Capítulo 4 — Creo que voy a matarte
Pierce entró en la casa sigiloso como un fantasma, asegurándose de no ser visto. Se alegraba de no ser él el jefe pues, en cuanto contara a Leon aquello que había averiguado, no desearía estar en su piel. Con urgencia, intentó sortear a Nathan en su camino, pero no pudo evitar chocar con él y casi cae al suelo, derribado por aquella gran mole. El hombretón lo miró, atónito, mientras se frotaba los ojos, adormilado.
—¿Dónde está Leon? —le preguntó, sin embargo, recuperando el equilibrio.
Riker hizo un gesto hacia la cocina. Y Pierce continuó su carrera, sin dar explicaciones.
Encontró a Leon y a Patrick tomando café, mientras compartían puntos de vista sobre los próximos pasos a dar en aquella operación.
—Claire Kennedy y Rebecca Chambers, son las dos embajadoras que la B.S.A.A. ha enviado —soltó la bomba, mirando a Leon fijamente a los ojos—. La Presidenta ha ordenado su secuestro. No las ha hecho venir nada más que para ello. Tricell está detrás de todo esto; ha establecido un laboratorio subterráneo en una de las islas de este archipiélago. Y las quiere a ambas, vivas —expuso aquello que había averiguado, mirando a su jefe con angustia.
En absoluto silencio, Leon palideció como la cera. Patrick y Pierce lo observaron, preocupados e inquietos, pendientes de su reacción.
—Debemos impedirlo como sea —Patrick se atrevió a decir, por fin.
Y Pierce asintió con la cabeza, vehemente.
Leon se puso en pie; caminó a lo largo del cuarto, de un lado a otro. Su mente pensaba a una velocidad vertiginosa.
—La B.S.A.A. está metida en este asunto hasta el cuello —por fin afirmó, mirando a ambos con serenidad. Los dos hombres buscaron su mirada, cogidos por sorpresa—. A diferencia de Chris, a quien la Presidenta de Santángel reclamó abiertamente, ha sido la B.S.A.A. quien ha elegido a sus embajadoras. Así que nosotros somos la única fuerza que se interpone entre la Presidenta, Tricell y ellas dos —declaró, con firmeza—. Sea como sea, no podemos permitir que dos embajadoras de esta Organización sean secuestradas aquí. Ya tenemos la prueba que necesitábamos, de que este Gobierno fomenta el terrorismo biológico. A partir de aquí, es nuestra misión actuar.
—¡Pero tío! ¿No tienes sangre en las venas, o qué? —Riker, quien había seguido a Pierce hasta la cocina, se encaró con Leon, indignado—. Se trata de tu mujer, por lo que más quieras. Y tú aquí, hablando de si la B.S.A.A., de si el Gobierno... ¡A la mierda con todos ellos! Vamos a rescatar a tu esposa, y punto —le ofreció, tajante.
Leon lo traspasó con una mirada de advertencia.
—Se trata de mi mujer y de mi cuñada —afirmó, con voz fría—. Pero si dejo que mis sentimientos se impongan a mi razón, en vez de rescatarlas, voy a conseguir que nos maten a todos, ellas incluidas. Por supuesto que vamos a impedir ese secuestro. Pero vosotros lo haréis porque eso es lo que la D.S.O. debe hacer. Y punto. Yo moriría por Claire y por Rebecca, si hiciera falta. Pero eso, no es asunto vuestro. ¿Entendido? —preguntó a todos ellos, con dureza.
—Te apreciamos, Leon —Riker respondió, a modo de reproche.
—Lo sé perfectamente. Y yo os aprecio a vosotros. Pero cuando estamos trabajando, sois mi responsabilidad, no mis amigos. Y voy a devolveros a casa a todos con vida —dejó claro, con voz fría—. Y ahora, ellas dos también son mi responsabilidad. Joder… —quedó pensativo, por un momento—. ¿A qué hora va a celebrarse la reunión? —preguntó a Pierce, fijando en él su mirada.
—Dentro de hora y media.
—Entiendo que el equipo de asalto partirá desde el propio palacio presidencial.
