¡Hola de nuevo! Aquí en mi pequeña cruzada con el EngSpa, porque este mundo lo necesita, y si no ya hago yo que lo necesite. Espero que os guste tanto a como a mí escribirlo, ¡disfrutar!
Contexto: Guerra de la independencia de los Estados Unidos (1775-1781) en la cual España fue participe, principalmente de manera clandestina y luego declarando la guerra formalmente a Inglaterra en 1779.
Repítelo hasta que te lo creas
Llevaba más de dos horas en el agua. El olor a pólvora aún flotaba en el ambiente. Miró sus manos magulladas con astillas; los callos de sus palmas amarillentos, duros, por sujetar durante tantos días las bayonetas. El espejo cuarteado por los golpes de frustración le devolvió una imagen simbólica de cómo se sentía en ese momento. Roto. Con grietas. Pliegues demasiado grandes que no podían ser remendados. Los ojos le escocían, y sus pulmones parecían no filtrar el aire como debieran. ¡Joder, apenas podía moverse si quiera! Sus huesos estaban más cerca de ser polvo que órganos duros.
Había perdido la noción del tiempo, de cuantas gotas de lluvia habían caído en el alfeizar, de lo fría que estaba el agua y de que no quedaba espuma. Solo un líquido marrón asqueroso lleno de ríos de tinta roja. Su sangre. Una burbuja del tamaño de una canica ascendió al cielo, luego otra más pequeña. Arthur observó sus destellos iridiscentes sintiendo como todo el aire comprimido en sus pulmones se vaciaba poco a poco; se preguntó cuando dejaría de abrasarle las entrañas hacer aquello.
De pronto sintió ese cosquilleó en el vientre; un lengüetazo de saliva fría en la espalda; un hormigueo inusual en la nuca. Supo lo que era. Otra nación estaba cerca. Su corazón se encogió con fuerza, la sangre comenzó a bullir en su interior como ríos de lava, y la rabia era más persistente que el dolor. Aun así, su intento por incorporarse fue en vano. Sus piernas no aguantaban su propio peso.
La madera gimió con un agudo demasiado molesto, y el frío que entró le hizo tiritar de manera incontrolada. Observó al intruso de una manera tan intensa que hubiera dejado petrificado a cualquiera. Excepto a él. Aquella endemoniada mirada solo le echaba un pulso. Solo le retaba. Si hubiera tenido las fuerzas necesarias le hubiera partido la nariz, la boca, el alma... le hubiera desfigurado aquel rostro. Pero solo le miró con los puños apretados, la nariz arrugada y sus ojos en llamas. ¿Cómo se atrevía a estar allí? ¿Acaso iba a divertirse con su derrota?
Antonio le ignoró por completo y caminó sin dirigirse a él hasta la cañería a sus espaldas, escuchó el agua discurrir a borbotones y caer en el balde de peltre. Luego lo calentó sobre las ascuas de la chimenea, intentando avivar las pequeñas llamas que se arremolinaban en los tablones menos calcinados. No apartó sus ojos de él en ningún instante, tampoco volvió a hacer ningún amago de levantarse, solo contempló aquellos movimientos delicados y disfrutó del inusitado silencio del ambiente. Un sentimiento de calma se posó en su pecho. Aquella escena atípica parecía recordarle algo que indudablemente había olvidado.
Mojó los nudillos en el agua sucia, después se sacudió, dejando caer las gotas en su recipiente original, y Arthur pareció dar un respingo mientras observaba anonadado las ondulaciones que se formaban en la superficie. No pronunció palabra y siguió detallando los movimientos de su huésped particular. Una parte de él no sabía cómo tomarse aquella intrusión; si bien el hecho de que pudiera ser visto en aquel estado le carcomía, y saber que él había sido participe de su desgracia hacía que quisiese morderle la yugular, tenerle allí, no estar solo, no escucharse parecía haber aliviado el peso con el que llevaba cargando meses.
Sabía que Antonio había jugado sus cartas a la perfección y que por mucho que se esforzara en disimular indiferencia por respeto estaba pletórico de haber propiciado su caída. Él hubiera estado igual, solo que no hubiera tardado ni dos minutos en restregárselo. Como lo odiaba. Con ese código moral de honra, de orgullo, de perfección absoluta, y al final, había sido un rastrero. Como él, como todos en algún momento de la historia.
Vio como la bañera se iba vaciando mientras Antonio achicaba el agua con un cubo de madera y arrojaba aquellos restos por la ventana. Comenzó a ver sus heridas repartidas indistintamente por todos los recodos de su piel; rojas, centelleantes, en carne viva supurando sangre y pus. Intentó abrazarse a sí mismo en un intento de autoprotegerse, de que Antonio no viera su miseria, aunque fuera implícito un sesgo de vergüenza al encontrarse desnudo.
