Capítulo 3 – El principio de un bello sueño
Leon bajó las escaleras del hotel, pensativo. Había quedado para cenar con Claire. A su regreso de Mariposa Country, Claire había insistido en que él descansase hasta la cena y ambos se habían separado. Tuvo que reconocer que aquel descanso no le había venido mal. Se había tumbado en la cama, a regañadientes, pensando que no se dormiría. En cambio, había dormido como un bebé durante casi toda la tarde. Después, se había dado una ducha rápida y se había vestido con un pantalón de traje y una camisa blanca desbrochada en el cuello. Sabía bien que, cuando ella lo viera, no desaprovecharía la ocasión para decirle, una vez más: "el traje te queda fatal". Pero sabía, también, que ella se vestiría para la ocasión. Así que él había optado por el camino intermedio; unos pantalones de traje y una camisa elegante, sin más. Y que ella dijese lo que quisiera, al respecto.
Atravesó el hall camino del comedor y, cuando entró en este, ya Claire lo estaba aguardando sentada a una de las dos mesas que tan sólo había ocupadas. En la otra, un matrimonio de ancianos se hacía carantoñas, mostrando su amor incombustible. Por un momento, él los miró y sonrió con tristeza. No esperaba casarse jamás; y mucho menos, llegar a anciano, con el trabajo que tenía. Pero tuvo que reconocer que, en el fondo, ambas opciones le habrían gustado.
Sentada a su mesa, Claire observó a Leon, sorprendida; al verlo, se había quedado sin palabras. En aquel momento, pensó que aquel hombre rubio, fornido y elegante, sin duda era el hombre más apuesto que podría llegar a conocer jamás. Sintió el loco deseo de tenerlo, de poseerlo. Y no sólo en el lecho. Necesitaba saber que él era suyo, que le pertenecía por entero; su cuerpo, su mente, su corazón y su alma, que todos ellos le pertenecían. Le sonrió, con tristeza, cuando él la saludó levantando una mano, tranquilo. Nada más lejos de la realidad, pensó. Él jamás la querría, a no ser que fuese como a una hermana pequeña. Y ella lo sabía. Lo había seguido, precisamente, para fijar esa idea en su cabeza de una vez y para siempre; para que, quererlo sin esperanza, ya no le doliera tanto como le dolía. Pues en tan sólo un día se había dado cuenta de que dejar de quererlo era completamente imposible; así que, ya no deseaba hacerlo.
—Estás preciosa, como siempre —ella escuchó que él afirmó, amablemente.
Ella tan sólo había dejado suelto su pelo y se había puesto un vestido de tirantes discreto, de color azul celeste, con un escote de pico quizá más insinuante de lo que habría deseado; o quizá no.
Definitivamente, seguirlo hasta allí no había sido una buena idea, se dijo para sus adentros; había sido una malísimia idea, de hecho. Aún así, correspondió a su cumplido con una sonrisa.
Él se sentó a la mesa, relajado.
—Leon…
—El traje me queda fatal, ya lo sé —la interrumpió, sonriente—. Sin embargo, trabajar para el Gobierno es lo que quiero. Y lo que necesito.
Ella buscó su serena mirada, atónita. Se dio cuenta de que, en el fondo, él siempre había conocido el auténtico motivo por el que ella había criticado sus trajes: creía que no era correcto que él trabajase para el Gobierno, por considerar a este como uno de los principales actores interesados en el asunto del bioterrorismo. Para ella, Leon era demasiado honesto, demasiado justo y bondadoso, como para trabajar para un ente en gran parte corrupto, como lo era el Gobierno, cualquier gobierno. Jamás había pensado que él fuese un ignorante; pero acababa de quedarle bien claro que, de tonto, no tenía un pelo. ¿Podía quererlo todavía más? En aquel momento supo que, si eso era posible, aquella misma semana, sin duda, ella iba a comprobarlo.
Ambos pidieron la cena, que les sirvieron rápidamente, por hallarse prácticamente solos en el comedor.
—¿Puedo preguntarte algo? —ella se armó de valor, por fin, y lo abordó, mirándolo fijamente a los ojos.
—Por supuesto —le respondió, devolviéndole una mirada serena.
—¿Por qué…?
