Amor Prohibido - Capítulo 92

—No puedo creer que haya muerto.

Yanette había aprovechado el alba para ir al cementerio. Desde que había arribado a su pueblo natal, se había hecho el propósito de visitar la tumba de su gran amiga Edna. Su tristeza por no haber alcanzado a verla con vida la empujaban a quedarse en la casona y atender los múltiples asuntos que allí surgían. Aquella mañana sin embargo se había armado de valor para ir. Su tumba tallada en mármol le recordó lo efímero del tiempo. La que ayer era una loca adolescente que cambiaba más de novio que de calcetines ahora yacía bajo tierra y devorada lentamente por los gusanos. Era una ventana que le contaba que su futuro próximo se encontraba allí mismo.

Ante aquella voz se volteó repentinamente, encontrándose con Freddy.

—Todos tenemos que morirnos alguna vez —contestó la anciana regresando la vista hacia la lápida.

La araña se acercó hasta quedarse junto a la coneja. Sus múltiples manos se habían escondido dentro de sus bolsillos, tanto de los pantalones como de su chaqueta. Su mirada se centró en el nombre de la fallecida.

—Edna D'Alerce de Garamond —leyó—. No puedo creer que alguna vez me casé con ella.

—Recuerdo que sus padres te obligaron a casarte con ella luego de que la dejaras embarazada —comentó Yanette.

La araña rió lastimosamente tras ese comentario.

Ambos se quedaron en silencio frente a la tumba de Edna, recordando viejos tiempos. Tiempos de añoranza que no volverán. Juventud, divino tesoro. Días en que la vida era más sencilla, más alegre, o simplemente diferente. Aquella imagen les recordaba que la muerte estaba cerca, y que era momento de zanjar los últimos asuntos pendientes antes de que los pillen desprevenidos.

—Por cierto, ¿irás a ver a Herman? —repentinamente, Yanette rompió el silencio—. Supe que él aún sigue viviendo en el castillo.

—No —zanjó tajante—. El día en que me fuí, los consideré a todos muertos. No quiero volver a toparme con nadie.

Yanette se volteó hacia el arácnido con la sorpresa en su rostro. No esperaba una respuesta tan contundente.

—Hace poco me topé con Carl —le contó—. Es cazador de demonios o algo así. Consiguió una linda novia.

La araña simplemente gruñó en señal de afirmación.

—Tus hijos no tienen la culpa de lo que pasó —insistió Yanette.

El silencio por parte de la araña fue su única respuesta.

—Además están grandes —agregó—. No te van a pedir nada a cambio si solo los pasas a saludar.

—Yanette, ¡basta! —exclamó irritado—. Por lo mismo no quiero verlos. Ellos ya tienen sus propias vidas formadas. No se las voy a arruinar apareciéndome.

Tras un amargo silencio, prosiguió más tranquilo:

—Yo nunca quise ser padre. Nunca quise ser marido. Jamás quise una familia. Cuando Edna me atrapó en sus garras, mi vida fue un infierno. Cuando me fuí, renuncié a esa familia. Y no, no quiero saber nada de ellos, ni hoy ni nunca. No quiero cuestionamientos, no quiero recriminaciones. Si ellos tienen la esperanza de que alguna vez su padre los quiso, no voy a aparecer y rompérselas.

Aquella respuesta dejó sin aliento a la coneja. Su mirada se endureció mientras intentaba descubrir el mensaje oculto. Sospechaba que la araña era empujada por el miedo a enfrentar a sus hijos, pero no quería seguir molestándolo. Se notaba que el tema aún le afectaba bastante.

—Bien, ¿y ahora qué?

La pregunta de Ella Mental caía como anillo al dedo. La mañana se había instalado y no había rastro ni de Carl ni del tal Richard. Ella junto con Yang y Bob habían desayunado los últimos huevos que quedaban en el refrigerador. Bob los acompañó con algunos adornos que había sacado de los muebles y las paredes. Yang se encontraba a su lado. Se notaba aún cabizbajo, sin mayores deseos de interactuar con quienes alguna vez fueron sus enemigos.

No hubo respuesta a sus preguntas.

—Ugh, ¿acaso tengo que hacerlo todo yo? —preguntó molesta—. Bien —se contestó a sí misma—. Bob, entregaremos a Yang a las autoridades, y nos quedaremos con la fortuna, ¿de acuerdo?

—¡¿Qué?! —alegó el conejo frunciendo el ceño—. ¿Y por qué?

