El non grato sonido de una voz desconocida llegó a nuestros oídos de madrugada sobresaltándonos y haciéndonos temer lo peor. Nos vestimos apresuradamente y salimos de la tienda para confirmar así nuestras sospechas. Un barco de bandera desconocida para mí permanecía anclado a unos cientos de metros de la costa mientras un par de barcas llenas de hombres de todas la edades y encabezadas por Elsa se acercaban hacia la orilla.

—¿Huimos? —preguntó Anna agarrando mi mano con desesperación probablemente dispuesta a esconderse en cualquier agujero de por vida.
—Hay muestras de actividad humana por todas partes. Nos buscarían hasta encontrarnos.
—Y, ¿entonces?

Me miró aterrada. Mierda, ¡qué otra cosa podía hacer más que devolverla a un lugar seguro? No podríamos escapar de todas formas. Si salíamos a su encuentro, al menos, no se abriría una investigación para averiguar qué tipo de relación había entre nosotros al volver. Con todo el dolor de mi alma, todo lo que le pude dar de vuelta en mi propia mirada, fue tristeza y resignación.

—Parece que tu hermana te quiere más de lo que esperabas… Seguro que cuida bien de ti.
—¿Kristoff? ¿Qué estás diciendo?

Miré de nuevo al frente, no podría seguir adelante si la miraba una vez más. Enjugué las lágrimas que brotaron de mis ojos, y le dediqué las únicas palabras que era capaz de conjugar.

—Anna, te quiero.

Pude escuchar cómo sus lágrimas acompañaron a las mías mientras sentía que el mundo se acababa.

Elsa y su equipo llegaron finalmente a la orilla y corrieron incrédulos y entusiasmados hacia nosotros.

—Kristoff… ¿vamos a vivir?

No hubo respuesta; no pude dársela. Sólo apreté fuertemente su mano entre la mía y continué observando impotente cómo el destino venía a buscarnos.

De ese modo, los dos clavados en medio de nuestro prado, al lado de nuestro huerto y frente a nuestro hogar, cogidos de la mano, renunciamos juntos a la vida.

Poco después descubrimos que, nuestro supuesto salvador, había resultado ser el gobernador de Portugal a cuyo territorio pertenecía nuestra pequeña isla. Por lo visto, Elsa movilizó a todos los países de la zona del naufragio decidida a encontrar a su hermana a cualquier precio. Nos ofrecieron un trato excepcional, nos alimentaron, nos hicieron un chequeo médico, nos proporcionaron ropa limpia y nos asignaron camarotes separados para descansar hasta llegar de vuelta a Arendelle donde, el gobernador, se quedaría también durante unos días como invitado de honor. No pude volver a acercarme a ella; Elsa era como un escudo infranqueable.

Cuando llegamos a Arendelle unos días de dura soledad después, nuestras miradas se cruzaron durante el desembarco mientras ella era acompañada al castillo y yo amablemente guiado a mi propia casa. Me giré una vez más para verla marchar y se me partió el alma al ver cómo sus piernas aún temblaban con cada paso. Agaché la cabeza en un intento de no dejar ver mis lágrimas a los hombres que habían cuidado de mí y caminé torpemente alejándome de la que, a estas alturas, sería ya mi mujer.

Una vez asentados, fui a ver a mi familia y a Sven y les expliqué lo ocurrido. Recibí palabras de afecto y muchos abrazos, pero nada que me diese auténtico consuelo. De vuelta a Arendelle, corté mi pelo ligeramente, afeité mi barba y, después, volví al que todavía era mi trabajo. Recibí la cálida bienvenida del servicio y un cordial saludo por parte de la reina, pero no hubo más paseos. La realeza estaba ocupada atendiendo a su invitado y la reina no parecía dispuesta a consentir que Anna se alejase de ella más de un par de metros. Debía de haber sufrido lo indecible perdiendo a su hermana así. Así pues, durante unos días, tuve que conformarme con ver a Anna en la distancia, fingiendo sonrisa y luciendo ojeras.

