Sentí unos cálidos labios sobre los míos. Reconocía ese olor; ansiaba su calor: eran los labios del hombre por el que latía mi corazón. Abrí los ojos y le encontré ahí, a escasos centímetros de mí, sonriéndome como nunca.

—Buenos días, Anna.

Sin acabar de creer que el despertar de aquella mañana hubiese sido realmente el beso que tanto tiempo llevaba anhelando, me incorporé despacio y miré a nuestro alrededor. Aquello no era lo que me esperaba encontrar. En lugar de mi fría y cómoda cama, una dura y algo punzante capa de piedras reposaba bajo nosotros. Ante mí, un monótono y seco prado se extendía casi hasta donde alcanzaba la vista para ser coronado por unas parcialmente boscosas montañas, y, tras de mí, las olas del mar amenazaban con bañar de arriba a abajo mi camisón. Ah… pues no, tampoco había camisón. En su lugar, un empapado y pesado vestido cubría mi cuerpo. El Sol caía con fuerza sobre nosotros y la brisa soplaba húmeda y densa.

Alcancé el rostro de Kristoff con mi mano y lo acaricié lentamente, tratando de averiguar cuánto de realidad y cuánto de sueño había en aquella situación, y su áspero y, a la vez, dulce tacto me hizo entenderlo todo.

—¿Esto es el cielo?

Kristoff rompió a reír y me abrazó con fuerza.

—Espero que no haga tanto calor en el cielo, la verdad.

La intensa sensación de su fuerte cuerpo cubriendo el mío, me devolvió por fin la memoria llevándome de vuelta al mar, a sus brazos, al agotamiento más profundo, al miedo, a la desesperanza, al arrepentimiento.

Habían pasado escasamente un par desde semanas de la última vez que Kristoff había venido a despertarme. Aquella mañana, dejando de lado sus originales y variadas formas de hacerme salir de mi sueño, volvió a acariciarme la mejilla como la primera vez. Sin embargo, algo era diferente; había deleite en su tacto. Se tomó su tiempo; recorrió cuidadosamente mi piel y acarició la comisura de mis labios; y, aún cuando abrí perezosamente los ojos, se tomó la libertad de mantener su palma sobre mi mandíbula mientras acariciaba mi barbilla suavemente con su pulgar. Sus labios permanecían serios, pero sus ojos me sonreían. En aquel momento, lo tuve claro, lo que quisiera que fuese aquel sentimiento que me embriagaba, era mutuo.

A la mañana siguiente, la poderosa voz de Kai volvió a mi vida despertándome sin necesidad si quiera de abrir la puerta por puro hábito adquirido tras años de agotador esfuerzo (por su parte). Su pierna había sanado y aquel súper hombre volvía a la acción. Me alegré tremendamente por él, pero un vacío se instaló en mi estómago cuando entendí que Kristoff volvía a ser sólo el chico del carruaje.

—Hambre, Anna, el vacío que sientes en el estómago, se llama hambre.

Sin duda, las respuestas de Elsa siempre eran prácticas y concisas. Tenía espíritu de reina.

—Me pregunto hambre de qué —comentó casualmente Gerda mientras nos guiaba hacia la sala en la que esperaban las costureras para ultimar los detalles de los vestidos que usaríamos para el día de la coronación de Elsa.
—De chocolate, Gerda, Anna siempre tiene hambre de chocolate.
—Apuesto a que sí —contestó ella con una sonrisa picarona—, no hace tanto que empezó el día llevándose una buena bandeja de chocolate a la boca.

Se me subieron los colores hasta las orejas ante el recuerdo de la áspera mano de Kristoff sosteniendo el chocolate mientras yo lo degustaba medio dormida. ¿Cuánto sabía Gerda de todo eso?

—¡Anna! ¡¿Chocolate en ayunas?!
—No se preocupe, su alteza, sólo fue un recurso desesperado de un día puntual. Desde entonces se las ha ingeniado para despertar sin chocolate.

Definitivamente, las paredes del castillo hablaban.

—Bueno, me alegro de que Kai esté de vuelta por fin y de que todo vuelva a estar en orden —comentó Elsa ajena a la tensión en mi interior y a las miradas de complicidad que me lanzaba Gerda constantemente—. Estos días van a ser complicados y Kai fuera de juego sólo lo volvería todo más caótico.

"Vaya, muy considerado por tu parte, hermanita…"

Los días siguientes fueron un auténtico descontrol incluso con la venerada presencia de Kai, lo que hizo que no encontrase ningún momento para salir a dar una vuelta y aprovechar para, aunque fuese, cruzar una mirada y un saludo con Kristoff. Aquello tampoco debería de haber sido nada tan excepcional, pero el sentimiento de soledad que me dejó, fue desolador.

Al final, tras mucho rogarle un rato para despejarme a Elsa, un par de días antes de la coronación logré sacar unas horas y pedí que me preparasen en carro.

—Buenos días, Princesa Anna.

Claro, fuera de mi habitación volvía a ser la Princesa Anna, debí suponerlo. Apreté los labios y los puños ante la punzada que oírle llamarme así me provocó y contesté con un inevitable aire de frustración.

—Buen día, Kristoff.

—¿Se encuentra bien, Ma'am?

Probablemente, mi reacción había sido muy evidente.

—Sí, es sólo que estoy algo cansada. Con el ajetreo de estos días estoy echando de menos los diez minutos de sueño que me regalabas.

Una tímida sonrisa cruzó su rostro y el vacío de mi interior desapareció como por arte de magia.

—¿Su paseo habitual? —preguntó sin salir de la formalidad exigida por el cargo.
—Por favor.