—Porque no cooperas —respondió la tigresa igual de molesta—. Ahora necesito ideas.

Tras un suspiro, Yang respondió:

—No tengo muchas.

—Qué novedad —contestó Ella con sarcasmo.

—¿Flores? —Bob le ofreció una fotografía con un racimo de flores que había sacado de un portarretrato.

—No gracias —la tigresa la rechazó con un ademán—. A diferencia de ustedes, yo tengo una idea —agregó apuntando hacia sí misma.

Ambos se quedaron en silencio, esperando alguna pista.

—Esperaremos a ese tal Richard y le preguntaremos por Mónica —les dijo—. A fin de cuentas, es a ella a quién estamos buscando.

Yang se remitió a encogerse de hombros. Poco y nada le importaba su destino en aquel preciso instante. Bob por mientras, se entretenía más con el menor detalle que se pillara en el intertanto.

Estaban en eso cuando la cebra los sorprendió. Giró el picaporte, abrió la puerta de entrada, cerró y se dirigió hacia el interior de su hogar silbando descuidadamente. Solo cuando se había instalado en una silla vacía en torno a la mesa, se percató que tenía compañía. Su silbido se detuvo de golpe, y se quedó absorto observando a sus invitados inesperados.

—Eh… ¿Buenos días? —preguntó extrañado.

—¿Tú eres Richard? —le preguntó Ella, aunque el abrigo policiaco le daba una pista favorable.

—Sí, me llamo Richard —contestó—, y esta es mi casa.

—¡Qué bien! —exclamó Ella con alivio—. Escuche, estamos buscando a alguien que se llama Mónica, ¿usted sabe de ella?

La cebra la observó con un signo de interrogación.

—No sé de qué me está hablando —sentenció.

—Es novia de Carl, Carl Garamond —insistió Ella.

—No conozco a ningún Carl Garamond —el policía se encogió de hombros.

—Es una cucaracha bajita y molesta —insistió la tigresa.

La cebra se limitó a encogerse de hombros, para luego lentamente atraer el plato con lo que quedaba de huevos revueltos.

—¿Cómo es que no lo conoce? —insistió la tigresa molesta—. Él mismo nos dijo que lo esperara.

La cebra sacó un poco de pan y comenzó a mezclarlo con el huevo mientras ignoraba completamente a Ella Mental. La tigresa comenzó a perder la paciencia.

—Necesito encontrar a Mónica —insistió—. Es de vida o muerte.

—Al único que conozco aquí es al señor Yang —respondió con la boca llena—. El otro día vino a ver a su madre, la señora Yanette, quien estaba enferma y la hermana Daria se encargaba de cuidarla. ¿No es cierto?

—¿Qué? —balbuceó el aludido extrañado ante lo que le contaban. Sin duda, para el conejo, esta era la primera vez que pisaba esa casa. Sin embargo, considerando sus lagunas mentales y sus últimos problemas de salud, no sería sorpresa que se hubiera olvidado de esta visita.

Como respuesta, Ella le regaló un pisotón por debajo de la mesa. Yang apenas fue capaz de controlar su grito, a su vez que recibía una mirada asesina por parte de la tigresa.

—Sí, sí, todo lo que usted diga es cierto —comentó comprendiendo las intenciones de la tigresa—. Sí, estamos buscando a Mónica…

Su mente se desvaneció en el vacío del éter por un instante. Él sí conocía a Mónica, la novia de Carl. Ella era la enfermera del Hospital General, y llevaba un tiempo atendiendo a sus hijos, especialmente a Jacob y Jimmy. Aquella imagen con su uniforme blanco recorriendo los pasillos quedó estancada en su cabeza.

—¡Ugh! —exclamó Ella molesta—. ¡¿Y hasta ahora me lo dices?! —le recriminó a Yang.

—¿Qué? —cuestionó él claramente confundido.

—¡Qué conoces a Mónica! —alegó.

—Sí —respondió pensativo—. Ella trabaja en el Hospital General. Puede que esté allí.

—¡¿Y qué estamos esperando?! —exclamó Ella poniéndose de pie—. ¡Vamos!

En seguida los tres se pusieron de pie y se dirigieron a la salida. Bob fue el último en la fila, y aprovechó de tomar el plato con huevos de la cebra y tragárselo con plato y todo. Richard se quedó atónito, sin comprender lo que acababa de testificar.

—Que-que bien —balbuceó la cebra claramente confundido mientras veía cómo se marchaban.

