No lo podía creer, ¡estaba viva! ¡Ambos lo estábamos! ¡Lo habíamos logrado!

Cuando en aquel barco, en medio de aquella terrible tormenta, aquel estirado principito le pidió matrimonio a Anna, creí que se me pararía el corazón. Le odié, le odié profundamente. Sabía perfectamente cuál era su objetivo para aquel viaje desde el día en que me encomendaron ser el acompañante de Anna y Elsa, pero nunca pensé que se lo fuese a pedir en una situación así.

Anna estaba visiblemente aterrada, su cuerpo se estremecía con cada relámpago y sus ojos se cerraban y apretaban con cada trueno. Deseé con todas mis fuerzas arroparla y darle un mínimo de calma, pero, desgraciadamente, esa no era una opción. Aunque lo ocultase mejor, probablemente Elsa también sentía miedo. Era de saber popular que los anteriores reyes de Arendelle habían perecido en el mar durante una tormenta. Si tanto le gustaba Anna a aquel tipo, ¿por qué no se centraba en cuidarla en un momento así y en hacerla sentir segura en lugar de mirar sólo por sus propias metas? Anna se merecía a alguien mejor; alguien que la amase de verdad, no a aquel tiburón que la había acechado día tras día desde que subimos a aquel barco.

Siempre supe que el hombre de su vida no iba a ser yo, pero nunca pensé llegar a amarla tanto, ni que la fuese a perder tan pronto, ni tener que presenciar esa escena.

Un ensordecedor trueno resonó por todo el casco del navío dejando a Anna al borde de las lágrimas y, con el terror pintado por toda la cara. Como completamente perdida, liberó su mano de la de Hans y echó a correr hacia cubierta.

Todos la seguimos preocupados por su seguridad y, cuando llegamos a la parte superior, una llorosa y temblorosa Anna nos recibió ofreciéndole sus disculpas al príncipe.

—Hans, has sido un encanto todo este tiempo, y estoy segura de que te esforzarías siempre por hacerme feliz, pero, yo…

—Anna, tranquila, lo entiendo, ha sido todo muy apresurado —dijo él acercándose despacio hacia ella bajo la abrumadora lluvia—, tomémonoslo con calma, no hay prisa, puedo esperar a que te sientas preparada.

Hans llegó finalmente hasta ella y tomó cuidadosamente su brazo haciendo que doliesen en mi interior partes de mi cuerpo que ni si quiera sabía que tenía.

—¡No!

Anna se liberó violentamente de la mano de Hans y retrocedió descuidadamente cruzando una última mirada conmigo.

Si cuando le propuso matrimonio creí que se me pararía el corazón, cuando vi totalmente impotente cómo Anna chocaba con la barandilla de cubierta y caía hacia el mar, estoy seguro de que realmente se me paró.

No lo pensé ni un segundo; no había nada que pensar. Mientras los gritos de terror lo invadían todo y la tormenta nos sacudía fuertemente, corrí con todas mis fuerzas hasta donde Hans permanecía helado en el sitio y salté en busca de Anna.

Cuando, milagrosamente, desperté a su lado en aquella playa que nada tenía que ver con las paradisíacas costas de fina arena de las que habla la gente que ha tenido el lujo de conocer mundo, me lancé sobre ella a comprobar si vivía. Y lo hacía. Estaba viva. Sorprendentemente, su respiración y su pulso eran normales y su piel no parecía demasiado fría.

Le di gracias al cielo una y mil veces y después me incliné sobre ella. Por loco que suene, en aquel momento, era el hombre más feliz del planeta.

Aquella mañana, sobre aquellas duras piedras que nos hacían de lecho en aquel perdido y tórrido lugar, contradije a todo lo que siempre había creído que sería de mí. No pude contenerlo más. Aquel día, robé un beso de sus labios.