Amor Prohibido - Capítulo 93

—Tú… mataste a mi hermana.

Aquella gélida y cortante voz cargada de una ira asesina emanó de la garganta de Marcelo hasta llegar a las orejas de Yang. Ambos estaban tan cerca que el conejo podía sentir el calor del aliento del caballo. Esos ojos brillantes que desataban el verdadero infierno frente a él lo obligaban a temblar de cuerpo entero. Ya nada sacaba con abogar por su inocencia. El caballo estaba dispuesto a aniquilarlo por completo de ser necesario. Solo le quedaba rogar por piedad con su mirada, o aceptar su doloroso destino.

Fue un primer golpe fugaz. De un momento a otro ninguno de los dos se encontraba frente a la mirada de los presentes. Mientras se preguntaban en donde se encontraban, pudieron ver un forado en el techo. Ella Mental fue la primera en atreverse a acercarse hacia el forado, observando con sorpresa que el agujero atravesaba los tres pisos del hospital hasta mostrar el cielo azulado del exterior. El brillo del exterior reflejado en su cara le informó al resto de los presentes la situación actual.

—¡Oh cielos! ¡Yang! —Yin se acercó aterrada hacia el forado, más no alcanzó a dar más de dos pasos cuando un agudo dolor en su vientre la obligó a detenerse. Cayó de rodillas al suelo mientras se sujetaba el vientre y cerraba los ojos con fuerza.

—¡Yin! —exclamó Pablo aterrado corriendo a su lado—. ¿Algún doctor por aquí? —agregó con voz temblorosa observando hacia todos lados.

La tigresa hizo lo suyo desde su posición. Se percató que Carl ya no se encontraba entre ellos, lo que le causó un estremecimiento en todo el cuerpo. Para su sorpresa, vio a Bob acercarse a un doctor, apuntando hacia Yin con sus manotas. Fue testigo de cómo ambos se acercaron a la coneja y el médico se acercó a atenderla. Bob se volteó hacia ella preguntándole con la mirada respecto de los pasos a seguir. Ella apenas podía comprender lo que estaba viendo en ese preciso instante. Se volteó nuevamente hacia el techo, preguntándose si Carl se encontraba allí afuera.

—Veamos qué es lo que está ocurriendo —le dijo comenzando a flotar en dirección hacia el exterior a través del forado.

Cuando la tigresa llegó hasta la azotea, se encontró con un enorme helipuerto. El lugar estaba marcado en el suelo con aproximadamente ocho círculos amarillos con una enorme hache en el medio de cada círculo. Ella alcanzó a preguntarse para qué un hospital necesitaba tantos helipuertos cuando se encontró con la batalla.

Marcelo atacaba con agilidad lanzando puñetazos al aire, mientras Yang los esquivaba con aún mayor agilidad. El conejo saltaba de un lugar a otro mientras el caballo lo alcanzaba a duras penas. Los forados dejados por los golpes sobre el cemento eran aterradores, pero nada que asustase realmente a Yang. Este ir y venir esquivando poco a poco lo relajaron. Fue un buen calentamiento que encima le dió esperanzas de vencer al caballo. Esperaba que en algún momento se cansara y olvidara el asunto. Solo así podría comenzar a buscar demostrar su inocencia.

Yang retrocedía de un salto a otro mientras Marcelo dejaba un enorme forado de concreto en el suelo justo en el sitio en donde hace tan solo milisegundos se encontraba el conejo. De alcanzarlo con uno de sus golpes sin duda le habría reventado la cabeza. Yang comenzaba a confiarse. Llegaba a sonreír en la medida en que avanzaba el tiempo y no recibía el menor de los rasguños. Tal parecía que el caballo a fin de cuentas es pura boca.

Un golpe recto dejó la espalda del caballo al descubierto, oportunidad que Yang no desaprovechó. De un codazo en la nuca, logró noquear al caballo, quien cayó como un saco pesado directo al suelo. De un salto, Yang se alejó de él y se volteó hacia donde cayó Marcelo a unos cinco metros de distancia. Parecía inconsciente. El conejo sonrió triunfante mientras jadeaba frenéticamente. No estaba acostumbrado a las batallas así de intensas. A pesar del cansancio, se alegró de haber derrotado al caballo.