En el Hospital General ya habían arribado Carl acompañando a Marcelo. El caballo avanzaba a grandes zancadas y con una mirada iracunda que podría derretir hasta el más duro de los aceros. Carl más atrás traía la trágica impresión en su rostro. A pesar de que la noticia de la eventual muerte de Mónica lo aterró al punto de dejarlo sin palabras, con el correr de los minutos albergó la vaga esperanza de que pudiera tratarse de una broma. A fin de cuentas estaban hablando de Mónica Gonzales, una sagaz yegua que sabía entrar en el ojo del huracán, en el más profundo de los abismos, y salir airosa de todo sin el menor de los rasguños. Tal vez todo esto se trataba de alguna treta para huir de algo. Algún peligro que debía desentrañar para así lograr ayudarla.

Detrás de ambos venían Yin acompañada de Pablo. La coneja caminaba estoica sin prestar atención a las esporádicas miradas de las personas que aparecían por los pasillos.

—¿Sabes Yin? No creo que haya sido una buena idea salir de la casona —le decía Pablo con nerviosismo mientras observaba las miradas clavadas en ellos—. Recuerda que eres una prófuga de la justicia y que tu cabeza cuesta trillones de dólares.

—Tengo cosas más importantes de las qué preocuparme —respondió la coneja apretando los puños. En realidad, se había montado en un impulso para acompañar a la cucaracha que a fin de cuentas y después de tantas peripecias, increíblemente había cumplido con su palabra.

—Tu abogado tiene razón, Yin —lanzó Carl delante de ella—. No debiste venir.

Su voz sonaba dura, fría, pesada, e incluso mandona. En otro contexto le hubiera recriminado ese tono de voz, pero estaba consciente de lo que estaba pasando la cucaracha en aquel momento. Prosiguieron en silencio siguiendo al caballo mientras hacían caso omiso a las miradas.

Llegaron hasta la morgue, lugar en donde Myrta, la enfermera, acompañada de algunos cuantos agentes de policía, los esperaban. Fue en ese minuto cuando Carl sintió el sudor frío en el espinazo. Si se trataba de un engaño, parecía ser muy bien elaborado. ¿Por qué Mónica se prestaría para llegar a ese nivel de detalle? A menos que…

Y era cierto. Tras destapar las sábanas de aquel frío lugar, finalmente se encontró con Mónica. Se pudo sentir la trizadura de un corazón destrozado. Carl se quedó sin respiración al verla acostada sobre aquella cama de metal. Se acercó a ella lentamente, sin poder creer lo que le mostraban sus ojos. ¿Podría tratarse de alguna clase de ilusión? A su lado, Marcelo se enfrentaba a la escena con los puños apretados. Luchaba internamente por no largarse a llorar. Era una feroz lucha que por ratos parecía perder. Más atrás, Yin y Pablo observaban horrorizados la escena. Yin se cubrió la boca para ocultar un grito ahogado, mientras que su amigo simplemente se quedó congelado ante el momento.

—Mónica —masculló la cucaracha con voz quebrada.

En el momento en que su mano hizo contacto con el pelaje del hombro de su novia, el frío traspasó los poros hasta enterrarse en su corazón. Simplemente no podía creerlo. Ella parecía dormir plácidamente. A pesar de la horrible cicatriz producto del golpe en la cabeza, parecía dormitar tranquilamente.

La remeció del hombro mientras la llamaba lastimeramente, sin resultado alguno. En la medida en que los segundos lo obligaban a quedar atrapado en esa pesadilla, sus ojos se humedecieron al punto de terminar sollozando sonoramente. Cayó de rodillas mientras hundía su rostro en su helado regazo. Pedía internamente con todas sus fuerzas que ella despertara, reapareciera. Su muerte le dejaba un doloroso vacío que lo asfixiaba. Era la única persona en este mundo que lo había amado de verdad. Ahora, con su partida, lo sentía con más fuerza. Después de conocer el amor, tras el fin quedaba un desconsuelo que se negaba a aceptar.

No pasaron muchos segundos cuando algo lo levantó de los hombros. Marcelo lo sujetó, lo levantó y lo alejó del cuerpo sin vida. Esto lo forzó a enfrentarse nuevamente con la escena. Fue un último golpe que terminó por derrotarlo. El llanto amargo y potente no se hizo esperar. Se cubrió la cara con sus manos para terminar de desahogar todo el dolor que llevaba dentro. Era una amargura incontrolable que en ese instante lo abrazaba. Las manos de Marcelo le impedían escapar de aquel punto exacto. El llanto de la cucaracha terminó por obligarlo a ceder ante sus propias lágrimas. Pronto, el caballo lo acompañaría con sollozos silenciosos.

