Se que el fandom en español de Da Vinci's Demons está prácticamente muerto, pero a veces uno necesita sacar algo de su alma para poder continuar en paz.
Uso información histórica de los personajes, pero (al igual que la serie, ejem) tomo lo que me sirve y lo demás me lo paso por... ¿Sabían que históricamente Zo es 10 años menor que Leonardo? En la serie no parecía.
Este trabajo no cuenta con lector beta, así que todos los errores corren por mi cuenta. Dedicado a mi querida Sammia, que leyó la mitad y (al menos me dijo que) le gustó, tiene la continuación en sus manos, pero si lo amó o lo odió aún no lo sé.
—¿Te casas? —Leonardo por fin apartó la vista de su cuaderno, dando toda su atención al Conde— ¿Con quién?
Riario se dedicó a beber con calma de su vaso, mientras miraba con curiosidad al genio florentino, sabía que la señora Cerata había seguido en contacto con Leonardo, claramente había mencionado el fin de su relación al ver la reacción de su acompañante.
—Catalina Sforza, tengo entendido que conoces a su tío.
Lo vio parpadear un par de veces, quizá luchando con elegir alguna de las muchas preguntas que lo abrumaron.
—En mis primeros trabajos con el maestro, me... ofreció un puesto... —Arrugó sus cejas— No entiendo para que me molesto en mencionarlo cuando claramente conocerás toda la historia.
Riario rio entre dientes.
—Hubo un tiempo en el que quería saber todo de ti, Artista. Ahora que Florencia está cayendo es un buen momento de considerar ese puesto.
Lo vio volver al cuaderno, por un instante parecía que intentaba ocultar algo. ¿Dolor por la inminente pérdida de Florencia?
—Sí, bueno —hablo entre trazos en el papel, no había dolor en sus palabras—, Sforza aseguró que no repetiría la invitación, por lo que es un puente quemado.
—Eso fue hace años, seguro que muchas palabras han llegado a sus oídos sobre el genio del maestro.
Leonardo detuvo su dibujo. Volteó a verlo, la duda era la única emoción en el rostro de su amigo. ¿Quizá pediría una recomendación? El pensamiento lo hizo sonreír, cómo si no estuviera dispuesto a venderle su alma al duque en nombre de Da Vinci.
—¿La amas?
La pregunta lo tomó por sorpresa, tardando incluso en entender a qué se refería.
—Ni siquiera la conozco —respondió al entender que seguía pensando en su próxima boda.
—¿Y te casaras con ella?
La carcajada de Riario resonó en el taller vacío del maestro florentino, su gesto ante la respuesta había sido bastante refrescante.
—Da Vinci, ¿parece que no supieras cómo funciona el matrimonio?
—Sé que no eliges el nombre de una mujer al azar y sucede —era obvio que el genio había encontrado ofensiva su risa.
—Órdenes del Santo Padre —esta vez fue alarma en el rostro de su amigo—. Tranquilo, Artista, no se trata de un asesinato.
—No puedes creer que Sixto tenga buenos deseos para ti, incluso siendo quien consiguió el trono papal para él.
Riario aún encontraba sorprendente la preocupación que el castaño ponía en su persona, el hecho de que pudiera llamarlo amigo después de todo lo que habían pasado. O quizá gracias a lo que habían pasado. El florentino no solo lo había salvado de las garras del laberinto una vez, sino que había sido quien lo trajo de vuelta después del asesinato de... su padre, quien lo mantuvo a flote el año que le siguió, protegiéndolo, no solo de los enviados del nuevo papa, sino de su propia mente putrefacta. Con el tiempo pudo dejar su lado pero sus encuentros habían sido continuos, al principio con la excusa de un seguimiento de su salud, pero con el tiempo Riario había sospechado que Da Vinci disfrutaba su compañía tanto como él la suya.
—Sixto sabe que tenemos demasiado en su contra —no había tenido secretos para Da Vinci acerca de todo lo que había sucedido—, por lo que su única solución es mandarme lejos, darme lo suficiente para que este feliz de no decir nada: tendré Imola y a la sobrina del Duque de Milán.
—¿Y estás feliz por eso?
—¿Casarme por amor, Artista? Eso solo sucede en los cuentos. El hecho de que aceptar eso me mantendrá con vida debería de ser suficiente.
—¿No te hubiera gustado? ¿Casarte con la señora Cerata?
Riario sonrió como respuesta, volviendo a su bebida.
Pensó, efecto quizá de la botella vacía en la mesa, que sí el artista hubiera sido una mujer no hubiera dudado en casarse por amor con él. ¿De que no hubieran sido capaces juntos?
El absurdo pensamiento solo lo hizo dibujar una sonrisa más amplia. Mientras su amigo dejaba escapar un suspiro, volviendo a su dibujo.
Y el tiempo pasó...
Se casó. A pesar de que no la amaba —fue incapaz después de haber perdido tanto, de haberle costado tanto al resto del mundo— se encontró admirando a la mujer con la que se había casado.
—¡Conde! —la conocida voz que lo llamó en los pasillos del castillo Sforza lo hizo sonreír con sinceridad, lo supo ante el intrigado gesto de su esposa, que caminaba a su lado.
—Te alcanzo pronto —fue su única respuesta ante la silenciosa pregunta de su esposa, claramente interesada en quien hacía sonreír a su aburrido marido de esa manera.
Volteó a encontrarse con el genio que corría por los pasillos, ganando miradas escandalizadas de los nobles, lo que solo hizo sonreír más a Riario. Hacía tiempo que no había podido reunirse con Da Vinci, ambos se habían resignado a terminar su contacto, las visitas eran demasiado peligrosas y las cartas, por más inocentes que fueran, solo significarían problemas con Sixto, quien en ese punto creía ver conspiraciones en su contra por toda Europa.
El más obvio cambio del genio era que su cabello había crecido. Ante lo que en un gesto distraído tomó un largo mechón que escapaba del lazo atado a la altura de su espalda.
—¿El duque te ha tenido trabajando tanto que no has sido capaz de encontrar unas tijeras, Artista? —el apodo se sintió como recuperar una parte robada de su alma.
El sonrojo en sus mejillas no opacó la alegre sonrisa.
Un par de jóvenes alcanzaron a Da Vinci, claramente más sensatos para evitar correr como su maestro.
—Adelántense —mencionó el artista antes de que tuvieran oportunidad de decir alguna palabra, los chicos cargaban maquetas y rollos de papel en sus brazos, Riario sintió la necesidad de tomarlos para saber que nuevos inventos tenía el castaño.
