—Llevo tiempo preguntándomelo. ¿Cómo lo desenredas?
—¿Qué te hace pensar que está desenredado? No tengo el pelo rizado, ¿sabes? Este moño debería ser liso y brillante…

Anna señalaba con desánimo su despeinado moño mientras yo no lograba retirar la vista del mechón suelto que caía por su desnudo cuello.

—Me gusta.
—Ya…

—Lo digo en serio.

Anna me miró hermosamente sonrosada y pasó tras su oreja una parte de su ya largo flequillo.

—A ti también te queda bien el pelo así más larguito, ¿sabes? Te da un aire salvaje.
—Y eso, ¿es bueno?
—Lo es para mí.

Me retiró suavemente el flequillo de los ojos y besó con dulzura mis labios.

Las semanas habían ido pasando, y Anna y yo habíamos ido aprendiendo a desenvolvernos con bastante facilidad en aquel lugar que cada vez parecía menos nuevo para nosotros y más casa que cualquier otra en la que hubiésemos vivido.

La producción de agua era constante, tras muchas vueltas a la isla, logramos encontrar suficiente variedad de alimento como para mantenernos sin adelgazar. Ambos ganamos masa muscular fruto del esfuerzo, lo cual no le quitó ni un ápice de la sensualidad y feminidad que siempre emanaba por cada uno de sus poros. Nos montamos un pequeño huerto en vistas a, algún día, no tener que recorrer media isla cada vez que quisiésemos comer, por ejemplo, unas granadas, y nos convertimos en unos maestros en el uso de hierbas aromáticas para la preparación de las setas.

Trabajábamos duro cada día, reíamos juntos, jugábamos, nos sentíamos, y nos lavábamos como podíamos en la orilla del mar con el agua por los tobillos. Cada vez más cerca; cada vez más unidos; cada vez más libres.

Como Anna predijo, mi barba ya había ocultado casi completamente la mitad inferior de mis mejillas, toda la mandíbula y parte del cuello; pero eso no la frenaba para bañarme de besos cada mañana y cada noche cuando nuestro merecido descanso se dejaba sentir.

Aquella oscura noche sin Luna, recostados y acurrucados en el interior de nuestra tienda, tras aquel cálido beso, el dulce susurro de su voz me devolvió al pasado.

—Kristoff…

—¿Hm?
—¿Hay alguien a quien eches de menos?

Claro que lo había. Él era lo único que me dolía de aquella situación.

—Echo de menos a Sven.
—¿Sven?
—Es mi reno. Mi mejor y único amigo desde que tengo memoria.
—¿Un reno?
—Sí. Fue mi compañero de trabajo hasta que entré al castillo. Desde entonces vive con mi familia en el bosque y voy… iba a visitarle cuando tenía tiempo.
—Vaya, lo siento.
—No tienes por qué. Apuesto a que está de maravilla donde está. Allí todos le quieren y le tratan como a un rey.
—Y… ¿no echas de menos a tu familia?
—No especialmente. Estoy acostumbrado a verles poco.
—Y, ¿no te preocupa que piensen que has muerto?
—En absoluto. Ellos saben que estoy vivo.
—Espera, ¿qué?

Reí ante su reacción que, por otro lado, era perfectamente lógica.

—Mi familia no es… ¿cómo decirlo? No es como las demás.

—¿Son videntes o algo así?
—No exactamente.

"Ahí va."

—Son trolls.
—¿Disculpa?
—Sé que parece una locura, pero es la realidad. Nos adoptaron a Sven y a mí cuando éramos niños.
—Así que el primero que va a perder la cabeza por el asunto de la isla desierta eres tú, ¿eh? ¿Quién lo iba a decir?

Tuve que reír de nuevo. Sabía que aquello no era tan fácil de creer.

—Espera, ¿has dicho adoptado? Y, ¿tus padres de verdad?
—¿De repente me crees?
—Siempre he creído en ti. Además, mientes muy mal; te lo habría notado.
—Touché.
—Entonces, ¿qué fue de tu familia?
—Un invierno duro se los llevo a los dos. No tengo claro cómo consiguieron que yo saliese adelante, pero, poniéndome en su piel… me figuro que me cederían parte de su sustento.
—Dios mío, Kristoff, cuánto lo siento.

