Un toque en la puerta nunca era suficiente.

Sabía que no debía entrar, pero no había terremoto que despertase a aquella mujer desde el otro lado de la puerta. Me pregunté qué clase de magia usaría Kai para lograr sacarla de su sueño cada día. Pero, sin duda, mi voz no tenía ese efecto sobre ella.

Pensé en entrar y despertarla rozando su mejilla como la última vez, pero supuse que estaba infringiendo unas cuantas leyes al hacerlo, por lo que dejé volar mi imaginación y me creé un repertorio de despertares sin duda invasivos pero menos íntimos que aquel roce que estremeció mi cuerpo aquella mañana.

Para empezar, ¿por qué no poner a prueba el verdadero efecto de un terremoto?

La segunda mañana, tras los diez infructuosos minutos de rigor llamando a su puerta y solicitando su despertar, me aseguré de que no hubiese nadie más en el pasillo y entré de nuevo a su habitación.

Anna yacía allí. En su cama, con una pierna colgando, la otra completamente atravesada por el colchón y los brazos sobre su cabeza. Su pelo era lo más enredado que había visto en la vida y supuse que tras aquella mañana, tendría que cortárselo. Nadie podría deshacer esa maraña sin invertir unas cuantas horas en ello. Y su rostro… La luz de la mañana que se colaba entre las cortinas iluminaba la punta de su minúscula nariz que asomaba bajo sus brazos; y también su barbilla; y sus labios. Su boca permanecía entreabierta y totalmente relajada. Habría pagado por seguir teniendo aquella desastrosa y a la vez entrañable imagen de ella cada mañana.

Sonreí para mí mismo y me pregunté si debería intentar limpiar el hilillo de baba que escurría por su mejilla antes de despertarla para que no se violentase. Pero imaginé que despertarse mientras se lo limpiaba habría hecho la situación mucho más violenta, por lo que, simplemente, me puse manos a la obra.

—Perdóname, Anna —susurré situándome a los pies de su cama.

Llegó el momento. Si después de aquello no era despedido o condenado, podía considerarme un hombre con suerte, pero tenía que hacerlo.

—¡Terremotooo!

Comencé a gritar escandalosamente mientras agitaba fuertemente su cama como si de un verdadero terremoto se tratase hasta que Anna abrió los ojos súbitamente, se incorporó y saltó de la cama. Entonces, al ver cómo el suelo no se movía en absoluto y cómo yo soltaba cuidadosamente su cama con una incontenible sonrisa de burla en mi cara, se puso como un adorable tomate, se acercó a mí con el ceño fruncido y me pateó la espinilla.

—¡Au!
—¡Te lo has ganado! Si mañana hay otro terremoto, la patada será un poco más arriba.

Y, con esa anotación que me hizo encogerme sólo de imaginarlo, se metió con aire digno en su cuarto de aseo.

La tercera mañana, me aseguré de atesorar una de mis pocas preciadas posesiones pasando por la cocina del castillo antes de ir a despertarla. Allí, las cocineras me dijeron que a Anna le apasionaba el chocolate, por lo que supuse que unos bombones serían una buena elección. Les agradecí su ayuda y, con una pequeña bandeja llena de chocolate, me dispuse a invertir diez preciosos minutos de mi vida en llamarla a través de la puerta y a entrar después a propiciarle un despertar más dulce y seguro.

Me acerqué a ella despacio. Aquella vez dormía boca abajo, completamente despatarrada, como si hubiese caído del techo, y con la almohada sobre la cabeza. Necesitando un hueco por el que hacérselo llegar, levanté lentamente la almohada dejando ver cómo su expresión se arrugaba al rozarle la luz, y acerqué un pequeño bombón a su nariz.

—Si no los quieres, ya me encargo yo de ellos.

Su nariz se movió grácilmente de lado a lado, como si tratase de discernir qué era aquella maravilla que invadía su espacio, y, una vez resuelta la duda, aún sin abrir los ojos, alzó su brazo hasta sujetar mi mano y se llevó el bombón a la boca.