—Así es. Está todo dispuesto para que, nada más las embajadoras hayan accedido al despacho de la Presidenta, se produzca el incidente. Lo harán pasar por un simple secuestro procedente de un grupo antigubernamental. Tras esto, la Presidenta planea entregarlas a Tricell y decir a la opinión pública que, lamentablemente, los terroristas las han acabado asesinando.
—¿Cuántos?
—Cuatro, todos hombres.
—Lo siento, Anna. En esta ocasión, estás fuera —dijo a su compañera, quien también se había unido a la conversación, alertada por los gritos de Riker.
Ella lo miró sin comprender.
—Vamos a suplantar al grupo de asalto. Y seremos nosotros quienes secuestremos a las embajadoras —declaró, mirando a Pierce en busca de su opinión.
—Es factible. Tengo localizado el lugar donde se ocultan los supuestos secuestradores. Y no tendré problema en conduciros hasta allí sin que seamos detectados.
—Tendremos que hacerlos desaparecer para conseguir un margen de tiempo más amplio, antes de que el Gobierno se dé cuenta de nuestra argucia —Patrick opinó, pensativo.
—Con que podamos mantenerlos ocultos durante unas cuantas horas, será suficiente. Reduzcamos las muertes al mínimo, si es posible —Leon rechazó la idea, tajante—. Hunningan —contactó con su enlace de la F.O.S. a través de su móvil—. Necesitamos coordenadas de un escondite franco alejado de la ciudad.
—¿Para cuándo? —la mujer quiso saber, pensativa.
—Para ayer —le ordenó, contundente.
—Entendido. Dame diez minutos.
—Diez minutos —él confirmó. Y colgó el teléfono—. Anna, quedas encargada de recibir la información sobre el nuevo escondite. Cuando la tengas, envíame coordenadas—. La agente asintió con la cabeza, haciéndose cargo de la situación—. Pierce, ¿están operativos los modificadores de voz?
—Lo están—. Decidido, se marchó en busca de su mochila.
—Andando —ordenó al resto de sus compañeros.
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Claire entró en el palacio presidencial junto a Rebecca, dispuesta a obtener una adhesión rotunda, por parte de Santángel, a la jurisdicción de la B.S.A.A. y de la ONU. Intentó mostrarse segura de sí misma, arrolladora, como ella era normalmente. Sin embargo, en el fondo no podía evitar estar preocupada. No había querido preocupar a Rebecca con su malestar. Pero lo cierto era que, desde que ambas habían descendido del avión que las había conducido a aquel país, ella se había sentido mareada. El jet lag nunca había supuesto un gran problema para su físico sano y atlético. Aunque siempre hay una primera vez, se dijo con resignación, suponiendo que aquel era el origen de aquel trastorno. A su lado, Rebecca caminaba erguida, decidida; pero demasiado callada, a su modo de ver.
Cristina Arnáz las precedía, con pasos firmes y resueltos, hacia el despacho de la Presidenta Ceres, quien se suponía que ya las estaba aguardando.
La enorme ostentación de riqueza que mostraba aquel enorme palacio indignó a Claire. Allá hacia donde pudiese desviarse su vista, no había más que enormes lienzos, lámparas y ornamentos recargados, sillas y sofás ricamente tapizados… Incluso los pomos de las puertas mostraban un brillo aúreo y barroco, totalmente vergonzante, comparado con la evidente pobreza que ella había podido observar durante el viaje desde el aeropuerto hasta la ciudad. Hizo de aquella indignante visión el estandarte que supliría la fortaleza física que en aquel momento le faltaba. Le llamó infinitamente la atención el hecho de que, en su camino, apenas encontraron funcionarios del Gobierno; ni siquiera personal de servicio.
Perdida en sus pensamientos, no se había dado cuenta de que Cristina, deteniéndose ante una puerta aún más ostentosa que el resto, había hecho sonar sus nudillos contra esta. Sin esperar respuesta, la mujer abrió la puerta e hizo un ademán con la mano a ambas mujeres, para que entraran en la estancia. Claire y Rebecca no se hicieron esperar y caminaron dentro, escuchando la puerta cerrarse tras ellas.
