UNA ESPECIE DE MAGIA

Amelia, Suzanne y Marie habían encontrado a Arthur oculto en la biblioteca después de que él se escabulliera apenas inició el receso.

—Todavía sigue pegado a su teléfono —se quejó Suzanne.

Amelia sonrió diabólicamente y abrió la puerta de la biblioteca.

—Es porque se la pasa hablando con su novio. Vengan, vamos a darle una sorpresa.

Marie conocía muy bien sus sorpresas y sabía que no tendían a ser agradables para quien las recibía. Aun así, siguió a sus dos amigas adentro. Se acercaron con sigilo por detrás de Arthur, cuidando de no ser oída Amelia se inclinó sobre él.

—¿Escribiéndole a Francis? —preguntó ruidosamente. Arthur dio un saltito por la sorpresa y se puso de pie.

—Eso no es asunto tuyo. —Apenas terminó de hablar Amelia le quitó el teléfono de las manos— ¡Devuélvemelo!

—¡Suzanne! —Llamó Amelia y luego le arrojó el objeto a ella—. Lee qué dice.

Su amiga lo atrapó y presionó un botón, hizo un mohín al ver que estaba bloqueado con contraseña. Arthur la agarró de los brazos para tratar de recuperarlo, entonces ella llamó a Marie para que lo atrapara. Sin pensarlo mucho la joven le hizo caso, una vez con el celular en la mano dudó en volver a pasárselo a sus amigas. Arthur se acercó lentamente con una sonrisa amable.

—Marie… —dijo con tranquilidad, extendiendo una mano hacia ella. Sus ojos fueron entre su amigo y las otras dos sucesivas veces antes de que la presión de sus pares ganara. Se lo lanzó a Amelia y soltó una pequeña risa cuando Arthur se abalanzó sobre ella para quitárselo. Mientras ellos dos luchaban por el objeto, la bibliotecaria intervino para sacarlos de allí.

—Este lugar es para la lectura, no una cancha de fútbol —los regañó y los llevó a los cuatro hasta afuera.

Amelia le devolvió el celular a Arthur mientras reía para sí. Sintió vibrar el suyo en el bolsillo, era un mensaje de Sakura. Arthur se lo sacó de la mano a toda velocidad sin darle oportunidad a que terminara de leerlo.

—Los papeles se han invertido, ¿no? —dijo con malicia. Sin mucho esfuerzo, Amelia lo agarró del brazo y se lo torció, haciéndole doler hasta que soltara el teléfono.

—Así que los dos tienen planes de San Valentín —notó Suzanne y luego se dirigió a Marie—: Parece que esta vez seremos nosotras dos solas.

—Pueden conseguir una pareja para el próximo año —sugirió Amelia.

—¿Qué te hace pensar que queremos una pareja? —cuestionó Marie.

—Sí —asintió Suzanne, con los brazos cruzados y la frente en alto—, somos mujeres libres e independientes que no necesitan de una pareja.

Las dos chocaron las manos mientras Amelia les sacaba la lengua. El año pasado ella había sido la única con alguien con quien celebrar el 14 de febrero, esta vez Arthur tenía a Francis y oficialmente eran novios. Ya no se trataba de un día cualquiera como para Marie y Suzanne, sino que tenía la excusa perfecta para sentirse especialmente romántico con su novio. Novio era un término nuevo para él y, si bien a veces le parecía cursi, le encantaba que ese título le perteneciera a Francis.

La última hora de clase se la pasó escribiéndole a escondidas de la profesora, volvieron a repasar qué cosas llevaría cada uno y a qué hora se encontrarían. Había tomado prestada la bicicleta de Allistor que hacía años no usaba, tal vez hasta se adueñaría de ella para empezar a acompañar a Francis a la casa cuando salieran de la escuela. Hoy él vendría a buscarlo sin sus amigos, pasarían el día exclusivamente a solas. Había olvidado por completo que sus propias amigas todavía no conocían a Francis y que seguramente intentarían hablarle cuando lo vieran.

