Cuando se vistió para salir ese día se había atado el pelo con una nueva coleta, la de color celeste que tenía un barquito de madera como adorno. Una vez Arthur le había mencionado que en el futuro, ya adulto y con su propio dinero, se compraría un barco y navegaría hasta el cansancio. Ahora, practicando a solas con él, no dejaba de pensar que era muy desconsiderado de su parte no haber mencionado su cabello en toda la tarde. O quizá fuera Francis el ingenuo por haber creído que Arthur notaría un detalle tan delicado.
—¿Así de alto? —preguntó Francis, sosteniendo el sable con su mano derecha en la misma posición que Arthur le había indicado momentos antes. Todavía no acababa de mejorar su técnica y le resultaba especialmente imposible en momentos como este, cuando Arthur se empeñaba en ayudarlo a él solo. No podía quitarle la vista de encima. Parecía conseguir la postura indicada sin esfuerzo, como si su cuerpo se moviera por instinto, al igual que el modo en que estiraba su brazo al blandir el sable. Curvaba la muñeca con la misma gracia que el trazo de un pincel sobre un cuadro, Francis hubiera reconocido ese único movimiento entre miles de esgrimistas enmascarados. Y es que el brazo de Arthur no se comparaba ni con el de su padre, quien era el instructor principal de la academia. Algo en sus movimientos lograba embelesar a Francis.
—Si, está muy bien, pero no es la altura el problema. Mira tus pies —señaló desde el extremo opuesto—. Son un desastre, así cualquiera podría tumbarte en dos segundos.
Francis bufó y dejó caer sus hombros con derrota para después deshacerse de la máscara. La tendió en el suelo y dentro de ella arrojó la coleta, le tiraba demasiado el pelo y le estaba haciendo doler el cuero cabelludo. Sólo entonces, con sus ojos totalmente libres, fue consciente del resplandor del atardecer, la luz del sol entraba por los amplios ventanales y hacía que la habitación pareciera dorada.
Hasta ahora no había practicado esgrima más que con el florete. Tal vez simplemente para reírse un rato Arthur se había propuesto enseñarle a manipular el sable, herramienta que él ya conocía desde hacía un buen tiempo. Quedaban pocas personas en el instituto, en la sala no había nadie más que ellos dos practicando y pronto Arthur tendría que cerrar, era una de aquellas veces en las que su padre le confiaba las llaves del lugar.
—Estoy empezando a creer que te inventas todo esto para molestarme —lo acusó. Vio a Arthur menear la cabeza y quitarse su propia máscara, sus ojos se encontraron en el atardecer y Francis se detestó un poco por no tener las más mínimas ganas de apartar la mirada, ni siquiera cuando se suponía que estaba haciéndose el dramático. Se despeinó un poco el largo cabello con la mano libre, si iba a tener su atención entonces lo mejor era aprovechar la oportunidad con coquetería—. Te interesa más humillarme que el que en verdad aprenda, ¿no es así?
—No seas ridículo. Ya tengo suficientes situaciones para humillarte, otra más sería agobiante —explicó con esa sonrisa burlona que tan bien le sentaba—. Vamos de nuevo.
Ninguno se molestó en volver a colocarse la máscara. La voluntad de aprender de Francis ya escaseaba, al intentar posicionarse como anteriormente le había explicado lo hizo sin verdadera dedicación y se ganó una nueva reprimenda. Arthur lo observó por un momento, luego soltó su propio sable y se ubicó detrás de él.
—Tus caderas están mal ubicadas. —Francis sintió el peso de un par de manos sobre su cuerpo, modificando su postura; un pie se deslizó entre los suyos y los empujó con delicadeza para que abriera más las piernas. Su respiración casi se detuvo cuando una de las manos de Arthur se deslizó alrededor de su cintura, entonces fue capaz de sentir la cercanía de su cuerpo—. Relaja tu brazo —lo oyó junto a su oído. Francis no pudo reprimir una sonrisa cuando la otra mano del joven lo tomó por el antebrazo para colocarlo en el ángulo correcto.
