse su futuro. ¿Realmente tenía la pasta de un cazador de demonios? ¿Y si reprobaba el primer día y lo echaban de allí? ¿Y si no se la podía? ¿Qué rayos era eso de cazador de demonios en primer lugar? ¿Qué le interesaba de los demonios en primer lugar? Al pensar en retroceder y olvidarse del asunto, se topaba con el vacío, con la nada, con el sinsentido. No tenía nada atrás. No tenía nada que perder.

Olvidando sus propios cuestionamientos, Carl afrontó la enorme entrada de puertas dobles de cinco metros de altura. El lugar estaba lleno de energía, con cientos de personas circulando a su alrededor. Algunos llevaban una capucha negra que caía desde el cuello hasta los tobillos, con enormes mangas en cada brazo. Él observaba todo con cierta curiosidad y aprensión. Todo era completamente nuevo y extraño. Cualquier determinación se encontraba en el limbo. No tenía ni la menor idea de qué esperar a partir de este punto.

Los primeros días fueron bastante tranquilos. Consiguió alojamiento en una pensión para estudiantes ubicada en una de las torres colindantes del gran castillo. No hablaba con mucha gente. Solo abría la boca para lo justo y necesario. Las primeras clases se convirtieron en una introducción necesaria a lo que se estaba metiendo. Sabía de primera fuente de la existencia de criaturas indescriptibles y poderes más allá de lo inimaginable de todo tipo de naturaleza. Lo que comenzó a ver en aquel semestre lo dejó boquiabierto. La realidad iba mucho más allá de lo que apenas llegaba a imaginar. Es por lo mismo que decidió concentrarse en los estudios. Días enteros encerrado en la biblioteca del castillo devorando libros, para luego irse a su cuarto en la pensión a lo largo de la noche.

Su cuarto era una habitación de apenas un par de metros cuadrados, en donde cabía una cama, un armario y un tosco escritorio con un taburete de madera. Para cruzar de la entrada al escritorio, se veía obligado a pasar por encima de la cama. Al fondo había una pequeña ventana la cual abría todos los días para borrar el olor a encierro. Los espacios comunes eran amplios, pero se sentían claustrofóbicos debido a la inmensa cantidad de gente que circulaba por allí. Lo peor era a la hora de cenar, cuando todos llegaban a compartir. Esto le causaba repelús a nuestra cucaracha, quien se conformaba con un sandwich comprado en el camino como cena con tal de evitar compartir con alguien.

Carl se mantenía gracias a una beca. Una vez en sus andanzas salvó a una morsa regordeta de un trío de matones. Jamás entendió el contexto, solo sabía que esta morsa era pariente de uno de los decanos de la universidad que ahora estaba pisando. Había conseguido una beca por el potencial talento que tenía. A pesar de que en un principio no entendía lo que estaba pasando, le comenzaba a gustar esta nueva vida. Estaba tranquilo, no molestaba a nadie, y nadie lo molestaba, bueno, casi nadie.

—¡Buenos días!

Una yegua color gris lo saludaba con mucho ánimo cada mañana al salir de su cuarto. Ella se hospedaba en un cuarto similar al suyo justo al lado, y es por ello que se la encontraba cada mañana.

—Este… hola —contestaba escuetamente antes de alejarse lo más pronto posible.

Se estaba acostumbrando a la soledad, y esa yegua buscaba precisamente lo contrario. Eso le incomodaba. No había razón alguna para que tan solo le dirigiera la palabra. Entonces, ¿por qué? Aparte de aquel momento del día, él no la veía más hasta la hora de la cena. Podía verla conversar animadamente con otras personas. Gracias a que una vez la vio con un uniforme blanco es que logró concluir que estudiaba enfermería.

Cuando el mes de clases se había cumplido, se abrieron las actividades extracurriculares en la universidad. Clases de todo tipo iniciaron sus procesos de inscripción para el resto del año. Había desde grupos tan extraños como la cacería del Santo Grial hasta tan comunes como pasapalabra y ajedrez.