Al fondo de una estancia larga y estrecha, se hallaba una enorme mesa de despacho, también de estilo barroco, y una silla recargada, donde yacía cómodamente sentada una mujer de no más de sesenta años, quien las observó con curiosidad indiferente. No hubo presentaciones; ni la Presidenta ni Cristina dijeron absolutamente nada. Por un incómodo momento, Claire y Rebecca se miraron con incertidumbre. Hasta que Claire decidió poner fin a aquella pantomima y, decidida, caminó al frente.
—Usted no tiene intención de escucharnos. ¿Me equivoco? —preguntó a aquella arrogante mujer, con osadía.
Tan sólo recibió una sonrisa burlona y una mirada de desprecio, por toda respuesta.
Iba a dejarle claro a aquella tirana local que no iba a marcharse de allí sin un acuerdo firme de colaboración, cuando un fuerte portazo a su espalda la obligó a girarse, atónita. Un hombre enorme, vestido de arriba abajo con atuendo militar, excepto por el pasamontañas negro que cubría su rostro, había propinado una patada tan brutal a la puerta, que incluso había logrado arrancarla de sus goznes. Tras él, tres hombres irrumpieron en la sala, ametralladoras en mano, y apuntaron a las cuatro mujeres, amenazadores. Uno de ellos, quien parecía ser el jefe, caminó hasta Claire y la encañonó directamente a su cabeza.
—Tú, mujer, vienes conmigo —ordenó a Claire, sin duda con su voz distorsionada por algún tipo de artilugio que llevaba acoplado dentro de la boca.
Ella, en un primer momento, intentó deshacerse de él de una fuerte patada en el estómago, que el hombre esquivó sin problema.
Pegando la ametralladora a su sien, con una sonrisa sádica en los labios, hizo ademán de cruzarle la cara de un brutal bofetón. Sin embargo, la voz de la Presidenta lo detuvo, fríamente.
—Sin violencia. Hemos prometido entregarlas sanas y salvas —la mujer dejó claro, con voz que no admitía réplica.
El hombre la miró con evidente fastidio, pero asintió. Cogiéndola por un brazo sin miramiento, sin dejar de encañonarla con el arma, la arrastró hacia la salida. Mientras caminaba, Claire pudo comprobar cómo Rebecca, encañonada del mismo modo por otro de aquellos hombres, fue obligada a caminar delante de ellos.
De pronto, la menuda figura de Cristina Arnáz se interpuso entre los secuestradores y la puerta.
—No permitiré que lo hagan —dejó claro, encarándose al hombretón, desafiante.
Él, mirando al que parecía su jefe, por un instante, al recibir su autorización la levantó con un sólo brazo y se la llevó, como un saco de patatas. La mujer gritó, protestó, pataleó… Y entonces, aquel bruto la dejó inconsciente de un solo golpe en la cabeza.
Cogida por sorpresa, la pelirroja notó cómo una cinta pegajosa sellaba sus labios y otra rodeaba sus muñecas.
—Camina, muñequita, y no lo tendrás que lamentar —el jefe le ordenó, dándole un empellón en las piernas para obligarla a hacerlo.
Claire no pudo evitar pensar que él parecía estar deseando que no lo hiciera, para tener una excusa con la que poder darle aquel bofetón con el que, en el despacho de la Presidenta, no había podido castigarla. Pero ella no se lo iba a poner tan fácil. Pensando tan sólo en no empeorar la situación de Rebecca y de Cristina, se dejó llevar caminando con él, sumisa. Ya habría tiempo para ajustar cuentas a aquellos indeseables matones.
Decididos, los cuatro asaltantes las condujeron hasta una puerta secundaria del edificio, donde una furgoneta de color blanco anodino los estaba aguardando. El hombre que no custodiaba a ninguna de ellas, rápidamente se sentó en el asiento del conductor y puso el vehículo en marcha. Claire sintió cómo el cañón de la ametralladora presionaba sus omóplatos y, sintiéndose acorralada, no tuvo más remedio que subir al vehículo. De pronto, vio que las cabezas de Rebecca y de Cristina estaban siendo cubiertas por unas capuchas negras e intentó sacudirse, negándose a ser cubierta por una similar, también. Pero pronto su vista fue sumida en la negrura.