—¿Está mejor? —preguntó con la voz apenas audible, pues el rostro de Arthur poco a poco se hundía en su cuello, con la nariz le acariciaba la mandíbula y la parte de piel no cubierta por la ropa blanca. Primero obtuvo un suave asentimiento, luego un sí sumamente silencioso. Cuando el par de labios depositó un beso no pudo evitar cerrar los ojos.
Maldito mocoso, no podía sacarle las manos de encima y a Francis le encantaba. Sabía que no era justo seguir llamándolo así, había cumplido los dieciocho hacía meses, en alguna fecha desconocida para Francis. Era increíblemente reservado en esos detalles, había tenido que enterarse cuando su padre casualmente lo mencionó en una clase, algo acerca de que a pesar de su edad seguía cometiendo los mismos errores en el combate. Ese día lo notó sumamente tenso y más arisco de lo normal, lo que volvía a este momento actual por demás inusual. Francis no estaba acostumbrado a este tipo de situaciones, con Arthur comportándose de manera afectuosa y delicada. Acarició su pelo, eternamente enmarañado a pesar de lo corto que lo llevaba, y luego le levantó la cabeza. Girando su propio rostro en un ángulo algo incómodo para su cuello, se estiró para besar esa boca que le había puesto la piel de gallina hacía tan sólo unos segundos.
—¿Cómo esperas que aprenda algo en estas condiciones? —preguntó Francis una vez terminado el beso—. Eres un pésimo maestro.
—Y tú eres un pésimo estudiante —respondió, aunque no había verdadero reproche en su voz, por el contrario, sonaba casi tierno. En su mirada, de a ratos expresiva y otras veces indescifrable, había algo que no dejaba salir. No se trataba de deseo, era como si lo buscara o lo extrañara a pesar de tenerlo ahí mismo. Había anhelo. Francis se sintió contagiado por este repentino cúmulo de emociones, se aproximó a él y lo besó moviendo sus labios con suavidad. Completamente entregado, Arthur le acarició el rostro con la yema de los dedos.
—Me gustas tanto —dijo en un suspiro. Las palabras salieron de su boca sin filtro, imposibles de ser contenidas. Una sonrisa embelesada se expandió por el rostro de Francis. Hacía meses que quería escuchar las dos palabras que lo hubieran hecho rendirse en los brazos de Arthur. Esto era distinto, no era lo que había fantaseado, pero era nuevo y hacía latir su corazón con más fuerza que los toques del sable sobre su pecho.
—Eso es todo lo que diré —aclaró Arthur. Sus ojos se cerraron por un momento, al abrirlos de vuelta apartó la mirada con un leve rubor—. Anda, ve a cambiarte, será mejor que cierre este lugar.
Francis asintió, todavía mudo, y le dedicó un suave abrazo antes de apartarse.
—De acuerdo, pero no me espíes —bromeó y luego se retiró a los cambiadores.
Arthur dejó escapar un leve suspiro y recogió los instrumentos que habían estado utilizando. Repasó en su mente las palabras que le había confesado, sabía que en un futuro podría arrepentirse, pero ese arrebato que lo llevó a decirlas había sido demasiado fuerte. El momento había sido demasiado perfecto. Jamás se hubiera planteado hacer algo así. Al tomar la máscara de Francis encontró la coleta que había usado el día de hoy y que Arthur se memorizó desde el instante en que lo vio entrar. Sonrió para sí mientras sus dedos jugaban con el elástico y un pelo rubio enredado en el pequeño barco.
Tenía esta historia guardada entre unos borradores de hace años, después de leer lo que tenía ya escrito me entraron ganas de terminarla. Iba a formar parte de la continuación de otro fanfic ("Como embestida de florete"), como parte de un flashback. Había escrito muy poco de esa continuación, esto era lo que más texto tenía y me pareció que funcionaba por su cuenta.
Es un producto de la nostalgia, quizá si alguien ya leyó la otra historia lo pueda disfrutar como yo al terminar esto.
