El abrazo que me envolvía me devolvió el calor y la vida.
—¡Kristoff! ¡Dios santo! ¡Estás vivo! ¡Estamos vivos! ¡No me lo puedo creer!
Le apreté aún más fuerte contra mi cuerpo. Temía separarme de él y descubrir que nada de aquello era real. Sin embargo, él me retiró suavemente y clavó sus ojos en los míos.
—¿Te encuentras bien?
—Eso creo, sí. Y, ¿tú?
—Estoy bien.
Ambos suspiramos aliviados.
—Has arriesgado tu vida por mí. —Era todo en lo que podía pensar. Le vi saltar desesperado tras de mí, sentí cómo luchaba contra el mar por mantenerme a flote. Sentí cómo daba sus últimos alientos por mí. —¿Por qué?
Kristoff agachó durante un breve instante la mirada y luego la volvió a clavar en mí, esta vez, llena de temor y esperanza.
—No podía dejarte ir —contestó con un suave y dulce hilo de voz haciendo que todo mi cuerpo se estremeciese y se sintiese completamente expuesto a él.
—No era tu deber, lo sabes.
—Lo sé.
—Yo… no le amo.
—Lo sé.
—Te amo a ti.
Kristoff llenó ampliamente sus pulmones y apretó sus labios antes de contestar.
—Lo sé.
Entonces, alzando su mano hasta mi rostro y retirando delicadamente un mechón de pelo de mi frente, dejó salir un susurro que me hinchó y estranguló el alma a la vez.
—Dime, ¿puedo amarte yo a ti?
Tomé aire yo también y cerré los ojos intentando pensar con claridad. Me estaba diciendo que me amaba, ¿verdad? Pero… realmente, ¿podía hacerlo? ¿Acabaría en la horca como dijo Elsa que podría pasar? ¿Habría si quiera alguna horca en las proximidades? ¡¿Dónde carajo estábamos?!
Miré despacio a mi alrededor buscando algo que me diese alguna pista de qué era aquel lugar, pero fue inútil. Le devolví la mirada a él, que esperaba ansioso pero impasible mi respuesta, y puse temerosa mi mano sobre la suya.
—No lo sé.
Su expresión se tornó sombría. Acababa de romperle el corazón y, con el suyo, el mío. Rompí a llorar. No era eso lo que yo quería, yo sólo quería tomar su mano para siempre y desaparecer en algún lugar abandonado de la mano de Dios donde no fuese la princesa, donde nadie me conociese, donde pudiese amarle sin trabas, pero… ¡Espera! ¿Acaso no era eso lo que acababa de pasar?
Kristoff comenzó a abrazarme cautelosamente y a frotar mi espalda intentando devolverme a mí un ánimo que él no tenía.
—Kristoff…
—¿Hm?
—¿Tienes alguna idea de dónde estamos?
—Ni la más remota.
—¿Crees que podríamos desaparecer juntos?
Sus manos se apretaron contra mi espalda.
—Diría que eso ya lo hemos hecho —contestó con una breve carcajada.
—Pero no sabemos dónde estamos… Quizás Arendelle esté tras aquellas montañas. O peor, igual estamos en las Islas del Sur.
—Y, ¿qué tienes en mente?
—¿Escondernos en las montañas para siempre?
—Por muy tentador que suene —dijo deshaciendo el abrazo y mirándome con una triste sonrisa—, no voy a dejar que mueras de hambre o presa de cualquier animal. Si hay algún tipo de civilización cerca, debemos encontrarla.
—Y, ¿si no lo hay? ¿Y si estamos lejos de todas partes? ¿Y si nunca nos encuentran?
—Entonces… Entonces te diré lo que ahora no me está permitido.
Tragué saliva ante la profundidad de su mirada y la decisión en sus palabras. Él también me quería para él. ¿Quién nos iba a decir que un naufragio podía ser un regalo? Bueno, si sobrevivíamos y eso, claro. Pero ¿podría ser nuestra oportunidad de vivir la vida que deseábamos? ¿Juntos?
—¡No hay tiempo que perder! Vamos a revisar hasta debajo de las piedras, y, si estamos solos… vas a ser mío, ¿me oyes?
Kristoff irguió la espalda y se puso adorablemente colorado provocando la que fue la primera risa sincera que había aflorado en mí desde el último día en que vino a despertarme.
—¿Hacia dónde vamos? —pregunté tomando su mano impacientemente.