Repentinamente, un dolor en el cuello apagó su sonrisa de improviso. Fue un dolor ardiente, como si lo estuvieran quemando con brasas al rojo vivo. Se tocó el cuello y se quemó de inmediato las manos. El conejo no entendía lo que estaba ocurriendo. El mundo se oscurecía a su alrededor. Se sentía casi sin aire. La desesperación se aferró a su latiente corazón. De improviso, aquel bulto oscuro llamado Marcelo había desaparecido del suelo.

—No me vas a detener tan fácilmente —la reconocible voz del caballo llegó como susurró directo a su oído. Marcelo se encontraba justo detrás de él, relinchando sobre su nuca. Yang intentó desatarse pero ni siquiera era capaz de tocar sus amarres. Su pelaje chamuscado estaba carbonizado sobre sus manos. Podía ver hasta trozos de carne viva sobre sus dedos ya quemados.

Antes de incluso sentirse desmayado, sintió que lo jalaban del cuello y lo lanzaban por los aires hasta azotarlo contra el suelo. Marcelo lo tenía agarrado del cuello con la ayuda de un látigo brillante y anaranjado hecho de fuego. El otro extremo lo tenía sujeto con sus manos cubiertas con guantes de cuero. El caballo lo azotaba de un lado al otro tirando del látigo. Los golpes del cuerpo de Yang sobre el suelo dejaba un enorme forado que poco a poco dejaba inutilizado el helipuerto. A través del látigo, el equino le enviaba golpes de vida para evitar que se desmayara, e incluso que muriera. Él deseaba que el conejo sintiera la mayor cantidad de dolor posible.

Yang se sentía atrapado en la desesperación. La sangre ya empapaba el pelaje de todo su cuerpo. El dolor era tan abismal que ya se estaba acostumbrando. La falta de aire le hacía desvariar, arrastrándolo de este mundo hacia lugares con visiones horripilantes de demonios sediciosos de sed de venganza. En el intertanto no se rendía. Intentaba tomar aquella cuerda ardiente que rodeaba su cuello de todas las formas posibles. Repentinamente se le ocurrió activar sus Puños del Dolor. Sus manos gigantes lograron tocar el látigo sin hacerse daño.

Agarrar el látigo que rodeaba su cuello fue otro dilema. Agarrar aquellas cuerdas era como intentar tomar un hilo delgado que se encontraba enterrado en la piel. Sus manos gigantormes no ayudaban. De pronto, en un breve instante en que la tensión del látigo disminuyó y él se encontraba en el aire, una contorsión lo ayudó a voltearse directamente hacia su enemigo. Allí pudo ver el látigo encendido conectándolos a ambos. Como un acto reflejo, el conejo se aferró al látigo, reduciendo de inmediato la tensión que lo empujaba contra el suelo. Comenzó a tirar con todas sus fuerzas con la intención de arrastrar al caballo. Como consecuencia, el látigo comenzó a desvanecerse partiendo por el punto en donde lo tenía agarrado. Marcelo, ante esto, retrocedió un par de metros de un salto mientras soltaba el látigo. Pronto Yang se vería liberado de tal prisión, para terminar de golpe en el suelo arrastrando su rostro ya malherido por varios metros sobre el duro concreto.

Marcelo no esperó a que su contrincante se colocara de pie. Extendió su brazo derecho con su mano mientras gritaba una frase ininteligible. De sus dedos emanaron unos cuantas bolas fantasmagóricas que se abalanzaron contra el conejo. Eran por lo menos unas cien bolas de unos diez centímetros de diámetro, celeste pálido y muy traslúcidas. Un ojo un tanto ciego o muy alejado literalmente no vería nada. Tenían una cola blanquecina que quedaba marcada en el aire a su paso. Yang apenas ni siquiera alcanzó a ponerse de pie cuando aquellas bolas lo rodearon por completo. Comenzaron a girar en torno al conejo en círculos a una velocidad cada vez mayor. Pronto Yang no tuvo ni la menor visión de lo que ocurría más allá de ese montón de molestas bolas.

Repentinamente un nudo en la garganta se amarró al conejo. Yang se tocó su cuello completamente quemado sin encontrar ninguna causa real que le explicara la causa de ese nudo. Podía oír un tono agudo proveniente de… ¿las bolas? Intentaba seguirles el ritmo en busca de algún patrón que le diera alguna idea para quitárselas de encima. Mientras más las observaba, más cansado se sentía. Había alcanzado a poner una rodilla en el suelo cuando comenzó a sentir que sus piernas no serían capaces de sostenerlo por mucho tiempo más. El tono agudo poco a poco se metió hasta el fondo de su cerebro, desorientándolo al punto de hacerlo olvidar hasta en qué planeta se encontraba. El sueño lo empujaba a cerrar los ojos y desistir ante todo lo que ocurriera a su alrededor. De todas formas, ¿para qué resistirse? Como si existiera alguna razón para no echarse una siestecita.