Aquella tarde nuestra cucaracha se paseó por el hall en donde se presentaban todos los talleres como una forma de conocer un poco más las curiosidades de aquella universidad. Una fuerte corazonada lo detuvo frente a uno de los stand. Tenía un enorme letrero sobre el mesón que decía «TEATRO».

—Disculpe, señor, ¿en qué podemos ayudarlo? —un gorila delgado y pequeño lo saludó desde el stand.

—¿Ustedes… tienen un grupo de teatro? —preguntó la cucaracha aproximándose al mesón.

—Este… claro —respondió el gorila extrañado rascándose la nuca.

Una sensación de dulzura cálida se encendió en la cucaracha. Su más tierna vocación de disfrazarse resurgió tras una capa de olvido forzado para desatarse de su pasado. Eran aquellos años inocentes en donde mientras buscaba cobijo, terminaba en el ático abandonado del castillo de su hogar. Es allí en donde encontró sus primeros disfraces, y mientras se los probaba uno a uno es que terminaba pasando horas de diversión. Se quedó en silencio por varios minutos frente al puesto del taller de teatro evocando aquellos recuerdos en su memoria. El gorila, claramente incómodo, se fue alejando de la mesa poco a poco, en busca de algún compañero que pudiera llevarse mejor con aquel lunático.

—¡Hola! ¿Vienes por lo del club de teatro?

Aquella inconfundible voz terminó por arrancarlo de aquellos días de la década del dos mil. Frente a él, separados solo por el mesón del stand, se encontraba la yegua que solía ser su vecina de habitación. Le sonreía divertida mientras alzaba las cejas triunfante de al fin tenerlo frente a frente.

—Ep… ehm… este… —a la cucaracha se le había olvidado hasta las razones por las que se encontraba ahí de pie.

—¿Lo conoces? —el gorila de antes se atrevía a regresar al mesón tras notar que la yegua parecía conocerlo.

—Ah sí —afirmó con la cabeza—. Se llama Carl, va en primero de cazador de demonios, y se hospeda en la pensión de la universidad, justo en el cuarto al lado mío. Carl, él es Pepe, está en segundo año de transporte intergaláctico.

—Un placer —Pepe extendió su mano, pero Carl no se dio por enterado.

—¿Y? ¿Te interesa el teatro? —le preguntó la yegua con ilusión juntando sus manos.

—Este… —el chico se sentía extraño ante la presencia de la yegua. Aunque le había llamado la atención de sobremanera el taller, y podría ser la oportunidad perfecta para hacer amigos, la presencia de ella lo llenaba de dudas.

Finalmente aceptó formar parte del club.

Aún faltaba una semana para la primera reunión del club de teatro. En el intertanto, trató de llevar su vida con la normalidad que acostumbraba. La soledad lo tranquilizaba. Si quería un poco de compañía, pues tenía el famoso club con el que comenzaría a relacionarse en una semana. Para un adelanto, estaba esa yegua que lo saludaba todos los días. Aunque para muchos este saludo sería considerado una mera señal de respeto y amistad, para él era un intento de incursión a su vida privada, algo que le incomodaba. Ya no quería más guerra con las interrelaciones sociales luego de sus experiencias pasadas.