Durante el trayecto hacia no sabía dónde, fue obligada a cambiar de vehículo en tres ocasiones. Y rogó con toda su alma que Rebecca y Cristina continuasen con ella, ya que era incapaz de saberlo, debido a la capucha que la cubrió en todo momento. Transcurridas lo que a ella parecieron horas enteras, la obligaron a descender una vez más. Pero ningún otro vehículo sustituyó al anterior. Aún encañonada por el arma, fue obligada a caminar, exhausta, por un camino de tierra que, a ciegas, casi logró que se torciese un tobillo. El sonido de una puerta al abrirse le anunció que había llegado a su destino. A partir de ahí, sintió que su vida pendía de un hilo.
Infinitamente sorprendida, su corazón dio un vuelco que amenazó con dejarla sin oxígeno, cuando escuchó:
—Joder, Nathan, mira que puedes llegar a ser bruto.
Ella conocía aquella voz, la había escuchado no hacía demasiado tiempo, en otro lugar muy alejado de allí, pero en circunstancias no mucho más favorables que esta. Estaba segura de ello. Pero su mente se sentía demasiado agotada, demasiado nublada, como para poder identificarla.
—Acuéstala en una de las camas y custódiala hasta que despierte; te hago responsable de su bienestar y de que no dé problemas.
Con ojos desorbitados por la sorpresa, aquella nueva voz que escuchó logró lo que todo el cansancio y el malestar que sentía no habían podido conseguir. Hiperventilando, sintió cómo su consciencia la abandonaba y se desplomó en unos fuertes brazos que la levantaron con delicadeza, le quitaron la capucha y la condujeron hacia otra de las camas, depositándola en esta con sumo cuidado.
Fue entonces cuando Leon se permitió quitarse la máscara con una mano, desesperado, mientras con la otra buscaba el pulso en el cuello de Claire. Ella parecía estar bien. Seguramente, el estrés y el cansancio habían hecho presa de su cuerpo, por fin. Sin embargo, él se vio obligado a contener las lágrimas con todas sus fuerzas y toda su determinación, sintiendo una angustia que lo destrozó. Con mimo, retiró la cinta adhesiva con que había cubierto los labios de su amada pelirroja, y también sus muñecas. Después, haciendo valer su férreo entrenamiento de agente, se puso en pie y caminó fuera del cuarto, decidido. Recorrió el pasillo hacia otra habitación, donde el sonido de una voz conocida, que llenó de calidez su corazón, se hizo escuchar. Sin duda, la bioquímica estaba poniendo a Patrick en su lugar a voz en grito, airada; lo que logró que él mismo no pudiese evitar sonreír, imaginando la escena.
—Hola, Rebecca —saludó a la mujer con una sonrisa cansada, entrando en el cuarto e interrumpiendo sus gritos.
Al verlo, ella lo miró, ojiplática.
—Creo que voy a matarte —le aseguró, con voz llena de rabia.
Sin embargo, se levantó de la cama donde Patrick la había obligado a sentarse, se abalanzó sobre él y lo estrechó en un fuerte abrazo, emocionada. Leon la rodeó con sus brazos, cariñoso, y la retuvo durante unos momentos.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó, mirándola preocupado.
—Estoy con los nervios destrozados por vuestra culpa —ella acusó a los dos hombres, enfadada—. Pero sí, estoy bien.
—Descansa, entonces. —Sin darle tiempo para poder negarse, la levantó en brazos, con cuidado, y la depositó en la cama de nuevo—. Todas las explicaciones, cuando todos hayamos descansado. ¿De acuerdo? Ahora estáis a salvo. Así que, descansa sin miedo.
Dio un suave beso en su frente e hizo una señal a Patrick para que se retirase. Y también él se marchó, dejando a la mujer con un millón de preguntas atormentándola, que mucho más rápidamente de lo que ella había esperado, fueron difuminándose en la bruma del cansancio y del sueño.
