ARMONÍAS SECRETAS
—Intentó asustarme para alejarme de él —se quejó Arthur—. No sabes las ganas que tenía de aplastarle la cara.
Suzanne se metió en un pasillo y él fue tras ella, finalmente habían encontrado la pintura.
—Alejarte no es una decisión que deba tomar su amigo —opinó ella—. ¿Crees que él te quiera lejos?
Arthur lo pensó, pero no pudo decidirse por una respuesta.
—No lo sé. —Sacudió la cabeza con un suspiro—. Es su amigo, ha de conocerlo mejor que yo, quizás no le intereso después de todo.
—¿Y él a ti te interesa? —preguntó mirándolo a la cara. Arthur se encogió de hombros y apartó la vista.
—Eso no importa si él no está interesado.
—Por lo que nos has contado, que por cierto es muy poco —señaló la chica, dirigiéndole una mirada acusadora—, ambos parecen estarlo.
Al ver que Arthur no respondía se colocó justo frente a él y volvió a insistir.
—Si te presiono de esta forma es porque eres muy obstinado. Tanto, que te rehúsas a tomar esta oportunidad que vale la pena.
Su amigo soltó un bufido.
—Lo dices como si tú y Amelia no fueran igual de obstinadas. La única normal es Marie.
Suzanne se sonrojó levemente y frunció el ceño, sólo apenas.
—Exactamente por eso es que nos necesitamos para ayudarnos a ser menos cabeza dura. —Se volvió hacia los frascos de pintura una vez más—. Fue una buena idea la de pintar la bicicleta, te dará más tiempo con tu novio.
—Bueno, suficiente —dijo, esta vez sonrojándose—. Tú eres la que sabe de esto, ¿cuál debería llevar para el metal?
Suzanne se quedó absorta en sus pensamientos, pero no estaba eligiendo la pintura.
—Es Antonio Carriedo, ¿verdad?
Arthur asintió. Fue entonces que se dispuso a contarle algo que había oído de Amelia y de lo que estaba casi seguro que Francis no tenía idea.
Tras los últimos retoques ya estaría lista, no había duda de ello. Cuando se lo contó a Murice él también pareció percibir que una bella etapa llegaba a su fin.
—¿Ya no pasarás por acá, Arthur? —le preguntó—. Veo que aprendieron a llevarse bien con Francis. Te invitaremos a cenar, de eso puedes estar seguro.
Le dedicó una de sus características palmaditas en el hombro antes de dejarlo ir a la alcoba de su hijo. Lo interrumpió a mitad de sus tareas escolares, aunque para el chico no fue ningún inconveniente hacerlas a un lado por el resto de la tarde. Antes de bajar al jardín sacó del cajón de su escritorio un lazo para el cabello. Se lo alcanzó a Arthur y dijo:
—¿Serías tan amable de atarme el pelo?
Francis se puso de espalda y corrió su melena para atrás de forma que pudiera tener acceso a ella. Era la primera vez que Arthur tocaba su brillante cabellera y, éste no lo diría en voz alta, pero llevaba un tiempo queriendo hacerlo. Se sentía tan suave como parecía al verla, al peinarla con los dedos comprobó que no estaba para nada enredada y que tampoco se sentía seca como su propio pelo. Lo sujetó con una mano y luego pasó el lazo para atarlo. Sabía que era principalmente por la estética y no para estar más cómodo con la cara despejada, Francis incluso se soltó un par de cabellos para enmarcar el rostro. Se veía jodidamente bello.
Tan sólo tuvo que hacer un par de ajustes desde la última vez, al acabar con ello Arthur sacó de su mochila los materiales para pintar.
—¿Para qué es todo esto?
—Para que nadie vuelva a confundir tu bicicleta con la de Antonio —respondió, haciendo una mueca de disgusto al pronunciar su nombre. Su actitud infantil hizo que Francis rodara los ojos.
La idea de retocar la bicicleta con pintura no era nada mala. Había traído pintura roja, rosa, verde y naranja; todas sin estrenar todavía.
—Es un lindo gesto de tu parte —sonrió.
Arthur había olvidado por completo traer pinceles consigo, Francis tomó prestado unos del taller de su padre y pronto se organizaron. Dado que la bicicleta era suya, residía en él la responsabilidad de elegir qué pintar. Esta vez fue el turno de Arthur de sentarse a mirar, durante los primeros minutos disfrutó simplemente de verlo trabajar, pintando y divirtiéndose como un niño, a la vez concentrado como un artista experto. Sin embargo, no tardó en pedirle que se le uniera en el césped. Se sintió inmensamente halagado de que quisiera compartir con él aquella actividad, incluso aunque se tratara de pintar franjas anaranjadas. Por su parte, Francis se dedicó a trazar pequeñas flores rojas y rosadas.