Notó que aún sujetaba el cabello de Da Vinci cuando uno de los niños clavó sus ojos en él. El Conde tuvo una sonrisa de suficiencia, ¿un nuevo enamorado del Artista? Se sorprendió al no sentir desagrado por el pensamiento sodomita, Leonardo Da Vinci era algo que uno deseaba poseer sin importar su sexo.
— ¿Tienes tiempo? ¿Caminarías conmigo?
Realmente no lo tenía, había venido a presentar a su primogénito ante el duque, no podía dejar a su esposa esperando, y aun así no dudó en responder con un:
—Lidera el camino, artista.
Lo que le ganó una resplandeciente sonrisa.
—Felicitaciones —fue lo primero que dijo el genio cuando salieron al jardín, sintiéndose más cómodo al hablar en privado.
—Me temo que has ganado mis palabras, Da Vinci, felicidades al entrar al servicio del Duque de Milán, temí que te olvidarías de mí al tener el favor de un mejor noble.
—¿Cómo podría olvidarte siendo que mi servicio al duque hace que te recuerde en todo momento?
—El hombre debe de ser un salvaje —rio con malicia.
—Sabes a lo que me refiero —dio un par de pasos y una elegante media vuelta, para caminar de espalda, viendo de frente a Riario— El duque de Milan me comentó que durante la boda de su sobrina su marido no se cansó de hablar maravillas de cierto genio florentino.
—¿En serio? ¿Me preguntó porque no logró contratarlo?
Leonardo soltó una carcajada, intentando al mismo tiempo golpear el brazo del conde, con lo que logró que el tacón de su bota se atorara haciéndolo caer de espalda. Riario tuvo los rápidos reflejos de sujetar su cadera para evitar que cayera, al sujetarlo recordó como Da Vinci tuvo la confianza de que no lo dejaría caer durante su viaje a la bóveda del cielo.
Da Vinci aún sonreía cuando rodeó el cuello del Conde con sus brazos, abrazándolo con fuerza.
—Gracias por esto, Gio —el primer abrazo a pesar de sus años conociéndose y la primera vez que alguien mostraba tal dulzura en llamarlo.
Deslizó sus manos por la cintura de su amigo, correspondiendo a su abrazo con fuerza.
—Lo mereces, Leo.
Y los años siguieron pasando, el papa lo nombró Conde de Forlí, con lo que la construcción de la ciudadela de Rocca di Ravaldino le sirvió de excusa para retomar su relación con Da Vinci, que si bien, al estar al servicio del Duque era imposible llevarlo con él, sus viajes a Milán se volvieron más frecuentes, para tener el consejo del genio.
—Has terminado en un tiempo impresionante —el castaño chocó su copa con la de Riario, se habían reunido con la excusa de festejar el fin de las obras, sintiéndose algo culpable de desear hacerlo con él antes de que con su propia familia.
—Todo gracias a tus consejos, Leo.
—Me das demasiado crédito.
Después de empinar su bebida lo vio tomar su lápiz y volver al dibujo en su cuaderno.
—Sabes —Riario quería culpar a la bebida, pero llevando apenas un par de vasos cada uno sabía que era exagerar. Se alegró que al menos se encontraran solos en el taller de Milán para que nadie oyera sus vergonzosas palabras—, siempre me ha resultado duro aceptar que nunca seré lo suficientemente interesante para apartarte de tu trabajo cuando estoy de visita.
—Sí es la única oportunidad que tengo para dibujarte —respondió distraídamente, levantando la vista al notar lo que había dicho, encontrándose con la risa burlona del conde— ¡No!
—¿No qué, querido Leo?
—No puedes verlos, sé que vas a preguntarlo, no puedes hacerlo.
—Oh, ¿no me digas que estamos hablando de dibujos sucios, Artista? —el fuerte sonrojo confirmó que posiblemente había verdad en sus palabras, pero se habían conocido por tanto tiempo que a Riario ya no le importó.
—Por... por supuesto que no. Son dibujos hechos por entretenimiento, nada que pueda mostrar.
—Si tanto quieres dibujarme, ¿por qué no lo has pedido?
—¿Puedo? —el rostro ilusionado del hombre hizo que su sonrisa fuera más sincera.
—Sería un honor que Leonardo Da Vinci pintara mi retrato.
—Gracias.
—Aunque me gustaría algo que pueda mostrar, no un cuadro sucio para el entretenimiento del maestro.
—¡Gio, por dios!
Riario dejó escapar una carcajada cuando el florentino ocultó su rostro sonrojado entre sus brazos.
Pero nunca hubo un cuadro. El Conde Girolamo Riario murió asesinado por miembros de la familia Orsi, Riario no pudo evitar pensar que era terriblemente poético terminar asesinado en una conspiración después de todo lo que hizo en su vida.
Su último pensamiento fue para el genio Leonardo Da Vinci.
...
—Maestro.
—Estoy bien.
Sabía que era mentira. No había abandonado su taller en semanas, al duque no le importaba ya que continuaba trabajando, con ahínco, quizá hasta desesperación, todo con tal de no pensar en lo que había pasado, en él...
—Maestro...
—¡Estoy ocupado!
Se sintió mal por levantarle la voz a su aprendiz cuando se encontró con su rostro dolido, pero en ese momento cualquier compañía que no era Riario no sería apreciada.
Zo se las había arreglado para acompañarlo unos días, pero su amigo tenías sus propias obligaciones en la corte de los Sforza para perder el tiempo en su compañía.
—Es la cena, maestro —el aprendiz se apuró a marcharse antes de que pudiera decir algo más.
Da Vinci miró al cielo, había montado un taller temporal en los jardines para cambiar el ambiente... y no recordar la última visita de Girolamo, pero no había ayudado cuando casi cualquier lugar del palacio Sforza se lo recordaba.
Había sido un error ir a Forlí, el caos había acabado y pudo encontrarse con Catalina. Nunca debió haberle pedido ver el cuerpo, incluso la mujer se lo advirtió, no quería tener ese recuerdo de su amigo... la manera en la que dijo la palabra "amigo", como si conociera el secreto de Da Vinci, pero no podía, de serlo no se mostraría tan sincera en evitar su sufrimiento.
Debió hacerle caso, las pesadillas del poco tiempo que lograba dormir estaban plagadas de esa última imagen del conde. No debió verlo, pero necesitaba saber... porque Riario no podía morir ¿Cómo iba a hacerlo? Habían quedado en verse para poder pintarlo, ¿no había sobrevivido a tanto en el pasado? El laberinto no pudo con él, el papa, los incas, Florencia, el propio Leonardo no pudo con él.
Riario tenía que estar bien, porque la última vez que se habían visto habían bromeado y se permitió creer que quizá podría decirle su secreto y que a Riario no le importaría.