El sonido agudo de las bolas era un excelente hipnotizador para Yang. Las pestañas comenzaron a pesarle mientras se sujetaba solo con sus brazos para evitar caer al suelo. Levantó la vista hacia las bolas. Sentía una sensación asfixiante que lo amenazaba con acabar con la poca vida que le quedaba. Quería aferrarse a alguna causa de lucha que lo empujara a ponerse de pie, más parecía lejos de cualquier meta.

Ella observó cómo las bolas atrapaalmas se estaban haciendo un festín con la energía de Yang. El Woo Foo —o como le quieran llamar esos tontos— era drenado por esas bolas hasta dejarlo prácticamente como un muerto en vida. Quizás cuál era el siguiente paso del caballo. Lo vio a unos metros de distancia observando la escena con los brazos cruzados. Se volteó hacia Bob, quien la observaba interrogante como siempre. ¿Qué hacer en un momento como este?

Lo que dejó a la tigresa sin habla fue el grito que oyó desde el interior del montón de bolas.

—¡Foonado!

Una explosión emergió del lugar lanzando a la tigresa y a su acompañante varios metros hacia atrás. Ella ni siquiera fue capaz de comprender qué rayos ocurrió. Solo cuando fue capaz de ponerse de pie y observar hacia el campo de batalla se encontró con un Yang rodeado por su aura Woo Foo. Fue algo que la dejó con la impresión estampada en su rostro. ¡Imposible! No podía tener tanta energía Woo Foo luego de esas bolas atrapaalmas. ¡Y cuánta energía! Aquella aura convertía a Yang en un enorme conejo de por lo menos unos diez metros de altura. Era una energía viva, brillante, translúcida, de un azul rey brillante y hermoso. Yang le regalaba a su contrincante una mirada desafiante mientras flotaba al interior del conejo brillante.

Marcelo por su parte se mostraba anonadado ante lo que estaba viendo. Primero, un huracán brillante emergió de entre las bolas, deshaciéndolas en un instante, para luego mostrar al conejo gigante y brillante. Sintió que su poder se multiplicó en el conejo a niveles exorbitantes. Sin duda era un enemigo formidable y que había subestimado todo este tiempo. Si quería derrotarlo —y matarlo— se veía obligado a usar la magia más oscura y poderosa que conocía.

—¡No me asustas con eso! —le gritó el caballo.

—Pues deberías —respondió Yang triunfante.

Al momento de terminar la frase, Yang notó que el caballo desapareció de su vista. Se volteó en todas direcciones en busca de su contrincante, hasta que repentinamente sintió un agudo dolor en el pecho. La sangre emergió de su pecho a borbotones mientras sentía que una fuerza lo empujaba fuera de su aura hasta caer a centímetros de la cornisa del edificio. El conejo brillante se desvaneció en el instante en que su portador lo abandonó.

Desde el otro lado, Marcelo sujetaba unos cuantos rayos brillantes en su mano. Solo uno de ellos había bastado para acabar con la perorata del aura Woo Foo. Marcelo sonrió triunfante. Al final del día parecía que aquel conejo gigante no era más que un simple artificio para sorprender al más ingenuo. Solo bastaba un segundo rayo —o tal vez tres— para matarlo. Ese no era su estilo. Necesitaba hacerlo sufrir un poco más.

Se acercó a un Yang que aún se encontraba tendido en el suelo, cuestionando lo que acababa de ocurrir. Lo levantó del cuello, dejándolo colgado de su mano derecha sobre la cornisa. Sus piernas pataleaban a más de diez metros de altura desde el suelo. La falta de aire, el desangrado, el miedo, la altura, golpearon por todos lados al conejo. El caballo tomó uno de sus rayos y con su punta comenzó a surcar lentamente la piel del conejo dejándole graves quemaduras. El conejo se quejó de dolor, aumentando el sadismo del caballo.