Sin falta, ellas estaban allí cuando Arthur salió tras la última campanada.

—¿Te ibas a ir sin despedirte? —dijo Suzanne.

—Claro que no —negó con la cabeza—. Planeaba enviarles un mensaje de despedida cuando estuviera afuera.

La chica le dio un pequeño empujón. Marie y Amelia no tardaron en unirse a ellos. Una vez afuera, notaron que un chico con uniforme y una melena dorada destacaba del resto de los estudiantes que se amontonaban en la calle.

—¿Ese es Francis? —preguntó Marie—. Tienes buen gusto, Arthur —dijo con sinceridad. A pesar de que no había rastro de burla en su voz, Arthur se sonrojó.

Al verlos aproximarse a los cuatro, Francis supo de inmediato que esas debían ser sus amigas y parte de la banda, no únicamente porque caminaran juntos, sino también por las similitudes en su estilo para vestir. Arthur lo saludó con un beso en los labios, detrás suyo pudo oír a Amelia silbando sugerentemente. Le dio un manotazo que apenas logró despeinarla, luego procedió a presentarle cada una de ellas a Francis. Él las saludos con igual dulzura a las tres y, a pedido de ellas, prometió que cuidaría de su amigo.

—Bueno, suficiente de eso —intervino Arthur, rodando los ojos—. Ya tenemos que irnos.

Se despidieron y marcharon en sus bicicletas.

—¿Listo para el mejor San Valentín de tu vida? —preguntó Francis. Arthur se encogió de hombros sin despegar la vista del camino.

—No es como si ya lo hubiera celebrado antes, así que no tiene competencia.

—Eres un aguafiestas.

Arthur sonrió complacido.


La primera parada fue la casa de Arthur. Dejaron sus bicicletas afuera y Francis lo acompañó adentro a buscar una cesta con comida dulce que Arthur ya había dejado lista esa mañana. Al verlos con la cesta, Dylan, que hasta entonces los había estado ignorando en el sillón de la sala, dijo en tono jocoso:

—¿Los tórtolos se van de día de campo?

Arthur le tiró un almohadón en la cara.

—Disfruta tu día encerrado —le dijo antes de salir por la puerta. Cargó su mochila, una guitarra acústica y la cesta.

La siguiente parada fue la casa de Francis, la forma en que el chico se saludó con su padre y hermana era el total opuesto de la reciente interacción de Arthur con su familia. Dejó sus cosas de la escuela y guardó en la cesta de Arthur los sándwiches que había preparado y la bebida. En menos de diez minutos estaban de vuelta sobre sus bicicletas de camino al prado del que Francis le había contado. Ese mismo era el lugar al que había querido llevarlo la vez que Arthur lo sorprendió en la casa. Dado que habían pasado el resto de ese día junto a Gilbert y Antonio, se vieron obligados a posponerlo. Tuvieron más citas, pero entre la escuela, sus otras obligaciones y las fiestas del pasado diciembre, el día de campo no tuvo lugar. Hasta ahora, 14 de febrero.

La bicicleta de Francis todavía conservaba algunas de las flores que Arthur le había amarrado. Junto a los dibujos que los dos le habían pintado, hacía que Francis siempre se sintiera de buen humor al usarla. La condujo mostrándole a su novio el camino que debían seguir. Fueron alejándose de las casas, los negocios y la gente que recorría las calles; se adentraron en un camino de tierra rodeado por pastizales y enormes árboles. Ya no había a la vista ningún tipo de construcción de cemento ni estaban sobre sus cabezas las infinitas redes de cables, no se escuchaba el ruido del motor de ningún automóvil, máquina constructora o bocinazo, todo olía a naturaleza y los colores de ésta deslumbraban sus ojos. Arthur notó a Francis cerrar los suyos para sentir la brisa cálida acariciarle el rostro y sacudir su cabello. A lo lejos se percibía el canto de algunas aves, fuera de eso lo único que se oía era el viento sacudiendo las copas de los frondosos árboles, además del distintivo crujido que hacían las ruedas de las bicicletas sobre las hojas que adornaban el camino.

