FLECHAZO IV

Arthur amaba escucharlo hablar mientras reparaba su bicicleta. Ya fuera que estuviera contándole de una nueva película que vio o libro que leyó, o bien se estuviera quejando de algo desagradable, o si estaba compartiendo con él sus ideas sobre algo que quería hacer; todo ello fascinaba a Arthur porque lo hacía con pasión.

El cálido viento de la primavera soplaba con suavidad y las hojas de los árboles creaban sombras danzantes sobre ellos. Arthur dividía sin esfuerzo su atención entre las piezas de la bicicleta y las gesticulaciones que hacía Francis. Movía sus manos de a turnos, a veces ambas a la vez; su rostro siempre expresivo complementaba el sentido de las palabras que salían de su boca. La manera en que apretaba los labios cuando le contaba de algo que no le había gustado, cómo sus cejas se elevaban inmediatamente y su voz se agudizaba al mencionar algo fascinante, la manía que tenía de empujar su pelo hacia atrás con una mano; ningún detalle pasaba desapercibido.

El modo en que la brisa inflaba su blusa clara lo hacía lucir como un ángel que volaba por los aires. Incluso de haber tenido la intención de hacerlo, Arthur no hubiera sido capaz de contar la cantidad de suspiros que se le escapaban en momentos como ese.

Nunca se había llevado demasiado bien con las personas que no paraban de hablar. Aunque Amelia había probado ser una excepción, aun así no faltaban las ocasiones en que lo hastiaba y se veía obligado a ponerle un alto a su parloteo. Con Francis las cosas cambiaban. Desafiaba todo lo que creía cierto acerca de sí mismo. En lugar de agotar sus energías y abrumarlo, lo mantenía atento a cada frase que formaba, lo llenaba de una electricidad que despertaba todo su cuerpo.

Si Francis le recomendaba un lugar en la ciudad, estaba seguro de que valía la pena considerar ir. Si en cambio se trataba de un programa de televisión o una nueva serie, podía echarle un primer vistazo incluso aunque no acabara siendo lo suyo y lo abandonara. Podía llegar a sorprenderse, como con el esmalte rosa que no se quitó hasta después de que estuvo gastado y comenzó a salirse solo.

Todavía conservaba el suéter que había tomado prestado de Arthur y éste no podía evitar pensar que se sentía correcto cuando lo veía usarlo. Le recordaba a la novia de Amelia, quien asistía a sus shows vistiendo la campera de ella para darle apoyo. El negro del suéter contrastaba con el claro de su cabello, que lucía más suave y esponjoso que la lana cuando Francis se recostaba en el césped. Arthur no era Emily Dickinson, ni siquiera escribía canciones para su banda, pero estaba seguro de que hubiera podido crear los versos más hermosos si se trataban de Francis. Al verlo era como si las palabras surgieran por sí mismas. Fue esta inspiración por crear poesía lo que le hizo darse cuenta de que estaba infinita e irremediablemente enamorado de Francis.

Mierda.