No podía morir porque Leonardo ya había perdido a demasiados de los que realmente le importaban y sí el dios, en el que el conde tanto creía, existía no podía hacerle eso al conde, porque había sufrido tanto y era injusto que...
Leonardo tomó el plato con comida, dirigiéndose a prisa a su habitación, cerrando la puerta con fuerza, como si así lograría que la realidad no pudiera alcanzarlo.
Pero la realidad estaba ahí.
—Artista.
—No.
El plato tembló en su mano, se había obligado a dejar las drogas después de los hijos de Mitra, después de las visiones. Por lo que la figura del hombre frente a él no debería estar ahí.
—Por favor —cerró los ojos con fuerza, apretando el agarre en el plato—, no puedes hacerme esto, no puedo vivir con esta fantasía.
— Leonardo, por favor, ahora no es el momento para que tengas una crisis.
Y la mano que lo tocó era cálida, y real, el Conde Girolamo Riario frente a él era completamente real. Ante lo que gritó, porque no podía serlo, el plato se hizo trizas en el suelo, se apretó contra la puerta, incapaz de... ¿de huir? ¿Quería huir del hombre que tanto había anhelado estas semanas?
Se oyeron pasos en el pasillo, alguien corría y se detuvo frente la puerta.
—Maestro, ¿está bien?
El conde colocó su dedo sobre sus labios, pidiendo silencio
—Resbalé, estoy bien.
—Pasaré a limpiar.
—No, no —Leonardo era incapaz de apartar la vista del conde, vivo, realmente vivo frente a él —, solo asegúrate de que nadie me moleste... necesito terminar algo.
—Bien —oyeron los pasos alejarse, ante lo que ambos dejaron escapar un suspiro.
—No pensé que se iría —comentó el Conde al saber que no sería oído por nadie más que Leonardo.
—¡Eres un completo idiota desalmado! ¡¿FINGISTE TU MUERTE?! ¡¿SABES LO QUE SUFRÍ POR ESO, ESTÚPIDO?!
Estaba furioso, aun así las lágrimas que corrían por sus mejillas fácilmente podrían ser de alivio.
—Leo.
—¡No puedes salir con eso! —señaló su rostro, eso o soltarle un puñetazo.
—Leo —el Conde se acercó con cautela, levantando sus manos para tenerlas a la vista, como si creyera que Leonardo se sentía en peligro.
No es que pudiera ir a otro lugar cuando lo abrazó. Leonardo sintió como rodeaba su cintura, apoyando sus manos en su pecho se aferró a su camisa, apretando con fuerza hasta que dolió. El conde apoyó su frente con la suya, tan cálido, tan vivo. Cerró sus ojos.
—Leo, realmente morí.
Y Leonardo lo sabía.
—Estás aquí.
—Morí. Pero no pude quedarme muerto.
—No moriste.
Leonardo había visto su cuerpo, real y sin vida, había muerto, porque sus pesadillas eran por eso, había revisado su cuerpo, quería saber si existía una posibilidad de que estuviera vivo, por pequeña que fuera. Pero lo único que logró fue hacer trizas su corazón.
—Leo.
Lo sintió alejarse, quiso aferrarse pero fue imposible, demasiadas noches sin dormir, demasiados días con exceso de trabajo, muy pocas comidas, la imagen del conde y había llegado al límite.
—Gio, por favor —se deslizó por la puerta, incapaz de abrir sus ojos—, no puedes hacerme esto, no puedes...
—Artista, necesito que seas tú —lo oyó caminar mientras él se ocultaba tras sus brazos, apoyando su frente en sus rodillas—, necesito al maestro, al genio, porque me he vuelto digno de la atención de tus estudios.
—Lo eras... siempre lo has sido —murmuró solo para sí.
—¿Puedes volver a ser el hombre que admiro y realmente necesito en este momento?
Pasó sus dedos por su cabello, jalándolo con desesperación. Alguien aseguraba haber muerto (no Riario), él había estudiado el cadáver (no el de su amigo), ahora estaba vivo de pie frente a él (solo no era su conde, no en este momento). Un caso fascinante, ¿no había desmembrado a la propia Signora Orsini? Este caso era mil veces más interesante.
Inhaló profundamente. Dejó escapar el aire. Repitió y se puso de pie.
El conde sonreía. Y Leonardo sintió algo quemarlo en el interior, esa sonrisa debía de ser solo parte de su recuerdo ahora.
—No es el momento —se obligó a controlarse.
—Yo revisé el cadáver —No tu, no en ese momento, hablaba con el Conde, como tantas veces en el pasado, un nuevo estudio en su mente sin descanso.
—Morí —en sus labios estaba una nueva sonrisa, ahora lo notaba, un poco maniática, un recuerdo del monstruo.
—Era real —caminó a él—, fue bastante real. Me aseguré que estuviera muerto —estuvo orgulloso del imperceptible temblor en su voz.
Vio a su amigo doblar las mangas de su camisa. Caminó a su alrededor con calma, no más pálido que un mes atrás que se encontraron, tal vez cansado, pero eso podía ser el viaje. No era su ropa, sí el color, pero no la calidad. En las muñecas seguían las cicatrices, menos visibles que la primera vez que las contempló. Era el Conde. Era Girolamo Riario. Era su amigo. Era su Gio.
Sacó una daga de entre su ropa, y a pesar de que no era la suya, sabía que era algo que estaba atado a su persona.
—Sin palabras innecesarias, Artista.
La cuchilla se clavó en el antebrazo, haciendo una línea roja. La respiración de Leonardo fue trabajosa cuando la sangre goteó al piso pero sus ojos se mantuvieron en la herida. Si no fuera Riario su objeto de estudio estaría completamente fascinado. La sangre corrió un poco, antes de que la herida comenzara a cerrarse.
—Curación acelerada —tomó el brazo, utilizando la manga de su camisa para limpiar la sangre, no encontró ni siquiera una cicatriz, sonrió, a pesar de saber que su sonrisa no era convincente—. No moriste, al parecer tu cuerpo tiene una curación tan acelerada que las heridas no fueron suficiente para matarte.
Su gesto se endureció, él mismo había revisado el cuerpo, había muerto.
—Ambos sabemos que mi Artista no es tan ingenuo.
No pudo hacer nada antes de verlo atravesar el cuello con la daga, muy afilada, tan afilada como la lengua de su señor.
—¡Girolamo! —no pudo sujetarlo cuando cayó al suelo, lo vio luchar para respirar, escuchó el borboteo de la sangre.
Corrió a tomar la sabana de la cama, se dejó caer de rodillas a su lado, siendo consciente de que el golpe dejaría marcas. Trató de contener la sangre de la herida, los ojos del conde estaban ya cerrados.
—¡Gio, maldita sea, no me hagas esto, no te atrevas!