Meditar en aquellos cuestionamientos intangibles lo llevaron a ingresar a la cafetería distraídamente. Llevaba su bandeja con su almuerzo: un poco de arroz con una rodaja de carne de dudosa procedencia, un bocado de pan, un vaso de jugo y un flan de postre. En su distracción mental, terminó chocando con alguien de frente. Notó que toda su comida quedó completamente desparramada en la espalda de alguien. Ese alguien usaba una de las capuchas negras. Era alto y robusto. Su complexión era más de dos veces lo que él era con su casi esquelético cuerpo. Tragó saliva y retrocedió asustado temiendo lo peor. Aunque la capucha era impermeable y la comida se resbaló con facilidad sin dejar rastro, no amainó la ira de su dueño. Era un caballo café con un diamante blanco en la frente. Lo observó con una ira profunda, típica de un matón. Carl lo conocía. De hecho, no había aprendiz de cazador de demonios que no conociera al famoso Marcelo Gonzales. Era conocido como el mejor estudiante de la carrera. Era inteligente, poderoso, fuerte, muy poderoso, el ejemplo a seguir, poderosísimo. Le hacía ayudantías teóricas y prácticas a los estudiantes menores a partir de segundo grado. Carl sabía eso gracias a los rumores que oía por los pasillos. Aquel incidente del almuerzo fue la primera vez que se topó con él. Le dejó quizás la peor primera impresión de la que podría haber recibido.

—¿Qué demonios se supone que estás haciendo? —vociferó agarrándolo del cuello de su camiseta a cuadros.

—Yo-yo-yo-yo —tartamudeó aterrado. Sus patas se balanceaban con facilidad gracias a que el iracundo caballo lo levantó casi un metro del suelo. Todos los demás presentes se alejaron haciendo un círculo de un par de metros de diámetro en torno a ellos.

El corazón le latía con fuerza a la cucaracha mientras que el aire no era suficiente para él. El miedo terminó por paralizarlo y entregarse como cordero al carnicero. La ira infernal del caballo fue lo último que vio antes de perder el conocimiento.

Aquella noche llegó a la torre en donde se hospedaba más dolorido de lo que alguna vez lo habían dejado en su vida, y eso que había pasado por muchas golpizas. El ánimo se encontraba en el subsuelo. Sólo quería echarse sobre su cama y olvidarse del mundo. Razones, causas y consecuencias de lo ocurrido prefería no meditarlos. La meditación en primer lugar lo había llevarlo hasta su castigo. Lo único que podía concluir era que no debía volver a acercarse a ese tal Marcelo.

—¡¿Pero qué te pasó?!

Carl se había recostado sobre su cama, pero no cerró la puerta con cerrojo. Fue la oportunidad de su vecina para abrirla de par en par e impresionarse de sus heridas y moretones visibles. Ella se encontraba cenando con unos amigos cuando lo vio pasar. Los amigos le comentaron lo ocurrido durante el almuerzo, concluyendo con facilidad el causante de tanto dolor.

—No, no es nada —respondió la cucaracha sin moverse. Esperaba tener más energía durante la madrugada para levantarse y leer algo.

—¿Cómo que nada? ¡Mira cómo te dejaron! —exclamó impresionada mientras se acercaba a su cama y comenzaba a inspeccionar cada una de sus heridas en contra de su voluntad—. Por suerte tengo algo que te puede servir.

La yegua abandonó la habitación. Cuando Carl comenzaba a disfrutar del silencio, la yegua regresó con un pequeño botiquín blanco con una cruz roja impresa en el centro.

—Tengo unos cuantos ungüentos que he estado preparando para cada tipo de herida. Tranquilo, te prometo que el dolor desaparecerá en menos de una hora.

Tras el cansancio y la humillación, Carl no tenía ánimos ni siquiera de resistirse ante la inspección de su vecina. Ella comenzó a aplicar unas cuantas cremas de distintos colores en cada herida, seguida de unos vendajes de variados colores y con símbolos extraños. Comenzó con sus brazos, seguido de sus piernas y su rostro.