Ella Mental se cubrió la boca impactada de lo que estaba viendo. No sólo derrotó al aura Woo Foo en un dos por tres, sino que además estaba aprovechando su ventaja para torturarlo. Ese caballo era alguien incluso más cruel que el propio Erádicus, y eso que hasta entonces él era el ser más malvado que había conocido en su vida. Su ímpetu por intervenir solo era retenido por la razón. ¿Por qué? Yang no era tan importante para ella, aunque nadie se merecía lo que estaba pasando. Tragó saliva apesadumbrada mientras sus ojos no daban crédito a lo que estaba viendo.

Hasta Bob se encontraba impresionado con lo que veía. Tal vez sus oídos no eran los más desarrollados, pero incluso él podía sentir los gritos de dolor agudo. Tal parece que esos rayos provocaban más dolor que cualquier arma de tortura convencional. Se estaba preguntando qué hacer cuando una mano se posó sobre su hombro.

—¡Por favor! ¡Detén esta pelea! —una yegua gris le rogaba apesadumbrada. Se encontraba realmente afectada, con unas cuantas lágrimas derramadas por sus mejillas. La presión de su hombro era tan fuerte como su aprehensión por lo que estaba sucediendo.

Bob la observó extrañado arqueando una ceja. No tenía idea ni quién era, ni cómo había llegado hasta allí sin que Ella lo notara. Acordándose de la tigresa, se volteó hacia ella en busca de respuestas.

—¿Quién ser ella? —le preguntó apuntando hacia la yegua.

Ella se volteó, y le respondió extrañada.

—Ahí no hay nadie.

La bola se volteó hacia su costado, sin encontrarse con la presencia de la yegua.

Bob se volteó aún más extrañado hacia la tigresa, para encontrarla nuevamente concentrada en la batalla.

Cuando pretendía olvidarse del asunto, la yegua nuevamente reapareció detrás de él.

—Ella no puede verme —le dijo—, pero ¡por favor! ¡Haz algo! Eres el único que puede intervenir. ¡Deténlo por favor! ¡Van a matarlo!

Bob abrió un poco su boca mostrando la duda que se estaba formando en medio de todo lo que estaba pasando.

—¡Yang es inocente! —la yegua se aferró al brazo de Bob—. ¡Por favor! ¡Evita que se cometa un crímen tan injusto!

Bob regresó la vista a la batalla al tiempo en que pudo ver algo acercarse hacia ambos contendientes a toda velocidad. Era un brillo rojo que inicialmente era difícil de identificar. Tras un par de segundos tanto él como la tigresa pudieron reconocerlo. Era Carl.

La cucaracha había arribado con su cuerpo rodeado de un aura roja brillante. Tenía en sus manos una lanza hecha únicamente de aquella energía roja. Parecía una flecha voladora proveniente del cosmos directamente a la Tierra. Su mirada decidida apuntaba directamente hacia el blanco de su ataque, ubicado en el ya desvalido cuerpo del conejo.

—¡Él no va a resistir el ataque de ambos! —exclamó la yegua afligida apretando con aún más fuerza el brazo de Bob—. ¡Por favor te lo suplico! —rogó llorando—. ¡No permitas que Carl se manche las manos con sangre inocente!

Mientras tanto el conejo, ignorante del destino deparado justo sobre su espalda, se aferraba a la vida y a los brazos del caballo. Intentaba zafarse con todas sus fuerzas, o al menos con las fuerzas que le iban quedando. Su pataleo se centró en golpes contra el caballo, pero sentía como si estuviera golpeando el más duro acero. Más daño se hacía él en los pies que contra el equino. Soportar el dolor de las heridas que le provocaban le impedía hacer mucho más. Con el correr de los segundos su agarre era cada vez más débil. Probablemente perdería la vida antes de que Carl llegase a desquitarse con su cadáver.

La lanza de Carl terminó atravesando el blanco equivocado. Se terminó incrustando en el duro cemento doblándose en cinco partes. Antes de terminar inutilizable y desapareciendo, dejó un enorme tajo de por lo menos unos diez metros de extensión. La cucaracha terminó rodando sobre el duro concreto varios metros hasta casi llegar a la cornisa del otro extremo. Marcelo había saltado varios metros hacia la derecha observando el desastre que había causado su cuñado. Si no hubiera reaccionado a tiempo, sin duda hubiera terminado empalado con esa lanza.

Observó hacia todas direcciones en dónde se encontraba el conejo que hasta hace poco lo tenía entre manos. Solo se encontró con la bola gigante y morada que lo observaba fiero y con ambas manotas extendidas.