No había pulso. De pronto su respiración estaba agitada, la vista se nubló y fue el gemido que lo hizo entender que estaba llorando.
—¡Estúpido, estúpido, completo estúpido!
Golpeó con fuerza el piso, notando que la sangre en sus manos no era solo del Conde. Se obligó a controlarse, eso era un estudio, él había visto la herida curarse... las heridas de los muertos no se curan; pero antes había muerto, su corazón latía como si hubiera corrido un maratón, pero Riario había muerto, imposiblemente había muerto dos veces.
Apartó la sábana, limpiando el exceso de sangre miró la herida, era diferente...
—Maldito...
Girolamo se sentó intentando agarrar aire con desesperación, tosió un par de veces antes de que se diera cuenta de que podía respirar con normalidad. La chimenea estaba encendida y una tela manchada de sangre se quemaba en el fuego, llevó su mano al cuello, sintiéndolo limpio.
—No pude hacer nada por tu ropa, tendrás que arreglártelo con algo mío.
Leonardo estaba sentado en la cama, estaba inclinado, apoyando sus codos en sus piernas. Una tela envuelta en su mano, manchada también de sangre.
—¿Estás bien?
Su mirada gélida mostraba lo furioso que estaba con él.
—Nunca me vuelvas a hacer algo así —había un casi imperceptible temblor en su voz—, ese no es un truco de feria, Riario, te he visto morir dos veces más de las que podría desearlo.
—Estoy seguro que es algo que hubiera hecho muy feliz a tu yo del pasado.
Se dio cuenta de que fueron las palabras equivocadas cuando el gesto de dolor atravesó el rostro del genio.
—¿ES DIVERTIDO PARA TI?
Notó los ojos irritados, claramente había estado llorando.
Se puso de pie, caminado hasta su amigo se hincó frente a él, atreviéndose a colocar sus manos en las rodillas del castaño.
—No, por supuesto que no —se aseguró de hacer contacto con sus ojos—. Perdóname, Leo. No quisiera hacerte esto, pero eres el único que puede ayudarme, no hay mente en el mundo a tu altura... Tengo miedo, ya que llegó el punto en el que ni el infierno quiso mi alma.
—Estupideces... —al menos el maestro no parecía ya tan molesto—. Cuando caíste de la bóveda de los cielos te heriste y curaste normalmente. Cualquier cosa que haya pasado se desencadenó con tu muerte. No puede ser el lugar en donde te enterraron o tendríamos más de un caso, pero la causa de tu muerte fuera de ser violenta no tuvo... —Leonardo detuvo su explicación al notar que Riario sonreía —¿Qué sucede?
—Ahí —apartó el cabello para ver su rostro—, tu maravillosa mente trabajando, mi querido maestro.
El conde sintió una dulce calidez en su estómago al notar el sonrojo en las mejillas de Da Vinci, pero ninguno hizo nada por apartarse.
—No estás envejeciendo.
Habían pasado cinco años desde su muerte. Debido a que un hombre que había muerto no podía andar por libertad en un lugar en donde su rostro era conocido, sus visitas a Da Vinci se limitaban a dos al año, entrando a escondidas, como si de un amante se tratara, y un mes en compañía del genio en su villa de Vinci, dónde Riario había pasado gran parte de su obligado exilio.
—Eso es... —A Riario le gustaría decir que era imposible, pero en ese punto había muerto 5 veces (nunca en presencia de su amigo).
—Encontré mis primeras canas hace dos años, Gio —un grueso tomo en la mesa sobre su desayuno era la muestra de que la mente del maestro era incapaz de descansar, incluso cuando era la razón por la que el Duque lo enviaba a Vinci—, no han dejado de aparecer.
—Aún los ojos siguen persiguiendo a mi artista por los pasillos del palacio —el pelinegro siguió con su desayuno, como claramente pensaba debería hacer Da Vinci.
—Muy inteligente, mi querido conde, los halagos te llevarán a todas partes.
Aunque ya no era un conde, años sin serlo, su título había pasado a Ottaviano después de su muerte.
"Un chico muy guapo, claramente se parece a su padre" había explicado un distraído Leonardo ante uno de sus complicados experimentos, por lo que no había visto la risa de Riario ante el cumplido.
—Solo hablo de lo que veo, Leo —el rostro ya atractivo de Da Vinci había ganado encanto con los años, sus experiencias no lo habían endurecido.
El genio apartó la vista de su libro y le sonrió, esa sonrisa dulce que había guardado solo para él con el paso de los años, una que significaba que Riario había dicho la cosa correcta a su amigo.
—Sin embargo, el que tú permanezcas tan joven y bello, solo puede significar una cosa.
Significó que Riario no podía tener raíces. Si bien, con el paso de los años su rostro fue olvidado y le permitió ser admitido de nuevo en lugares de los que en el pasado se había expulsado al Capitán General de la Santa Iglesia, no podía durar demasiado en un lugar sin llamar la atención de por qué el extranjero no envejecía.
—Asía —Leonardo Da Vinci dejó escapar un suspiro cuando su amigo terminó su historia.
Leonado era mayor, actualmente mechones de su cabello eran blancos y su rostro estaba oculto en su gran parte por una barba que había comenzado a mantener.
Cuando Riario preguntó acerca de eso el maestro había dejado escapar un suspiro, explicando que no había un rostro bello que valiera mantener a la vista.
—Siento que son historias maravillosas las que me cuentas de esa tierra.
—Podrías ir conmigo —ofreció el Girolamo antes de apurar su copa, siempre extrañaba el vino de la mesa del Da Vinci cuando viajaba lejos.
—Soy muy mayor para esos viajes...
—Tonterías —refunfuño el conde. Por lo que ganó la sonrisa que tanto había anhelado.
—Ahora eres un niño para mí, Gio —había tristeza en sus palabras—, un anciano como yo no podría seguirte el paso... Tanto mundo por ver y uno atrapado en su propio tiempo.
—Mi artista es un hombre adelantado a su tiempo —tomó su mano para ganar su atención—. Descubrió un nuevo mundo ¿Nadie te lo dijo?
—Vine a despedirme —lo encontró con manos manchadas de pintura.
—Pensé que habías vuelto de Egipto hace un mes.
—Un genovés recibió apoyo por parte de la corona española, va a encontrar una nueva ruta comercial a las Indias, por el pacífico.
—Tonterías, nunca llegará a las Indias por el pacífico, antes chocaría con... Oh...
Apareció una enorme sonrisa en sus labios. Que fue correspondida por una igual de grande por parte de Riario
—Ellos no lo saben, Leo.
—Volverás allá.
—Le debo una visita a Zita.