Pero, finalmente, como caído del cielo, llegó el día en que Anna logró aprovechar una de las reuniones de la reina para salir a dar un paseo en su carruaje.

—Buenos días, princesa Anna —dije sintiéndome el hombre más patético de la historia—. ¿El paseo habitual?
—Sí, por favor —contestó ella más suplicante que elegante.

Emprendimos nuestro paseo como solía ser costumbre hasta que, ya en las afueras, su voz quebró el doloroso silencio que nos envolvía.

—¿Cómo estás?
—Hablemos de otra cosa.
—Hans renunció a mí, ¿sabes?
—No me sorprende. Ya se veía que era un miserable.
—Por lo visto intentó aprovecharse del dolor de Elsa para seducirla.
—¡¿Qué?! Hijo de…

—Parece que no era exactamente yo lo que le atraía de mí.
—Mejor así. Al menos no tendré que verle de nuevo a tu lado.
—No, Elsa le rechazó de plano y no quedó en muy buenos términos con las Islas del Sur. Si de normal tiene genio, te la podías imaginar durante estos meses.
—No tardarán en encontrarte otro pretendiente.
—Es posible.
—Cuando llegue el momento, renunciaré a mi empleo.
—Lo sé.

El silencio se nos tragó de nuevo hasta que su voz quebradiza lo hizo añicos una vez más.

—Te echo de menos.

"No te gires. No la mires ahora o cometerás un delito penado con la muerte."

—Y yo a ti.

Esas fueron las últimas palabras que cruzamos aquella mañana. Cuando llegamos de vuelta al palacio, ayudé a Anna a apearse del carro como exigía mi cargo y ella posó su mano tiernamente sobre mi cintura. Después la reverencié levemente y ella se fue dándome la espalda y dejándome con el corazón hecho trizas.

Aquella noche, sacudiendo mi ropa para tenderla hasta la siguiente jornada, un pequeño papel cayó de uno de los bolsillos.

"Si esto te duele tanto como a mí, ven a mi habitación esta noche. Dejaré abierta la ventana. Si escalas desde la muralla lateral, no serás visto, lo he hecho miles de veces de niña. Pero, si no vienes, asumiré que das por concluido lo nuestro para siempre y no volveré a abrirla. Espera, ¿y si no encuentras la nota? Bueno, ya lo pensaré.
Quizás no podamos vivir de nuevo nuestro sueño como creíamos, pero es posible que podamos inventar otro diferente juntos. ¿Lo intentamos? Tuya aunque no pueda."

—Anna…

La iba a perder, ¿verdad? Estuve a punto de perderla en el mar y ahora iba a hacerlo de verdad. ¿Cómo iba a colarme en su alcoba? ¿Qué sería de ella si me encontraban allí? Sin duda, a mí me colgarían, pero, el vacío que había quedado en mi vida, la había convertido en un sinsentido que hacía que eso tampoco me importase tanto. Sin embargo, ella sufriría mi pérdida. Aunque… ¿no estaba sufriéndola ya?

Pero, si me envalentonaba e iba… aun sin ser descubiertos… ¿durante cuánto tiempo podríamos extender aquello? ¿Qué pasaría el día en que le fuese entregada a otro hombre?

Nada tenía sentido ya, mis manos apretaban mis sienes mientras mis lágrimas salían a la carrera, pero seguía respirando; seguía en este mundo y sabía que era por ella, que ella era mi única razón para luchar.

Si la única opción que nos quedaba era sufrir, al menos, disfrutaríamos juntos hasta que llegase el final.

Me lancé a la carrera en dirección al castillo, me colé por la parte lateral de la muralla como ella había dicho y escalé con facilidad hasta su ventana.

"Arendelle tendría que hacer algo con este pobre sistema de seguridad."

Pero no estaba en condiciones de quejarme de aquello. Salté al interior de la habitación y me encontré frente a frente con Anna, metida en su camisón, esperándome en la penumbra mientras un suave rayo de luz de Luna rozaba su rostro.

—Creí que no vendrías.
—No te perderé otra vez.