—¿Ya estamos cerca? —preguntó Arthur. Francis asintió.

—Sígueme por acá —le indicó antes de adelantarse.

Descendieron por un camino levemente empinado, en el cual las bicicletas parecían rodar por su propia cuenta. Soltándose de los pedales, ambos estiraron las piernas y se dejaron llevar, se detuvieron únicamente al alcanzar una zona llana y desprovista de árboles. Todavía riendo por la adrenalina, Francis hizo a un lado su bicicleta y fue a buscar a Arthur.

—¡Mira! —le dijo, extendiendo un brazo para mostrarle los alrededores—. ¿No es bellísimo este lugar?

Arthur asintió lentamente, disfrutando de la vista.

—Sí que lo es.

No era una playa paradisíaca ni la cima de una majestuosa montaña, sin embargo había algo mágico en ese prado. Que no hubiera otras personas servía para resaltar esa impresión. Cada pequeña porción de naturaleza era su pequeño mundo y al detenerse para ponerles atención Arthur podía sentirse inundado por una tranquilidad infinita.

Acomodaron una manta sobre la que sirvieron el almuerzo y ellos se sentaron en el césped fino y de un verde suave, no vibrante y reluciente como el del jardín de Francis. Hubiera sido sencillo enredar los dedos en él y arrancarlo, pero los jóvenes prefirieron quitarse el calzado y sentirlo en las plantas de los pies. Francis hizo a un lado sus zapatillas de lona y Arthur, sus botas negras. Incluso en un día tan soleado como aquel insistía en vestir ropa oscura. Francis había cocinado él mismo el pan con el que hizo los sándwiches. Se tuvo que conformar con los guantes de cocina grises, pero al fin y al cabo había valido la pena al ver a Arthur saborear el almuerzo con tanto deleite.

—Esto está increíble —dijo con la boca medio llena—. Y pensar que habías dejado de cocinar cosas así por esa tonta quemadura.

—Todavía no estoy seguro de que haya sanado del todo, pero me sacrifiqué igualmente —bromeó Francis.

Mientras comía espió dentro de la cesta lo que Arthur había traído de postre. Removió con delicadeza el mantel con el que estaba envuelto, debajo se encontró con una tarta de frutas que desprendía un aroma exquisito.

—No puedo esperar a probar esto —suspiró Francis.

—¡No se suponía que lo vieras todavía!

Alarmado, Arthur volvió a cerrar la cesta y la alejó de su novio.

—¿Por qué no? No es como si fuera a darle una mordida ahora mismo. —Francis tomó otra bocanada de su sándwich, pensativo, luego abrió los ojos sorprendido—. ¿Acaso era una sorpresa para mí? ¿Tienes una sorpresa de San Valentín escondida ahí adentro?

Los dos estaban al tanto de que se iban a intercambiar obsequios. Sin embargo, el de Arthur no tenía nada que ver con la tarta. Revoleó los ojos y negó con la cabeza.

—No es eso, es que… —Juntó un poco de valor antes de decirle—: Es que no la hice solo, mi mamá me dio una mano. —Tener que confesar que su madre lo había ayudado a preparar comida para su primer novio le resultaba extremadamente vergonzoso, en especial porque al intentar hacer la tarta solo resultó un desastre incomestible.

—Arthur, eso es adorable —dijo Francis, enternecido.

—Ugh, basta, no digas eso. —Arthur sacudió la cabeza y acercó su mochila dispuesto a cambiar de tema—. Si quieres ver tu verdadero regalo, está aquí.

Tomó una bolsa que contenía el regalo para Arthur y se sentó junto a él entusiasmado.

—De acuerdo, los intercambiaremos ahora. Tú vas primero.

—Feliz día de San Valentín —sonrió Arthur, antes de darle un beso inusualmente dulce en la mejilla.

Desenvolvió ansioso el primero de los dos paquetes, por su forma plana y rectangular había adivinado que se trataba de un libro. Era una antología de poemas de Emily Dickinson.