—Debo confesar que me tomaste por sorpresa —dijo Francis sin quitar la vista del cuidadoso movimiento de su pincel—. Creí que después de lo del otro día estarías molesto conmigo.
El deje de tristeza en su voz hizo sentir culpable a Arthur por su actitud. Detuvo su movimiento para mirarlo.
—No quise darte esa impresión —se apresuró a decir—. Sé que tus intenciones eran buenas.
—Pero no aceptaste las disculpas de Antonio.
Se había marchado pronto después de ese desagradable intercambio, no le extrañó que se quedaran hablando de él en su ausencia. Sentirse en deuda con alguien no era de sus sensaciones preferidas, tampoco el tener que hacer cosas para complacer a los demás, pero Arthur deseaba que todo estuviera bien entre ellos. Incluso aunque aquello significase salir de su zona de confort.
—Le escribiré —dijo, derrotado—. Le diré que no hay rencor.
A pesar de sus palabras, Francis siguió enfrascado en lo suyo sin responder.
—De verdad, ya superé lo del bajo —insistió Arthur.
—No es eso. —Hizo a un lado su pincel y lo miró con expresión preocupada—. Aunque aprecio tu intento por reconciliarte con él —sonrió antes de volver a ponerse serio—, hay otra cosa en la que no puedo dejar de pensar. Antonio, Gilbert y yo somos inseparables, o al menos eso creía hasta que me enteré de que fue a esa fiesta sin nosotros. Tomó drogas. No voy a ser yo quien decida si debe hacerlo o no, pero podría haber estado ahí para cuidarlo si me hubiera dejado acompañarlo.
Le alivió escuchar que él no era la fuente de su malestar, pero eso no iba a hacer que Francis se sintiera mejor. Lo que Suzanne le había contado tal vez esclareciera las cosas.
—Hay algo más que mis amigas no me contaron de aquella vez.
Francis lo miró con curiosidad.
—Tengo entendido que Antonio fue a la fiesta de Lars con la intención de conquistar a su hermana.
—¿Renée? No tenía idea que él estuviera interesado en ella.
—Al parecer eso podría haberle molestado a Lars y él alteró la bebida de Antonio. Al menos esa es una versión de los hechos.
Francis soltó un gruñido y apoyó los brazos sobre sus rodillas.
—No lo puedo creer. ¿Por qué no nos diría nada eso? ¿Acaso le da vergüenza?
Arthur se encogió de hombros. Daban la impresión de ser la clase de amigos que se contaban y compartían todo. Mejores amigos. Y sin embargo Antonio ocultaba algo así, del mismo modo en que Francis no les había contado todo acerca de ellos.
Quizás no había nada entre ellos al fin y al cabo.
Francis sacudió la cabeza y, como si hubiera leído sus pensamientos, comentó:
—Todavía no me has invitado a escucharte tocar el bajo.
La casa de Arthur era más grande que cualquiera que hubiera visitado hasta entonces, en la entrada llegó a ver un auto y a su lado había espacio para otro más. El vehículo faltante posiblemente sería el de su hermano que se había marchado ese día, una de las condiciones para invitarlo había sido que la casa estuviera vacía, por lo que se les dificultó un poco coordinar los días. La única que estaba presente era Rose, la madre de Arthur y, al parecer, el único miembro de su familia cuya presencia no le molestaba.
—Es un placer conocerte, Francis —lo saludó la mujer tras ponerse de pie. Se encontraba trabajando en la sala de estar, en una mesa repleta de exámenes apilados—. Arthur ha pasado mucho tiempo contigo, es agradable al fin verte el rostro.
Le acarició la mejilla con afecto como a un niño y Francis le dedicó una brillante sonrisa.
—Por favor, el placer es todo mío.
Desde atrás de Rose pudo ver a Arthur haciendo una mueca de asco.
—Arthur, hijo, sírvele una taza de té a tu amigo.
Lo llevó a la cocina y puso a hervir el agua.
—Por hacerte el adulador con mi madre ahora tendrás que beberte todo el té que te preparé.
—Me gusta el té —se encogió de hombros.
—Puede que este sea más fuerte de a lo que estás acostumbrado.
Francis alzó una ceja.
—No puedes asustarme con tu té inglés.
No acostumbraba tomar té muy seguido. De todos modos, al beberlo, se dio cuenta de a lo que Arthur se refería. ¡No sólo era muy fuerte sino que además ardía!