Estaba pensando en su viaje, tantas décadas atrás. Había perdido tanto, por su ambición y fe ciega; sin embargo, había ganado a Da Vinci, el inicio de su amistad se había dado gracias a esa tierra nueva.
Vio tristeza en el rostro de Da Vinci.
—¿Sucede algo?
—Es nuestra despedida, Gio.
—Volveré.
—Será un viaje demasiado largo.
Lo vió sentarse, por primera vez luciendo cansado. Riario sabía que no era la edad, sino el miedo a no verse de nuevo.
—Ey —se hincó frente a él, como años atrás lo había hecho cuando lo buscó por primera vez después de la muerte—. Artista —tomó su mano, cosa que su amigo permitió—, eres lo suficientemente capaz de opacar a muchos hombres más jóvenes que tú. Mi artista tiene tiempo y sigue tan hermoso como en su juventud, a pesar de esa ridícula barba que se empeña en llevar.
Logró una sonrisa de su amigo, apoyó su frente con la suya, mientras cerraba sus ojos.
—Promételo —vio las lágrimas correr por sus mejillas— Gio, promete que en mi hora final estarás a mi lado.
—Sabes que estaré ahí, y aún queda tiempo.
—Promételo.
—Te lo prometo, también puedo prometerte que sigues tan atractivo como en tu juventud.
Comenzó a reír, inclinándose hasta apoyar su frente en su hombro.
—Eres un completo tonto —logró decir cuando paró de reír.
Le tomó una década volver. Fue peligroso mantenerse tanto tiempo en compañía de Colón, a quien acompañó en sus cuatro viajes a América. Aún reía al pensar que por poco tiene la desgracia de llamarse Vespuccia. También había sido una sorpresa encontrarse con Américo Vespucio, el hombre casi se desmaya cuando lo vio, pero murmurando palabras sobre bastardos dio por sentado que era un hijo ilegitimo del Conde Girolamo Riario.
—¿Conociste al hombre? —había preguntado un día que estuvo tomando, excesivamente honesto al amparo de demasiadas botellas—. Te ha puesto el nombre del enamorado.
—¿Enamorado? —se alegró de evitar la tripulación y beber por su cuenta. No había nadie para oírlos
—¡Leonardo Da Vinci, el genio incomparable! Juro que esos dos estaban jodiendo juntos en su viaje a Italia.
Riario casi se ahoga con su bebida. La constante compañía de Leonardo había sido para el cuidado de su pierna, de la que se sintió responsable por ser el resultado de su maravillosa invención. Aunque claro, no podía decirle eso a Vespucio, así como no podía explicarle que tomó el nombre de su amigo para ese viaje.
Se alegró que el hombre cayera dormido a causa del alcohol.
—Leonardo va a divertirse tanto con tus disparates.
—Así que Capitán e ingeniero general
El hombre dio un obvio sobresalto, claramente había estado muy enfrascado en sus planos para notar a Riario.
Habían pasado diez años por su persona, pero la mente de Da Vinci seguía siendo maravillosa, había tardado un mes en dar con él pero lo logrado por Leonardo se oía más allá del continente.
—Conde —ese apodo, la voz había cambiado, pero aún había la misma dulzura en la voz de Da Vinci.
No dudó en acortar la distancia y abrazarlo con fuerza. Sintió unas lágrimas correr por sus mejillas. Una década, más de lo que nunca había estado lejos de Da Vinci.
—Ey, cuidado con estos huesos viejos —lo oyó quejarse, pero notó que correspondía con igual fuerza su abrazo...
—Te vi con un hombre hoy, dudé en acercarme al no saber si la compañía de un humilde navegante sería aceptada con el maestro.
—Has tenido suerte de no acercarte —Leonardo volvió a llenar la copa del conde, ambos se encontraban en el salón frente a la chimenea— Era Nico, siempre tuvo una memoria maravillosa y te tenía gran aprecio, seguro te hubiera conocido.
—¿Maquiavelo? —en sus recuerdos Maquiavelo seguía siendo ese joven rubio con el que viajó a América —aunque me hubiera conocido, posiblemente hubiera pensado que soy un hijo bastardo mío, al parecer ha pasado el tiempo suficiente para tener un hijo de mi edad. Eso fue lo que pensó Vespuccio.
—¿Viste a Americo Vespuccio?
Riario soltó una carcajada.
—Tengo una historia maravillosa para ti.
Intentaron mantenerse en contacto, pero los viajes del Conde y los trabajos del Artista lo hicieron cada vez más difícil, se veían con suerte una vez al año, llegando incluso a pasar dos sin verse. Sus encuentros se volvían dolorosos con el tiempo para Riario, la mortalidad de Leonardo Da Vinci cada vez más obvia. ¿No era eso acaso una prueba de la crueldad del creador? Darle una eternidad al hereje y encerrar una mente tan maravillosa en un cuerpo que no era capaz de seguirle el paso. ¿Qué no habría hecho el Artista con su inmortalidad y eterna juventud? ¿Qué tan lejos llevaría al mundo si le dieran el tiempo?
Y Riario estaba desesperado, porque el tiempo era corto y él solo deseaba mantenerlo a su lado, algo imposible —a pesar de que él era la prueba de lo imposible—; no podía guardar a Leonardo solo para él, aunque desesperadamente era lo que deseaba, no podía arrastrarlo a sus viajes, no podía quedarse a su lado por temor a que descubrieran su secreto y arrastrara al genio a ese caos. Por lo que solo podía correr y añorarlo, pensar en él en la distancia, sabiendo que todo lo que descubría, lo que sus ojos admiraban, se desperdiciaba en su persona, cuando su Artista hubiera podido pintar palacios, inventar mundos maravillosos de ver solo una mínima parte de lo que había encontrado en su interminable camino.
Y aun así, mantuvo su palabra, en su hora final estaría ahí para Leonardo.
Llegó el primero de mayo...
Esa vez no hubo necesidad de entrar a escondidas, era esperado ya que había sido convocado por el mismo maestro.
Fue recibido por Melzi, se había encontrado décadas atrás, pero fuera de un pequeño gesto de confusión no fue capaz de notar algún el reconocimiento en el hombre.
—Es usted el Conde.
Le dio solo un asentimiento; hace un par de décadas él había sido tan solo un jovencito y actualmente lucía tan mayor como él.
—Por aquí, por favor.
Leonardo estaba actualmente en el propio palacio de Francois I, sabía que había estado enfermo por meses, pero su apresurada invitación era una sorpresa. Sus visitas siempre habían sido en secreto y lejos de miradas curiosas. Nunca se había encontrado con nadie del círculo del maestro.
Melzi tocando la puerta lo trajo al presente, pero fue alguien que no conocía quien los dejó entrar. Claramente un médico.