—Por qué me negué a darte el pendrive. ¿No es así? —terminó por ella, ahondando en su alma con aquella mirada profunda y reflexiva.
Ella asintió con la cabeza, nuevamente sorprendida. ¿Es que aquel hombre podía leer en su mente como en un libro abierto? Súbitamente, un pensamiento hizo que los nervios azotasen su pecho, sin piedad. Entonces, ¿también había leído lo que ella sentía por él, el motivo por el que estaba allí? Desvió la mirada, angustiada. Sin embargo, él pareció no haber percibido su momentáneo quebranto.
—Hace muchísimos años que estoy preparado para responder a esa pregunta, Claire —le aseguró, con voz seria.
La pelirroja enarcó una ceja, sintiéndose confundida.
—Tú eres una mujer fuerte, muy fuerte, como buena Redfield que eres, de hecho —él comenzó su argumentación.
Aquellas palabras la cogieron totalmente por sorpresa; jamás creyó que llegaría a escucharlas procedentes de sus labios.
—Por ello, tú partes de la base de que el mundo debería conocer lo que está pasando realmente, con el bioterrorismo. Y estoy totalmente de acuerdo contigo —continuó.
—Entonces, ¿por qué te has negado a que yo lo haga público? —exigió saber, frustrada, sintiéndose aún más confusa.
—Supón que la noticia se hace pública y que es difundida a nivel mundial —le planteó—. Toda la gente no es como tú o tu hermano, Claire, o como yo. Me atrevo a asegurar que la mayoría de gente no es como nosotros. Inmediatamente, el miedo y el caos cundiría entre la población. Muchos se echarían inmediatamente a las calles, con intención de huir, sin saber muy bien de qué exactamente, ni a dónde. Muchos otros buscarían refugio en la fe, la que fuera, que pudiese proporcionarles un poco de esperanza, con la consiguiente proliferación de aprovechados sin escrúpulos, o locos. Muchísimos otros, degenerados, aprovecharían la nueva situación de caos mundial reinante para campar a sus anchas cometiendo delitos, brutalidades, en nombre de la justicia, la venganza o la libertad. Y los más espabilados, los más ricos o simplemente, los más malvados, buscarían un modo de beneficiarse de este nuevo 'conocimiento', de usarlo a su favor, en detrimento de todos los demás —hizo un primer análisis, reflexivo—. En segundo plano estarían los gobiernos, atrapados entre la espada y la pared. Por un lado, incapaces de hacer frente al aluvión de problemas que se les echarían encima, de pronto, en forma de graves acusaciones y de hondos reproches procedentes de sus propios ciudadanos, de vandalismo, de violencia, de anarquía… Y, por otro lado, intentarían degollarse unos a otros, culpándose de todo lo sucedido y de lo que estaría por venir, intentando resultar, cuando todo terminarse, siendo el caballo ganador que dirigiese el nuevo orden mundial, si es que se lograse alcanzar alguno. Y no olvidemos a las corporaciones farmacéuticas, libres ya de las barreras que supone el secretismo impuesto a sus propias maldades cometidas en nombre de la ciencia y del progreso, que harían del mundo al completo su propio campo de prácticas, en caso de considerarlo oportuno. ¿Y por qué no hacerlo, si les convendría bajo las nuevas circunstancias? Los virus de origen biológico camparían a sus anchas en el mercado negro, usados por cualquier motivo y con cualquier justificación, por muy absurda que esta sea. Y, por último, estaríamos nosotros, gente como Chris, como tú y como yo, cuatro gatos abandonados por aquellos que nos contrataron y nos formaron, que nos dejaríamos la vida intentando contener una pandemia ya incontenible —describió prácticamente el apocalipsis, con tranquilidad—. Bajo estas premisas los ejércitos resultarían ser totalmente insuficientes e ineficaces; y las organizaciones no gubernamentales sucumbirían presas del caos. Unos y otros, quizá, acabarían agravando el problema, incluso. Finalmente, acabaría imperando la ley del más fuerte, del sálvese quien pueda.
Claire lo escuchó con total atención, reflexiva.