Acaricié su rostro y le hice alzar la mirada hasta encontrarse con mi sonrisa de agradecimiento por su aprecio.

—Entonces… ¿pueden sentirte o algo así?
—Síp. Si me ocurriese algo, se enterarían al instante.

—Y… ¿no crees que avisarán a Elsa?
—Me extrañaría.
—¿Por qué?

—Porque también sienten cuándo soy feliz. Mientras lo sea, no harán por cambiar nada.

Anna suspiró aliviada y yo me sentí boyante sabiendo que, el simple hecho de estar juntos, también a ella le hacía feliz. Lo había perdido todo y a todos; yo era lo único que quedaba en su vida, y prefería seguir así con tal de no perderme.

Aquel sentimiento…

—Y, ¿tú? Echas de menos tu cama, ¿no es así? —pregunté riendo con su despreocupada imagen en mi memoria.

Anna se subió sobre mi cuerpo mientras reía suavemente y se extendió todo lo larga que era ajustando sus piernas y sus brazos sobre los míos.

Aquel gozo…

—Ya estoy en mi cama.

Su susurro traspasó todo mi ser. ¿Yo era su cama? Sí, exactamente como ella era la mía. Éramos el uno el hogar del otro. Estar unidos lo era todo. Unidos…

Aquel calor…

—Anna… yo…

"Excelente momento para ponerme nervioso."

—¿Crees que podría… eh… juntos…?

Gracias a Dios, Anna fue benevolente conmigo esa vez y respondió a la interpretación de mis palabras más que a mis absurdos e incoherentes sonidos en sí.

—No puedo creer que hayas tardado tanto en decidirte a pedírmelo.
—Ehhh…

—¿Cuánto tiempo hace que llevas pensando en ello?
—¿Cuánto tiempo hace que te conozco?

Con un brillo deslumbrante en la mirada y un sonrojo perceptible incluso en las tinieblas, se abalanzó sobre mí como una fiera y comenzó a deshacerse, lenta y sensualmente, de la poca ropa que la cubría.

Perdí el habla. Definitivamente era real: aquello iba más allá de lo que podía soñar.

Entonces, inclinándose sobre mí, desabrochó uno a uno los pocos botones que todavía conservaba mi castigada camisa y se deshizo de ella haciéndome incorporarme para deslizarla sobre mis hombros y dejarla caer.

—¿Me ayudas con los pantalones? —preguntó mordiéndose el labio inferior mientras me recorría con la mirada.
—Te veía tan decidida… —contesté sin poder contener la sonrisa ante su tímida y persuasiva ternura.
—No esperarás que me encargue de todo, ¿no?
—No lo permitiría.

Anna reaccionó a mi respuesta con un dulce jadeo y perdí el juicio. Comencé a beber de sus labios, a explorar hambriento sus senos, sus hombros, su cintura, sus caderas, su cuello. Recorrí cada milímetro de su perfecta espalda y jugué con cada milímetro de sus excitantes piernas.

—Sigues llevando los pantalones puestos —protestó entre más de esos jadeos que revolucionaban mis sentidos.
—¿Hasta dónde pretendes llegar, Anna?
—¿Qué tal si lo averiguamos juntos?

Quise decirle que una isla desierta no era el mejor lugar para arriesgarnos a criar a un niño, que no había prisa, que podíamos simplemente disfrutar de otras formas de placer; pero su voz susurrante y dulce, su suave y cálido tacto, su pelo sobre mi cuerpo, su entrepierna húmeda y demandante… fui suyo. Aquella noche de desenfreno, nos revolvimos por el cuerpo del otro con anhelo y regocijo; disfrutando por fin de aquel ansiado momento, locos por hacer disfrutar al otro como nunca, embriagados por la intimidad de aquel pequeño y peculiar mundo que habíamos construido sólo para nosotros, sintiendo la soledad en compañía; sabiendo que por fin éramos uno, que ya nada nos separaría.