En cuanto terminó de hablar, Sherlock vio la sorpresa pasar por sus ojos, después la confusión y por último el rechazo. No era que fuese un experto en sentimientos, pero cualquiera podría darse cuenta de ello. En ese momento, supo que aquello que acababa de hacer había sido lo más estúpido que había hecho jamás. Se arrepintió al instante y deseó salir corriendo de ahí. John, en cambio, se había quedado plantado en el piso, abriendo la boca para decir algo y después cerrándola sin encontrar las palabras.

—Sherlock, yo…—curiosamente, esta vez John no tenía una respuesta ni una historia romántica que inventarse.

—John, olvida lo que dije. No debí hacerlo—lo ayudó él, aquello ya era bastante incómodo como para seguir presionando.

— ¿Cómo…cómo me olvido de algo así? —preguntó el doctor alzando un poco más la voz, por fin reaccionando.

—John, sólo…olvídalo—insistió Sherlock, desviando la mirada, de pronto sentía arder su rostro y temió que se notara demasiado pero, a estas alturas, ya poco le importaba.

—No…es que…—John quería hablar tan rápido que terminaba diciendo nada. Sherlock alzó la mirada y, con todas sus fuerzas, deseó que la aversión que vio en aquellos hermosos ojos azules no fuera cierta. Aunque no lo pareciera, aunque aparentara tener un interesante plan después de eso, Sherlock no sabía qué hacer, hacia dónde ir o qué decir. John se veía terriblemente perturbado y el detective se sintió profundamente culpable de ser él el que lo pusiera en esa situación. Se dio la vuelta y puso las manos a cada lado de su cintura, respirando profundamente para aclarar un poco su mente e intentar buscar una salida de aquel momento tan incómodo. No tenía idea de qué había cruzado por su cabeza cuando le pareció una buena idea decirle a John sobre sus verdaderos sentimientos justo el día de su boda con Mary. No sabía qué tipo de broma de mal gusto le había jugado su mente para hacerlo creer que después de eso John se lanzaría a sus brazos y cancelaría su boda con tal de estar con él, vivir juntos para siempre y llamarse por apodos cariñosos. No sabía en qué maldito universo se le había ocurrido la estúpida idea de que John alguna vez podría elegirlo a él. Toda esa situación se había vuelto ridícula y Sherlock se sentía el payaso del circo. Si tuviera un solo deseo, desearía regresar el tiempo tan sólo dos minutos atrás y en vez de decirle al doctor que estaba enamorado de él, contarle un chiste o burlarse de lo atractivo que se veía vestido con aquel elegante traje negro y un ramillete de flores del lado izquierdo de su pecho.

Sin embargo, no había ningún genio cerca ni nadie más para ayudarlo, porque no había forma. Decidió entonces que tenía que enfrentarlo y que debía ser rápido, cada segundo en esa habitación le estaba cortando la garganta. Se dio la vuelta lentamente, su abrigo cayó nuevamente a sus costados y su mirada evitó cruzarse con la de John.

—John…por favor, olvida lo que dije. Fui un idiota y todo esto es ridículo—dijo, tan calmado como pudo, aunque su voz delataba su culpa y pena. Quería decir algo más antes de retirarse y quitarle a John el peso de su presencia de encima pero el doctor se adelantó y, con un ademán de la mano, le pidió que no siguiera hablando y, en cambio, lo escuchara a él. Sherlock puso atención a lo que tenía que decir.

—No quiero…que estés en mi boda—.Dijo. Más claro no pudo haberlo dicho al igual que su voz no pudo sonar más seria y determinante. Sherlock ya se esperaba algo así, pero escucharlo de los labios del doctor era completamente diferente y no creyó que una simple frase podía lastimarlo tanto.

No tenía otra opción más que aceptar lo que su amigo decía y no tenía ninguna intención de contradecirlo, era lo mejor para todos. Para John, para Mary y sobre todo para él mismo. Después de aquello, el poco ánimo que tenía para asistir a una boda se esfumó, así que asintió con la cabeza y apretó los labios en una firme línea. Dio un pequeño suspiro y, recorriendo con la mirada el piso amaderado de aquella habitación, buscó la fuerza suficiente para salir de ahí. Sin decir nada más ni voltear a ver al hombre parado frente a él, se dio la media vuelta y salió por la puerta. Todos los invitados estaban inmersos en diferentes conversaciones casuales acerca de la decoración de la capilla, los atuendos de los asistentes y el clima primaveral perfecto para una boda. La novia estaba por llegar, todos la esperaban emocionados, demasiado distraídos para darse cuenta de que el mejor amigo y padrino del novio salía de una puerta trasera y se iba incluso antes de que la ceremonia comenzara. Se darían cuenta más tarde, por supuesto, pero por ahora no quería pensar en ello. Lo único en lo que el detective se concentró fue en llegar a la carretera y conseguir un taxi que lo llevara a su departamento en la calle Baker. Estaba seguro de que John no regresaría, porque tendría ahora una nueva casa con la que en algunos minutos sería su esposa y porque, además, no querría hacerlo ni aunque fuera necesario. Antes de dirigirse al 221B, Sherlock le pidió al conductor que diera varias vueltas por diferentes calles. No le importaron las miradas extrañas que le dirigió mientras lo obedecía, condujo por mucho tiempo, por lo menos hasta que estaba por hacerse de noche. Cuando finalmente bajó del taxi y le pagó al conductor con todo el dinero que traía en el bolsillo de su abrigo, entró al departamento que de pronto se le hizo tan grande y subió a la sala que hasta hace unas horas solía compartir con John. Los dos pisos estaban silenciosos, ni siquiera la señora Hudson parecía estar en casa. El único ruido que llegó a sus oídos fue el del tránsito y las personas caminando por la acera o entrando y saliendo de la cafetería de abajo.