—¿Qué…? —comenzó a decir elevando la vista mientras su cara se tornaba de total concentración— ¿Qué te parece subir a la montaña? Desde las alturas podremos ver mejor dónde nos encontramos y es posible que encontremos algún riachuelo o algo así. No nos vendría mal hidratarnos.
¡Ahí estaba, mi hombre de las montañas!
—Me parece perfecto. ¡Te sigo!
—Pero antes hay que descalzarse. Los zapatos mojados nos destrozarán los pies si no lo hacemos. De hecho, yo ya los llevo destrozados. Sabía que tenía que haber venido con mis botas y no con las oficiales… ¿Qué les hace pensar que esto es un buen calzado?
—¡¿Te vas a quejar tú?! ¡Yo llevo días con tacones!
—Podías haberte puesto otra cosa, ¿no?
—Ya… mis doncellas no parecen estar de acuerdo contigo.
—Lástima que no seas la princesa de algún lado para poder decidir qué zapatos te pones —contestó con tono irónico mientras lanzaba nuestro calzado a unos metros de nosotros.
—Me gustaría ver cómo te las apañabas tú para decirles que te vas a poner calzado plano para la fiesta de un príncipe. ¡Se ponen como pirañas hambrientas!
Rio negando con la cabeza y tomó mi mano.
—De momento, recemos porque aquí no haya pirañas.
—De ninguno de los dos tipos.
Un deseo en común.
Kristoff y yo caminamos, y caminamos, y caminamos más hacia la cima, pero ésta no parecía dispuesta a dejarse coronar de ningún modo y nosotros no estábamos en nuestro mejor día.
—Kristoff, yo ya no puedo más.
—Lo siento, te estoy forzando demasiado, ¿no es así?
—Es sólo que ya está comenzando a bajar el Sol, aún no hemos encontrado agua y he naufragado un poco recientemente. Agradecería un descanso.
—Está bien. Descansemos un rato —contestó con una franca risotada—. Espera aquí. He visto unas zarzas ahí atrás. Si tienen moras, tendremos algo que comer por ahora.
Asentí y me dejé caer a los pies de un árbol, algo insegura viendo cómo se marchaba montaña abajo, pero lo suficientemente agotada como para que no me importase tanto la idea de ser devorada por algún tipo de bestia en medio de la montaña como la de aliviar los pinchazos que acribillaban mis pies.
Al rato, un descamisado Kristoff apareció de vuelta quitándome el aliento. En una mano llevaba su camisa a modo de zurrón relleno de quién-sabe-qué, y, en la otra, su faja de la misma guisa. Con lo que me encontré con el hombre al que amaba, exhibiendo su trabajado torso y con los pantalones lo suficientemente caídos como para que empezase a vislumbrar el hueso de su cadera.
"Así que resulta que en el cielo sí que hace calor…"
—He encontrado algunas cosillas más de las que esperaba —dijo descargando sus improvisados zurrones con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Agua? —pregunté esperanzada.
—Ni gota, pero he encontrado nísperos, higos chumbos, setas y bellotas.
—Aquí sólo hay moras y nísperos… —comenté rebuscando entre la comida.
—Los nísperos nos hidratarán lo suficiente por ahora. Come. El resto lo cogeremos de bajada. No hay necesidad de cargar peso de más.
—Y, si no encontramos agua… —pregunté llenándome la boca con algo de ansia.
—Si no encontramos agua dulce, siempre hay trucos para conseguirla a partir de la del mar. Quizás era lo primero que debía haber hecho… —refunfuñó frunciendo el ceño.
—Oye… estamos juntos en esto, ¿vale? No te cargues con todo.
—Soy yo el que tiene algo de idea de cómo vivir en la naturaleza; debí pensarlo antes.
—Bueno, ya habrá tiempo para eso. De momento come e hidrátate tú también. Estos nísperos están tremendos.
—Eso es el hambre.
—Pues ha merecido la pena pasar hambre, entonces.
Continuamos comiendo y descansando a la sombra de aquel árbol durante un rato más y luego continuamos caminando hasta, por fin, llegar a la cima.
Miramos a nuestro alrededor boquiabiertos y nos cogimos de la mano instintivamente. Una isla. Estábamos en una isla salvaje y boscosa sin señales de vida humana y sin un sólo pedrusco de tierra a la vista. Estábamos solos; muy, muy solos.
—Kristoff… vamos a morir, ¿verdad?
—Tiene pinta —contestó sin retirar la mirada del horizonte.
—Juntos, ¿vale?
—Juntos.
—Es un trato.
—Anna…
—¿Sí?
—Te amo.