Vio a su guía dirigirse a la cama, inclinándose para hablar con el hombre en su cama, el anciano que era su artista. Francesco Melzi se volvió a él, llamándolo a señas, mientras Riario se acercaba el discípulo favorito de Da Vinci se encargó de sacar a quienes se encontraban en la habitación.
—Estaremos en la habitación del al lado.
La respuesta del conde fue un asentimiento.
Se sentó en la silla que estaba junto a la cama del enfermo, el hombre lo notó, ante lo que sonrió y en voz baja —clara muestra de su debilidad—, se las arregló para hablarle.
—Viniste.
—El maestro me mandó llamar, es claro que dejaría todo lo que estaba haciendo por correr a su lado.
La sonrisa en sus labios alegró a Riario.
—Lo habías prometido después de todo, supongo que mi conde es hombre de palabra.
"Su conde", como si hubiera alguna duda de a quien pertenecía, el romano tomó su mano derecha, otra muestra de la injusticia del mundo, Leonardo ya no podía usarla para trabajar después de la parálisis que sufrió años atrás.
—Mejorarás —insistió, acunando su mano entre las suyas.
—¿Quién es el ingenuo ahora, mi querido conde? El tiempo se ha acabado para mí.
—No puedes dejarme, Leonardo, que vida es una en la que mi genio no exista.
Notó preocupación en el artista, y fue cuando Riario supo que lloraba, ¿cuándo fue la última vez que había llorado? Pero un mundo sin Leonardo Da Vinci en él, ¿qué caso tenía? El conde sentía como su corazón se hacía trizas solo ante la simple idea, apoyando su rostro entre las manos que aún sujetaba las del artista permitió a su llanto fluir.
—Por favor, mi artista. Sí alguien puede lograr lo imposible…
El llanto no pudo dejar que continuara. Sintió la mano izquierda del florentino rozar su mejilla. Ladeó su rostro, facilitando el contacto.
—Fue una vida bien vivida, querido mío —¿alguna vez lo había llamado así?, su voz era baja, su mano tembló por el esfuerzo—, hice tanto como pude, hubiera deseado más tiempo, pero te he conocido, ¿qué más le puedo pedir a la vida?
Sin soltar su mano derecha, uso una de sus manos para sujetar la izquierda de Da Vinci, dando un beso a su palma antes de colocarla sobre el pecho del hombre mayor.
—No te he llamado para que llores por mí. Ya hay los suficientes que lo hacen —ahí el verdadero yo del maestro, que hizo que el conde dibujara una sonrisa.
—¿Crees que hay algo que valga más mis lágrimas que mi Artista?
Rio, lo que desencadenó un ataque de tos ante lo que el pelinegro casi corre a buscar al doctor, pero a señas Leonardo dio a entender que solo necesitaba agua.
El conde lo ayudó a beber, dejando el vaso de lado volvió a tomar la manos del artista.
—Te llamé porque tengo una historia para ti.
—Y yo pensando que disfrutabas mi compañía.
La risa entre dientes valió la pena.
—Inicia, Artista, había una vez…
—Dos hombres entraron a una bóveda —el Conde sonrió, pero lo dejó continuar— y salieron… nada nuevo, nada increíble. Hasta que años después…
—Uno murió.
—Nunca se debería interrumpir a un narrador con poco tiempo.
—Tienes… —tiempo, quiso mentir
—Shhh —vio el trabajo que le tomó colocar su dedo sobre sus propios labios, sintió sus manos temblar, sabía que cada vez había menos tiempo, por lo que decidió guardar silencio, a pesar de que había tanto que quería decirle, tanto que deseaba agradecerle, hacerle entender lo mucho que significaba para él y lo poco que valdría la vida sin su compañía.
—Entonces uno murió… pero no quedó muerto. Lo que nos lleva al principio de la historia. Dos hombres entraron en una bóveda, sagrada para aquellos que la cuidaban, el sol y la luna, ciclos, como los hombres, nacen, envejecen, mueren…
—Pero… —se obligó a guardar silencio.
—Ciclos —continuó el artista—, pero uno de estos hombres murió joven, rompiendo el ciclo, mientras que el otro.
—Leo, tú has envejecido, ambos entramos, no es posible.
—Ciclos, Gio, si en algún punto hubiera muerto… no fue el tipo de muerte que tuviste, fue el momento, demasiado joven…
—No podemos solo…
Suspiró profundamente.
—Hay más…
—¿Más?
—Bóvedas, más como tú, fui egoísta y temí… —lo vio negar, vio las lágrimas en sus ojos—, ¿por qué sería suficiente para ti si había más?
—Ey, no —se levantó de la silla, tomando ambas manos del artista—, mírame, Artista —cuando tuvo su atención continuó—. El único que no es suficiente soy yo. ¿Qué interés hubiera tenido el maestro en mí?
—¿No me odias? Por alejarte de ellos.
—No tengo ningún interés en ellos —apretó con suavidad sus manos, para mantener su atención.
—No estarás solo —las lágrimas mantenían los ojos cristalinos
—Si no estás tú, siempre estaré solo.
—No quiero eso para ti. A pesar de que yo te hice eso.
—Los años más maravillosos y felices de mi vida te han tenido a ti, artista. Eso es lo único que has hecho por mí, siempre más de lo que yo pude hacer por ti.
—No… —el llamar a la puerta lo interrumpió—, ¿aceptarías un último regalo de mi parte?
—Leo…
—Por favor.
La puerta de abrió, el hombre anciano que entró no le puso atención a ninguno de los dos, hojeando el cuaderno de piel maltratada que tenía en sus manos.
—Leo, no puedo creer que hayas…—cuando levantó la vista palideció, mirando a Riario con horror—, Satanás ha enviado a su esbirro por ti.
Y Riario lo conocía, la única persona que no podía dejar que lo viera, porque era claro que iba a reconocerlo ¿no había hecho su vida un infierno más de una vez?
—Zo —el tono de reclamo era notable en la voz del enfermo.
Había envejecido, décadas sobre él y aún seguía al lado de Da Vinci como un perro fiel. Riario lo odiaba, con ese odio nacido de la envidia, porque él había podido mantenerse a su lado cuando el romano solo había podido robar tiempo del genio.
Lo vio llevar su mano a su frente, cerrando sus ojos y tratando de centrarse.
—Un hijo, no —aspiró profundamente—, un nieto ya, tal vez; maldito con el mismo rostro de Satán encarnado. Americo habló una vez de un bastardo con su cara, ¿hijo suyo?
—Los años le han pasado factura al perro mestizo de Da Vinci.
—¡Gio!
—No importa ya, Artista —besó la mano antes de dejarla con suavidad junto a la otra, buscando la comodidad del maestro.