Después de pasar horas pensando en el asiento trasero de un taxi, Sherlock creyó que se sentiría mejor. Pero no fue así. Se sentía aun peor. Se sentó en su sillón, muy cuidadosa y silenciosamente, preguntándose cuál habría sido el momento exacto en que había dejado que sus emociones tomaran el control de sus acciones. Había arruinado lo más valioso que tenía, lo único que lo mantenía firme y que le daba un sentido a su vida. Una vez más, confirmó de la peor manera que los sentimientos y específicamente uno, eran una terrible desventaja.

Minutos después, se encontró a sí mismo llorando en silencio. Se sentía miserable mientras más y más lágrimas escapaban de sus ojos por primera vez después de muchos años, pero tampoco lo evitó, las dejó ser, las dejó recorrer su cara y nublar su vista. Entendía que al final no podía hacer nada, él también era un humano y había cometido un error.

La popular frase de que una mente ocupada no extraña a nadie nunca le había hecho tanto sentido hasta ahora. En primera instancia, creyó que llegaría a su departamento a meter en su cuerpo todas las sustancias que encontrara en el escondite del cual John no sabía y dejarse perder por un rato. Sin embargo, cuando recordó que la señora Hudson tendría que aparecer en algún momento y si lo veía así la tendría encima suyo exigiendo una explicación de por qué se había ido de la capilla y había faltado al día más importante en la vida de su mejor amigo, le pareció que desmayarse en medio de alucinaciones en medio de la sala no era la mejor ni la más inteligente opción.

Queriendo evitar todo el interrogatorio de su casera, decidió tomar su celular y revisar la bandeja de entrada de su correo electrónico, la cual estaba rebosando de e-mails y a punto de colapsar. Al ir deslizando su dedo pulgar por la pantalla mientras leía rápidamente las primeras líneas de los cientos de casos donde pedían su ayuda, una llamada entrante lo interrumpió. Era Mycroft. Sherlock puso los ojos en blanco inconscientemente, pero aun así contestó. Sabía que si no lo hacía su hermano no lo dejaría en paz y era mejor terminar con él lo más pronto posible. A estas alturas, ya se habría enterado de que misteriosamente había faltado a la boda de su mejor amigo y en donde además tenía que haber dado un discurso. Ya habían pasado demasiadas horas y si los chismes no llegaban a oídos de su hermano, él los buscaba.

— ¿Qué quieres, Mycroft? —respondió al teléfono de forma cortante.

—Me enteré de lo que sucedió hoy, pensé que podrías…explicármelo mejor—preguntó su hermano mayor al otro lado de la línea. Curiosamente no sonaba burlón, solamente interesado. A Sherlock se le hizo un poco extraño que a Mycroft le pudiera interesar algo tan irrelevante.

—Después, Mycroft, justo ahora estoy en medio de un caso muy importante—lo evadió el detective.

—No, no lo estás. De ser así, ni siquiera habrías contestado la llamada—atajó Mycroft. Maldita sea, era verdad.

—Está bien, ¿qué quieres? ¿Una explicación? Pues no la tengo—dijo el hermano menor.

— ¿Qué fue todo eso? Todo mundo está hablando de ello—siguió interrogándolo el mayor.

—Por Dios, no es para tanto—respondió Sherlock, restándole importancia al hecho de no haber asistido.

— ¿No? —preguntó curioso—probablemente no, pero ya sabes cómo es la gente común.

—En un par de días ya nadie se acordará—afirmó Sherlock muy confiado.

—Lo dudo mucho, hermano, dudo mucho que algo así se olvide en tan poco tiempo. En especial para la señorita Morstan—dijo Mycroft con la voz llena de falsa empatía.

—Como si te preocupara lo que le pase a la señora Watson—dijo Sherlock, fastidiado de escuchar a su hermano y haciendo énfasis en las últimas palabras.

—Sherlock… ¿dónde estás? —preguntó su hermano, de momento sonaba confundido.

—No te interesa. Aunque, si no te lo digo, estoy seguro de que todos modos lo averiguarás-dijo cortantemente.

—No, Sherlock, en serio, ¿dónde…

—Escucharé tu mierda más tarde, Mycroft, déjame en paz—dijo el detective con seriedad y cortó la llamada.

Continuó deslizando la pantalla y eligió el primer caso que llamó su atención, limpió su cara con la manga de su abrigo, tomó su bufanda y salió nuevamente a las calles de Londres.