Mientras tanto afuera de la morgue, Ella junto con Yang y Bob paseaban como Pedro por su casa. Buscaban por todo el lugar preguntando por Mónica, sin resultados afirmativos. A diferencia de Yin, con Yang la gente se solía acercar e incluso hacerle preguntas al conejo.

—¡Oye! ¿Tú no eres el conejo que se metió con su hermana? —apareció una gacela aleatoria interrumpiendo el camino de Yang, para terminar chocando contra la pared tras un empujón por parte del conejo. Definitivamente no estaba para bromas.

—¡Alto! ¡Policía! —un par de oficiales que paseaban por allí hicieron el intento por detenerlo tras reconocerlos. Terminaron aplastados gracias a los puños gigantes del conejo.

—Hay algo que no entiendo —le dijo Ella en el camino—, si para tí es tan fácil detener a la policía, ¿por qué te estás escondiendo?

—¿Acaso me estoy escondiendo ahora? —replicó el conejo.

Tras un vistazo rápido a su mente, encontró la respuesta que realmente estaba buscando.

—Es difícil esconderse de un hecho que ahora es de dominio público —contestó la tigresa.

En la intersección del pasillo con una escalera, se toparon precisamente con el grupo de Carl, Marcelo, Yin y Pablo subiendo por las escaleras.

—¡¿Yang?! —Yin fue la primera en verlos tras voltear la mirada hacia el pasillo.

—Yin —respondió el conejo atrapado por la mirada azul de ella.

Fue un encuentro repentino, inesperado, congelante. Su corazón dio un vuelco tan fuerte y repentino que le dolió. No fue capaz de mover el menor de los músculos, atrapado por el momento. No sabía cómo reaccionar. ¿Debía acercarse? ¿Debía abrazarla? ¿Debía besarla? ¿Debía huir? ¿Debía decir algo? Había pasado demasiada agua bajo el puente. Un siglo de aventuras que a la larga los había terminado separando. ¿Cómo enfrentar lo que tienen ahora que todo el mundo lo sabe?

—¿Carl? —Ella se adelantó al grupo del pasillo tras percatarse de la presencia de la cucaracha—. ¿Qué ocurrió? —agregó con preocupación al ver su mirada enrojecida y apesadumbrada—. No me digas que… —tras revisar su mente, Carl le permitió enterarse de la noticia para evitar repetirla en voz alta.

—¡No! —exclamó impresionada cubriendo su boca abierta con las palmas de sus manos. Bob la observó con curiosidad, mientras que Yang ni siquiera se daba por enterado de lo que ocurría en su entorno. Carl afirmó lentamente con la cabeza. Marcelo giró su cabeza hacia el otro extremo.

—¡Alto! —el grito de Richard atravesó todo el momento.

De un instante a otro todo nuestro grupo se vio rodeado de policías.

—¡Detengan al conejo! —ordenó la cebra con seriedad apuntando directamente hacia Yang.

Antes de que cualquiera fuera capaz de reaccionar, Yang se vio aplastado por lo menos con una docena de policías de todas las formas, tamaños y colores. Fue aquel golpe lo único que lo arrancó de la mirada de Yin. Tras regresar a la realidad, se encontraba en un enredo enmarañado que no era capaz de comprender.

—Estás detenido por el homicidio en primer grado de la señorita Mónica Gonzalez —le explicó la cebra acercándose hasta quedar frente al conejo, quien lo observaba con enojo desde el suelo—. Encontramos unas huellas digitales en el monitor de signos vitales que fue utilizada como arma homicida las cuales acabamos de comprobar que se tratan de las tuyas —agregó apuntándole con su índice—. Tienes derecho a guardar silencio. ¡Llévenselo! —ordenó.

—¡¿Qué?! —Yin fue la primera en reaccionar con su exclamación.

Aquella exclamación se repitió de la voz de Pablo, Ella, Marcelo y Carl.