—¿Te conté que yo estudio enfermería aquí en Hogwarts? —le decía mientras trabajaba—. Aquí la enfermería no es como en otros lados. Te enseñan magia curativa, y te muestran cómo aplicarla en el campo de la medicina. A mí me interesó muchísimo eso de la magia. Aproveché el curso de materiales mágicos para aprovechar de crear mis primeros ungüentos. Tranquilo, ya los he probado y funcionan de maravilla —la chica le sonrió—. También he tenido clases de ciencias, ya sabes, biología celular, anatomía, esas cosas. Soy muy mala en todo eso, pero sé que con esfuerzo voy a sacar buenas notas…

Su perorata lo mareaba de sobremanera, pero su compañía lo hacía sentir mejor. Su preocupación la sentía como las muestras de afecto que él imaginaba se sentiría recibir de su madre, o por lo menos de alguien. Era por eso que no se quejaba de su tratamiento.

Tras una media hora, la yegua dio por finalizado su trabajo. Guardó todo su material esparcido dentro de su botiquín, lo selló con un botón, y se despidió amablemente diciéndole que era muy resistente. Carl apenas ni se movió. A los pocos minutos sintió que todo el dolor se había ido. Incluso las heridas internas parecían haberse esfumado como por arte de magia. Si no fuera porque tenía mucho en qué pensar, se hubiera puesto de pie de un salto para correr la maratón.

Esa noche Carl durmió con una sonrisa.

—¡Bien, bien! ¡Bienvenidos al taller de teatro! —una animada jirafa le daba la bienvenida a sus estudiantes. Ella estaba instalada en el centro de un humilde escenario de madera, mientras que todos los demás la rodeaban instaladas en el suelo.

En el lugar debían haber por lo menos unas treinta personas. Eran estudiantes de todos los cursos y carreras de la universidad. Apenas Carl ingresó al teatro, la yegua le dio la bienvenida. De hecho, ella se encontraba sentada al lado suyo en el suelo. El lugar se sentía encerrado, sin ninguna ventana. Solo era iluminado por bolas brillantes del tamaño de un puño que flotaban azarosamente en el lugar.

Tras el discurso de la maestra, comenzó la lluvia de ideas sobre con qué obra comenzar. En medio de eso, Pepe, el gorila, propuso una obra que se había vuelto de moda por Internet. Se llamaba «El rey y yo», y trataba de un torpe rey que perdía su reino gracias a una mujer manipuladora que lo enamoraba. Carl no tenía palabras al respecto, ni entendía por qué terminó por convencer tan afanosamente a todo el grupo.

El resto de la tarde se destinaron a estudiar la obra y a repartirse los papeles. Comenzaron con los secundarios y por ende más fáciles para los más novatos. Carl se concentró en el guión intentando descifrar su significado. El rey Yakko era por lo menos extraño. Ingenuo, testarudo, torpe. Dotado de dos piernas izquierdas y más corazón que neuronas, el rey vivió uno de sus amores más intensos y felices que alguien pudiera vivir sobre la faz de la tierra, para luego perder absolutamente todo lo material.

—¡Maestra! —la yegua llamó la atención de la jirafa—. ¿Puedo probarme para ser la princesa Violet?

Fue una sorpresa para la cucaracha ver tal ofrecimiento. Claramente no era el único.

—¡Vaya! ¡Vas por el protagónico! —exclamó la maestra—. Tal y como lo haría la princesa Violet en tu lugar. Pero necesitas a un rey Yakko. ¿Quién se ofrece para el papel? —cuestionó dirigiéndose a todo el grupo.

Unos cinco «¡Yo!» se escucharon entre el grupo. Carl se sorprendió a sí mismo levantando la mano, y a su vez otros cuantos más lo imitaban.

—Escoge al de la suerte —la maestra le sonrió a la yegua mientras colocaba una mano sobre su hombro.

—¡Lo quiero a él! —exclamó apuntando a un Carl que aún no bajaba su mano.

—Bien, ¡acércate! —lo invitó la maestra.

Aún incrédulo de lo que estaba viviendo, la cucaracha se aproximó al centro del círculo de interés que se estaba formando. La yegua le sonreía con una alegría especial. No pudo evitar sentir el rubor en su rostro. El guión le advirtió de todos y los más variados besos que debía compartir con la princesa Violet en caso de alcanzar el protagónico.