Poniéndose en pie se acercó al hombre, que lo miraba de mala manera, posiblemente pensando que era un embaucador que se aprovechaba de su parecido para ganar algo del maestro.
—Los años fueron demasiado para ti, mestizo, ¿o deseaste olvidar al hombre por el que Da Vinci te abandonó a la entrada de Vaticano, el que entró a la bóveda de los cielos con él? Seguro que ahora te arrepientes de no haberme dejado cuando mi pierna se rompió al escapar…
—Leo, por dios —el hombre caminó a su amigo que estaba en la cama, colocando con suavidad el cuaderno—. El propio demonio en tu lecho de muerte, debo buscar un sacerdote o algo.
—Una larga historia, Zo, ya no hay tiempo para eso, Gio tal vez podría contártela.
—No puedo estar aquí con —hizo un gesto a Girolamo, quien sonrió con crueldad— eso aquí, perdóname, mi amigo.
Después de que abandonó la habitación Riario se sintió un poco arrepentido, había alejado al amigo más fiel de Leonardo por un ataque de celos.
—Lo siento, Leo.
—Volverá… aunque te has pasado un poco —parecía más divertido que molesto. Movió su mano con torpeza al cuaderno que había traído—. Mi regalo para ti.
Lo tomó con cuidado, pasando sus manos por la piel maltratada. Conocía ese cuaderno, más delgado en aquellos tiempos, pero el color de las hojas y su calidad mostraba que se habían ido agregando hojas con el pasar del tiempo. Lo abrió con reverencia, encontrando la escritura invertida de la que Leonardo le había hablado bastante tiempo atrás. Dibujos hechos a prisa de personas que no conocía y otras que había visto, Lucrezia, ideas de su máquina voladora, aves, apuntes cortos, unas marcas de lo que podía ser el cielo, su respiración se cortó, la llave, el astrolabio, flores que había visto en América, lo que lo hizo sonreír, solo su Artista, y después él, solo él. El primero de perfil, Riario miraba a la distancia, por el estado dañado de su ropa descubrió que era cuando le había contado a Leonardo de su madre, solo un maestro como Da Vinci podía capturar el dolor de su rostro, imágenes de él en el barco, como el monstruo, encadenado, y al seguir avanzando empezó a reconocer sus encuentros al pasar de los años. Todas las veces que Da Vinci había estado dibujando en su compañía, cada encuentro, todos sus encuentros.
Volteó con su amigo para encontrarlo inconsciente, el cuaderno cayó al correr a llamar al doctor y a Melzi.
Se quedó a su lado, una vez que el doctor lo revisó y solo movió su cabeza en un gesto negativo. Riario volvió a sentarse y tomar su mano, no le importaban las miradas o lo que pensaran de él, ya no había tiempo, inmortal como era el tiempo, su vida, había acabado. Se quedó toda la noche. Como Leonardo había predicho, Zo volvió a pesar de la presencia de Riario, ante lo que dio un asentimiento con el que esperaba que entendiera su agradecimiento por no evitar que pudiera seguir a su lado.
Y esa noche el mundo se volvió más oscuro cuando el maestro lo dejó. ¿Qué valía el mundo sin Leonardo Da Vinci en él?
Al poco tiempo de la muerte de Leonardo "ellos" aparecieron, los que no morían. El único interés de Riario fue saber de su encuentro con Da Vinci. Ellos lo habían encontrado, cautivados por la mente del artista habían ofrecido la inmortalidad al genio.
—Dijo que no
Eso había herido al conde más que nada, pero fueron piadosos y explicaron. Había pasado demasiado tiempo desde la bóveda de los cielos, de matarlo había posibilidades de que no funcionara, Da Vinci no temía a la muerte, pero había alguien lejos y no podía intentarlo sin despedirse. Cuando Riario volvió, era tarde, en diez años había completado su ciclo. Le prometieron volver por Riario, no eran muchos, pero la compañía era sagrada en la inmortalidad. Riario no fue con ellos, sin Da Vinci, nada aliviaría la soledad.
Pero Girolamo Riario estaba condenado a no detenerse, los siglos pasaron a pesar de su falta de interés. Cientos de años, medio milenio. Y el recuerdo del artista seguía en su memoria. Lo había amado, más incluso que a la señora Cerata, o la pobre de Zita que encontró la muerte en sus manos. Porque mientras estaba vivo nunca pensó que su devoción al artista era amor, incluso deseo descubrió cuando en algunas noches la imagen del atractivo joven le hacía compañía. Le tomó un tiempo saber lo ciego que había sido, años más adelante al descubrir que había sido correspondido. Si tan solo hubiera sabido, ¿qué no habría arriesgado por ese hombre?
Y el mundo mostró la devoción que su Artista merecía, admiró su mente; su belleza quedó para siempre solo en la memoria de Riario.
O eso era lo que había creído…
Después de su visita al castillo de Amboise se atrevió a ir a Florencia. Habían pasado siglos desde que se atrevió a poner un pie ahí, la última vez entendió que el lugar era tan diferente que no encontraría jamás la sombra de su Artista. Pero habían pasado más de 500 años de su muerte y estaba desesperado, no por mantener su recuerdo, sabía que nunca se iría, sino por tener cualquier cosa de él, algo más que el cuaderno que le había dado. Al encontrarse al medio día en Piazza della Repubblica aceptó que volver a Florencia había sido un error, buscar dolor innecesario, porque esa ya no era la tierra por la que había caminado su Artista.
Aflojó la corbata, siempre de negro y siempre demasiado sobrio; se preguntaba, como muchas veces, si su amigo encontraría divertido que a pesar de seguir las modas mantuviera sus colores, la apariencia de noble ¿Pensaría que era aburrido? ¿Lo encontraría atractivo? Un hombre frente a él parecía buscar algo. Riario sonrió, le daba la espalda lo que facilitaba el efecto que muchas veces había enfrentado, la figura, la forma de los hombros, la altura y la manera en que se paraba, cuantas veces no había encontrado hombres que le recordaban a Da Vinci. El cabello castaño largo estaba sujeto en un moño desordenado. Rio con amargura, si bien el maestro había usado chaquetas de piel como la que ese hombre usaba nunca había conocido los jeans ajustados, ni las botas de agujetas que vestía. De haber encontrado a ese hombre en un bar lo hubiera llevado a su cama por la mera desesperación de encontrar el mínimo parecido con aquel que tan desesperadamente había amado.
Oyó unos pasos a su lado, un niño pequeño por el sonido; había visto a un grupo de escolares, obviamente sus profesores los habían llevado a pasear. Riario volteó con el pequeño, quizá perdido. No podía temer más de 6 notó cuando lo vio, fuera de eso un niño normal.