Aquello no debería de haberme parecido tan excitante, pero sentir cómo su mano dirigía a la mía hacia su boca, sentir el roce de sus labios en mis dedos, y ver cómo sus dientes se clavaban en el chocolate y su lengua relamía sus labios lentamente justo después… Tuve que respirar hondo para mantener la compostura, pero casi la pierdo de nuevo cuando sus párpados se abrieron lentamente y sus ojos se encontraron con los míos. No podría demostrarlo, pero apuesto a que el sonrojo fue mutuo.

—Eh… vale. Con esto te perdono lo de ayer —dijo incorporándose lentamente y escondiendo ligeramente su cara hacia un lado.
—Así que, ¿he comprado tu perdón con chocolate? —contesté riendo.
—No es que te lo haya vendido, te lo has ganado. Y, ahora, no te acerques a mi chocolate.

Tomó la bandeja de mis manos ágilmente y se metió en la boca otro bombón mientras yo la miraba divertido y a la vez sorprendido de que aún conservase su larga (y de nuevo enredadísima) cabellera.

—Pero no creas que siempre te lo voy a poner tan fácil —masculló con la boca llena y dedicándome una sonrisa maliciosa.
—No esperaba menos de ti.

Me di media vuelta con una sonrisa que no supe contener y salí de allí sin atreverme a mirar hacia atrás.

Tras un día entero de aquellos chocolateados labios en mi memoria y diez minutos más tras su puerta, llegó el momento de entrar de nuevo a su habitación.

Sabiendo que aquellas eran más confianzas de las que me correspondían pero sintiendo que a ella no le molestaría, me senté a su lado absteniéndome de fijarme en su expresión de nuevo. No creía ser capaz de lidiar mucho más tiempo con aquella despreocupada y terriblemente suave mujer que llenaba mis pensamientos sin caer en un pozo del que no podría salir.

Acomodé mi laúd sobre mi torso y comencé a tocar unas suaves notas que la sacasen de su sueño lenta y placenteramente. Al no haber reacción alguna por su parte, incluí mi voz en el pack y le canté al son de la música. Continué tocando y tocando, y cantando y cantando más, y no percibí ni un sólo movimiento de su cuerpo. ¿Cómo era posible que no se despertase ni con la música sonando justo al lado de sus oídos? Me giré finalmente a observar su rostro dudando de qué debería hacer entonces y me encontré con sus ojos clavados en mí, con una dulce sonrisa y un precioso sonrojo en sus mejillas.

—¿Cuánto tiempo llevas despierta?
—El suficiente como para saber que quiero escuchar más, ¿puedo?

Halagado y avergonzado a la vez, asentí en silencio y escondí mis sentimientos en el fondo de aquella melodía hasta que hubo terminado.

—Gracias. Ha sido un bonito despertar —susurró dirigiendo mi coloradísima cara hacia la suya tirando suavemente de mi barbilla con sus finísimos y fuertes dedos quitándome así el habla.
—Debería… debería ir a hacer… cosas.

"Aquí está el rey de la elocuencia."

—Está bien. Que disfrutes haciendo tus cosas. Hasta mañana.

Asentí de nuevo y me retiré sin saber ni a dónde ni a qué iba y temiéndome que ya era muy tarde para evitar aquel pozo.

La siguiente madrugada, de camino al castillo, una perfecta pluma de cernícalo aterrizó a mis pies y supe inmediatamente cuál sería el siguiente paso.

Tras un par de minutos tratando de despertar a Anna tras su puerta, y sabiendo que los siguientes ocho habrían sido en vano, entré en su habitación y cerré la puerta. Me acerqué a su cama donde ella me esperaba profundamente dormida y terriblemente seductora. Su casto camisón estaba parcialmente desabrochado, lo que dejaba ver unos cuantos centímetros de piel nuevos para mí. Ella permanecía recostada de lado, con un brazo atrapado entre sus piernas y el otro bajo su cabeza. Sus labios, cerrados esta vez, parecían húmedos y tiernos, y, sus piernas, Dios, sus piernas asomaban peligrosamente bajo la excesivamente recogida tela del camisón.