—Bien señores —interrumpió la maestra sus pensamientos—. ¿Con cuál escena comenzamos?

—¿Qué tal la escena tres del primer acto? —propuso la yegua.

—¡Excelente! —exclamó la maestra particularmente contenta.

Carl buscaba en el guión que tenía en su mano aquella escena con total ahínco, temiendo lo peor. Afortunadamente, se trataba de la primera interacción entre ambos protagonistas. No ocurría nada potente en el comienzo. Solo era un beso en la mano. Un simple beso en la mano pero cuyo contexto podría definir el futuro de ambos.

Un beso en la mano selló una historia de amor, tanto en la ficción como en la realidad. Un beso en la mano que sin el consentimiento de ambos, dejaron entrar una leyenda oculta en esa obra, y aún desconocida en aquellos años. Un beso en la mano que con el correr de los meses se había convertido en un beso en los labios, tanto sobre el escenario frente a las luces y a las miradas de toda la universidad, como tras bambalinas, encerrados en una de sus habitaciones en aquella pensión. Un beso en la mano que le cambió la vida completamente a nuestra cucaracha.

Los aplausos le llovieron al taller de teatro antes de ser tapados por las gruesas cortinas rojas. Los actores quedaron regalándoles una reverencia a su público antes de desaparecer. Carl y Mónica se quedaron tomados hasta el final de la despedida. Llevaban juntos tanto tiempo como el tiempo que les tomó ensayar y preparar esa obra. Se habían interiorizado demasiado en el papel, lo cual les trajo sus recompensas al día siguiente en la escuela.

Mientras que las dulces delicias del triunfo llegarían a la mañana siguiente, el trazo de amargura los esperaba la noche anterior apenas bajaron del escenario.

A Carl se le cortó la respiración al ver la figura imponente del caballo moverse entre la muchedumbre. Los presentes se hicieron a un lado, dándole lugar a Marcelo sin ninguna clase de interrupción ni inconveniente.

—¡Mónica! ¿Qué haces con ese sujeto? —vociferó el caballo.

A la cucaracha comenzaron a temblarle las rodillas tras volver a toparse con él. Durante todo aquel tiempo se había dedicado a esquivarlo. Valoraba lo suficiente su vida, su dignidad y su cuerpo como para volver a tener problemas con ese sujeto.

—¿Qué acaso no nos viste en el escenario? —vociferó la yegua acercándose desafiante—. A propósito, sé que lo golpeaste la otra vez. ¡Eres un bravucón!

—¡Eso a tí qué te importa! —replicó el caballo con una vena palpitante sobre su sien izquierda—. ¡No me agrada ese tipo! —agregó apuntando violentamente contra la cucaracha.

—¡Pues te agradaría si lo conocieras! —replicó la yegua—. Además, eso no justifica lo que hiciste. ¡Eres un monstruo!

El temor de que esa bestia le hiciera algo a Mónica fue más fuerte que el temor de que a él le hiciera algo. Se armó de valor y se acercó a ambos, interponiéndose en el medio.

—¡Oye! ¡No le grites! —exclamó la cucaracha desafiante colocándose delante de ella.

—¡Sal de aquí! —gritó el caballo amenazante.

Marcelo lanzó un golpe con su palma abierta y totalmente iluminada con un brillo dorado. La mano llegaba por la izquierda de la cucaracha directamente a arrancarle la cabeza. Casi sin pensarlo, Carl interpuso su mano derecha, atrapando su palma gracias a su mano iluminada con un brillo rojo. El golpe entre ambas manos retumbó en todo el lugar con un replicar seco y fuerte. Todos los presentes fueron empujados con una fuerza invisible hacia atrás. La yegua exclamó aterrada mientras se tapaba la boca con sus dos palmas.