—¿Todo en orden con tu té?
—La próxima vez te aceptaré un café —murmuró arrugando la nariz que escondía dentro de la taza. No debía olvidar que ese era el chico que quería conquistar y debía mantener sus comentarios groseros al mínimo.
Arthur soltó una risa y bebió de su propia taza.
—No sé por qué dijiste que no tenías el dinero para pagarme por la bicicleta —dijo Francis repentinamente—. Con la casa en la que vives no puedes negar que tienes de sobra.
—Era algo que yo mismo quería resolver —declaró con cierto orgullo.
—¿O puede ser que quisieras pasar tiempo conmigo? —preguntó, una sonrisa juguetona acompañaba sus palabras. Arthur rodó los ojos sin tomárselo en serio.
—No iba a pedirle dinero a mi mamá como si fuera un niño —carraspeó—. Además, diría que hice un excelente trabajo.
Francis dejó su taza en el fregadero y se encogió de hombros.
—Meh. No estuvo mal.
Arthur bufó y le jaló un poco el cabello, aunque no logró hacerlo enfadar a Francis.
—Quiero ir a ver tu habitación.
Con un suspiro de fingido hastío, lo llevó por un largo pasillo. En el camino Francis le preguntó por su madre, quería saber más de ella.
—No hay mucho que decir. Enseña en la universidad, creo que estaba calificando unos exámenes o proyectos de sus alumnos —le explicó. Luego añadió—: También es abogada, le gusta mantenerse ocupada con varios trabajos.
—Así que tiene otros pasatiempos además de conocer hombres —dijo, divertido.
Arthur lo golpeó con el codo. Ya le había contado que eran cinco hermanos en total, de tres padres diferentes. Del primer matrimonio nacieron sus dos hermanos mayores con poca diferencia de edad, si bien vivían con Rose también veían a su papá con cierta regularidad, aunque el más grande de todos estaba a punto de mudarse a un departamento propio. Con su tercer esposo tuvo a los mellizos, ellos se encontraban con el suyo al menos dos veces a la semana. Entre el primero y el tercero, Rose se había casado con otro hombre con quien tuvo a Arthur. Él era el único cuyo padre se había marchado sin más. A pesar de las diferencias, todos ellos compartían la sangre de su madre así como su apellido.
Conocer a un cuarto hombre era siempre una posibilidad, aunque no una muy deseada por sus hijos.
De las paredes de su cuarto colgaban posters de diferentes bandas, en una esquina se erguía una biblioteca con volúmenes de diversas novelas fantásticas e innumerables cajas de CDs apiladas. A pesar de que Arthur le hubiera dicho lo mucho que le gustaba el verde, las cortinas de las ventanas eran rojas, cuando la luz del sol las atravesaba daban un aspecto entre sombrío y cautivador a la habitación. Entre el armario y la cama había tres enormes fundas con forma de guitarra y un par de parlantes oscuros. Francis se acercó a su escritorio para ver con detenimiento una bola de cristal que había en él.
—Mejor vayamos a la cochera, allí se escucha mejor el sonido —le dijo Arthur antes de pasarle uno de los parlantes y ponerse a elegir un instrumento.
Francis lo tomó y se sentó en su cama perfectamente hecha. Se imaginó cómo sería recostarse allí con Arthur y besarse bajo las sábanas, sentir su cuerpo contra el suyo y sus manos quitándole la ropa.
—¿Piensas echarte una siesta o me vas a acompañar a la cochera? —El protagonista de sus fantasías lo interrumpió, tenía una funda colgando del hombro y lo miraba desde el marco de la puerta. Francis sujetó firmemente el parlante que le había dado y lo siguió.
En el camino cruzaron por el living y saludaron nuevamente a Rose, su hijo le informó que estarían ocupados con la música en la cochera.
—¿Acaso tu mamá sabe para qué ibas a mi casa? —preguntó Francis con una sonrisa malévola. Los ojos de Arthur se abrieron como platos.
—No. Y no tiene por qué enterarse si nadie abre la boca.
—Algún día será una historia divertida.
Se sentó en el sofá de la cochera mientras veía a Arthur acomodar las cosas. Había unas cuantas cajas y cacharros acumulados a los costados de la cochera, de modo que hubiera espacio para el auto y para tocar música cuando éste estaba afuera. Se preguntó cómo se vería allí la banda completa.
—¿Quiénes me habías dicho que están en tu grupo?