Durante aquel pequeño paseo, no cruzamos ni una palabra, pero sí un par de miradas más que significativas, y, sólo con eso, me sentí tan feliz que odié mi vida. Si aquel hombre era lo que me llenaba, ¿por qué no podía encomendarme al cielo y decírselo claramente? No serviría de nada. Aquello que anhelaba mi alma, estaba prohibido.

La coronación llegó en un suspiro y, para cuando me quise dar cuenta, mi hermana estaba aceptando la invitación de no sé qué príncipe de las Islas del Sur a un viaje por mar en su nuevo y portentoso navío. Sin embargo, nada de eso me importaba en aquel momento, Lo único a lo que prestaban verdadera atención mis sentidos, era a aquel magnífico rubio que, con semblante serio, no me quitaba los ojos de encima desde un discreto rincón de la sala de baile.

—Kristoff, acércate.

La repentina orden de Elsa me dio un vuelco al corazón. ¿Se habría dado cuenta? No había pasado nada en realidad, pero… ¿y si decidían que no le querían en el cargo por más tiempo? ¿Y si mis sentimientos por él se convertían en su ruina?

Kristoff se acercó aparentemente tranquilo y, evitando por primera vez en toda la noche el contacto visual conmigo, nos hizo una profunda y elegante reverencia que me devolvió aquel sentimiento de rabia.

—Kristoff, quiero que lo tengas todo listo. En cuatro días Anna y yo nos embarcaremos en una travesía hacia el Sur con el príncipe Hans.

El tal Hans asintió con la cabeza y me sonrió amablemente.

—Serán sólo unos cinco días de viaje —añadió el príncipe poniéndole una elegante y refinada entonación a cada una de sus palabras—, pero espero que sea sólo la primera de nuestras travesías juntos— dijo sonriéndome de nuevo.

¿Era aquello lo que me estaba temiendo? Miré a mi hermana que asintió cordialmente como si estuviese firmando un pacto mercantil cualquiera y después a Kristoff, que apretaba su mandíbula mientras clavaba su mirada en el pomposo príncipe.

—No lo entiendo, Majestad. ¿Para qué se requieren mis servicios ese día? ¿Debo preparar el carruaje para llevarlas al puerto?
—Por supuesto, pero, además, nos acompañarás en el viaje.
—¡¿Qué?! —contestamos Kristoff y yo a la vez con la misma falta de compostura y los ojos casi igual de desorbitados.

Elsa arqueó las cejas con una sonrisa y continuó.

—Agradecería poder contar con un hombre de confianza a nuestro lado para atender nuestras posibles necesidades durante el trayecto.

"No creo que esté de acuerdo en que atienda las mías…"

—Por supuesto, en un principio he pensado en Kai, pero ya hemos comprobado estos días que él es esencial aquí, por lo que espero que puedas ocupar su lugar durante ese tiempo.
—Estoy a su disposición, Majestad.

Kristoff la reverenció de nuevo y cruzó una fugaz pero inquietante mirada conmigo.

—Te lo agradezco. Puedes retirarte.

La velada continuó y, si bien me quedó claro que, Gracias a Dios, Elsa no estaba vendiendo mi mano por un buen pacto político, tampoco estaba en contra de que el príncipe Hans y yo estrechásemos lazos.

—¡Elsa! ¡¿Qué estás haciendo?! —le inquirí en cuanto tuvimos un momento de privacidad.
—Vamos, Anna, no te estoy pidiendo que te cases con él, sólo que te molestes en conocerle.
—¡¿Por qué?!
—Es un hombre atento, joven y que nos proporcionaría un beneficioso vínculo con un país vecino. Y está claramente interesado en ti.
—O sea que, al final, se trata de una cuestión de política.
—Te lo repito. No espero que te comprometas ya con él. Sólo quiero que averigües si puedes llegar a sentir algo por él. No se presentan tantas oportunidades como ésta. ¿Sabes la edad que tienen la mayoría de tus posibles candidatos? Antes de rechazarle, piensa bien en tus opciones.

Pensé en reprocharle que ella seguía soltera. ¿Por qué no se buscaba un candidato a sí misma? Pero no habría sido justo. A su terrible manera, estaba pensando en mí. Me estaba cediendo el que le había parecido la mejor opción que podría encontrar. Estaba sacrificando antes de intentarlo la que también podría haber sido su mejor baza.

—¿Y si no quiero? ¿Y si no quiero a ninguno de esos candidatos?
—Te daré tiempo si es lo que necesitas, pero ten presente que, cuanto mayor seas tú, más viejos serán ellos también. Y dudo que encuentres un marido que no desee descendencia.

"Ugggh…"

—Y… ¿si no me caso nunca?
—Entonces, si algún día falto y te ves convertida en reina, te verás completamente expuesta a las decisiones del consejo. Te sorprendería el poder que tienen sobre el supuesto gobernante.
—Y, ¿qué pasa si algún día me enamoro?
—Entonces serás una mujer afortunada.
—¡No! Digo si me enamoro de otro hombre. De alguien que no cumpla sus estúpidos requisitos.
—Pues entonces espero que sea un amante discreto, pues la pena por traicionar de ese modo al rey, podría llegar a ser de muerte.

Tragué saliva. Ya sabía toda esa basura; lo llevaba oyendo desde niña; pero nunca me había importado tanto. Agaché la mirada mientras buscaba en mis pensamientos la solución para aquella locura, pero, todo lo que veía a mi mente era la imagen de Kristoff siendo llevado a la horca.

—Está bien. Le conoceré. Pero no prometo nada más.
—No te pido más.