—Este es para que lo leas dentro de tu casa y espero no verlo con una gota de lluvia encima —bromeó.

—Me encanta —dijo Francia entre risas. El segundo regalo era mucho más esponjoso y no podía adivinar su forma debajo de la envoltura, al quitarla del paso descubrió la suave textura violeta de unos guantes de cocina. A pesar de que no eran del mismo tono que los de su madre, cada uno tenía una rosa bordada tal como le había contado a Arthur. Los acarició y repasó sus detalles con la yema de los dedos. Estaba absolutamente conmovido.

—Tuve que bordarlos yo mismo, no encontré ningún par que ya tuviera las rosas —explicó Arthur con un poco de nerviosismo—. Espero que te gusten así.

La mirada que le dirigió Francis fue de pura incredulidad. ¿Cómo podría no gustarle algo así? ¿Cómo podía Arthur siquiera imaginarse que no se volvería un manojo de emociones al verlo? Lo atrajo hacia él y lo abrazó con fuerza.

—Son perfectos, Arthur. Los amo.

Su novio, aunque un poco aturdido, le devolvió el abrazo. Supo entonces que no podría haber recibido mejor reacción. Después de que Francis se los probara y los devolviera a su paquete con cuidado, le dio a Arthur su obsequio.

—No es algo tan emotivo como el tuyo, pero estoy convencido de que te gustará.

Arthur extrajo de la bolsa negra una chaqueta igual de oscura. Era del estilo de las que él solía usar, con la diferencia de la imagen que cubría la espalda. Un enorme bajo pintado con la bandera del orgullo adornaba la parte posterior, mientras que adelante había tres prendedores igual de coloridos. Dos de ellos con la Union Jack, una de rosa y otra pintada como el bajo de la espalda, el tercer prendedor representaba la bandera del orgullo clásica.

—Una vez dijiste que deseabas que los demás no asumieran que eres heterosexual —comentó Francis—. Coloqué allí los prendedores por conveniencia, aunque puedes ponerlos donde quieras.

—Creo que no podría verme más gay que esto —rió Arthur.

—Y también es muy patriótico.

Se puso la chaqueta para que Francis viera cómo le quedaba, éste lo llenó de halagos.

Se echaron en el pasto lado a lado a descansar. Unas mariposas volaban sobre sus cabezas. El sol era cálido pero no abrasador y la posición de las nubes era ideal para que no se cegaran al mirar hacia arriba. No hablaron por un rato, simplemente descansaron allí y dejaron que la comida se asentara en sus estómagos.

Francis tenía los ojos puestos en el cielo, pero realmente no estaba mirando las nubes como Arthur. Aún con las manos detrás de la cabeza y sin girarse al otro, dijo:

—Nada me pone más feliz que estar aquí contigo, no me malentiendas, pero al ser el Día de los enamorados no puedo no pensar en mi papá.

Arthur volteó el rostro hacia él, escuchándolo atento.

Amaba pasar este día con mi mamá, los dos siempre habían sido muy románticos, para cada fecha especial hacían algo. Y ahora no puedo evitar pensar en que está en casa sin ella.

Podía oír cómo la voz se le quebraba a Francis, luego se sentó rápidamente y suspiró.

Lo siento, no es mi intención arruinar este día.

Arthur se sentó junto a él para acariciarle la espalda.

—No lo estás arruinando.

—Ha pasado más de un año —dijo Francis, pasándose una mano por el cabello—, pero todavía se siente como si no hubiera pasado el tiempo en absoluto.

Arthur sólo podía imaginarse cómo se sentiría eso. El recuerdo de su padre le parecía sumamente lejano y no algo que estuviera al alcance de la nostalgia de todos los días.

No sólo duele que todo haya acabado, sino que nada volverá a repetirse. La única forma en que podemos mantenerla viva es recordando, por mucho que duela. —Desganado, se secó las lágrimas con el dorso de la mano—. A veces temo que los años pasen demasiado rápido y sin notarlo su recuerdo se desdibuje.