—Somos cuatro en total —explicó mientras enchufaba diferentes cables—. Nuestra integrante más reciente es Gisel, ella no va a la escuela con nosotros, la conocimos mediante unos amigos y es excelente en la batería. —Señaló un espacio al fondo—. Ahí es donde ella arma su kit para tocar y acá —Arthur dio unos paso al frente y se ubicó a un costado— es el lugar de Amelia. Es tan buena en la guitarra como lo es destacando durante un show. —Caminó hacia el centro y sostuvo un micrófono imaginario—. Suzanne es la cantante principal, a veces hacemos coros para ella, pero sin duda su voz es la mejor que escucharás en el continente. Ocasionalmente también toca la guitarra, cuando es necesario para alguna presentación. Si necesitamos algún teclado se nos une Sakura, la novia de Amelia. —Caminó hacia el otro costado, colocándose el bajo con una sonrisa—. Y como bien predijiste, en el bajo estoy yo.
Lo primero que hizo fue afinarlo, tocó unas notas tentativamente antes de lanzarse de lleno en una melodía. Francis se irguió atento para ver la rápida sucesión de notas. Los dedos de Arthur se movían velozmente de una cuerda a la otra y a lo largo del cuello del bajo. El sonido grave y profundo sonaba hermoso a sus oídos, al ser un instrumento que usualmente pasaba desapercibido, nunca antes se había detenido a prestarle atención y apreciarlo. Ahora era todo en lo que podía pensar, gracias a quien producía la música.
—¿Conoces esta canción?
Rápidamente cambió a un tono algo más animado y con un ritmo pegajoso. Era disco. Francis sonrió con diversión y dijo:
—¿Disco inferno?
Arthur levantó la cabeza, encontrándose con su mirada. Asintió a la par de la música antes de cambiar de melodía, la transición fluida hizo que la sonrisa de Francis se ensanchara. Era una canción increíblemente familiar que adivinó enseguida.
—99 Red balloons.
Ese juego le estaba gustando. Arthur se reposicionó y tocó parte de otro tema muy conocido. Another one bites the dust. La que siguió después de esa lo sorprendió, era música clásica, nada menos que Bach. Lo que usualmente se tocaría en cello Arthur lo musicalizaba a través del bajo. Jamás había pensado cómo este tipo de música sonaría en su instrumento, al ir a su casa había estado creído que escucharía canciones como la que lo vio tocar en el video de su teléfono. Entonces cayó en cuenta de que el estilo de Arthur definitivamente era el rock y que esto lo estaba tocando sólo para él.
Arthur enchufó un reproductor, de éste sonó música mientras que él se encargó de agregarle el sonido del bajo. Una melodía de los Arctic Monkeys inundó la cochera al tocar Flourescent adolescent, pero el juego de adivinar ya había acabado y Francis se concentró puramente en disfrutar lo que tenía ante sus ojos. Esta vez tocó con una soltura tal que le hizo pensar que quizás ya la había practicado demasiadas veces, puede que incluso la tocara con su banda de chicas. No estaba quieto cual robot, se dejaba guiar por el ritmo, era como si sus manos estuvieran bailando sobre el bajo o como si este fuera su compañero de baile. Si bien sus manos eran de tamaño regular, sus dedos lograban estirarse de forma extraordinaria para alcanzar las notas deseadas. Tenía las caderas levemente inclinadas hacia adelante y con la vista vigilaba el movimiento de sus manos para no errar con las notas, aunque esto no le impedía que levantara la mirada para observar las reacciones de Francis. Al terminar le dirigió una sonrisa, un momento después sonó una canción que había escuchado numerosas veces desde sus propios auriculares: Kissing strangers. Una enorme sonrisa se extendió por su rostro y no pudo evitar reír de felicidad al verlo tocar algo que sin duda había aprendido sólo para mostrárselo a él. A Francis no le hubiera importado hacer esto todos los días.
No era como con las herramientas y la bicicleta, ahora estaba en su elemento, haciendo lo que amaba y le salía verdaderamente bien. Para Francis no había nada que pudiera ser más atractivo que eso. Lo miraba desde el borde del sofá sin decidirse en dónde prefería fijar sus ojos. Le encantaba la expresión de deleite en su rostro y esa sonrisa que soltaba al encontrarse con su mirada. Si bien todo el lenguaje de su cuerpo lo tenía hipnotizado, no podía dejar de fijarse en sus manos y luego subir la vista a los tatuajes que trepaban por sus brazos.
Soltó un pesado suspiro y se dejó caer en el sofá cuando terminó. En lugar de continuar con la próxima canción que ya empezaba a reproducirse, Arthur se acercó hasta su lugar.
—¿Por qué te detuviste? —preguntó algo decepcionado.
Arthur hizo a un lado el bajo y tomó una botella de agua del suelo.