—¡Alto! —les gritó Bob.

El caballo no comprendió su intervención hasta que vio que justo detrás de él se encontraba el conejo moribundo.

—¡Hey! —le gritó Marcelo colocándose de pie—. ¡¿Qué rayos haces?!

Bob pudo sentir que detrás de él se aproximaba la yegua hacia Yang para atenderlo. No pudo ver exactamente qué le hacía. Solo podía notar su presencia.

—¡Bob! —musitó Ella impactada interiormente. No podía creer que su gran compañero y algo más estuviera interviniendo en este embrollo.

—¡Esta no es tu batalla! —le gritó Marcelo—. ¡Sal de aquí ahora!

—¡Alto! —volvió a gritar Bob con seriedad—. ¡Nadie va a tocar al conejo! Salvo la caballa.

—¿Qué? —se preguntó Marcelo extrañado.

—¿Qué? —secundó Ella en su rincón.

—Oye Bob, sal de aquí, ¿quieres? —Carl se sumó al grupo aún mareado por el golpe tras su aterrizaje.

—¡Alto! —volvió a exclamar Bob amenazando a ambos contrincantes con sus puños.

Marcelo se volteó hacia Carl exigiendo explicaciones.

—¿Por qué lo estás defendiendo? —le preguntó Carl con el ceño fruncido.

—Porque la caballa me lo pidió —respondió con simpleza y seriedad.

Ella estaba demasiado lejos del grupo como para exigirle alguna clase de traducción de lo que quería decir.

—¿De qué demonios hablas? —intervino Marcelo furioso.

—Nadie se acercará al conejo —ultimó Bob decidido.

—¡No me interesa! —gritó el caballo acercándose de un salto hacia Bob—. Si quieres morir con Yang, ¡Morirás con él!

El caballo invocó un aura negra tan oscura y densa que era imposible ver a través de ella. Antes de que Bob se percatara de lo que estaba sucediendo, el caballo lo comenzó a ahorcar. A pesar de apenas tener cuello, el equino hizo un excelente trabajo rodeándolo con sus manos cubiertas de aquel aura oscura. Comenzó a romper la protección metálica que rodeaba su intento de cuello. Su entorno empezó a oscurecerse tan repentinamente que Carl se vio obligado a retroceder para evitar ser tragado por lo que fuera eso. La cucaracha decidió concentrar entonces su venganza contra el conejo, pero por más que lo buscó no pudo encontrarlo.

Bob se aferró a los brazos del caballo con todas sus fuerzas, más pronto notó que su fuerza se había drenado con rapidez.

—Dí adiós —musitó el caballo con su mirada maliciosamente brillante.

La oscuridad se desvaneció tan repentinamente como llegó. Carl se volteó hacia el caballo apenas notó aquel drástico cambio. Bob se encontraba a unos cinco metros de distancia del caballo, sentado en el suelo, recuperando el aire a grandes bocanadas. Del otro extremo se encontraba Marcelo. Estaba de pie, con el rostro desencajado. Impresionado, notó que la sangre caía a borbotones desde sus dos antebrazos. El caballo sencillamente ya no tenía manos. El grito de Bob le advirtió que sus manos habían quedado colgadas del cuello de la bola, el cual se las arrancó despavorido y las lanzó lo más lejos que pudo.

Entre ambos, se encontraba de pie nadie más que Ella Mental. Tenía su cetro dorado entre sus manos. Parte de la sangre cubría su rostro, ropa, manos y báculo. Observaba al equino con una seriedad cortante. Al percatarse de su presencia, Marcelo no pudo evitar dar un par de pasos hacia atrás.

—Aléjate de Bob —la tigresa lo amenazó apuntándolo con su cetro. De su punta emergió una bola rojiza brillante y amenazante.

Marcelo intercambiaba su mirada entre la bola brillante y sus brazos ya sin manos. Lanzaba cortos gritos ahogados mientras no podía creer lo que acababa de ocurrir. ¡Ni siquiera lo vio venir! Sin manos se sentía prácticamente desprotegido. ¿Era posible? ¿Era acaso posible que esa tigresa le hubiera cortado las manos? Fue un corte directo, sagaz, directo.

Ocultando su temor, le regaló una última mirada a Carl antes de alejarse corriendo del lugar.


Por tercera vez en este fanfiction lo digo, ¡Felices Pascuas!