Yang no podía escapar de su sorpresa mientras la multitud de policías lo levantaba para arrastrarlo nuevamente a la prisión. La mirada de Yin quedó grabada en su aterrado corazón al tiempo en que su cuerpo dejaba de responder. Instintivamente se resistió al arresto, consiguiendo unos cuantos segundos adicionales frente al grupo. Aquella mirada del caballo le arrancó de raíz todas las agallas que traía. Carl aún se mostraba incrédulo frente a lo que era testigo. La impresión de Yin era casi similar a la de Ella. La mirada de Bob era tan vacía como la de un fantasma. Casi ni se percató de la presencia del felino.

—No, yo no lo hice —balbuceó apenas pudo tomar control de su boca.

Todo le parecía una pesadilla. Sentía que lentamente estaba perdiendo a Yin delante suyo. No sabía si tan solo quedaba una migaja del amor que alguna vez nació entre ambos. El tiempo, sus errores y los hechos terminaron por dilapidarlo. No requería de una conversación. No se requerían palabras. Solo esos ojos azules le bastaron para entender el finiquito. Hubiera luchado, hubiera rogado piedad, hubiera hecho hasta lo imposible para recordarle el amor. Tantos ojos encima, sumado a una acusación que no entendía lo acobardaron.

—¡Tú! ¡Mataste a mi hermana! —bramó Marcelo llevándose la atención de todos.

El caballo se acercó al conejo pasando a llevar a todo aquel que no se hubiera quitado a tiempo. A Yang se le cortó la respiración al ver la figura imponente del equino. Hasta los policías que lo mantenían sujeto sintieron el terror, soltándolo para huir de un tirón. En vez de aprovechar la oportunidad, Yang se quedó clavado en su sitio. El caballo echaba humo por la nariz, mientras que aquella mirada tenía un brillo propio. Era un brillo maquiavélico. Parecía que lo terminaría asesinando con tan solo la mirada. Y ese era el deseo más profundo del caballo. Tenía la venganza servida en bandeja de plata frente a sus ojos. Hacerlo sufrir sería tarea sencilla.

—No… no lo hice —balbuceó con una voz inevitablemente temblorosa—... yo-yo-yo jamás le haría eso… nunca tuve nada en contra de ella… yo no lo hice.

Los policías retrocedieron por lo menos unos diez pasos. Nuestro grupo de amigos observó con atención cualquier movimiento del par. Carl se quedó estático en su sitio, aún sin ser capaz de tragarse aquella nueva revelación. Yang… ¿asesinó a Mónica? Tenía sentido. Ella se había quedado a cargo del conejo mientras que él se hacía pasar por Yang para salvar a Jimmy. Yang, aquel idiota que le había hecho la vida imposible desde su más tierna infancia. Su mente se nubló gracias a los cientos de recuerdos que parecían haber quedado enterrados. Desde que tenía memoria, siempre se podía topar con un hiriente e indolente conejo azul que mermaba toda esperanza de felicidad en su vida. Ese conejo que alguna vez creía haber dejado enterrado en el pasado junto con sus peores experiencias regresó en forma de un beso incestuoso con su propia hermana. Ese conejo había regresado para joderle la vida nuevamente, solo que esta vez se había pasado de la raya.

Ella se volteó hacia la cucaracha al notar un escalofrío en su dirección. Pudo sentir un aura agresiva, más violenta y peligrosa que la peor de las bombas. Era poderosa, hirviente, ostentosa. Un brillo rojo emanó de sus manos para luego esparcirse por todo su cuerpo. Su mirada estaba cargada por un brillo oscuro que solo había visto en los villanos más mordaces con los se había topado. Si esa aura hubiera tocado casualmente a Erádicus, lo habría quemado hasta dejar menos que cenizas. Ella no pudo evitar retroceder ante ese poder desatado. Sentía que si tan solo Carl lo deseaba, la podría matar de la forma más dolorosa existente. Su instinto la empujaba a huir, pero se quedó. No quería alarmar a los demás. Temía que dicha alarma terminase en una tragedia mucho peor.

Fueron los segundos más tensos y aterradores jamás vividos por todos. Nadie se atrevió a mover un músculo ante el temor de perder la vida en un movimiento en falso. Yang quedó prisionero de la mirada de Marcelo. El caballo sabía intimidar con el brillo de sus ojos. A pesar del pasado, a pesar de la historia, a pesar del entrenamiento, nada era comparado con el terror que él desataba. Era la primera vez que se enfrentaba a un cazador de demonios con un grado de excelencia como Marcelo. El infierno ardía en su mirada. Era tan insoportable que Yang estaba dispuesto a declararse culpable con tal de no seguir con esto.

Llegó la hora de disfrutar de la venganza.