Sintió el agua escurrir por sus pestañas, tallar sus parpados, el escozor en su vientre mientras el agua limpia y caliente le besaba las heridas. Apretó los labios hasta que fueron dos finas líneas purpuras cuando sintió los dedos largos de Antonio recorrer el corte más profundo de su espalda, y se relajó cuando éste alejó el tacto. Lo miró de reojo, mientras se alejaba y abría un botiquín con miles de ungüentos.
-Estas cosas te vendrán bien para sanar más rápido aún, y paliarán el dolor. -Comentó con las mangas subidas, observando varios frascos.
Arthur no respondió, y Antonio no trató de forzar una contestación. La batalla le dejó suvenires tatuados en todo el cuerpo, avergonzándole por tener algo de humano, y tener un cuerpo que se resiente, pero no le dolía tanto como el pecho. De pronto la imperiosa necesidad de salir de aquella bañera blanca llena de sangre y tierra le oprime; sus dedos arrugados le dicen que ha sido suficiente. Se levantó abruptamente, Antonio intentó sostenerle y él evitó cualquier contacto, no quería sentir más esas manos husmeando en sus heridas. Sus pies dejaron un sendero de huellas por donde iba pisando, y se recostó en la cama, desnudo.
-Arthur...
-No me llames así, no utilices mi nombre.
Se arrepintió de sus palabras en cuanto selló sus labios, pero no pensó en disculparse en absoluto. Aquello marcaba una distancia, un punto y aparte. Escuchó a Antonio exhalar, un último lamento, y sintió esa maldita urgencia ciega que le hace buscarlo en algún punto de la habitación, porque siempre se le hizo difícil pensar cuando Antonio entraba en la ecuación; todo se volvía jodidamente complicado. Porque se le dificultaba ser quién tenía que ser, y eso era peligroso, porque solo tenía que arañar un poquito en su interior para enterarse de lo cruel que puede ser Dios cuando Antonio es objeto de su devoción. Y lo odiaba, porque siempre terminaba eligiéndolo a él, y sólo a él.
Rugió como un león cuando sintió el algodón empapado en alcohol estamparse sin delicadeza sobre una herida abierta. Antonio estaba molesto por sus palabras, resentido, aunque alguna vez no muy atrás él las hubiera aplicado. Pronto lo olvidó; recorriendo la piel herida, hipnotizado por la firmeza y la belleza mortecina de esa piel hecha de pedacitos de luna, la que añoraba cada vez que le veía desnudarse ante él. Untó con inusitada calma los pequeños moratones que se extendían como telarañas de colores azulados y rojizos, que no tardarían en volverse amarillentos para después desaparecer como la neblina en un amanecer.
Arthur sintió el dedo índice de Antonio recorrer su espalda baja en un zigzag desquiciante, ronroneó ante el dolor placentero que le causaban esas caricias casi indecentes, rogó porque el español estuviera abstraído en cualquier otra cosa que no fueran sus roncos sonidos muriendo contra la almohada. Las caricias se detuvieron y Arthur refunfuñó molesto, movió la cabeza para encontrarlo apoyando su barbilla en la rodilla levantada, con una expresión indescifrable. Antonio observaba sus omoplatos rasguñados, las pecas doradas sobre los hombros, y aquel solitario lunar sobre su dorso de leche.
Era pena. Le miraba con lastima, casi arrepentido. El reproche y la arrogancia volvieron a Arthur en un instante. No podían flaquear. Ninguno.
-Te odio.
Antonio clavó sus ojos como dos dagas afiladas en él, con los labios temblando de impotencia. Arthur notó como la camisa de algodón blanca de su acompañante casi hecha jirones presentaba manchas carmín. Debajo había heridas. Cortes que sangraban. Que había hecho él, también.
-Lo sé.
Se incorporó furioso, el dolor no desapareció, pero la urgencia por hacerle entender era más fuerte que las heridas y los huesos quebrados, el sentimiento burbujeante de necesidad amenazaba con hacer caer los naipes. Lo tiró a un lado, apresando sus muñecas, reduciéndole bajo su cuerpo. Antonio podía haberle apartado sin dificultad, pero estaba desarmado, obnubilado por ráfagas de sentimientos que se le atragantaban en la garganta, logrando que cualquier pensamiento racional fuera inconsistente. Aunque una parte de él creía con firmeza que ese simple acto de sumisión era una disculpa que esperaba que surtiera efecto.
-Voy a curarte.
- ¿Es lo que quieres de verdad?
-No. - Dijo mientras negaba con la cabeza sin apartar su mirada. - Quiero romperte la boca. Quiero hacerte daño porque te odio. - Miente queriéndose mantener a salvo.
Antonio cogió aire mirándole severo, calmo, casi ausente.
-Te creo. - Le confiesa con una sonrisa conocedor de su engaño.
Y sí, le rompió la boca, a pedazos, delicadamente, con la fuerza de un mar embravecido. Lo abrazó fuerte y se escondió en el ángulo de su cuello, llorando, dejando ir toda la ira y la adoración que tiene en el cuerpo. Antonio lo consoló desperdigando besos en su rostro, en sus cicatrices, acariciando la bondad que Arthur se negaba a creer que tenía.