Lo rodeó con el brazo sin saber qué más hacer. No tenía palabras que decirle, porque temía que eso mismo hubiera sido lo que le sucedió a él. Aunque hubiera hecho el intento por enterrar los recuerdos de su padre, no cabía duda de que el tiempo transcurrido había jugado un papel muy importante.

—Sólo sigue recordándola mientras puedas —murmuró. Su voz también sonaba algo quebrada y recién lo notaba—. Mira sus fotografías y videos si es necesario, conserva sus pertenencias más importantes, escribe acerca de ella; lo que haga falta. No la olvidarás. Sólo no permitas que la angustia te consuma.

Francis podía sentir que lo buscaba con la mirada. Le dedicó una débil sonrisa.

—Es como si hubiera sido golpeado por la realidad después de eso.

Arthur no había preguntado exactamente qué ocurrió con ella y no estaba seguro de que hacerlo ahora fuera buena idea.

¿Qué pasará cuando acabe lo nuestro?

Ante esta pregunta de Francis no pudo contener una risa incrédula.

—Esto recién empieza —aseguró, todavía riendo. Su propia carcajada lo contagió a Francis, que tuvo que secarse las lágrimas porque definitivamente había parado de llorar.

—¡No puedes culparme por sentirme algo pesimista!

—¿"Algo pesimista"? Acabas de hacer esa pregunta en San Valentín.

—Ya sabías que vengo con bagaje —exclamó Francis.

—Sí, y yo vengo con el mío.

Arthur le alcanzó un pañuelo para que acabara de limpiarse, luego sacó su guitarra de la funda. Intentaría animarlo lo mejor que pudiera.

—¿Ya te había dicho que también canto?

—¿En serio? —preguntó entusiasmado.

—Sí. A veces lo hago, con canciones que de verdad me gustan —le contó mientras procedía a chequear que el instrumento estuviera finado—. Supongo que tampoco te había contado del enamoramiento que tuve con cierto músico famoso.

Francis negó con la cabeza.

—No tuve el gusto de oír al respecto. ¿Es apuesto?

—Es Roger Taylor, por supuesto que lo es. Al menos en los '70 y '80. Es el baterista de Queen.

—Nunca me había fijado en su baterista.

—Pues era muy guapo, con una melena rubia hasta los hombros.

—Ah, veo que tienes bien definido tu tipo de hombre.

—El punto es que Drowse, una de mis canciones favoritas, fue escrita por él y no es difícil de tocar.

Francis se acomodó, recostado en el césped, para verlo tocar. Su voz sonaba agradable y calma, junto a la melodía de la guitarra, era lo único que se oía en el prado. Los pensamientos desagradables poco a poco se fueron apartando de su mente, sintió cómo un peso liberaba a su estómago de la opresión y una tenue sonrisa comenzaba a asomarse por su rostro. Le agradó la facilidad con la que Arthur logró apaciguar su tristeza. Tocaba con la vista puesta en los árboles y arbustos a lo lejos; Francis lo imitó, sus ojos se detuvieron sobre las hojas verdes que sacudía la brisa, en las aves posándose sobre las ramas y las mariposas yendo de un lado a otro.

La voz de Arthur cambió a un tono más rasposo, Francis cerró los ojos y permitió que la calidez del sol le acariciara todo el rostro. Tomó una bocanada de aire fresco del prado, al soltarlo dejó que su cuerpo se hundiera en el césped. Arthur siguió tocando un poco más. Cuando la música de la guitarra cesó, oyó que hacía a un lado el instrumento. Un momento después lo sintió acariciado su cabello con suavidad. Sus labios le besaron la mejilla y se movieron con cautela hacia su boca sonriente. Sus ojos se abrieron brevemente antes de volverlos a cerrar y envolver a Arthur con sus brazos. Se recostó con él en el pasto y, con vigor, Francis lo movió para que yaciera sobre su espalda. Esta vez fue directo a su cuello.