Ambos mantuvieron una tensión descomunal mientras Carl mantenía cautiva la mano del caballo. Pronto, cerró su mano con una fuerza tan intensa que la mirada de furia de Marcelo cambió a dolor. Apretó con tal fuerza su mano que parecía haberle roto algún hueso. La cucaracha aprovechó el momento. Tomó con su otra mano la muñeca de la mano atrapada, y comenzó a girarla dolorosamente. El caballo no pudo evitar soltar un quejido lastimero. Cerró con furia sus ojos mientras no podía evitar soltar una lágrima de dolor.

Cuando el sonido de los huesos rotos llegó a los oídos de la cucaracha, lo soltó. El caballo cayó de rodillas al suelo mientras observaba aterrado su mano completamente al revés. El grito ahogado de los testigos fue replicado en cadena. Nadie era capaz de reaccionar ante lo que acababa de acontecer. Carl finalmente sonrió triunfante.

La sonrisa de nuestra cucaracha fue borrada de golpe gracias a una fuerte, sonora e inesperada cachetada. El chico se volteó de inmediato, encontrándose, para su sorpresa, a Mónica con la mano levantada.

—¡¿Cómo te atreves?! —exclamó furiosa.

—¿Qué? —cuestionó claramente confundido mientra se llevaba una mano a su mejilla adolorida.

—¡¿Cómo te atreviste a torcerle la mano a mi hermano?! —vociferó tan furiosa como el caballo.

—¡¿Qué?! —el desconcierto de Carl se acrecentó.

Esta vez no recibió respuesta. Mónica se arrodilló junto al caballo para revisar su mano torcida. Mientras, le dedicaba palabras de consuelo similares a las que le regaló a él cuando se conocieron. Nuestro protagonista se sintió tan perdido como el primer día de clases.

A Carl le costó una semana convencerse de que aquel caballo bruto y aquella yegua tan jovial eran tan siquiera parientes. No se había percatado del apellido, puesto que era bastante común entre los latinos, así que asumió que se trataba de una coincidencia. Marcelo lo observaba con odio desde la distancia, pero por lo menos no parecía querer cobrar revancha. Por otro lado, sus compañeros comenzaron a mirarlo con respeto y admiración. No solo por su increíble interpretación del rey Yakko, sino además por la revancha contra Marcelo. Nadie se había atrevido tan siquiera a desafiarlo, ¡y Carl le había ganado! Esa sensación en cierta forma lo consolaba. Mónica en cambio, durante los primeros días parecía molesta, y ni se dignó a dirigirle la palabra. Tras quince días de separación, ella llegó a su lado para el almuerzo como si nada.

Solo el tiempo lograría presentarle el futuro a nuestro protagonista. Carl, sin siquiera esperarlo, encontró a alguien que le mostró el significado del amor. Un amor que no había conocido en gran parte de su vida. Fueron años de grandiosas aventuras juntos, confrontando al peligro en un mundo lleno de misterios. Una historia que los colocó a cada uno en su respectiva posición a la hora del arribo de los conejos.


¡Patitos! Son las dos de la mañana y aquí estoy terminando a tiempo un capítulo que creí iba a retrasar. ¡Es un milagro! Es que la verdad hoy domingo tuve un día ajetreado y por un momento pensé que no iba a alcanzar. Espero que hayan disfrutado de este episodio, y nos estaríamos viendo en abril. ¡Sí! En abril. Puesto que durante el próximo fin de semana estaré preparando el siguiente Cuento de Polidrama. Es una historia muy especial, y en donde, si casualmente lees Polidrama, sé que te va a encantar. ¡Hasta entonces!

PD de la fecha de publicación: se me olvidó publicarlo el lunes porque me entró una mosca al café de la once. Sí, no era joda. Luego de eso me olvidé de todo XD. Lo peor es que encima me quedé dormida, y es por eso que vengo a publicarlo hoy martes pasado el mediodía. En fin, más vale tarde que nunca XD. Ahora sí que sí nos leemos en abril. ¡Hasta entonces!

PD de la fecha de primera revisión: holi.