—¡Maestro! —el grito y el rostro iluminándose tomó por sorpresa al conde.
—¡Gio! —la voz le causó miedo, porque la conocía, volteó y sus pies fueron incapaces de sostenerlo, intentó agarrarse de cualquier cosa pero acabó cayendo sentado al suelo.
El gesto de preocupación era el mismo; no podía apartar la vista, y respirar solo había sido tan difícil cuando inevitablemente moriría ¿Estaba muerto? ¿Finalmente todas sus muertes lo habían alcanzado? Porque nada podía explicar que el hombre que corría a su lado asustado fuera real, no podía ser real cuando ahora lucía incluso más joven que él.
—¿Está bien, señor? —se hincó a su lado e incluso a esa distancia no había manera de confundirlo.
Riario levantó su mano, pero a pesar del gesto no se atrevió a tocarlo por temor a que se volviera humo y desapareciera arrastrado por el viento.
—Gio —lo vio dirigirse al niño—, ve a buscar ayuda.
—No —pudo por fin responder, notando por fin a la gente que los miraba con curiosidad, porque era real y no se trataba de ninguna fantasía—. Estoy… bien.
Frente a él estaba Leonardo Da Vinci, uno tan joven como con el que había entrado a la bóveda de los cielos, aunque era imposible y quería culpar a su anhelo —a los quinientos años que habían pasado— por encontrar semejanzas donde no las había, pero era él, el mismo rostro, la curva que formaban sus cejas cuando lucía preocupado y Riario sabía que nunca lo confundiría con nadie más.
—Realmente lo lamento, sé que Gio te asustó y estás en tu derecho de quejarte y...—las palabras llegaron a prisas, tratando de seguir el ritmo de su boca todas las ideas en su cabeza.
—¿Gio? —fue lo único que logró entender.
—¡Oh! Sí, sí, lo siento. Giovanni es uno de mis estudiantes, no debió gritar a tu lado, ¿señor…?
—Conde Girolamo Riario.
—¿Conde? —y aunque actualmente tenía un título escucharlo en la voz del artista hizo que sus ojos se humedecieran, pero el título solo hizo palidecer al reflejo de su artista.
—Yo… yo… me haré responsable ¿señoría? Lo siento muchísimo sí se hizo daño…
Y Riario rio a carcajadas, porque el hombre estaba seguro que iba a demandarlo cuando lo único que quería era robarlo y nunca dejar que abandonara su lado, porque cada gesto, cada tono de su voz era como si Leonardo Da Vinci estuviera frente a él.
—Perdona… tú… —y lució ofendido de la misma manera en que su artista lucía encantadoramente cada vez que se burlaba de él.
—No voy a demandarlos, el niño no me hizo nada, fue culpa mía, nada más.
Y le sonrió, el romano se sintió en el cielo, a pesar de que nunca había sido digno de uno, pero el hombre que había robado la apariencia de Da Vinci tenía la misma sonrisa maravillosa por la que él hubiera dado varios mundos.
—Es una alegría, porque no hubiera logrado sacar lo suficiente ni para comprar un par de zapatos con lo que tengo, Conde. ¿Puede levantarse?
Riario aceptó la mano que no necesitaba y una vez en pie sintió un dolor físico dejarlo ir.
—Gio, vamos, nos esperan, no debes separarte así de tus compañeros. Lo lamento mucho —se dirigió a Riario, despidiéndose con una inclinación de cabeza.
Riario vio al niño correr hacía el grupo que les hacía señas, pero antes de que Da Vinci (no Da Vinci, ese hombre no era su genio, por mucho que lo deseara) se marchara lo sujetó del brazo.
—Se que parecerá atrevido, pero ¿me permitirá invitarle una copa? — "porque no puedo dejarte ir, no puedo perder de nuevo ese rostro y aunque entiendo que no seas él eres lo único a lo que puedo aferrarme, por favor, no me dejes vivir otros quinientos años en este infierno en el que he estado desde que él me dejó".
El rostro de Leonardo parecía no mostrar nada, pero a pesar del tiempo lo conocía mejor que nadie, mirando sus manos notó que se esforzaba en mover al mínimo sus dedos, ese gesto que tantas veces había visto hacer a su Artista.
Riario se obligó a relajarse, soltando la mano que no notaba que aún sujetaba. Sacó un tarjetero dorado de su saco, tomando una tarjeta se la ofreció al maestro.
—Entiendo que no pueda ahora, pero por favor, me gustaría que lo considerara, estaré en Florencia un tiempo — "el tiempo que sea necesario", quedó sin decir—, aquí mi teléfono.
Por un instante temió que solo lo rechazara, sabía que su desesperación sería obvia. Pero la fortuna fue benévola una vez más cuando el hombre sonrió.
—Sí la copa es tan buena como luce la compañía —la sonrisa coqueta hizo juego con la mirada que le dio.
—No dudes que buscaré solo lo mejor para ti —y eso nunca había sido una mentira, por el sonrojo en las mejillas del hombre no era la respuesta que esperaba.
—¡Maestro! —Riario rio al escuchar al niño gritar de nuevo a su profesor.
Vio al castaño rodar los ojos al ser llamado.
—Un día va a meterse en un gran problema por gritar. Llamaré —le prometió a Riario.
—Permíteme presentarme una vez más, mi nombre es Girolamo Riario —ofreció su mano que no tardó en estrechar su acompañante.
—Conde —sonrió juguetonamente, sin saber la caridad que hacía a su corazón al llamarlo de esa manera—, mi nombre es Leonardo.
—Un nombre precioso —logró decir sin que su voz temblara, aflojando su agarre para que el hombre que había robado la apariencia de su Artista deslizara sus dedos con lentitud.
—Adiós —si notó algo en su gesto, no lo mencionó.
—Hasta pronto —logró decir antes de que se marchara corriendo al encuentro de sus compañeros. Riario fue incapaz de apartar la mirada de él, alegre de notar que el hombre había volteado atrás.
Una hora después, la notificación del teléfono del Conde llamó su atención.
"¿Te parece esta noche?".
"Imagino que recibirás mucho este mensaje, así que que debería de aclarar que soy Leonardo"
—Como si hubiera alguien más, querido Leo.
Este trabajo está muy influenciado por ciertas características que se ven en The Old Guard, pero no está relacionado con ese universo (solo honor a quien honor merece)
La hermana de Leonardo no aparece para nada, porque sinceramente no encontré como incluirla, está ahí, pero nunca fue motivo de atención para Riario, en quien está centrada la historia.
¿El concepto droga ya se utilizaba en la época de Leonardo? No quise investigas eso porque sé que me iba a arrastrar a un bucle de investigación sin fin
Este trabajo también se encuentra en Ao3