—¿Te importa si te dejo una marca? —murmuró en tono seductor mientras plantaba besos sobre su piel. Arthur apenas asintió lánguidamente. Casi inconscientemente había llevado una mano a sujetar su largo cabello y la otra a acariciarle la cintura.

—Puedes hacer lo que quieras —suspiró con una sonrisa placentera en el rostro.

No era la primera vez que Francis hacía este tipo de cosas, había llegado a desarrollar cierta habilidad que hacía que Arthur se revolviera gustoso. Una marca roja comenzaba a delinearse y, a pesar de que él no lo pudiera ver, sentía la boca de Francis succionando con emoción. Verdaderamente se encontraba inmerso en las sensaciones que su novio provocaba en él, sin embargo, comenzó a percibir el sonido de un tintineo. Iba en aumento, se oía algo lejano pero definitivamente estaba allí y era cada vez más frecuente. Abrió los ojos, con la mirada buscó en los alrededores.

—¿Oyes eso? —susurró, quitándole las manos de encima para poder incorporarse. Francis protestó un poco porque se lo estaba pasando bien, de igual forma se sentó con Arthur y agudizó el oído.

—No escucho nada. ¿Crees que haya alguien espiando? —dijo con algo de inseguridad. Era un lugar muy solitario, hubiera sido sencillo para algún psicópata intentar lastimarlos sin ser descubierto.

Arthur negó con la cabeza, se puso de pie y lo ayudó a levantarse.

—No, no son personas —le informó mientras se adentraba entre los árboles, en dirección al lago—. Deben ser hadas.

—¿Hadas? —rio—. ¿De qué estás hablando?

—Sí, hadas —afirmó—. Del lago. Deben ser tres al menos.

Se le quedó mirando a la espera de que le dijera que le estaba tomando el pelo. En cambio, Arthur siguió enfrascado en la tarea de buscar a las supuestas hadas.

—¡Allí! —exclamó, señalando un punto sobre el agua que reflejaba el sol con fiereza.

—Creo que es sólo el sol —comentó Francis mientras bloqueaba la luz con la mano para así poder ver mejor.

Arthur lo observó con detenimiento.

—Nunca has visto una, ¿verdad?

—¿Acaso tú sí lo has hecho? —contraatacó, cruzado de brazos.

—Acabo de ver un puñado justo ahora.

Francis volvió a asomarse. No había nada más que agua, ahora ni siquiera el reflejo del sol estaba.

—Pues yo no las veo —negó con la cabeza.

—¿No crees que existan?

—Yo no dije eso.

—Entonces ayúdame a buscarlas, pero con cuidado.

Lejos de hacerle caso, lo dejó que buscara solo y él se alejó unos pasos más atrás hacia los árboles.

—¡Arthur! —lo llamó con urgencia—. Ven, tienes que ver esto.

Se apresuró a ver qué había encontrado, pero no oía a Francis por ningún lado. Escuchó que volvía a llamarlo y descubrió que su voz provenía de arriba, de las ramas de un árbol al que se había subido. Apenas levantó la cabeza en su dirección, una innumerable cantidad de flores cayó sobre él, cubriéndole el cabello y la ropa. De un salto, Francis bajó de su sitio con una sonrisa brillante.

—Después de todo, parece que eras tú el hada del lago.

—Sabes muy bien que me las vas a pagar, ¿verdad? —le advirtió antes de lanzarse a perseguirlo entre las plantas. No se había quitado las flores de encima, eso era una buena señal para Francis. Se le acercaba mucho pero no lograba atraparlo, incluso si lo hubiera hecho no estaba seguro de cómo se "vengaría" de él.

Encontró en el piso una rama más larga que su propio brazo y se detuvo para recogerla. Lo siguiente que Francis supo fue que algo tocaba su cabeza y lo despeinaba por completo. Se volteó llevándose las manos a la cabeza, lo vio a Arthur blandiendo la rama en su dirección y dio un salto hacia atrás. Tuvo que bajar las manos para poder arrancar una rama que le sirviera como defensa, ese intervalo fue aprovechado por el otro chico para volverlo a despeinar, esta vez causando que el pelo le cayera en el rostro.