Quizás no era el día más indicado para la pluma… Miré a mi rededor en busca de algo con lo que despertarla suavemente y que no implicase contacto físico, pero definitivamente, la pluma recién lavada y secada que esperaba en mis manos, era lo único que tenía a mi alcance. Tragué saliva, me armé de valor y me incliné levemente sobre ella. Muy despacio y superficialmente, comencé a acariciar su brazo con la pluma, pero, como suponía, aquello no era efectivo sobre la tela. Intentando no pensar mucho más en ello, fui un poco más lejos y posé la punta de la pluma sobre su mejilla. La deslicé dibujando su rostro con ella; recorrí su pómulo, su minúscula nariz, el borde de sus labios, su mandíbula, su cuello, Dios, su cuello. ¿Habría algo más erótico en este mundo? Si lo había, no me cabía duda de que se escondía bajo su camisón.

Poco a poco, pude sentir cómo su cuerpo se tensaba. Sus ojos no se abrieron ni un milímetro, pero se cerraron con fuerza; sus labios se apretaron y los dedos de sus pies se recogieron sobre sí mismos. ¿Intentaba fingir que dormía? Si aquello era un desafío que ella me lanzaba, lo aceptaría encantado.

Tomé la pluma con decisión y cambié de objetivo. Me acerqué a los pies de la cama y comencé a hacer suaves cosquillas con la pluma desde sus tobillos subiendo por las piernas hasta las rodillas. Restaba algo más de piel al aire, pero no me habría atrevido a aventurarme en un territorio tan peligroso. En su lugar, mientras observaba divertido cómo se le ponía la piel de gallina, bajé de nuevo hasta los tobillos y me lancé de lleno a mi ataque especial: los pies.

No pudo resistirlo. En unos segundos estaba retorciéndose en el sitio y llorando de la risa. ¿De verdad aquella mujer era una princesa? Durante aquellos meses de trabajo, me había quedado claro que era divertida, inteligente, valiente, un poco inconsciente, dolorosamente hermosa, noble, honrada, compasiva, sencilla… Pero, ¿una princesa? No. Puede que fuese princesa, pero, de algún modo, no lo era para mí. Sabía que debía serlo; mi trabajo dependía de ello, y, en parte, mi pellejo también, pero, para mí, la mujer que acababa de lanzarme una almohada a la cara, era Anna, simplemente Anna.

La mañana del día de después, no llevé nada con lo que despertarla. Por alguna razón, sentí que, el roce de mis manos sobre su piel, no sería tan mala idea después de todo. Tras un par de toques de cortesía en la puerta que, por supuesto, no recibieron respuesta, entré a aquella habitación que cada vez se me hacía más familiar y me acerqué a la mujer que amaba.

Anna dormía placenteramente con un atisbo de sonrisa en sus labios, un mechón de pelo en su boca, el pelo aún más revuelto que el primer día, y un botón desabrochado más que el día anterior. La luz de la ventana hacía brillar su piel como si de la de un ángel se tratase y su pecho subía y bajaba lentamente al compás de su respiración. ¿En qué momento me había ganado el privilegio de presenciar aquella maravillosa escena cada mañana? ¿El que la vida me regalase aquellos momentos, era un regalo o un castigo? ¿Por qué le había legado mi alma a una mujer que nunca sería mía?

—…stoff…

La voz de Anna me sobresaltó haciéndome sentir mis pensamientos al descubierto. Pero pronto me di cuenta de que continuaba dormida. ¿De verdad no era mía?

Su expresión, aún más sonriente que antes, me cautivó por completo. Deseé decirle que estaba allí, para ella. Deseé besarla; lo deseé con todas mis fuerzas; pero no podía. Nunca podría robar un beso de sus labios. O eso era lo que yo creía.