—En el nuevo mundo global que te describo, los 'normales' acabarían siendo los zombis. Y los raros, los pocos humanos que quedasen aún con vida. ¿Tienes una vacuna que ofrecer a las masas, acompañada de la revelación de este secreto? ¿Una vacuna para decirles: "Ponte esto y, pase lo que pase, contraigas el virus zombi que contraigas, te librarás de él"? —le preguntó, mirándola con franqueza.
—Por supuesto que no la tengo. Que yo sepa, a día de hoy nadie la tiene —respondió, mirándolo fijamente, del mismo modo.
—Pues cuando la tengas, vuelve a pedirme el pendrive. Y yo te lo daré.
Ambos quedaron en silencio, pensativos. Claire no sabía a dónde había viajado la mente de Leon. Pero él se mostró distante, con la mirada perdida en ninguna parte. Ella era consciente de que todo lo que él había descrito, era el escenario más probable, con diferencia, si aquel secreto era revelado. Jamás se lo había planteado de un modo tan profundo. Tan sólo había pensado en que la gente, la humanidad al completo, tenía derecho a saber la verdad; nada más. Él no le negaba ese derecho, se lo reconocía de pleno. Sin embargo, no estaba dispuesto a sacrificar los millones de vidas que supondría conocerlo, hasta que controlar la situación fuera posible de nuevo; si es que, en algún momento, llegaba a serlo.
—Voy a acabar con esto a mi manera, como tú bien dijiste; lo tengo perfectamente claro. O moriré en el intento —él aseguró, de pronto, rotundo—. Pero no puedo evitar, de vez en cuando, ahogar mi frustración en una botella —se disculpó, mirándola con tristeza.
—Leon, yo… lo siento —dijo de todo corazón, mirándolo desde una nueva perspectiva, con absoluto respeto—. Siento haberte juzgado, no haberte comprendido.
—No, yo soy quien lo siento —se disculpó, de nuevo, dedicándole una sonrisa abatida—. Me temo que, esta noche, yo no soy la compañía que tú necesitas. Necesitas que te animen, no que te depriman. Así que, si me disculpas, me retiro.
—Leon, no, por favor…
—Te aseguro que, en este momento, es mejor así. Mañana, levántate temprano —le pidió, de pronto, mirándola con una sonrisa que contagiaba ilusión. Tengo una sorpresa para ti.
—¿Una sorpresa? ¿Qué es? —la pelirroja quiso saber, llena de expectación.
—Te espero en el hall a las ocho. Vístete con ropa de senderismo y coge una muda de repuesto. El resto, déjalo a mi cuidado —tan sólo le pidió, guiñándole un ojo con picardía.
Inesperadamente, se puso en pie, caminó hasta donde ella se sentaba y depositó un suave beso en su mejilla.
—Que descanses.
Atónita, Claire lo observó marcharse. Una intensa emoción atenazó su pecho, casi impidiéndole respirar. La conversación que ambos habían mantenido había sido profunda, demasiado profunda… Y había revelado mucho de él, mucho más de lo que él mismo creía; al menos, así había sido para ella. Se había dado cuenta de que aquel agente valeroso, intrépido, solícito y resuelto, siempre pensaba en todo; en todo… y en todos. Que no dejaba nada al azar o a la suerte. Que se responsabilizaba de intentar solucionar el problema que él no había causado de ningún modo y en ningún momento. Pero así era, tan sólo porque se veía con una capacidad innata para luchar contra este, cuando muchos otros no sabían o no podían hacerlo. También vio en él una profunda tristeza, la aceptación, quizá, de que una vida sencilla, tranquila y sin preocupaciones no había sido destinada para él. No sufrió por ella misma, por sus sentimientos. En aquel momento, sufrió por él. Sintió una necesidad loca de poder consolarlo, de asegurarle que también había esperanza para él; que ella la encontraría y se la daría, fuera como fuera.
Sintiéndose abatida, también ella se marchó. Y aquella noche, acostada en su cama, deseó con todas sus fuerzas poder tenerlo a su lado, poder dormir abrazada a su pecho; reconfortándolo, animándolo, dedicada a hacerlo feliz por completo. Deseó ser esa botella de la que él había hablado; deseó ser su consuelo, su fuerza y su determinación. Por siempre. Angustiada, finalmente se dejó vencer por el sueño.