Una vez con el arma en la mano, Arthur se apartó de él. Se echaron miradas retadoras, sopesándose, como midiendo la fuerza del otro mientras sostenían cada cual su rama como sabios esgrimistas. Las elevaron, con la amenazante punta en dirección al contrincante. Francis separó un poco los pies, inclinando su mentón hacia arriba.

—Así que quieres bailar —lo desafió.

Arthur sacudió su arma de batalla con elegancia y se inclinó para adelante, no menos intimidante que el otro.

—Sólo si estás listo.

Se arrojaron sobre el enemigo a la par, sin aguardar un instante, ansiosos por batirse a duelo. Las ramas chocaron con estruendo una y otra, y otra, y otra vez. Se sonreían como dos chiquillos que jugaban a ser piratas o caballeros de dos reinos enemigos, dos niños que en realidad no buscaban lastimarse pero tenían toda la intención de ganar. Rotaron en un mismo sitio, se movieron de allí después de que Arthur perdiera el balance cuando su contrincante hizo que casi se le cayera el arma. Se vio obligado a retroceder ante el ataque de Francis, pero se recuperó con vigor y blandió su arma sin cesar. Los golpes caían cada vez más cerca del "mango" de la rama, aproximándose peligrosamente a su mano. Francis comenzó a dar marcha para atrás, sus pasos creciendo con cada azote que arrojaba el otro. Se detuvo en seco cuando su arma salió disparada por el aire, al segundo tenía la de Arthur apuntándole en el pecho.

—¿Una última palabra? —preguntó, ya listo para darle la estocada final. Como toda respuesta, Francis sonrió malicioso y le quebró la rama con un certero movimiento. Arrojó la mitad que Arthur no estaba sosteniendo y rio.

—No iba a darte el placer de ganarme.

—¡Mi espada! —gritó el otro.

—Vamos, ni que fuera de verdad.

Una vez más, Francis echó a correr, yendo en dirección a donde habían dejado sus cosas. Arthur lo siguió veloz y se acostó a su lado una vez que llegaron. Fueron recuperando el aire de a poco, sin prisa y con la vista puesta en el cielo. Francis lo miró a la cara y le quitó una flor del pelo.

—Los árboles de acá son muy hermosos —musitó mientras apreciaba la planta que tenía entre sus dedos. Arthur hizo un sonido afirmativo, tenía los ojos casi cerrados. Francis se le acercó para murmurar—: Te reto a trepar uno.

Arthur abrió los ojos enseguida, no se podía negar a eso. Llevaron consigo la cesta y la colgaron de una rama. El primero en subir fue Francis, luego Arthur se sentó en una rama un poco más baja. Desde allí tenían vista al lago, también llegaban a ver las cosas que habían dejado en el césped y la bellísima tarde que todavía no acababa. Francis bajó una mano para acariciarle el cabello y él inclinó la cabeza en busca de más contacto.

—Esto recién empieza —le volvió a asegurar Arthur—. Pero si ya tienes ganas de pensar en la posibilidad de que acabe —dijo en tono divertido para luego ponerse serio otra vez—, entonces déjame prometerte que yo no me olvidaré de nada.

Francis lo miró desde su rama.

—¿Jamás? —preguntó. Arthur negó con la cabeza.

—Jamás. Si alguna vez se me ocurre que eso puede llegar a cambiar, me aseguraré de venir acá. Siempre te querré recordar a ti y a nosotros, pase lo que pase.

—Podríamos venir juntos.

—Claro que sí.

Arthur trepó y se sentó a su lado, fue a buscar sus labios pero lo detuvo.

—¿Escuchas eso? —dijo Francis. Miraron por las hojas a su alrededor y sonrieron—. Parece que estabas en lo cierto después de todo.

Se besaron sin rodeos, con la melodía de unos suaves tintineos resonando en sus oídos.


Por si no queda claro, adoro a Roger Taylor y me pareció adecuado que Arthur también lo hiciera.

¡El próximo capítulo ya es el último!