—He estado tocando sin parar, necesito un minuto. —Se sentó a su lado y bebió un trago. Francis aprovechó para tomar su brazo desocupado e inspeccionar las imágenes en él. Había un barco pirata siendo atacado por los tentáculos de un kraken azul verdoso, rodeado por una espesa bruma. El color gris de esta se esparcía hacia un lado y se volvía oscuro, un poco más allá formaba una majestuosa corona de la realeza. Arthur hizo a un lado la botella, sin quitarle el brazo.
—Pareces estar muy entretenido —comentó.
—Nunca los había visto en detalle —dijo Francis, finalmente levantando la vista—. ¿Seguirás tocando?
—Sólo si me dices qué te pareció.
—Pues, fue… —En lugar de seguir con palabras inhaló una bocanada de aire y luego suspiró. Arthur alzó las cejas esperando que continuara, pero como respuesta recibió un beso en los labios. Lo alojó en sus brazos sin pensarlo, ambos llevaban un buen tiempo queriendo hacer esto y quedó plasmado en la intensidad con la que se aferraron el uno al otro. Arthur le acarició el pelo con devoción y Francis sintió que podía derretirse en sus brazos. Subió cuidadosamente las piernas al sofá y lo atrajo contra sí mientras se echaba atrás para quedar recostado. Arthur comprendió enseguida. Sin separar sus bocas, se movieron para acomodarse lo mejor posible.
Arthur le mordió levemente el labio inferior antes de alejar el rostro y sonreirle.
—Veo que te gustó —dijo con la voz agitada.
Francis rió con ganas, igual de sonrojado que él.
—Gustarme es poco.
—Mejor así.
Agachó la cabeza, le besó la mandíbula y bajó por el cuello. Francis se estiró para que siguiera y cerró los ojos, dejándose envolver por el placer que sentía crecer en su interior. Enterró una mano en su cabello, con la otra acarició su nuca y sintió los dientes de Arthur hundirse en su piel. Justo cuando los dedos de éste empezaban a descender por uno de sus muslos, el sótano pareció sacudido por una bocanada de aire fresco que llegó hasta el sofá. La puerta había sido abierta y en la entrada estaba de pie la mamá de Arthur.
Se apartó de Francis como si el chico hubiera estado prendido fuego.
—Esto no es lo que… —tartamudeó mientras se ponía de pie, pero su madre fue más rápida.
—Volveré más tarde —dijo abruptamente antes de dar media vuelta y marcharse. Se movió con tal velocidad que la bandeja de bizcochos que cargaba por poco se le cae.
Sentado en el sofá, Francis intentaba comprender lo que había sucedido. Soltó una risita en un intento por aligerar la tensión del ambiente.
—Debimos haberle dicho que golpeara antes de entrar —trató de bromear. Arthur simplemente se aclaró la garganta.
—Creo que ya es momento de que te vayas —dijo sin mirarlo. Francis se puso de pie y se le acercó.
—¿Estás bien?
—Vamos, te acompaño a la puerta.
Como era de esperarse, se encontraron con Rose en la sala de estar. Ella levantó la cabeza apenas los oyó acercarse.
—Lo lamento, no era mi intención interrumpir —se disculpó con una sonrisa comprensiva.
—No es nada, Francis ya estaba por marcharse —respondió su hijo sin verla a los ojos.
Antes de que pudiera replicarle algo, cruzaron por la puerta de entrada estruendosamente sus dos hijos mayores, Allistor y Dylan.
—No los esperaba en casa tan temprano —dijo Rose.
—Mis planes se cancelaron —gruñó Allistor—, y este me llamó para que pasara a recogerlo.
—Si tú no te adueñaras del auto podría manejarme solo —se quejó Dylan.
—Son los privilegio de ser el más grande. ¿Y este quién es? —preguntó, deteniéndose para ver a Francis—. No sabía que tuvieras amigos hombres, Arthur —comentó.
—Tampoco es que se vea como uno —bromeó el otro por lo bajo.
Pese a los comentarios, Francis estaba listo para presentarse, hasta que Arthur intervino.
—Cierren la boca —exclamó de malos modos y luego llevó a Francis a la salida prácticamente a rastras.
—Me gustaría conocerlos a todos algún día —dijo, todavía mirando hacia el interior de la casa.
—En realidad no se suponía que vinieran —bufó Arthur.
—¿En serio estás bien?
—Sí. Hablamos luego, ¿de acuerdo? Adiós.
Francis estaba a punto de acercarse para despedirlo con un beso, pero Arthur le cerró la puerta en la cara.