A la mañana siguiente, le costó levantarse. No había descansado demasiado, a pesar de haber dormido de un tirón durante toda la noche. Sin embargo, se sentía ilusionada como hacía mucho tiempo que no recordaba haberlo estado. Rápidamente, se vistió con unos pantalones de montaña y una camisa de algodón cómoda. Y se calzó unas botas de senderismo, como él le había pedido. Cogió también la mochila que había preparado la noche anterior, nada más regresar a su habitación, se la colgó a la espalda y se marchó a la carrera, excitada por la emoción. Bajó las escaleras a todo correr, tan rápidamente, que al llegar abajo casi se topó de bruces con Leon, quien la aguardaba junto al mostrador de recepción.
—Buenos días, preciosa —el rubio la saludó con una enorme sonrisa, nada más verla. Se había vestido de un modo similar al de ella, con una camisa de mangas arremangadas hasta sus fuertes antebrazos, unos pantalones con numerosos bolsillos y unas botas de montaña. Sin embargo, él no llevaba mochila.
—Buenos días, Leon. ¿Y tu mochila? —ella quiso saber, sorprendida.
—La he dejado en el coche —él respondió tranquilamente, mirándola divertido.
—¿En… el coche?
—Ajá. Ayer alquilé un coche, que ambos usaremos para llegar a lo alto de la montaña, al lago Lake Placid, junto al que acamparemos durante tres días, al menos —anunció con sencillez.
—¿Tres días? —pidió confirmación, alucinada.
—Tres días con sus respectivas noches, pelirroja. Así que, espero que dejes el recuerdo de ese capullo que te atormenta aquí abajo. Porque allí arriba vas a vivir una experiencia inolvidable —le aseguró.
Ella no fue capaz de responder, sintiendo que, una vez transcurriese aquella semana, jamás desearía deshacerse del recuerdo de aquel capullo que ya no lo era, en absoluto. Guardaría como su bien más preciado lo único que sería completamente suyo, lo único que podría atesorar de él: el recuerdo de aquellos maravillosos días que pasaría a su lado.
Sin embargo, Leon tomó su silencio como una demostración más de que ella iba a ser incapaz de olvidar a aquel hombre misterioso que la había dañado, al que sin duda aún amaba. Pero él no era un hombre que se dejaba vencer tan fácilmente. Se había jurado que, al menos por una única semana, la haría feliz como nadie la había hecho jamás. Pasara lo que pasara, se dejaría la piel en el intento. Se lo había prometido a sí mismo. Sabía que jamás podría tenerla; pero sí podía ser una especie de hermano mayor, en aquella ocasión. Sí podía consolarla, apoyarla contra todo y contra todos, si era necesario. Si comportarse como su hermano era lo que ella necesitaba, era lo que él haría. En aquella ocasión y siempre que lo necesitara. No importaba lo que él mismo sintiera. Total, en su vida, nunca importaba. Había asumido ese hecho hacía ya mucho tiempo. Aunque a veces doliera tanto que estuviese a punto de echarlo todo por la borda. Pero al final, nunca lo hacía. Y jamás lo haría.
Ofreciéndole una nueva sonrisa, cogió la mochila de la espalda de ella, solícito, la tomó de la mano y la condujo hacia la puerta. Y ella se dejó llevar, sumida en un bello sueño que, por tan sólo unos días, sintió que iba a hacerse realidad.
COMENTARIOS DE LA AUTORA
En este capítulo he ofrecido mi propia visión sobre porqué Leon se negó a dar el chip a Claire, cuando ella se lo pidió. Esta es una conversación que ambos tenían pendiente, este es un tema que ambos debían zanjar. Y así lo han hecho. A partir de aquí, quizá sea posible que ambos enfoquen lo que sienten desde una nueva perspectiva, no tan pesimista.
Dedico el capítulo a:
—maleja16, Kaysachan y Redspy58, quienes han añadido este fic a sus favoritos y a sus alertas. ¡Gracias!
—alysonreyna3, manu y Kaysachan, quienes me han dejado sus comentarios al capítulo anterior. Recibir comentarios siempre me pone las pilas y me anima a seguir adelante, jeje. Así que, ¡Gracias!
Un abrazo muy fuerte y hasta pronto.
Con cariño.
Rose.
